Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Ann Cleary. Todos los derechos reservados.

MI VECINO ITALIANO, Nº 1942 - junio 2012

Título original: The Italian Next Door

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0195-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

PASIÓN era lo último que había en la mente de Pia Renfern cuando se acercó a las ventanillas de alquiler de coches del aeropuerto Fiumicino de Roma, preparándose para asumir el riesgo de conducir en el lado incorrecto de la carretera. A veces, en un país extranjero, por más que se planificara, era imposible controlarlo todo.

Pia decidió probar la agencia Da Vinci. Dejó el carro de las maletas junto al mostrador y sonrió.

Mi scusi, signora, ¿puede decirme cuánto cuesta alquilar un coche por un día?

La mujer escrutó a Pia, cuya conciencia australiana no dejaba de recordarle que siempre había conducido por la izquierda.

—¿Un día, signorina?

—Sí. Solo uno, para llegar a Positano —al ver que la mujer enarcaba las cejas, Pia se sintió obligada a explicarse—. Mi vuelo ha llegado con retraso y he perdido el autobús que había reservado. Como hay huelga de trenes… —hizo una mueca—. He preguntado a los taxistas, pero ninguno quiere llevarme tan lejos.

La mujer examinó el metro sesenta y cuatro de Pia: desde el pelo corto y rubio, siguiendo por la chaqueta de ante azul y los vaqueros arrugados, hasta terminar en los botines.

—¿Puedo ver su pasaporte, signorina? ¿Y su carné de conducir?

Pia sintió una presencia a su espalda. Cuando le daba los documentos a la empleada vio que ella alzaba la vista y esbozaba una enorme sonrisa.

—Ah, signore. Sarò con lei fra poco.

Pia miró hacia atrás. Un hombre italiano se apoyaba en el asa de su maleta. Medía más de uno noventa, tal vez dos metros, tenía cejas anchas y ojos oscuros e inteligentes que conectaron con los de ella y chispearon con descaro.

Pia se dio la vuelta. No estaba preparada para nada grande, musculoso y lleno de testosterona, por atractivo que fuera.

En cambio, Valentino Silvestri, que acababa de llegar de Túnez tras coordinar un importante asalto de la Interpol al narcotráfico, sintió un inquietante cosquilleo en la nuca, que descendió por su espalda. Ordenó mentalmente a la bonita rubia que lo mirara para volver a ver sus impresionantes ojos azules. Como no tuvo éxito, examinó su cuerpo.

La chaqueta terminaba justo encima de un delicioso trasero, redondo como un albaricoque, embutido en vaqueros azules. Se le hizo la boca agua. Anhelaba estar con una mujer.

Pia contuvo el aliento mientras la mujer estudiaba el pasaporte y tecleaba con dedos ágiles.

—¿Un coche grande o pequeño, signorina?

—Oh, pequeño está bien. Grazie —era un alivio saber que la estrechez de las carreteras no parecía ser problema. Su optimismo se disparó.

Con un poco de suerte llegaría a su destino mucho antes del anochecer. Pero no podía negar que tenía sus dudas respecto a conducir allí. Por suerte, había tenido la previsión de sacarse un carné de conducir internacional por si tenía alguna emergencia, aunque su madre le había suplicado que evitara utilizarlo.

Ya no era el manojo de nervios que había sido unos meses antes, cuando sufría síndrome de estrés postraumático. Pia Renfern estaba oficialmente libre de esa lacra y de todas su insidiosas y debilitantes manifestaciones. Había superado todo eso, era puro coraje y nadie podría contradecirla.

Conducir por el otro lado de la carretera no podía ser tan difícil. Otra gente lo hacía. Su prima Lauren conducía por toda Italia sin problemas.

Su historial como conductora era bastante bueno, exceptuando algunas infracciones de aparcamiento. Le habían retirado el carné una vez por frecuentes excesos de velocidad, pero había sido hacía años, al poco tiempo de empezar a conducir. Por suerte, el permiso internacional no hacía referencia a su pasado.

—¿Dónde quiere entregar el coche, señorita Renfern? —preguntó la mujer.

—¿Tienen oficina en Positano?

—No, signorina —se puso seria—. En Positano no hay sitio para coches. Tendría que llevarlo a Sorrento y regresar en autobús. ¿Conoce la zona?

—No. ¿El coche no tendrá navegador?

Scusi, signorina —se oyó a su espalda.

Pia se dio la vuelta sorprendida.

El hombre dio un paso hacia delante. A Pia se le secó la boca. Era realmente guapo, con pómulos y mandíbula esculpidos, y tenía las cejas más expresivas que había visto nunca. La elegancia informal de la chaqueta de cuero negro, camisa blanca y vaqueros no ocultaban su constitución atlética y fuerte.

Estaba al menos un milímetro demasiado cerca, haciendo saltar todos sus sensores de alarma. Dio un paso atrás para huir de esos atractivos ojos oscuros y chocó contra el mostrador.

—No he podido evitar oírla, signorina. ¿Va a Positano? —su voz era grave y tenía un bonito deje—. ¿Sabe que alrededor de Sorrento las carreteras son estrechas y bordean acantilados?

—Bueno, sí, supongo. ¿Y? —la intrusión la molestó. Se preguntó si el hombre dudaba de su capacidad y se sonrojó. La empleada de la agencia escuchaba atentamente cada palabra. De hecho, se había hecho el silencio, como si todas las agencias de alquiler de coches, y sus clientes, estuvieran escuchando—. ¿Qué quiere decir, signore?

—Esas carreteras son concurridas y peligrosas. Incluso los conductores de la zona lo creen —los inteligentes ojos oscuros parecían serios—. Disculpe, signorina, pero tiene acento australiano. ¿Ha conducido alguna vez por la derecha?

Pia sintió una punzada de culpabilidad. Todo su cuerpo empezó a arder cuando notó que la empleada de la agencia la taladraba con la mirada. Podría haber mentido, pero no se le daba bien.

—Bueno, no, puede que no —tartamudeó—. Pero sé que puedo hacerlo. Además, no es asunto suyo.

—Eso no es bueno —él movió la cabeza con desaprobación—. No debe intentar conducir por esas carreteras, sobre todo con el tráfico que habrá hoy, sin trenes. Creo que lo mejor será que yo…

Scusi, señorita Renfern —intervino la empleada de la agencia—. Lo siento, pero Da Vinci Auto no tiene coche disponible para usted hoy.

—¿Qué? —Pia giró y miró a la mujer con indignación—. Pero eso es injusto. Ha visto mi carné, soy una conductora cualificada. Este hombre es un desconocido para mí. No lo escuche.

—Lo siento signorina —la mujer le devolvió la documentación—. Tal vez otra agencia pueda ayudarla. Pero Da Vinci Auto no puede —la mujer se cruzó de brazos y apretó los labios.

Pia guardó los documentos, colérica.

—Muchas gracias, signore —dijo con voz cargada de veneno y una mirada fulminante.

Prego. Su seguridad es importante para todos los italianos —sus ojos chispearon.

—Estaría mucho más segura si pudiera alquilar un coche —hacía tiempo que no discutía con hombres, pero en algunos casos era necesario.

Su indignación parecía hacerle gracia al tipo. Se reclinó en el mostrador y bajó las espesas pestañas negras mientras la recorría de arriba abajo con una mirada sensual y apreciativa.

—Tan, tan suave… pero tan fiera —sus manos dibujaron esa suavidad en el aire. Ella no dudó que se refería a sus pechos más que a otra cosa—. Es una pena, pero es la signora quien ha tomado la decisión, sin duda por sus propias razones —dijo con falsa compasión. Se encogió de hombros como si él fuera completamente inocente.

Para Pia esa distorsión de la realidad resultó excesiva, mezclada como estaba con los mensajes que le lanzaban los ojos sonrientes, la boca sexy y las manos morenas y elegantes, que eran todo menos inocentes.

—Tomó la decisión porque usted sembró la duda en su mente —explotó, acalorada.

—¿Eso cree? —alzó una preciosa ceja—. Puede que haya influido en ella el deseo de salvar vidas. Pero como yo voy a Positano, podría llevarla. No creo que ocupe demasiado sitio —sus bellas manos ilustraron el espacio que podría ocupar, dibujando la forma de sus caderas con un gesto que a Pia casi le pareció una caricia.

Podía imaginarse lo que él tenía en mente. Quería estar a solas con ella en un sitio cerrado y pasar esas manos por su cuerpo.

Deseó que esa voz no se filtrara en sus venas como una droga. La sonrisa de sus ojos parecía estar invitándola a reconocer la vibración sexual que, a su pesar, tiraba de ella. «Cuidado, chica», se dijo, «No dejes que te absorban unos ojos oscuros como la noche y una sonrisa relajada».

—Ni lo sueñe —rechazó la oferta con desdén.

Se alejó con toda la dignidad que permitía empujar un carro cargado con una maleta y un gran bolso de lona lleno de material de pintura. Sintió la mirada abrasadora de él observando cada uno de sus pasos.

Decidió no humillarse preguntando en el resto de los mostradores de alquiler de coches. Todos habían escuchado la conversación. No iba a darle al tipo la satisfacción de ver cómo la rechazaban de nuevo.

Era el hombre más entrometido, irritante y desagradable que había conocido en su vida. Y, sin duda, era porque se sabía atractivo.

No tendría que haberla mirado así, haciendo que se sintiera tan… femenina. De hecho, era increíble que hubiera provocado esa respuesta en ella. Hacía tanto tiempo que esa parte de sí misma estaba dormida que le costaba creer que fueran sensaciones reales.

Era tal y como le había advertido el médico: ahora que estaba volviendo a la normalidad, todas las emociones serían más fuertes, más intensas.

No pudo resistirse a mirar hacia atrás antes de dar la vuelta a la esquina. Él seguía allí, pero ya no estaba solo. Una pareja de mediana edad, acompañada por un adolescente, se había unido a él y lo abrazaban como si hiciera tiempo que no lo veían. Lo vio agacharse para besar a la mujer en ambas mejillas. Vaya… Sintió envidia.

Resignado, por el momento, a dejar de lado su interés por la mujer rubia, Valentino se preparó para sortear mil preguntas sobre su vida personal.

Como siempre, sus tíos querían saber demasiado. Seguía avergonzándolos que estuviera divorciado y no dejaban de buscar indicios de que estaba listo para lanzarse de nuevo al matrimonio.

A veces sospechaba que su tía soñaba con que volviera a juntarse con Ariana, para borrar la vergüenza familiar. Como si no hubiera amargura y el divorcio no tuviera validez.

No servía de nada explicar que estaban en el si- glo XXI. Para su tía, que estuviera soltero lo convertía en un bala perdida que necesitaba alguien que lo atara bien al suelo. Su tío parecía verlo de otro modo, tal vez con cierta envidia.

—Sigues mariposeando por ahí ¿eh, Tino? —su tío le guiñó un ojo.

—Ya basta de eso —espetó su tía—. ¿Cuándo vas a volver a casa a asentarte, Tino?

No se atrevieron a preguntarle por su trabajo. A su familia no le gustaba especialmente que fuera agente de la Interpol. Preferían obviar el tema y tendían a estar en guardia, temiendo que les escuchara con el fin de recolectar pruebas.

Preocupación innecesaria, pues hacía mucho que él había investigado su rectitud y moralidad.

Su tía empezó a hablarle de su hija mayor, Maria, un ejemplo para la familia: bien casada, embarazada y a punto de darle otro nieto, tal y como era la obligación de todo buen hijo o hija.

Mientras la pareja discutía los más mínimos detalles del embarazo de Maria, el adolescente, intentaba dar la impresión de no conocerlos. Valentino intercambió una sonrisa de simpatía con él; aunque su especialidad era escuchar, a veces desconectar tenía aún más importancia estratégica.

Lo abrumaba un intenso anhelo de escapar de las realidades de su vida. Por un segundo, se permitió imaginarse cómo habría sido viajar por la autopista con una bonita rubia a la que mirar y una rodilla sobre la que apoyar la mano.

Curvó los dedos, echando de menos esa rodilla sedosa. Hacía demasiado que no acariciaba a una mujer. Tenía que quedar alguna que no estuviera empeñada en arrastrar a un hombre al altar.

Los serios ojos azules, labios rosados, pómulos delicados y bonita nariz salpicada de pecas tenían el potencial de hechizar a un hombre, durante unos días al menos. Estaba seguro de que había habido química entre ellos. El viaje habría sido la oportunidad perfecta para sentar las bases de un romance de vacaciones.

Probablemente, otras personas se ofrecerían a llevarla a su destino y deseó, por su bien, que eligiera viajar en autobús. Con toda la maldad que había visto a lo largo de los años, dudaba que una mujer estuviera segura si viajaba sola.

Echó un vistazo a la gente que lo rodeaba, preguntándose cuántos de esos seres de aspecto inocente estarían involucrados en actividades criminales.

Últimamente, veía corrupción mirara donde mirara. A veces deseaba olvidar el crimen, las amenazas terroristas, las drogas, el tráfico de personas, el fraude de tarjetas de crédito y el continuo pillaje de tesoros nacionales. Quería relajarse y disfrutar de las vacaciones como cualquier otra persona. Disfrutar de una mujer bonita, sin pensar en más. Suspiró.

De repente, Valentino se dio cuenta de que la gente empezaba a agolparse en todas las ventanillas de alquiler de coches. Le dio un golpecito a su tío, para alertarlo de la situación, pero para cuando se unió a la fila, era demasiado tarde. Da Vinci Auto ya no tenía coches.

Per carita —gimió su tío, dándose una palmada en la frente—. Ahora huelga de autobuses. Primero de tren, luego de autobús. ¿Adónde va a llegar el país? ¿Qué vamos a hacer?

Valentino pensó en la australiana y en qué haría ella. Sintió una punzada de remordimiento por haber intervenido, aunque era su deber como ciudadano garantizar la seguridad pública. Pero, aun así, se sentía responsable.

La noticia fue como un mazazo para Pia.

El nervioso empleado comunicó a la airada multitud que los conductores estaban reunidos y no habría autobuses hasta nueva orden.

Justo lo que Pia no quería oír. Su vida llevaba en suspenso más de medio año y había cruzado medio mundo para romper su capullo de seguridad y lanzarse de nuevo a disfrutar de cada instante de placer y emoción que pudiera ofrecerle la vida.

Nada de eso ocurriría hasta que escapara del insulso mundo del aeropuerto. Gruñendo, se derrumbó en un asiento y cerró los ojos. Como era habitual, un hombre era la raíz de sus problemas. Ya podría estar recorriendo la costa de Amalfi si hubiera ignorado al tipo de las cejas bonitas.

Tal vez fuera un presagio de que había hecho mal aceptando cuidar la casa de Lauren. Se recriminó por pensar eso. Tenía que concentrarse en lo positivo. Había avanzado mucho, dejando atrás al tímido ratoncito que se había escondido en su casa de Balmain día y noche, con los cerrojos echados y todas las luces encendidas. Cada noche la misma cena en el microondas, cada noche una cama solo para ella.

Había dado grandes pasos desde que tomó la primera decisión consciente de agarrarse a la vida con esperanza y actitud positiva. Había conseguido subir al avión e incluso había empezado a pensar que era hora de volver a probar suerte con otros miembros de la raza humana, con cuidado, eso sí.

Su error había sido enamorarse y confiar en que el amor duraría eternamente. Era hora de establecer un paradigma nuevo: el amor era una locura que acababa en lágrimas. Era mejor encariñarse mientras las cosas iban bien y dejar la relación con alegría. Ni uno más de esos hombres de palabra fácil, obsesionados con el deporte, que amaban a una mujer cuando estaba sana y entera, siempre y cuando fuera lo bastante guapa para lucirla en las fiestas de los amigos.

Se aseguraría de que el siguiente hombre tuviera sensibilidad, aunque no fuera un semidiós alto, rubio y musculoso. Estaba dispuesta a aceptar a alguien menos atlético y menos dominante.

Cuanto más lo pensaba, más le apetecía un hombre dulce y gentil, de constitución mediana y sin interés por los deportes. No hacía falta que fuera guapo. Los guapos solían ser arrogantes ególatras que veían a la mujer como una presa. Podían servir para un fin de semana de pasión, pero a largo plazo sería preferible alguien que la entendiera, o que compartiera su temperamento artístico; un escultor, o incluso un músico.

Alguien había dejado un periódico en el asiento contiguo, así que echó un vistazo a la portada, e intentó rememorar el italiano estudiado en el instituto. Por lo visto, habían robado un cuadro poco conocido, de Monet, de un museo de El Cairo. La foto publicada era de muy mala calidad, solo se distinguían unos juncos y un par de nenúfares.

Su italiano no estaba a la altura de entender los detalles, así que dejó el periódico y se tumbó en la fila de asientos. Cerró los ojos y se obligó a concentrarse en el futuro.

Estaría en Positano, donde nadie sabía que once meses antes, en la sucursal del Unity Bank de Balmain, un hombre con pasamontañas le había puesto una pistola en la sien, haciéndola creer que iba a morir. Ese pequeño drama había cambiado toda su vida. Una mujer sin miedos, que disfrutaba de su hombre, de sus amigos, de su trabajo y de su creciente fama, había pasado a ser un pelele.

Después del incidente, todas las pequeñas ansiedades y precauciones normales de la vida se habían transformado en fobias monstruosas.

Nadie habría adivinado que eso podía ocurrirle a una fémina segura y atrevida. Había empezado a darle miedo caerse, ahogarse, cruzar la carretera, envenenarse con lechuga mal lavada, ser comida por los perros y morir joven. Y, por supuesto, temía a los hombres grandes con pasamontañas.

Pia Renfern, paisajista y retratista en alza, aceptada como pintora en sociedad, se había rendido al miedo. Pero la peor tragedia había sido perder su capacidad de pintar.

Solo pensarlo hacía que se le revolviera el estómago. Luchó contra la náusea. Necesitaba ser positiva y ver el vaso medio lleno. Los tiempos terribles habían pasado, volvía a ser fuerte y la mayoría de sus ansiedades habían vuelto al redil.

Le faltaba superar el bloqueo de la pintura y, gracias a Lauren, Positano le daría el empujoncito necesario. Estar rodeada de belleza la inspiraría.

No llevaba más de cinco minutos así cuando sintió una presencia junto a ella. Supo quién era sin necesidad de mirar. Se le desbocó el pulso.

Abrió los ojos y tuvo que entrecerrarlos para no deslumbrarse con ese pelo negro, cejas anchas y ojos oscuros y chispeantes. Miguel Ángel se habría enorgullecido de tallar esos labios, esos rasgos masculinos. Durante un segundo, su resolución de buscar solo hombres sensibles se tambaleó. Pero luego su memoria hizo acto de presencia.

—El hombre que interfiere —dijo, sentándose.

—Valentino Silvestri —inclinó la cabeza y la miró con ojos serios—. Estoy a punto de salir hacia Positano —miró su reloj de pulsera, revelando una muñeca morena y tendinosa—. Dependiendo del tráfico, espero llegar poco después del mediodía.

—¿Por qué me lo dice? —Pia se esforzó por dejar de mirar esa muñeca salpicada de vello oscuro.

—Necesita transporte. Soy italiano y el deseo de nuestra nación es dar la bienvenida a los turistas y hacerles felices. ¿Entonces…?

—Dudo que pudiera hacerme feliz.

—Ah, signorina. Me anima a probar —soltó una risa profunda y sexy. Sacó las llaves del coche y las movió ante su rostro—. Al menos, déjeme rectificar por haberla dejado sin coche de alquiler.

Ella empezó a sentirse más dispuesta a perdonar. Sin embargo, no dudó la respuesta.

—No, gracias.

—¿Segura? ¿Coche rápido, buen conductor?

Ella negó con la cabeza. Él, tras un momento de silencio, la miró con ojos chispeantes.

—¿He mencionado que mi tío, mi tía y mi prima vendrán con nosotros? —indicó con un gesto al grupo familiar que ella había visto con él minutos antes. Estaban a unos metros de allí, junto a su equipaje, mirándola con curiosidad.

—¿Ellos? —Pia los miró dubitativa, pero sintió un destello de esperanza—. ¿En serio?

Unos meses antes, ir en coche con unos desconocidos, obligada a hacer conversación, habría sido su idea del infierno, pero… La familia parecía la esencia de la respetabilidad y solidez. Era su oportunidad de escapar del aeropuerto a un mundo de hierba, cielo y aire fresco.

—No sé… —miró a Valentino, preguntándose si lo motivaba el remordimiento u otra cosa—. ¿Seguro que no sería una intromisión?

—Sería un alivio —hizo una mueca divertida.

—¿No les importará?

—Les fascinará.

—No querría coartar la conversación familiar…

—No podría aunque lo intentara.

—Bueno, entonces, sí —se levantó, se alisó la ropa y agarró el bolso—. Muchas gracias. Pero solo será eso, Valentino. Nada más.

—¿Scusi, signorina? ¿Qué más podría ser? —enarcó una ceja y ladeó la cabeza con expresión de curiosidad cortés.

—Solo quería dejar claro que entiende… que…

El rostro de él adquirió expresión seria y digna, como si estuviera insultando su honor, su reputación y hasta su alma. Pia casi tuvo que pellizcarse. ¿Era ese hombre el mismo diablo que había flirteado con ella media hora antes?

—Mire, necesito que esté claro que no es ligue.

—¿Ligue? —la miró con desconcierto y juntó las cejas—. ¿Eso es una expresión australiana?

—No, no —se sonrojó y movió la cabeza—. Es cuando… —de repente, se dio cuenta de que hasta ese momento el hombre había demostrado tener un inglés excelente. Miró con suspicacia su rostro y captó el brillo de sus ojos—. Sabe perfectamente lo que quiero decir, ¿verdad?

—Podría saberlo, signorina —soltó una carcajada y sus ojos chispearon al ver su perturbación.

—Bien —resopló exasperada—. Bien. Mientras que entiendas que acepto que me lleves porque es una emergencia. Me llamo Pia.

—Pia —repitió él—. Bella. Encantado —le ofreció la mano, sonriente.

Ella la aceptó, pero en cuanto las palmas se rozaron, las células de su piel parecieron saltar como peces voladores. El contacto fue breve, pero siguió sintiendo un cosquilleo mientras iban a reunirse con la familia que esperaba.

—Bien, siempre que esté claro que quien conduce soy yo —aseveró él con firmeza.

—Menuda sorpresa —rezongó ella, pero por dentro sentía un auténtico torrente en las venas.

Capítulo 2

V