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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2012 Theresa S. Brisbin. Todos los derechos reservados.

CARICIAS ROBADAS, N.º 518 - Diciembre 2012

Título original: The Highlander’s Stolen Touch

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1229-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

Este libro está dedicado a mi editora, Anna Boatman, por guiarme, aconsejarme y espolearme suavemente para que esta historia acabara siendo el romance encantador que es ahora.

Gracias, Anna.

Prólogo

 

—Ojalá se muera —le dijo Ciara en un susurro a su mejor amiga, sabedora de que con ella su secreto estaba a salvo.

Aquella afirmación espantosa la convertía en una persona horrible. Nueve años, y ya sin posibilidad de salvación. Suspiró, consciente de que era cierto.

La joven a la que observaban veía únicamente al hombre que la esperaba a la entrada de la capilla. No miraba a derecha ni a izquierda, y Ciara la odiaba aún más por ello. Pero aún peor era que él la miraba con la misma intensidad. Le dolió el corazón al comprender que estaba siendo testigo de un instante de amor.

—¿Le ponemos la zancadilla? —susurró Elizabeth.

Su amiga incondicional intuía lo que estaba sintiendo Ciara.

El charco de barro que había a un lado del camino era tentador, pero Ciara dijo que no con la cabeza. Por cómo miraba Tavis a Saraid, estaba claro que la miraría del mismo modo aunque estuviera cubierta de mugre y barro. La fuerza y la claridad del amor entre Tavis y su futura esposa la dejó sin aliento. Más adelante, cuando alguien le preguntara qué era el amor, lo describiría así: como la expresión que había visto en los ojos de Tavis al mirar a su novia.

—No —dijo en voz baja, volviéndose con los ojos llenos de lágrimas—. Déjala.

Elizabeth miró a la pareja, que estaba entrando en la capilla, y suspiró.

—¿Qué vas a hacer, entonces?

Se encogió de hombros y no contestó enseguida.

Las puertas de la capilla seguían abiertas. Si se hubiera molestado en mirar, habría visto toda la ceremonia. Habría visto cómo Tavis y Saraid se prometían amarse y respetarse el resto de sus vidas. Pero se alejó y buscó su lugar favorito para meditar, mientras su amiga suspiraba y veía la ceremonia que ella no podía ver.

 

 

Horas después comprendió que no podía hacer gran cosa al respecto: no podría matar a Saraid, y hasta desearle algún mal hacía que le doliera el estómago. Así que, tras pasar casi toda la tarde sopesando sus alternativas, asumió que solo había unan cosa que pudiera hacer.

Podía esperar su oportunidad de amar a Tavis y ganarse su amor.

Podía esperar.

Y eso hizo.

 

 

A pesar de estar casado, Tavis seguía disfrutando de su compañía y su extraña amistad continuó. A medida que cumplía años y ganaba en más conocimiento, estuvo presente muchas veces cuando Tavis informaba a su padrastro, el pacificador del clan, tras cumplir alguna tarea que le había encomendado. Una de esas veces, al regresar de un viaje, Tavis la acompañó a su casa y Ciara intentó demostrarle lo que había aprendido esa semana.

Cogito, ergo sum —dijo con aplomo. Le encantaba el latín y, según les había dicho a sus padres su preceptor, se le daba muy bien. Esperó a que Tavis reaccionara, pero él se limitó a reír y se encogió de hombros.

—Yo no sé latín —dijo—. No soy como tú, yo solo sé gàidhlig y un poco de escocés. Ay, y un poco de inglés.

Ciara dedujo por su tono que no se sentía ofendido por sus conocimientos, ni avergonzado por su propia ignorancia.

—Podría enseñarte algunas palabras —dijo—. O a leer.

Era su amiga y quería ayudarlo en todo lo que pudiera. Tenía solamente trece años, pero eso, al menos, podía hacerlo por él.

—Deberías pasar el tiempo en otras cosas, muchacha —dijo él, y le guiñó un ojo mientras hablaba.

Su madre había vuelto a hablar con él. O más bien a quejarse de ella. Ciara suspiró y desvió la mirada. Seguramente se había lamentado de que no se dedicara a bordar con el mismo empeño que ponía en el estudio de los idiomas o de las matemáticas, o de... En fin, de que no se lo tomara en absoluto en serio.

—Odio bordar —dijo, cruzando los brazos y levantando la barbilla. No iría a ponerse Tavis de parte de su madre. ¿Verdad?

—Ah —contestó él con voz suave, mientras la tomaba de la mano—. Bordar es una ocupación muy digna y una destreza necesaria. Igual que aprender matemáticas, hablar cinco idiomas y leer en varios más —tiró de su mano y siguieron caminando hacia su casa.

—Si es tan necesario, ¿por qué no aprendes tú? —preguntó, desafiante. Se desasió de él y esperó su respuesta.

Entendía, desde luego, el papel distinto de hombres y mujeres. Pero a medida que su padre le mostraba más conocimientos, iban aumentando sus dudas de que pudiera llevar la vida constreñida que se esperaba de una joven de su época. ¿Sabía su padre que, al permitirle estudiar mucho más de lo que estudiaban otras chicas de su edad, estaba fomentando en ella la necesidad de aprender más y más? Como Tavis era a fin de cuentas un hombre, esperó a ver cómo reaccionaba a su desafío.

—Yo ya sé coser, muchacha. Muchos soldados lo necesitan después de una batalla. Bordar no es muy distinto —contestó él cuando llegaron a la casa de sus padres.

Después, le dedicó la sonrisa más bella, exasperante y ofensiva, y Ciara comprendió que estaba seguro de que en aquella cuestión él saldría vencedor. Le dieron ganas de ponerse a gritar y patalear. Mientras seguía pensando qué decir, Tavis le levantó la barbilla para poder mirarla mientras hablaba.

—Mi hermana Bradana y Saraid bordan muy bien —dijo. Miró hacia atrás, hacia su puerta, se inclinó hacia delante y susurró—: Y son mucho menos mandonas que tu madre. Pero no le digas que te lo he dicho —la soltó y, dando un paso atrás, señaló la casa—. Puedo pedirles que te enseñen, si quieres.

¿Cómo había ocurrido aquello? Se había lanzado de cabeza a lo que más ansiaba evitar. Y todo por querer exhibirse delante de su amigo.

Sin decir palabra, asintió con la cabeza y se alejó.

Casi había llegado a la puerta cuando Tavis la llamó:

—Le diré a Saraid que te espere mañana.

Ciara pataleó y cerró de un portazo, haciendo temblar la puerta. La risa de Tavis resonó fuera mientras se alejaba.

Le habría gustado ignorar el ofrecimiento de Tavis y negarse a aprender a coser y bordar, pero no podía hacerlo. Aquel era otro ejemplo de cómo la guiaba él hacia la decisión correcta.

Dejó escapar un suspiro exasperado y entró en su cuarto. Su mirada se posó enseguida en la colección de animales de madera que había sobre la repisa de la chimenea. Tavis era su amigo de toda la vida, o al menos desde que, teniendo ella cinco años, había ido con su padrastro a llevarla a Lairig Dubh, su nuevo hogar y su nueva familia.

Aunque no quería reconocer que Tavis pertenecía a otra, verlo con su esposa le había permitido vislumbrar el verdadero amor. El matrimonio de Tavis y Saraid, al igual que el de sus padres, había sido una unión por amor, hasta ella se daba cuenta de eso. Y del mismo modo que Tavis era capaz de hacer cualquier cosa por hacer feliz a Saraid, ella lo haría por él... aunque para ello tuviera que aprender a manejar el hilo y la aguja.

 

 

Ciara se presentó en casa de Saraid al día siguiente, y también muchos otros días. A veces se quedaba después de la lección de bordado para ayudar a la joven. A veces, que Dios perdonara su debilidad de carácter, se quedaba solamente para ver a Tavis. Saraid, por su parte, parecía entender que Ciara era importante para su marido y aceptaba su presencia y su ayuda. A Tavis le parecía bien, y Ciara pronto se descubrió trabando amistad con Saraid. Tenía hermanas pequeñas y estaba acostumbrada a ser la mayor, pero con Saraid se sentía la pequeña. Se llevaban entre sí menos años de los que Ciara se llevaba con Tavis.

 

 

Durante los años siguientes, Ciara siguió instruyéndose hasta que llegó un momento en que su padre le permitió ayudarlo en su trabajo para el jefe del clan. Pero su amistad con la esposa de Tavis se rompió al morir esta. Después, Tavis y ella se distanciaron.

A pesar de lo unidos que estaban, nada de lo que hacía o decía Ciara conseguía aliviar el dolor de Tavis. Pasó algún tiempo antes de que pareciera sentirse de nuevo a gusto con ella, pero el hecho de que ella estuviera alcanzando la edad adulta cambió las cosas entre los. Tavis asumía cada vez más responsabilidades y viajaba para atender los asuntos del jefe del clan, casi como si escapara, pensaba ella, para no tener que enfrentarse a la casa ahora vacía en la que vivía.

Ciara siguió sobresaliendo en sus estudios y su padre le permitía acompañarlo y leer sus contratos y documentos, lo cual le dejaba poco tiempo para el bordado y otras tareas femeninas. Y a ella le parecía bien.

Tavis, por su parte, se consagró a sus deberes para con el jefe del clan, y no parecía reparar en nada de lo que hacía ella.

Pero Ciara seguía esperando.

Uno

 

Lairig Dubh, Escocia. Primavera de 1370

 

Ciara Robertson se apartó de la mesa, casi en el rincón de la estancia que su padrastro había elegido para la reunión. Era un salón grande y cómodo, pero no muy acogedor. Las ventanas abiertas dejaban entrar la fresca brisa primaveral. Había comida y bebida para los invitados, pero escasa. No se trataba de ofrecer hospitalidad. Era un asunto de negocios.

Ciara no miraba a nadie a los ojos. La mayoría de los hombres reunidos en el salón pensaban posiblemente que era una criada a la espera de órdenes. Pero no era una criada: era la hija mayor de Duncan, el pacificador del clan MacLerie, a la que su padre estaba instruyendo.

Conforme a las instrucciones de su padre, Ciara escuchaba cada palabra que se decía, observaba las expresiones de quienes hablaban y hasta el modo en que se sentaban o los gestos que hacían, a fin de dilucidar quién tenía más poder en aquellas discusiones. No siempre era el de más edad, ni el más rico, ni el que gritaba más, le había dicho su padre muchas veces. El verdadero poder solía mantenerse discretamente en la sombra. Delegaba en subordinados cuya correa alargaba o acortaba a su antojo. Los realmente poderosos hablaban con voz queda y se valían de su influencia con cautela.

Mientras miraba y escuchaba, Ciara dedujo que el menor de los hermanos MacLaren era el que llevaba la voz cantante en las negociaciones para llegar a un acuerdo comercial con los MacLerie. Aunque era otro, un hombre mayor y más sereno, quien se encargaba de exponer la postura de los MacLaren, para ella estaba claro quién era el mandamás.

La sesión se prolongó un par de horas más. Cada parte argumentó su postura, y Ciara tuvo que contener la sonrisa varias veces mientras veía trabajar a su padrastro, presionando aquí, adulando allá, instando a unos o a otros para conseguir las mejores condiciones para los MacLerie. Cuando por fin acordaron ultimar el acuerdo al día siguiente y levantar la reunión para irse a cenar, Duncan el Pacificador ya había llevado a los MacLaren por el camino que quería y estaba preparado para cerrar el trato a la mañana siguiente. Ciara se levantó, hizo una reverencia cuando se marcharon y esperó a su padrastro para comentar con él la jornada.

Sabía cómo trabajaba él. Aunque no había tomado notas durante las conversaciones, Duncan recordaría cada palabra y cada cláusula acordada por ambas partes. Antes de hablar con nadie, querría anotar sus reflexiones y sus planes, de modo que Ciara adoptó el papel de criada, sirvió cerveza y se la ofreció a los MacLerie que quedaban en el salón. Su tío, el jefe del clan, y el mayordomo esperaron pacientemente a que su padre ordenara sus ideas y estuviera dispuesto a hablar sobre cómo llevar a buen puerto las negociaciones.

Pasaron unos minutos. Le sentó bien estirar las piernas y caminar un poco después de estar sentada tanto tiempo, ella, que no estaba acostumbrada a permanecer mucho rato sentada, ni en silencio. El jefe la siguió con la mirada, pero cuando Ciara lo miró sonrió y desvió los ojos. Su padrastro, el único padre que había conocido, levantó la cabeza y carraspeó, señalando así que estaba listo para hablar de los avances que habían hecho ese día. Sus primeras palabras sorprendieron a Ciara:

—Ciara, háblame de tus impresiones sobre la reunión de hoy —dijo. Sonrió, tranquilizador, y le indicó con una inclinación de cabeza que empezara.

Las palabras se le atascaron en la garganta cuando intentó decir algo útil, algo pertinente, ahora que le habían preguntado. Hablando en privado, no le costaba ningún trabajo dar su opinión o comentar algún asunto. Disfrutaba debatiendo acaloradamente con el hombre que la había criado como si fuera su hija, después de casarse con su madre, y nunca le preocupaba lo que pudiera decir. Ahora, en cambio, estando presentes el jefe del clan y su mayordomo, sintió que empezaban a sudarle las manos y que su mente se quedaba en blanco.

—¿Crees que el jefe accederá a mi petición de alargar el plazo del acuerdo? —preguntó Duncan, guiándola en su respuesta.

Ciara procuró olvidarse de los demás y contestó como si solo estuviera hablando con su padre:

—Creo que está dispuesto a alargarlo tal y como le habéis pedido, pero sospecho que su hermano no. Y es su hermano quien tomará la decisión.

¿Y si se equivocaba? ¿Y si sus comentarios estaban erradas por completo?

Duncan la miró intensamente y después fijó la mirada en el jefe del clan.

Connor MacLerie podía ser temible cuando quería, y en ese momento su semblante pareció oscurecerse y su rostro adoptó una expresión severa. ¿Había cometido un error? Se pasó la mano por la frente, donde también empezaban a acumularse gotitas de sudor.

—¿No te lo había dicho, Connor? —preguntó su padre.

¿Había metido la pata la primera vez que se le permitía comentar un asunto en presencia de otros? ¿Cómo iba a decírselo a su madre, que la había apoyado en su educación y la había animado a seguir aquel camino, tan extraño en una joven? Si fracasaba ahora...

—Sí, Duncan, en efecto —contestó el jefe con una sonrisa—. La muchacha es muy lista, y ve más allá de las apariencias —Connor inclinó la cabeza hacia ella—. Ha tardado menos que yo en darse cuenta.

Su padrastro sonrió con orgullo y Ciara comprendió que había acertado.

—¿Qué más, muchacha? —preguntó el jefe de los MacLerie—. Dime qué más has observado durante las conversaciones.

—A su hermano le interesa más el ganado que a MacLaren. Y creo que está exagerando la cantidad de hombres a los que podría llamar a las armas si fuera necesario —dijo.

Un poco más calmada, explicó cómo había llegado a esas conclusiones y contestó a las preguntas del jefe, su mayordomo y Duncan. Debatieron acerca de las concesiones que ya habían conseguido y de las que aún querían conseguir.

 

 

Un rato después, los interrumpió un enérgico golpeteo en la puerta.

—No van a servir hasta que estés en la mesa, Connor —dijo Jocelyn, su esposa, y les dirigió a todos una mirada de enojo, como si pudieran haber instado a Connor a apresurarse—. Están todos deseando sentarse a comer, y tú estás aquí perdiendo el tiempo. Hasta los MacLaren están esperando.

Ciara procuró refrenarse, pero ver a aquel hombre poderoso amilanarse delante de su mujer le dio ganas de reír. Su padre le lanzó una mirada de advertencia, pero Ciara vio que a él también le había hecho gracia el rapapolvo que Jocelyn acababa de echarle a Connor. Su madre no vacilaba en hablar a su padre sin tapujos, y Ciara sospechaba que estaría esperándolo en el gran salón para hacer eso mismo. Pero, al igual que había hecho Jocelyn, se mordería la lengua hasta que solamente pudieran oírla los miembros de su familia.

Al ver cómo el jefe del clan tomaba a su esposa de la mano entrelazando sus dedos y se alejaba junto a ella, Ciara comprendió que Connor y su padre no se limitaban a permitir en sus esposas comportamientos que otros hombres cortaban de raíz. Las aceptaban por completo, de un modo que solo podía explicarse por el amor que les tenían.

Tras haber acompañado a su padre en numerosos viajes de negocios, Ciara sabía también que aquello no era lo acostumbrado en la mayoría de los clanes, ni en la mayoría de los matrimonios.

¿Encontraría ella aquello en su marido?

Sin que ellos lo supieran, había oído hablar a sus padres de que ya estaba en edad casadera y de que tal vez conviniera buscarle marido. Se acercaba rápidamente el momento para ello. Su dote solo incrementaría las ofertas, y sus lazos con dos clanes muy poderosos aumentarían su importancia a ojos de quienes ansiaban estrechar vínculos con alguno de los dos o con ambos. Sería una novia corriente: un objeto de trueque, valorada por lo que representaba y no por sí misma.

Ningún hombre valoraría a una mujer más lista que él, o que supiera de leyes. Los hombres querían a una mujer que llenara su cama, que se ocupara de su casa y aminorara su carga. Lo supieran o no, sus padres la habían preparado para una vida y para un marido que no existían. Por suerte o por desgracia, su dote allanaría casi de inmediato cualquier pega que pudiera ponérsele.

Bueno, había un hombre que sí sería capaz de ver más allá de sus logros y descubrir a la verdadera mujer que se ocultaba dentro de ella. Un hombre que siempre había hecho eso mismo y que sin duda volvería a hacerlo.

Tavis MacLerie.

Ciara había mantenido en secreto sus sentimientos durante aquellos años, ocultándoselos a todos salvo a Elizabeth, su amiga y confidente, pero no había olvidado, ni había renunciado a él. De niña había ignorado lo que ello implicaba. Ahora, en cambio, se daba cuenta y estaba dispuesta a que hubiera algo más entre ellos.

El pequeño grupo atravesó el gran salón, se acercó a la mesa elevada y Ciara ocupó su lugar junto a sus padres para la cena. El jefe la presentó por su nombre a todos los MacLaren presentes y, aunque algunos levantaron las cejas, nadie manifestó sorpresa al oír su apellido. Era probable que durante las conversaciones hubieran pensado que no era más que una criada de los MacLerie. Ahora que conocían su posición, las cosas cambiarían.

El brillo de los ojos de los hermanos MacLaren lo dejó claro: Ciara se había convertido de pronto en algo que incluir en el acuerdo, en un modo tangible de fortalecer su postura respecto a los MacLerie. Los hermanos se entendieron con una mirada fugaz pero elocuente. Ahora cambiarían sus exigencias, y entre ellas se incluiría un compromiso matrimonial.

 

 

El resto de la cena pasó en un borroso torbellino, con Ciara ensimismada en sus pensamientos. Si empezaba a hablarse en serio de matrimonio, no podía perder más tiempo, o se arriesgaba a perder a Tavis para siempre. A pesar de que seguía atrapado en el dolor por la pérdida de su esposa, había llegado el momento de hablar de su futuro juntos.

 

 

Las negociaciones concluyeron tras varios días de debates, durante los cuales salió a relucir su nombre y el jefe del clan se apresuró a atajar la cuestión de inmediato. Pero en lugar de sentirse aliviada, Ciara comprendió que aquella había sido solo la primera de las muchas negociaciones que seguirían. Pronto no habría razón lógica para negarse a considerar tales ofertas. Sabía que había llegado el momento y, cuando Tavis regresó de otro de los señoríos de Connor MacLerie, se preparó para hacer la cosa más osada y aterradora que había hecho nunca.

Esperó a que se hiciera de noche, cuando sabía que él estaría solo, y después salió a hurtadillas de casa de Elizabeth y se dirigió a la de Tavis. Sabedora de que sería imposible salir del castillo en cuanto se cerraran las puertas por la noche, había hecho planes con su mejor amiga, que taparía su ausencia si era necesario.

De pie frente a la casa de Tavis, lejos de la luz que lanzaba la luna llena, levantó una mano temblorosa para llamar a la puerta.

«Dile lo que sientes y luego pídeselo», se repitió por enésima vez desde que había salido de casa de Elizabeth.

Pero repetírselo no alivió su nerviosismo, ni aumentó su valor cuando cerró el puño y se dispuso a tocar suavemente a la puerta.

«Eres una mujer instruida, una mujer que sabe leer y escribir en cinco idiomas y que sabe de contratos y negociaciones. Dominas saberes de los que la mayoría de los hombres no sabe nada. Eres inteligente, ingeniosa y cualquier hombre se alegraría de tenerte por esposa».

Las palabras que su padre le había repetido en tantas ocasiones cuando su seguridad en sí misma flaqueaba resonaron en su cabeza, pero esta vez no sirvieron para darle ánimos, y menos aún cuando oyó resonar los pasos de Tavis al otro lado de la puerta. Respiró hondo y procuró aquietar su corazón acelerado. Pero cuando Tavis abrió la puerta y susurró su nombre, perdió toda esperanza de conseguirlo.

Era tan hermoso que se quedó sin respiración. «Hermoso» no era la palabra más adecuada para un hombre, pero describía a la perfección la apariencia de Tavis: absolutamente viril, pero bellísimo al mismo tiempo. Llevaba la larga cabellera oscura suelta sobre los hombros, y pequeñas trenzas colgaban de sus sienes. Su alta y musculosa figura ocultaba la luz que despedía a su espalda el fuego de la chimenea y llenaba por completo la puerta.

Dio un paso adelante, miró detrás de ella y hacia el camino, tan cerca de Ciara que ella notó el calor de su cuerpo. Cerrando los ojos, se permitió disfrutar un instante de su olor. Después comprendió que debía de parecer una necia allí parada delante de él.

—¿Ocurre algo, Ciara? —preguntó él suavemente—. Es muy tarde.

Ella respiró hondo y siguió adelante con su plan.

—Quiero hablar contigo, Tavis —dijo, entrelazando los dedos para que no se notara que estaba temblando.

—Hablaremos por la mañana... en el castillo —contestó él y, dando un paso atrás, la privó de su olor y su calor. Luego, una sospecha brilló en sus ojos—. ¿Saben tus padres que te paseas sola por el pueblo en plena noche?

—No soy una cría, Tavis, y llevo viviendo aquí tanto tiempo que conozco cada vuelta del camino y a todos los que habitan en Lairig Dubh.

—Así que tus padres no tienen ni idea de que andas sola por ahí.

Ciara se mordisqueó el labio, pero no respondió. No creía que Tavis fuera a despedirla sin escucharla primero, pero al ver cómo se endurecía su semblante temió que hiciera justamente eso.

—Más vale que entres, hace frío —dijo él, apaciguándose.

Retrocedió, abrió la puerta y esperó a que ella entrara. Luego cerró la puerta y se acercó a la chimenea. Le ofreció asiento señalando un taburete cercano.

Ciara decidió quedarse de pie y se arrimó al fuego de la chimenea. Llevaba días pensando en lo que iba a decirle, pero ahora que se hallaba en su casa, en el hogar que él había compartido con su esposa Saraid, olvidó las palabras que tenía ensayadas y enmudeció.

—¿Ciara? —su voz, grave y baja, hizo que se estremeciera de placer y de ilusión, y la obligó a ordenar sus ideas y a hablar del asunto que les ocupaba.

En lugar de escoger sus palabras, prefirió recurrir a la sinceridad que siempre habían compartido, y fue directa al grano.

—He venido a hablar contigo sobre el asunto del matrimonio, Tavis —balbució. Luego se sentó en el taburete, porque de pronto le temblaban las piernas tanto como las manos. Orgullosa de haber abordado la cuestión con tanta franqueza, le sorprendió que él arrugara el ceño.

—¿Del matrimonio? Entonces, ¿alguien ha pedido tu mano? —preguntó—. ¿Y Duncan está de acuerdo?

—No, nadie ha pedido mi mano —respondió ella. Aún, aunque con su edad y su dote, era solo cuestión de tiempo.

—¿Temes casarte, entonces? —preguntó Tavis, preocupado—. Marian podría hablarte con franqueza de ese asunto, muchacha.

Ciara cerró los ojos un momento, rezó por tener valor y a continuación pronunció las palabras que podían condenarla para siempre o hacer que su sueño se hiciera realidad.

—Quiero casarme contigo, Tavis.

El aire pareció aquietarse en la casa. No se oyó ningún ruido, aunque Ciara estaba segura de que el martilleo de su corazón sonaba muy alto. Tavis no se movió.

Siguió mirándola fijamente a la cara, pero no dio muestras de haberla oído. Ni siquiera de respirar.

Pasaron unos segundos, o unas horas, quizá, mientras Ciara esperaba a que le dijera algo. Se puso colorada y se le encogió el estómago. Se apartó un mechón de pelo suelto de la cara y repitió lo que había dicho por si acaso él no lo había entendido la primera vez.

—He dicho que quiero casarme contigo.

—Ciara —dijo él, y su nombre sonó en sus labios casi como una súplica—, no...

—Tengo mucho que ofrecer —prosiguió ella atropelladamente—. Sé leer y escribir en cinco idiomas y también sé matemáticas. Aporto una buena dote al matrimonio y... —se detuvo al ver que él había palidecido. Aquello no iba bien. Así pues, dijo lo último, lo que estaba segura de que le convencería de lo acertado de su decisión—: Y te quiero, Tavis.

No sabía muy bien qué reacción esperaba, si sorpresa, comprensión o alegría, pero en cualquier caso se encontró con algo muy distinto. Tavis se sobresaltó como si le hubiera dado una bofetada y empezó a sacudir la cabeza.

—No digas esas cosas, muchacha.

—Es la verdad, Tavis. Te quiero desde hace años, desde antes incluso de que te casaras con Saraid... —sofocó un gemido y se tapó la boca con las manos, aunque ya era demasiado tarde: había mencionado a la única persona de la que Tavis no hablaba jamás.

—No sabes lo que estás diciendo, Ciara. Es imposible que nos casemos por muchas razones —contestó él sin mirarla a los ojos. Se volvió hacia la chimenea, tenso, y añadió con voz hueca—: Ya te lo he dicho. No volveré a casarme.

—Pero yo sería una buena esposa para ti, Tavis —dijo ella en tono suplicante, incapaz de refrenarse ahora que había empezado—. Mis padres te aprecian y saben que no tendríamos que marcharnos de Lairig Dubh.

Se quedaron callados mientras aguardaba a que comprendiera lo sensato que era su plan, aunque no se sintiera capaz de amarla. Luego, él la miró de frente. Ciara nunca había visto una expresión tan sombría en su semblante. Se estremeció al ver su profunda tristeza y comprendió que la suya era una causa perdida.

—Has sido educada para ser una esposa excelente, Ciara, pero yo no puedo ser tu esposo. No tengo nada que ofrecerte que ya no tengas. No sé leer, ni escribir, no tengo fortuna, ni un linaje que pueda compararse con el tuyo. Puede que tus padres me tengan afecto, pero el jefe piensa pactar para ti un matrimonio que sirva para estrechar lazos con otro clan. Su riqueza está destinada a engrosar la de tu futuro marido. Yo soy un simple soldado al servicio de su señor. Jamás estaré en posición de casarme con una mujer como tú.

Sacudió la cabeza de nuevo y ella comenzó a llorar, comprendiendo que Tavis estaba a punto de descargar el golpe final.

—Además, no puedo amarte, muchacha. Ya entregué mi corazón una vez y no tengo nada que ofrecerte.

—Pero Tavis... —comenzó a protestar Ciara. Ella tenía suficiente amor para los dos—. Te he amado...

—¡Basta! —gritó él—. No sigas con esas cosas —comenzó a pasearse por la casita, que de pronto parecía mucho más pequeña que antes—. Eras una niña cuando te convenciste de que me querías y ahora debes madurar, Ciara. Yo me limité a hacer caso a una niña pequeña en un viaje, y a ofrecerle mi amistad cuando fue creciendo. Eso es lo único que hay entre nosotros. Has de dejar a un lado esas fantasías infantiles, porque no puede haber nada más.

Ciara no habría sentido más dolor si hubiera usado una espada para herirla, en lugar de palabras. Pero el dolor le hizo darse cuenta de lo necia que había sido. Tavis no la quería. No la amaba.

No deseaba casarse con ella.

Ella lo había esperado, había esperado a que se disipara su dolor por la muerte de Saraid y a que empezara a verla como una mujer adulta, pero estaba claro que nunca sería así.

Se había comportado como una necia, pero aun así no era tonta. Así pues, se enjugó los ojos con el borde de su manto y se secó las lágrimas. Humillada por haber juzgado tan mal los sentimientos de Tavis y sus propias intenciones, se levantó y se acercó a la puerta. Tenía que salir de allí lo antes posible. Abrió la puerta, salió precipitadamente y procuró recobrar el aliento mientras las lágrimas corrían por su cara.

Tavis la llamó, pero ella no quiso mirar atrás. No deseaba su compasión, ni su piedad. Tomó el camino y comenzó a subir la colina en dirección a la casa de Elizabeth. Le pareció que él la seguía, pero no se detuvo, ni miró atrás. Cuando Elizabeth salió de entre las sombras para ir a su encuentro, Ciara lo sintió detenerse.

Elizabeth la miró un momento y abrió los brazos para acogerla entre ellos. Aunque era un año menor que ella, su amiga siempre parecía la mayor, y Ciara aceptó de buen grado que la consolara. Cuando pudo respirar de nuevo, se apartó y, dando el brazo a Elizabeth, recorrió junto a ella el resto del camino.

Entraron en la casa sin hacer ruido y poco después se tumbaron en la cama del altillo, aunque sabían que esa noche no podrían dormir. Elizabeth se atrevió entonces a preguntarle qué había pasado. Ciara quería decirle muchas cosas, pero ninguna de ellas importaba ya. Se limitó a contestar:

—No quiere casarse conmigo.

Y lo que era peor, en ese momento se dio cuenta de que lo que sus padres habían hecho por ella, es decir, darle una buena dote y una educación excepcional y asegurarse de que se conocieran sus lazos con dos clanes poderosos era justamente lo que ahora la ponía fuera del alcance de Tavis. ¿Lo habían hecho a sabiendas? ¿Habían hecho de ella una joven tan apetecible que solo quienes no pertenecieran al clan de los MacLerie ni al de los Robertson podían estar a la altura de semejante novia? ¿Deseaban acaso que se fuera?

Dio vueltas a aquella idea en su cabeza una y otra vez esa noche y muchas otras mientras intentaba recuperarse de su desengaño.

 

 

Los días y los meses siguientes fueron duros, pero ya fuera a propósito o por casualidad, Tavis viajó más que nunca para atender los asuntos de su señor, y tardaron varias semanas en volver a verse cara a cara. Para entonces el sentimiento de vergüenza de Ciara se había disipado y casi había llegado a convencerse de que todo aquello había sido un mal sueño. Una expresión fugaz en la mirada de Tavis cuando volvieron a hablar le hizo comprender, sin embargo, que era real. Demasiado real.

Pasó el tiempo sopesando la posibilidad de que Tavis tuviera razón respecto al cariz de lo que sentía por él. Cuando comenzaron a presentarle a hombres casaderos, comprendió que tal vez tuviera que arrumbar sus sueños de infancia y afrontar las realidades de la edad adulta.

Y cuando una noche, a la hora de la cena, su padre anunció un posible enlace estando presente Tavis y él ni siquiera se inmutó, se obligó a aceptar los hechos.

Tendría que casarse con un hombre al que jamás podría amar. Porque, a pesar de haber madurado y de lo absurdos que fueran sus sentimientos, ella también había entregado ya su corazón.

Dos

 

Fines del verano de 1371

 

El sol traspasó el cielo lleno de nubes, atravesando su grisura e iluminando la aldea a su alrededor. Debería haberlo animado, pues no le gustaban las tormentas de otoño, pero no fue así. Tavis MacLerie cruzó los brazos, apretó los dientes y movió la cabeza de nuevo para recalcar su negativa.

Como hombre de confianza del jefe, su labor consistía en asignar soldados a las tareas que necesitara el señor. Esta vez, sin embargo, se mantendría en sus trece. Había viajado muchas veces fuera de la aldea de Lairig Dubh para cumplir los encargos de Connor MacLerie, pero esta vez no. Esta vez, otros tendrían que hacerse cargo de aquella... misión.

—Explícate —ordenó Connor en voz baja, lo cual le alarmó más que si se hubiera puesto a gritar.

Tavis notó que una chispa se encendía dentro de él y que sus músculos se tensaban como si hubiera recibido una amenaza. Su cuerpo estaba listo para la pelea.

—Tengo otras responsabilidades —contestó, mirando sin pestañear al jefe del clan—. Pueden ir Iain y el joven Dougal.

Connor había pactado un contrato matrimonial preliminar entre la hijastra de Duncan y el heredero de un clan aliado, el tercero de una serie de pactos que no habían llegado a concretarse, y lo único que hacía falta para ultimar el acuerdo era que Ciara visitara al otro clan y aceptar la oferta. Sus padres estaban a punto de salir de viaje para atender un asunto de negocios, de modo que no podían acompañarla. Ciara parecía dispuesta a aceptar la oferta del clan Murray, del este de Escocia, y su viaje sería crucial para cerrar el acuerdo.

Tavis se había enterado de todo ello por terceras personas, pues no había vuelto a hablar con ella a solas desde aquella noche en su casa.

Recordaba claramente su cara pálida cuando, esa noche, él había rechazado su propuesta. Todavía lo atormentaba pensarlo, pero esa noche había dicho la verdad. No quería, no podía volver a casarse. Sin embargo, no había sido del todo sincero con ella respecto a sus motivos, pues ello lo habría condenado para siempre a sus ojos y a ojos de cualquiera que se enterara de lo sucedido.

El miedo a que alguien descubriera la terrible historia de la muerte de Saraid lo mantenía apartado del clan y le impedía creer que en un futuro pudiera tener una vida conyugal feliz.

Intentó sacudirse los recuerdos y la mala conciencia mientras aguardaba la respuesta de Connor.

Al oír su negativa, Connor y Duncan cruzaron una mirada, como si intercambiaran un mensaje. Después, Connor asintió con la cabeza.

—Diles que estén listos dentro de dos días —ordenó.

Tavis hizo un gesto de asentimiento y se volvió para irse, profundamente aliviado por no tener que asumir la tarea de llevar a Ciara Robertson a conocer a su prometido. Aquella emoción le sorprendió, pero prefirió no detenerse a pensar en ella. Salió de los aposentos del jefe del clan y al bajar las escaleras que llevaban al gran salón de abajo, se encontró con Marian Robertson, la madre de Ciara. Estaba esperándolo.

—Tavis, quería hablar contigo sobre el viaje a Perthshire —comenzó a decir.

—Marian...

¿Sabía acaso que su hija había ido a su casa para proponerle matrimonio? ¿Y que él la había rechazado? ¿Qué podía decir?

—¡Marian! —gritó Duncan desde lo alto de la escalera. No parecía enfadado, pero su interrupción le impidió seguir hablando. Un instante después se reunió con ellos y, rodeando los brazos de Marian con el brazo, la atrajo hacia sí—. Tavis ha designado a otros hombres para escoltar a Ciara. Ellos la llevarán sana y salva a conocer a su prometido.