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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Pat Warren. Todos los derechos reservados.

EL RECUERDO DE TU AMOR, Nº 1528 - octubre 2012

Título original: Her Kind of Cowboy

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1146-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

Dónde estaba?

Abby Martin paseaba nerviosa bajo el viejo álamo de Virginia junto al arroyo del rancho de sus padres. El tórrido sol de agosto se había puesto dos horas antes, sobre las siete, pero todavía hacía calor. Abby apenas lo notó mientras esperaba impaciente. Él ya debería estar allí.

¿Dónde estaba Jesse?

El padre de Abby había contratado al alto y apuesto vaquero justo antes de que ella volviera al rancho desde la Universidad de Arizona a pasar las vacaciones de verano. Abby se enamoró de él en cuanto lo vio y, aunque ninguno de los dos lo había dicho en voz alta, estaba segura de que Jesse sentía lo mismo por ella, por la forma de mirarla, de abrazarla, de besarla. Después, Jesse le susurraba al oído que lo esperara en el arroyo bajo el álamo, o a veces en el granero, y allí le hacía el amor con una ternura infinita.

Bajo la luz de la luna, Abby miró en dirección a los edificios que rodeaban la casa principal del rancho, pero no vio a nadie cabalgando hacia donde ella estaba. Detestaba tener que hacerlo a escondidas, pero su madre se oponía rotundamente a que sus dos hijas se relacionaran con ninguno de los vaqueros que trabajaban en el rancho. Jesse le había dicho que no era un simple vaquero, que entonces no le podía decir nada más, pero que tenía muchos planes para el futuro. Grandes planes. Abby estaba segura de que ella formaba parte de esos planes. Cuando llegara el momento y pudieran declarar abiertamente su amor, se lo diría a sus padres. Estaba segura de que cuando conocieran mejor a Jesse lo aceptarían.

Peinándose nerviosamente la larga melena rubia con los dedos, Abby se rehizo la coleta. De repente, se detuvo y escuchó con atención. Sí, un caballo se acercaba al galope. Segundos más tarde, Jesse apareció galopando hacia ella. Como ocurría siempre que lo veía, Abby sintió que se le aceleraba el corazón. Jesse se apeó del caballo y ató las riendas a una rama, muy cerca de donde Abby había atado a su yegua.

Jesse no sonreía, y Abby sintió un escalofrío que le recorrió toda la columna vertebral. Pero Jesse corrió hacia ella y la abrazó.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella, segura por su actitud de que algo no marchaba bien.

Jesse se echó hacia atrás y la miró.

—Tengo que irme inmediatamente a California —dijo, con el ceño fruncido—. Mi padre ha tenido un infarto —alzó la mano y le acarició la mejilla—. Volveré cuanto antes.

—Siento lo de tu padre.

En el tiempo que se conocían, Jesse apenas había mencionado a su familia. Y ahora desde luego tenía que irse, Abby lo sabía. Pero detestaba la idea de estar lejos de él.

—Has estado trabajando desde el amanecer. Irás en avión, no en coche, ¿verdad?

Distraído y ansioso por emprender viaje, Jesse negó con la cabeza.

—No hay vuelos hasta mañana por la mañana. Si salgo ahora en mi coche llegaré antes que si espero —dijo.

Al ver la preocupación en los ojos femeninos, Jesse sintió que algo se le rompía por dentro. Le debía una explicación, pero ahora no tenía tiempo. En cuanto su padre estuviera mejor, regresaría y se lo explicaría todo.

—No te preocupes, no estoy cansado.

E inclinándose hacia ella, la pegó contra su cuerpo y la besó con fuerza antes de montar de nuevo en su caballo negro.

De súbito, Abby no estuvo tan segura de los sentimientos de Jesse hacia ella. Levantó los ojos y le dijo:

—Volverás, ¿verdad?

—Sí, en cuanto pueda —dijo él, y ajustando las riendas, se alejó.

Abby lo siguió con los ojos hasta que se perdió de vista.

—Recuérdame —susurró, como si fuera una oración.

Capítulo 1

 

Ahora volvía. A enfrentarse a su pasado, a pedir perdón, a reparar el daño que había hecho. Y a revivir un amor perdido.

El cálido viento estival que se colaba por la ventanilla abierta del coche le arremolinaba los cabellos negros. A pesar del calor, Jesse Calder prefería abrir las ventanillas y aspirar el olor de la tierra y los árboles a poner el aire acondicionado del coche. Acababa de atravesar el Desierto Pintado de Arizona y ahora se dirigía hacia el sur, hacia una zona de ranchos de ganado que ya conocía.

Ahora avanzaba por una carretera donde la tierra se extendía hasta donde alcanzaba la vista, con extensos campos de algodón a un lado, y verdes praderas de pastos al otro, salpicados de vaqueros a caballo que vigilaban el ganado mientras los animales pastaban tranquilamente al aire libre. Entre la vegetación, había cactus, arbustos y chaparral. Un paisaje muy distinto al de su California natal.

Jesse lo conocía bien. Era el último tramo de su viaje desde el Triple C, el rancho de su familia en el norte de California hasta St. Johns, Arizona, cerca de la frontera con Nuevo México, un viaje muy diferente al de la primera vez que realizó aquel mismo trayecto, seis años atrás, al volante de un deportivo descapotable rojo. Entonces tenía veinticinco años, rebosaba vitalidad, tenía una salud a prueba de bomba y hacía lo que más le gustaba.

«Es increíble lo rápido que te puede cambiar la vida y la forma de entenderla», pensó mientras avanzaba por la carretera sin apenas tráfico.

Al igual que a su hermano gemelo, Jake, le encantaba trabajar en un rancho, en contacto con los animales y con la naturaleza. Era la vida que siempre había conocido y la que había elegido, tanto para los buenos tiempos como para los malos.

Y había tenido muchos malos.

«A lo mejor las cosas salieron mal hace seis años por el engaño, aunque fuera pequeño», pensó Jesse, frunciendo el ceño.

Su padre, Cameron Calder, había decidido diversificar las actividades del Triple C, el rancho de caballos de su propiedad, y añadir ganado vacuno o bovino para seguir siendo competitivo y uno de los mejores ranchos del oeste del país. Aquella decisión cambió la vida de Jesse.

Durante un verano, Cam envió a Jake a Montana a estudiar ovejas y a Jesse a Arizona a estudiar la cría de vacuno. Dado que Calder era un apellido muy conocido en todo el oeste y Cam Calder no quería trato preferencial para sus hijos, insistió en que éstos utilizaran nombres supuestos para trabajar, por lo que aquel verano Jesse Calder se convirtió en Jesse Hunter.

Pasándose una mano por la barba, Jesse recordó que ni a su hermano ni a él les había hecho mucha gracia tener que ocultar su verdadera identidad, pero tampoco deseaban oponerse a los deseos de su padre, y menos después de haberlos criado y educado él solo, tras el abandono de la madre de los gemelos cuando éstos apenas habían cumplido dos años.

Vern Martin, el propietario del rancho de ganado donde terminó Jesse, necesitaba ayuda y lo contrató, aunque tenía sus recelos. El recién llegado tenía toda la pinta de ser alguien sin rumbo fijo, que gastaba todo su dinero en coches caros y diversión, un mujeriego con muy poco futuro por delante. A quien le hizo aún menos gracia fue a Joyce, su esposa y madre de dos hijas jóvenes.

Jesse estaba acostumbrado a trabajar y no le importaba hacerlo de sol a sol, por lo que pronto se ganó el respeto tanto de sus compañeros como del dueño del rancho. Apenas le quedaba tiempo libre para divertirse, y tampoco le interesaba mucho.

Hasta que Abby Martin volvió de la universidad para pasar las vacaciones de verano.

Era sencillamente la chica más guapa que había visto en su vida, con una larga melena rubia y enormes ojos verdes. A los diecinueve años, Abby montaba a caballo como una profesional y solía vestir ropa informal, vaqueros y unas botas muy desgastadas, para trabajar con sus caballos favoritos bajo la atenta mirada del capataz del rancho, Casey Henderson.

Su hermana Lindsay, dos años mayor que ella, casi nunca salía de casa sin ir totalmente maquillada y luciendo carísimos modelos de diseño. Tampoco hablaba casi nunca con los mozos, a los que Abby conocía por su nombre y trataba con cordialidad. A Lindsay le gustaba coquetear con todos a escondidas, pero si alguno respondía a sus insinuaciones, salía huyendo. También se había insinuado a Jesse, sin lograr que éste reaccionara, lo que la irritó sobremanera.

Porque él sólo tenía ojos para Abby. Y ella para él. Pronto empezaron a verse a escondidas, lejos de miradas curiosas, y a pasar largas horas juntos. Sin embargo, todo terminó bruscamente, antes de que Jesse tuviera la oportunidad de revelar a Abby su verdadera identidad. Una llamada desde California le anunció que su padre había sufrido un grave infarto y en ese momento Jesse sólo pensó en correr junto a su padre. Jesse prometió a Abby regresar lo antes posible, pero entonces sucedió lo impensable.

A ochenta kilómetros del Triple C, un borracho al volante de un todoterreno chocó de frente contra el descapotable de Jesse y cambió su vida para siempre.

Un poco más adelante, Jesse vio la tienda de Curly, un mozo reciclado en tendero, redujo la velocidad y se metió en el aparcamiento asfaltado que tan bien conocía. El verano que vivió en la zona, había pasado muchas veces por aquel local a comprar las cosas que necesitaba.

Bajo el coche y se desperezó, estirando los brazos y moviendo los hombros. Desde el accidente, no podía estar muchas horas en la misma postura sin que la espalda se resintiera. Al entrar en la tienda, se preguntó si Curly lo reconocería, aunque ahora su aspecto era muy distinto tras las numerosas operaciones a las que había sido sometido, la barba corta con la que cubría las cicatrices faciales y la ligera cojera que se notaba cuando estaba cansado.

Por dentro también era otra persona, más tranquilo, más introspectivo. Haber experimentado la muerte tan cerca, con más de una semana en coma, meses de terapia física y casi un año de rehabilitación lo habían cambiado significativamente.

Jesse empujó la puerta y entró. La tienda estaba vacía, excepto por el dueño que se sentaba detrás del mostrador junto a la caja. Al deambular por los pasillos del local, Jesse se dio cuenta de que los productos apenas habían cambiado en seis años, lo que lo animó. Era agradable saber que en un mundo que cambiaba tan rápidamente, había cosas que seguían igual. Agarró un refresco de jengibre bien frío, una barra de chocolatinas y se acercó a pagar.

—¿Eso es todo? —preguntó el hombre, sin reconocerlo.

—Sí —dijo Jesse, dejando unos billetes de dólar en el mostrador—. Hoy está todo muy tranquilo, ¿no?

—Es el rodeo en Springerville —dijo el hombre, dándole el cambio—. ¿Nuevo en la zona?

—Voy al rancho de Vern Martin. Tienen problemas con un macho y...

—Sí, sí, Remus. Se quemó en un incendio hace poco. Vienes de California, ¿no?

Jesse recordó lo deprisa que corrían las noticias en aquel entorno rural y sonrió.

—Jesse Calder —se presentó, extendiendo la mano.

Curly la estrechó.

—He oído hablar mucho de tu padre. Dicen que puede hablar con los caballos, y que éstos lo escuchan —comentó el tendero, con expresión escéptica y apoyando la espalda en la pared—. Que me aspen si entiendo cómo se hace. Susurrar a los caballos, así lo llaman, ¿no? ¿Y tú también haces eso?

—Algo parecido, sí —dijo Jesse, abriendo la lata.

—¿Te importa que pase por el rancho Martin a verte trabajar? Me encantaría.

—Si a ellos les parece bien, por mí no hay inconveniente.

Jesse llegó a la conclusión de que el hombre no tenía ni idea de quién era y pensó que quizá era mejor que no lo reconocieran. Cuando dejó el rancho seis años atrás, no se despidió de nadie ni tampoco llamó después para explicar su ausencia. Ahora no sabía cómo reaccionarían si supieran que había usado un nombre falso.

De vuelta en la carretera, frunció el ceño al recordar. A quien sí quiso explicárselo fue a Abby, pero cuando le dieron de alta en el hospital y volvió a casa, fue Lindsay quién descolgó el teléfono y lo informó de que Abby no estaba. Cuando le preguntó si había vuelto a la universidad, Lindsay le dijo que Abby se había casado y ya no vivía allí. Eso le extrañó. Apenas unas semanas antes había estado con él, abrazándolo. besándolo, haciendo el amor con él apasionadamente.

Jesse le dijo que deseaba hablar con Vern, pero Lindsay le dijo con toda claridad que era «persona non grata» en el rancho y que no volviera a llamar.

Extrañado, Jesse colgó. A juzgar por la Abby que él conocía, no podía entender que se hubiera casado con otro hombre tan poco tiempo después de la apasionada y profunda relación que habían mantenido a pesar de su brevedad, pero pensó que quizá la joven no fuera el tipo de persona que él había creído.

Más adelante, cuando su salud mejoró, quiso viajar hasta el rancho para explicar su accidente y oír de labios de Abby que era feliz con su marido, pero Cam y Jake, conscientes de que aún estaba muy débil, lo disuadieron de la idea.

Olvidar a Abby no fue fácil. Estaba seguro de que, antes de dejar el rancho, se estaba empezando a enamorar de ella y ella de él. Tenían mucho en común: su amor al rancho, a los animales e incluso a los niños. Pero él sabía que debía olvidarla, porque ahora ella pertenecía a otro hombre.

Fue una casualidad que los Martin se enteraran de la existencia de Jesse Calder y su trabajo con caballos traumatizados, y Casey, el capataz del rancho, llamó a California para suplicarle que fuera a tratar a Remus, el caballo de la hija pequeña de los Martin. A pesar de las advertencias de su padre y de su hermano, Jesse decidió ir.

Pero ahora, al ver la verja de entrada al rancho Martin, Jesse no pudo evitar preguntarse si había tomado la decisión acertada.

El rancho no parecía haber cambiado mucho. Con unas quinientas hectáreas de extensión, seis años atrás había tenido unas mil quinientas cabezas de ganado vacuno, novecientas hembras para cría, seiscientos terneros y dieciocho sementales, y contaba con una plantilla de unas treinta personas, incluyendo a Casey el capataz y Carmalita la cocinera.

La casa grande, como todo el mundo llamaba a la vivienda de tres pisos donde vivían los Martin y sus dos hijas, estaba a la derecha de la entrada, un poco alejada. No muy lejos de allí, había un pequeño edificio pintado con todos los colores del arco iris.

Jesse aparcó el coche y bajó. La espalda lo estaba matando, después de tantas horas al volante, y se desperezó de nuevo. Se quitó las gafas de sol y miró hacia la izquierda. Allí había dos cabañas de madera. Una parecía cerrada, pero Jesse recordó que en la otra vivía Casey.

Más allá de las cabañas, un edificio con todo el aspecto de estar recién construido: era el corral circular que él le había pedido a Casey para trabajar con Remus.

Jesse se acercó y, subiéndose al listón más bajo de la valla blanca, se asomó al interior.

—¿Qué le parece? —preguntó una voz rasposa a su espalda—. ¿Bastante circular para trabajar?

Jesse se volvió. Era Casey Henderson, con su cuerpo pequeño y cuadrado, la cara curtida por el sol y los tirantes rojos que no debía de quitarse ni para dormir. Un parche negro le cubría el ojo izquierdo, un recuerdo de sus días de rodeo.

—Sí, señor, está bien. Jesse Calder —dijo, extendiendo la mano.

Por un fugaz instante, Jesse pareció ver un destello de reconocimiento en el único ojo visible del hombre, pero si éste lo reconoció, no dijo nada.

—Vamos a ver a Remus —dijo Casey, señalando con la barbilla el enorme establo de caballos con techo de uralita no muy lejos de allí—. ¿Cree que podrá ayudarlo, señor Calder?

—Eso aún no se puede saber —dijo Jesse, sin comprometerse.

Después de trabajar durante tanto tiempo con caballos traumatizados, tanto con su padre como sólo, había aprendido que la mayoría de los caballos, con el tiempo y la atención necesaria, se recuperaban, pero siempre había unos pocos demasiado traumatizados que eran imposibles de curar.

—¿Qué le pasó?

—Oh, es una historia muy triste, la verdad —empezó el capataz, frotándose la cabeza con la palma de una mano—. La hija pequeña de los Martin, Abby, da clases a niños pequeños, y hace tres o cuatro años, al ir a recoger a uno de ellos, encontró al pobre animal abandonado y medio muerto de hambre encerrado en un corral.

Al oír mencionar a Abby, el interés de Jesse aumentó. Recordaba muy bien el amor y la dedicación de Abby hacia los caballos. Tampoco lo sorprendió que trabajara con niños pequeños.

—Abby lo trajo aquí, lo cuidó y lo domó. Era un ejemplar muy manso —continuó Casey, ya en la puerta del establo—. Después hubo un incendio. Yo tuve la culpa. Una noche del pasado febrero, como hacía mucho frío, dejé una estufa de aire colgada y encendida para que les diera algo de calor, ya que eso fue antes de la reforma y el establo no tenía calefacción. No sé cómo pasó, pero la estufa se cayó y provocó el incendio. Para cuando unos mozos y yo llegamos, el pobre Remus estaba como loco, relinchando, gritando, con quemaduras en el costado izquierdo. Lo sedamos y llamamos al veterinario. Ahora ya está curado, pero no deja que nadie se acerque a él. Vern quería sacrificarlo, pero Abby no se lo permitió. Entonces fue cuando leímos sobre su trabajo.

El capataz se pasó la mano por los cabellos, con los ojos clavados en el suelo. Era evidente que se sentía responsable de lo sucedido, y Jesse, que lo había visto muchas veces en otros hombres, sabía que era una carga muy pesada.

—Estaría muy agradecido si lo cura —dijo—. Y Abby también —añadió, levantando la cabeza.

—Lo intentaré, pero quiero que sepa que no lo hago por el propietario, lo hago por el caballo —respondió Jesse—. Si no permite que nadie se le acerque, es porque tiene miedo. Eso es lo que yo tengo que arreglar.

—Llámelo como quiera, pero cúrelo.

Desde que Jesse apretó la mano del capataz, se moría de ganas por preguntarle por Abby. Quería saber si vivía cerca y todos los detalles de su vida, pero no quería delatarse. Ahora decidió intentarlo.

—¿Así que Abby vive aquí y Remus es su caballo?

Casey se volvió y le clavó el único ojo en la cara con expresión fulminante. Jesse se encogió de hombro.

—Tenía entendido que se casó y se mudó.

—Así es —dijo el hombre mayor, estudiándolo detenidamente—. Pero eso fue hace mucho tiempo. Su marido murió y ella regresó al rancho —señaló en dirección a la casa grande con la cabeza—. Ahí tiene su escuela para los más pequeños, hasta que empiezan el colegio a los seis años. Empezó con uno o dos, pero ya tiene más de una docena.

Viuda. En eso sí que no había pensado. Jesse siguió a Casey por el pasillo del establo, flanqueado a ambos lados por cuadras individuales para caballos, que en aquel momento estaban vacías.

—La mayoría de los caballos duermen fuera —explicó Casey, y saludó a un par de mozos con la cabeza—, hasta que llegue el invierno.

Al final del pasillo, una puerta separaba el establo principal de una zona más reducida donde había una sola cuadra individual. Jesse se detuvo ante ella, donde un magnífico ejemplar negro, totalmente inmóvil, vigilaba con ojos alerta la llegada de los dos hombres.

—Éste es Remus —dijo Casey.

El costado derecho del animal estaba perfectamente, pero cuando Jesse se acercó un poco más al animal reparó en las cicatrices producidas por el incendio, que se extendían desde la cara a lo largo de todo el cuerpo y hasta las patas. Las heridas físicas habían cicatrizado, y el verdadero trauma estaba en la mente de Remus.

Evaluando el estado anímico del caballo, Jesse se acercó, susurrando palabras en voz baja, para tranquilizar al animal, que no dejaba de observarlo con desconfianza, tratando de adivinar sus intenciones. Jesse siguió susurrando, pero al dar un paso más hacia el caballo, éste aguzó aún más las orejas, resopló y se puso de pie sobre las patas traseras, echándose hacia atrás. Jesse se retiró y se acercó a Casey, que lo observaba con escepticismo.

—¿Lo ve? Muy malas pulgas. Y usted tampoco parece gustarle mucho.

—Es la reacción que esperaba, dado por lo que ha pasado. Empezaré con él por la mañana.

Los dos hombres salieron del establo. Una vez al aire libre, Jesse hundió las manos en los bolsillos y miró hacia el enorme establo de vacas donde también había trabajado seis años atrás.

El sonido de un caballo al galope interrumpió sus pensamientos. Un esbelto ejemplar castaño montado por una mujer rubia con el pelo recogido en una coleta pasó cerca de él y se detuvo en el extremo del establo. Jesse reconoció a Abby inmediatamente. La mujer desmontó y acarició la yegua castaña con cariño. Uno de los mozos tomó las riendas del animal y dijo algo a Abby que hizo que ésta se echara a reír.

Jesse recordaba aquella risa, musical y alegre. Hacía seis años Abby solía reír con frecuencia y Jesse se preguntó si seguiría haciéndolo. Al verla, el río de recuerdos e imágenes que fluía constantemente por su mente se desbordó sin control. ¿Se acordaría Abby de él, de los momentos que compartieron? ¿Había sufrido por él? ¿Cómo conoció a su marido? ¿Cuándo había muerto? De lejos, Abby parecía la misma de antaño, pero quizá de cerca había cambiado tanto como él.

Casey cerró la puerta del establo y siguió los ojos de Jesse.

—Ésa es Abby, la hija menor de los Martin. Ahora le diré dónde puede instalarse, mañana le presentaré a Vern y a Abby —señaló con la cabeza hacia el comedor de los empleados—. Espero que tenga hambre. Carmalita es la chica más apreciada del rancho.