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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Jen Safrey. Todos los derechos reservados.

EL VECINO DE ABAJO, N.º 1555 - Diciembre 2012

Título original: A Perfect Pair

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2005

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-1255-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

 

Nate oyó que una mujer gritaba en el piso de arriba, pero no pudo entender ninguna palabra.

El agudo grito rompió la calma de Nate mientras tomaba un tazón de cereales en la mesa de la cocina y le provocó un sobresalto. Se levantó y retiró la cortina un poco para echar un vistazo afuera; la ventana del piso de arriba estaba abierta. Tras semanas de un frío muy intenso, aquel inusualmente cálido día de noviembre había hecho que su vecina se animara a abrir todas las ventanas. Nate aguardó en silencio unos minutos, pero no oyó nada más.

Aún algo tenso, Nate volvió a su tazón de cereales, pero manteniéndose alerta. Intentó relajarse diciéndose a sí mismo que vivir en Boston implicaba entablar una relación con sus vecinos, le gustase o no. Y, aquel día, lo cierto era que no le apetecía mucho conocerlos. Se había dado el lujo de dormir todo lo que le pidiera el cuerpo, hasta después del mediodía, y después había abierto su maletín y había trabajado durante una hora antes de darse cuenta de que no había desayunado.

Nate se acabó la leche del tazón antes de llevarlo a la pila, fregarlo y secarlo a conciencia. Repitió la operación con la cuchara y colocó los dos utensilios en sus lugares respectivos.

Otra vez.

Otro grito de mujer resonó en el callejón entre los dos edificios y llegó hasta la cocina de Nate. Se quedó de pie, sin moverse, intentando sentirse molesto por el ruido, como cualquier otro ciudadano.

Al menos no lo habían despertado los gritos, pensó él. Pero ¿a quién le estaría gritando? No oía ninguna otra voz.

Él dio tres pasos hasta el sofá y se dejó caer en él. Buscó el mando bajo su trasero y pensó que un poco de televisión lo ayudaría a relajarse. Lo necesitaba de verdad, y además el sonido de la tele ahogaría los gritos de su vecina; esperó que no volviera a hacerlo cuando él tuviera que ponerse a trabajar en serio.

Pero antes de que apretara el botón de encendido, oyó un golpe sobre su cabeza acompañado de otro chillido.

Después, silencio.

Nate se puso en pie de un salto.

Había alguien con ella. Y sonaba como si le fuera a hacer daño. Tal vez lo hubiera hecho ya.

Nate esperó tenso, oyó otro golpe, de un mueble, y otro grito indignado.

En su mente se dibujó la imagen de la mujer, aunque no la conocía. Sus rasgos no estaban definidos, pero había terror en sus ojos y temor por el siguiente golpe, que no se haría esperar. Él sintió también el terror. Lo había vivido hacía años.

Nate corrió a la ventana abierta.

—¡Eh! —gritó, consciente de que su interrupción no serviría para nada con alguien como su propio padre, pero deseando que el hombre del piso de arriba fuera otro tipo de cobarde—. ¡Eh! ¿Qué pasa ahí arriba?

La mujer volvió a gritar pero tenía que haberla entendido mal:

—¿Qué clase de juego es éste?

¿Juego? Nate, que seguía junto a la ventana, echó un vistazo al aparcamiento mientras intentaba ordenar sus ideas. Tal vez alguien estuviera practicando algún extraño «juego» con ella, algún enfermizo juego sexual... Un compañero del departamento había trabajado en un caso parecido hacía unos meses; un hombre había matado a su mujer sin querer en el transcurso de una sesión de sado.

Entonces empezaron a sonar unos golpes rítmicos contra el suelo, el techo de Nate.

—¡Vamos! —gritó la mujer—. ¡Vamos! ¡Por Dios! ¡No! ¡No!

La furia hizo presa de Nate, que corrió a su cuarto y agarró el bate de béisbol de detrás de la puerta. Después salió de su piso y subió las escaleras a la carrera, resbalando por culpa de los calcetines sobre el suelo de madera, y abrió de un golpe la puerta del piso encima del suyo. Entró en el salón con el bate levantado y la mujer, que veía la televisión sentada en el suelo, se puso en pie de un salto y gritó.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—¿Quién demonios eres? —exclamó ella.

Nate la ignoró por un segundo e inspeccionó con la vista la sala, la cocina, su cuarto y el baño, a pesar de las protestas de ella.

No había nadie. Después de haber confirmado que estaba sola, él volvió al salón, donde ella lo miraba con ojos asombrados, esperando una explicación.

—Vivo en el piso de abajo. Oí tus gritos y...

—¿Y por eso has entrado así? ¿En mi casa? —la mujer lo miró un segundo—. Bueno, siento haberte molestado. Es que me excito mucho con...

—¿Estás bien? —repitió Nate. Desde luego, a él le parecía que estaba muy bien, o mejor que eso. Era espectacular. Tenía el pelo rubio y corto, como un chico, pero su cara era muy femenina, con una naricita respingona, labios gruesos y unos enormes ojos marrones.

Ella emitió un sonido que Nate interpretó como parte suspiro de alivio y parte risa.

—Bueno, un hombre medio desnudo acaba de entrar en mi salón con un bate de béisbol, aparentemente preparado para darme una paliza por haber hecho mucho ruido. No es una cosa que se vea todos los domingos por la tarde, pero supongo que sí, que estoy bien.

Nate bajó la vista, echó un vistazo a sus gastados vaqueros y se dio cuenta de que no llevaba camisa.

—¿Dónde está él? —preguntó, pero su tono de voz se había suavizado un poco.

Ella sacudió la cabeza, confusa.

—¿Quién?

—Te he oído gritar y he oído los ruidos y los golpes. ¿Alguien trataba de... hacerte daño?

—Oh, no —dijo ella, y se tapó la boca con las manos—. Lo siento mucho —pero sus ojos parecieron sonreír—. Es por el partido.

—¿Partido? ¿De qué partido me hablas?

Nate apartó sus ojos de la maravillosa visión del rostro de la mujer para desviarlos hasta la televisión, donde el locutor anunciaba el fin de la primera parte con el marcador en Broncos de Denver, 13 y Patriots de Nueva Inglaterra, 10.

—¿A este juego te referías? —preguntó Nate, sin apartar la mirada de la tele.

—Sí. Normalmente bajo a ver el partido al bar de la esquina, pero la persona con la que había quedado me ha dejado plantada. Hubiera ido sola, porque no pienso dejar que un idiota me estropee la tarde, pero ando un poco justa de dinero y he preferido quedarme en casa —se inclinó para tomar el mando del suelo y apagar el volumen de la televisión—. Me pongo un poco nerviosa en los partidos de los Patriots y supongo que grité más de la cuenta, pero... ¿has subido aquí corriendo porque pensabas que me estaban atacando?

Nate asintió con la cabeza y después se dejó caer en el feo sofá naranja. Después echó un vistazo a su camiseta de fútbol azul, blanca y roja y a sus vaqueros, y dejó caer el bate sobre el suelo.

—Gracias —dijo ella con sinceridad—. Lo digo en serio. ¿Estás bien? Pareces muy enfadado... lo siento mucho.

Nate no estaba muy seguro de cómo se sentía. Había subido allí a toda velocidad pensando que iba a rescatar a alguien del terror que había sufrido él mismo y al verla allí, sana y salva frente a él, sentía un alivio enorme.

—No, es sólo que me siento un poco avergonzado. Eso es todo.

—Pues yo te estoy muy agradecida —replicó ella con vehemencia—. Tanto como si en realidad alguien me hubiera atacado y me hubieras salvado. En serio. Y siento haberme dejado llevar con las ventanas abiertas. Me gustaría compensarte... ¿Por qué no te quedas? Prepararé algo para comer y creo que tengo refrescos y cervezas...

—¿Quieres que me quede?

—Claro que sí. No te conozco de nada, pero has pasado el examen de amigo con buena nota al venir a rescatarme. La mayoría de mis amigos no lo hubieran hecho, incluido el imbécil que me ha dejado plantada —se dirigió a la cocina sin dejar de hablar—. De todos modos, no era mi tipo —sacó dos refrescos light de la nevera y la cerró con un golpe de cadera—. Tampoco es que esté buscando a nadie, que quede claro —le lanzó una lata que Nate atrapó en el aire—. Me encantaría tener un amigo en el edificio y además, si fueras un ladrón, ya hubieras salido de aquí con los seis dólares que tengo en el monedero y mis dos únicas joyas verdaderas. Venga, quédate a ver el partido.

A Nate, aún algo aturdido, le estaba costando seguir el ritmo de su conversación. Abrió el refresco, tomó un trago y estuvo a punto de atragantarse cuando ella le dijo:

—No es que esté buscando alguien con quien salir ni nada parecido, no te vayas a confundir —ella también tomó un trago—. Quiero decir, que estás bien y eso, pero valoro mucho mi estado civil de soltera. Es sólo que pareces muy... simpático.

Ella lo miró de un modo que a él se le antojó el de un psiquiatra examinando a un paciente, y él evitaba a los psiquiatras puesto que no creía necesario pagar a alguien por que le recordara la dureza de su infancia. Su mirada lo estaba poniendo nervioso.

—No eres psiquiatra, psicólogo, terapeuta ni nada parecido, ¿verdad?

—No, lo siento. No puedo ayudarte con eso —dijo ella con una carcajada—. Puedes quedarte a ver el partido y contarme tus problemas en los descansos. Veré qué puedo hacer.

Su vitalidad era contagiosa y resultaba difícil no sonreírle.

—¿Crees que puedes contener tus nervios con alguien al lado? No me gustaría que alguno de esos golpes me cayera a mí.

Ella le sonrió, traviesa.

—Ya imagino. Supongo que con un invitado podré reprimirme un poco —le extendió la mano y él se la tomó. Le resultó fría y delicada, pero pronto se tornó cálida y confiada—. Me llamo Josey.

Capítulo 1

 

Medio año más tarde

 

 

La función del Día de la Madre sería una catástrofe anunciada.

Veintisiete chicos de tercero corrían alocados por detrás del escenario haciendo todo tipo de travesuras y tropezándose con sus propios disfraces de animales.

Josey echó un vistazo a su reloj. Aún faltaban cinco minutos para que se abriera el telón. Sabía que lo único que haría detenerse a los niños sería su penetrante y poco femenino silbido, el mismo que utilizaba para reagruparlos y llevarlos a clase después del recreo. Los niños siempre se tapaban los oídos en un gesto de terror fingido y obedecían a la llamada, pero no le gustaba la idea de emplearlo en aquel momento, consciente de la presencia de los padres al otro lado del escenario.

—Niños, niños, calmaos —susurró, pero nadie le hizo caso, lo que obligó a Josey a tomar una medida drástica.

Se llevó los dedos a la boca y silbó con todas sus fuerzas.

—¡Señorita St. John! —exclamaron, llevándose las manitas a los oídos.

Josey hizo una mueca al acordarse de los padres, pero se tranquilizó al oír unas risas e incluso una sonora carcajada al otro lado del telón. Debía haber imaginado que ellos la comprenderían e incluso aprobarían sus medidas. Aliviada, se volvió hacia la clase.

—Muy bien —dijo, abriendo los brazos para que los niños acudieran hacia ella—. Recordad que tenéis que hacerlo lo mejor que podáis. Si os olvidáis de una frase o de una canción, no pasa nada. Esto lo hacemos para divertirnos, ¿de acuerdo?

Todos asintieron, muy serios para variar en sus peludos disfraces.

«Éstos son mis chicos», pensó Josey, y sonrió para sí.

—Y yo estaré delante del escenario, como en los ensayos, por si necesitáis ayuda para recordar algo. En el último ensayo salió todo genial, ¿verdad? —todos asintieron con vehemencia—. Vuestros padres estarán muy orgullosos de vosotros, tanto si han podido venir, como si no —dijo, mirando a ciertos niños en concreto.

—¡Hola, señorita Berenson! —gritaron todos a una cuando la cabeza de Ally Berenson, la profesora de música, apareció por el telón.

—Hola, pandilla. ¿Estáis listos para rocanrolear?

—¡Sí! —gritaron todos. Les encantaba Ally, con su pelo cobrizo y su facilidad para inventar en un momento una cancioncilla graciosa sobre cualquier alumno.

Ally miró a Josey.

—¿Y tú? ¿Estás lista? —preguntó sonriendo—. Tenemos un lleno absoluto ahí fuera.

Josey le sonrió.

—Hay muchos nervios de preestreno sueltos.

—¿Tuyos o de los niños?

—Tengo que reconocer que estoy un poco nerviosa.

—Yo también —admitió Ally—. Y no tengo excusa, porque todos los años escribo las canciones de las obras del colegio y ya tengo merecido un premio Tony. O dos.

Josey se volvió a los niños y les dijo que se colocaran en sus puestos. Mientras su zoo de ocho años corría a obedecerla, le dijo a Ally:

—Eres genial. Cuando se me ocurrió hacer una función el Día de la Madre, pensé que me matarías.

—No, es estupendo —dijo Ally—. Lo he pasado muy bien. La canción del tigre fue un poco complicada, pero para eso estamos los genios.

—En cualquier caso, toda esa gente no ha venido a vernos a nosotras...

—Tienes razón. Buena suerte. Te veré luego —dijo, antes de desparecer tras el telón.

Josey miró a los niños y cuando le pareció que todos estaban bien colocados, llamó a un leoncito llamado Jeremy y lo condujo al centro del escenario.

—¿Estás listo?

—Sí —dijo él, con voz temblorosa y decidida a la vez.

—Muy bien. Voy a salir ahí fuera. Tú quédate aquí, cuenta hasta veinticinco lentamente y después sal al escenario.

—De acuerdo, señorita St. John. No estoy asustado —añadió, más para sí mismo que para ella.

—Ya lo sé —dijo, colocándole un dedo sobre la nariz—. Bien, empieza a contar.

Josey bajó al patio de butacas por una puerta lateral y se colocó frente al escenario. Decidió no dar un breve discurso de bienvenida porque imaginó que Jeremy estaría contando rápido, así que saludó con la mano a los padres que habían empezado a aplaudir y se colocó frente al escenario justo en el momento en que Jeremy salía a escena.

—Madres y padres —empezó Jeremy, recordando hablar en voz muy alta—. Los estudiantes de tercero de la señorita St. John estamos orgullosos de presentar: Mamás salvajes. Y para eso vamos a ir al zoo, donde los animales se preparan para celebrar el día de la madre —con un rugido, Jeremy acabó su intervención y corrió tras la cortina con el aplauso de los padres.

Toda la obra fue muy bien. Al público le encantaron las canciones de Ally, sobre todo la de la mamá tigre que enseña a su hijito a rugir. Una niña, Jaime Cranston, olvidó su texto y Josey tuvo que ayudarla, lo que le molestó mucho, porque era una de las primeras de la clase y había sido la única que había necesitado ayuda de la profesora. Josey se dijo a sí misma que tendría que animarla un poco después de la obra, pero después vio que no sería necesario, pues los padres de Jaime subieron al escenario sin que nadie se diera cuenta a abrazar a su hija.

Josey volvió la mirada a la obra, pero sin poder dejar de mirar a la familia por una rendija del telón. El padre habló a Jaime en voz baja y ella sonrió. Después la abrazó y también lo hizo su madre. Josey dejó de prestar atención a lo que estaba ocurriendo en el escenario y se centró en la parte de atrás: aquella mirada de la madre de Jaime era como la de una virgen, irradiando serenidad y amor, y supo que nunca podría olvidarlo.

Aunque Josey no pudo oírla, supo que cuando ella se inclinó sobre su marido, las palabras que le susurró fueron: «te quiero».

Después volvieron a sus asientos y Josey volvió a centrarse en la obra.

Cuando cayó el telón, toda la sala, o mejor dicho, el gimnasio, se puso en pie aplaudiendo. Josey saltó al escenario y reunió a los niños para que saludaran. Ante la luz cegadora de los flashes, Josey y sus alumnos recibieron su merecido premio.

En aquel momento no fue orgullo lo que la embargó, sino una pena y un vacío muy hondos. Era la primera vez que se sentía así.

 

 

Cuando todos los niños se hubieron marchado, Josey echó un vistazo a su clase. La luz de la tarde entraba por las ventanas. Todo era muy familiar, y sin embargo, se sentía extraña. En lugar de recoger el trabajo que se tenía que llevar a casa, sacó su ligera chaqueta de primavera del armario, las llaves y cerró la puerta de la clase tras de sí.

El viaje en metro se le hizo muy corto y no dejó de mirar su reflejo en la ventana del vagón, como si fuera una extraña más entre la multitud.

Se levantó de un salto de su asiento al llegar a su parada y caminó las tres manzanas hasta su edificio. Normalmente Josey disfrutaba de ese paseo y se decía a sí misma que tenía suerte de vivir en la parte histórica de la ciudad, pero aquel día no apreciaba nada.

Abrió la puerta del portal y sin detenerse a mirar en el buzón, subió hasta su casa. Tampoco se molestó en llamar a la puerta de Nate para ver si había llegado ya.

Al entrar en casa vio la luz del contestador automático parpadeando, tenía dos mensajes, pero tampoco le importó. Se dejó caer en el sillón y se quedó mirando al techo. Se sentía... vacía.

¿Qué le había pasado? Al final todo había ido muy bien: la obra, la charla con los padres, los exámenes que habían hecho sus niños por la mañana... Sus niños...

Pero los niños no eran suyos, sino de otras personas. Josey recordó el rostro de la madre de Jaime, radiante de amor y orgullo ante su familia. No sabía a qué se dedicaba aquella mujer, pero suponía que su familia sería su prioridad.

Ella nunca había considerado el tener una familia como una de sus prioridades.

Le gustaba, o mejor dicho, le encantaba, estar soltera. Le gustaba salir con gente distinta cada fin de semana y conocer a mucha gente distinta. Sus amigas, Ally por ejemplo, consideraban el tener citas como el paso previo a encontrar al hombre ideal con el que casarse, pero Josey no lo veía de ese modo. No se veía capaz de cenar con un hombre mientras valoraba su potencial para el compromiso de por vida. Desde luego, no tenía prisa por encontrar al hombre de su vida.

Pero en aquel momento ya no veía las cosas del mismo modo; tal vez Ally y tantas otras mujeres tuvieran razón y salir con hombres era el medio de llegar a tener algo más, algo que quizá no encontrara si seguía tomándose sus citas como una diversión pasajera.

¿Acaso necesitaba algo más? ¿Había algo que no había tenido en cuenta?

Josey se levantó de un salto del sofá y fue hacia la cocina. Normalmente se tomaba una cerveza y veía la tele mientras se preparaba algo para cenar, pero súbitamente ese plan le pareció muy de solterona. Sacó una tetera que apenas usaba de un armario y se preparó un té. Muy hogareño.

¿Hogareño? Josey se quedó parada en medio de la cocina, preguntándose si realmente estaba pensando en tener una familia. ¿Ella? ¿Josephine St. John, la mujer amante de la diversión y la soltería, podía desear tener un marido?

El teléfono empezó a sonar y Josey se sobresaltó.

—¿Sí? —contestó rápidamente.

—Has llegado pronto a casa. Iba a dejarte un mensaje —la voz de barítono de Nate la saludó, ligeramente fría, como suena la de una persona que hace una llamada personal desde el trabajo. Josey sabía que debía de estar en el trabajo, porque si hubiera llegado a casa, hubiera subido directamente a verla.

—Hola, Nate.

—Pareces agotada. ¿Te han tratado mal los niños? Oh, pero hoy era la actuación, ¿no? ¿Qué tal ha ido?

—Bien, sin problemas —respondió ella, incapaz de ser más comunicativa, echando un vistazo al exterior por la ventana de la cocina. El brillante sol de la tarde hizo que se retirara rápidamente.

—Hoy es viernes, otra vez —continuó Nate—, y esta vez te toca elegir. ¿Dónde te apetece ir a cenar esta noche?

Maldición. No podía creer que hubiera olvidado su cena de todos los viernes con Nate, pero realmente no se sentía como para salir aquella noche. Iba a meterse en la bañera con un disco de Billy Joel y a ordenar sus pensamientos hasta que acabase de aclararlos. Tenía que pensar sobre su futuro.

—Nate, esta noche no me encuentro muy bien.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Nate un segundo después.

—No me ocurre nada.

—Pues hay algo que no encaja. Nunca habías cancelado una cena. Yo lo he intentado dos veces y siempre has acabado convenciéndome para que dejara el trabajo o lo que fuera. Y siempre has tenido razón, así que te recogeré dentro de un par de horas. Aún me quedan unas cosas que acabar por aquí.

—Nate, lo digo en serio. Lo siento, pero no puedo quedar esta noche.

—De acuerdo, no te preocupes. No me lo tomaré a mal, pero dime por qué quieres salir.

—Pareces preocupado.

—Y lo estoy, porque a nadie le gusta salir tanto como a ti.

—Nate —insistió ella—, estoy bien. Sólo quiero quedarme aquí y pensar un rato.

Nate soltó una carcajada, aunque no era su estilo.

—Esa excusa sí que no me la habían puesto antes.

—Nate, por favor, hablamos mañana. No te rías de mí.

—No, no lo pretendo —respondió él, poniéndose serio de nuevo—. Espero que soluciones pronto lo que te tiene preocupada. ¿Quieres que lo dejemos para mañana por la noche? No sé si tienes algún plan ya...

Josey no tenía ninguna cita.

—Te llamaré mañana, pero en principio, no habrá problemas —dijo, distraída.

—Un momento —Nate tapó el micrófono del teléfono y volvió al cabo de unos segundos—. Josey, tengo que dejarte. ¿Hablamos mañana entonces?

—Sí.

—Que no se te olvide llamarme...

—No se me olvidará.

Se despidieron y colgaron. Josey intentó controlar el curso de sus pensamientos, pero a pesar de todos sus esfuerzos, había algo que no dejaba de rondarle la cabeza: «Quiero tener una familia».

—Bueno —pensó—, ¿por qué luchar contra ello? Ya lo he decidido.

Al girarse vio el póster de los Patriots que Nate le había regalado el mes pasado como recuerdo de su primer encuentro. Sonrió al recordar la imagen de Nate, tal alto, moreno y guapo, entrando con un bate en la mano en su apartamento... el dulce y responsable Nate.

Le había dicho que lo llamaría sin pensarlo, para que no se preocupara, pero pensándolo mejor, sería la persona perfecta para echarle una mano.

Si alguien podía entenderla sería él. Él no tenía mujer ni hijos, y tampoco había salido con nadie en serio desde que ella lo conocía, pero perseguía sus metas y era ambicioso. Ella necesitaba a alguien así para planificar cómo reestructurar su vida en torno a su nuevo objetivo: formar una familia.

Capítulo 2

 

Nate se sorprendió al oír unos suaves golpecitos en su puerta.

 

—¡Pasa! —se irguió en la silla para tener una posición más correcta y vio entrar a David Jeffers.

—Nathan Bennington —dijo Jeffers, sentándose frente a Nate sin esperar a ser invitado. Para Nate, aquel hombre era como su mentor. Cuando lo conoció y empezó a trabajar para él, dos años después de salir de la facultad de Derecho, él era ayudante del fiscal del distrito y Nate le tenía un gran respeto, a pesar de que ya se habían hecho amigos.

—Señor —respondió Nate con una sonrisa.

—Quería comentarte una nueva oportunidad que tal vez quieras aprovechar. En cuanto supe de ello, pensé en ti; es un nuevo reto.

—Dime... —aquello había picado la curiosidad de Nate, lo cual le vino bien para quitarse de la cabeza su charla con Josey. Le había extrañado mucho su decisión de pasarse la noche del viernes «pensando» e incluso lo tenía un poco preocupado.

—Un pequeño grupo de abogados de esta oficina van a empezar a trabajar en el área específica de la violencia doméstica. El número de casos se ha disparado y el fiscal del distrito ha decidido aumentar la unidad de violencia doméstica con más abogados. Buenos abogados, que puedan ocuparse del tipo de casos que se van a tratar.

—¿Qué tipo de casos? —preguntó Nate, con la boca seca de repente. Era una pregunta estúpida, porque conocía la respuesta de sobra, pero no se le ocurrió otra cosa que decir.

—Todo lo que puedas imaginarte, pero el jefe quiere poner especial atención sobre los abusos a las mujeres y los niños.

Nate se quedó mirando fijamente a Jeffers, con el corazón latiéndole a toda velocidad y pensando si lo sabría todo. Pero su mente racional le decía que no podía ser así. Jeffers no podía ni imaginarse el regalo que le estaba ofreciendo. Aunque se sentía muy cercano a su mentor, Nate nunca le había hablado a Jeffers, ni a nadie, de su padre o de los demonios que lo atormentaban desde que él y su hermano huyeron de casa.

Había pensado en aceptar casos de abusos a menores y tal vez incluso eso fue lo que lo empujó a estudiar Derecho en Harvard. El nuevo grupo de trabajo tendría como cometido llevar a los maltratadores a la cárcel y si entraba en él, Nate podría enfrentarse a sus demonios y mirarlos a la cara.

Intentando contener la emoción en su voz, dijo lentamente:

—Me gusta mucho la idea de participar en ese grupo. ¿Por qué me has elegido a mí, Jeffers? Aún no he tenido la oportunidad de enfrentarme a un caso de maltrato doméstico.

—Pero hasta ahora has demostrado tu valía y es importante tener a los mejores para estos casos, que pueden ser muy importantes. Pero tal vez quieras pensártelo. Te voy a pasar un caso de maltrato infantil; cuando trabajes en él podrás ver qué tal se te da.

—Te aseguro que puedo ocuparme de ello.

—Estoy seguro de eso. No es que dude de tu capacidad, sino todo lo contrario, pero creo que debes ver lo que son estos casos y sentirlos día a día antes de comprometerte en este equipo. Es un tema muy duro y muy feo.

A Nate se le torció el gesto ante la ironía, porque recordaba perfectamente lo que era sentir el maltrato un día tras otro mientras vivía con su padre, pero sólo dijo:

—Te lo agradezco mucho.

—No hay de qué —Jeffers se levantó y se estiró un poco—. Mira este despacho, Nate: no puede estar más ordenado. Mi oficina está como si hubiera estallado una bomba en ella. ¿Viene alguien a limpiar?

Nate forzó una sonrisa y se obligó a adoptar una actitud de normalidad.

—Si quieres puedo pasar a arreglarte la oficina, pero no lo haré gratis.

—No, gracias. Si todo está encima de mi mesa y a la vista, es más difícil que se pierda —la sonrisa le quitó al menos una década de sus cuarenta y cinco años—. Tienes que pasarte un día por casa, ahora que el tiempo ha mejorado. Simone no para de preguntar por ti.

—¿Eso es porque me echa de menos o porque tiene alguna amiga con la que quiere emparejarme? —preguntó, travieso; conocía bien a la dulce celestina que era Simone.

—Que conste que yo no he dicho nada.

—Ni falta que hace. Me pasaré por allí, pero dile que es sólo por verla a ella.

—Estará encantada —Jeffers se dirigió a la puerta—. Pásate luego por mi oficina a recoger el informe de ese caso, ¿de acuerdo? Y me alegro de que estés interesado.

Cuando Jeffers se marchó, Nate se quedó solo y se levantó para mirar las calles de Boston desde su ventana del cuarto piso. La oportunidad de su vida le acababa de caer del cielo.

 

 

—Voy a tener un niño —dijo Josey.

Nate se quedó mirándola durante un segundo y después se atragantó con el trozo de pan que estaba masticando.

—Vamos, Nate. Deja de hacer teatro —rió ella.

Nate siguió tosiendo un rato más.

—Lo siento —dijo, después de carraspear un poco—. Lo siento. ¿Qué acabas de decir?