cover.jpg
portadilla.jpg

 

 

Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Alexandra Sellers. Todos los derechos reservados.

LA AMANTE DEL SULTÁN, N.º 1179 - febrero 2013

Título original: Sleeping with the Sultan

Publicada originalmente por Silhouette Books.

Publicada en español en 2002

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-2668-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo uno

 

–Mira, es Reena.

–Parece distinta al natural.

–¡Qué vestido!

–Sí, está prácticamente desnuda.

Dana Morningstar se detuvo en lo alto de las escaleras que conducían a la sala donde iba a celebrarse el cóctel y los susurros se extendieron por todo el local.

–¿Llevará ropa interior debajo?

–¡Es tan guapa!

–Cariño, estás deslumbrante –dijo alguien a sus espaldas.

Al darse la vuelta, vio que se trataba de una antigua estrella del teatro.

–Hola, sir Henry, me alegro de verlo.

–Lo mismo digo, Dana. Si no es indiscreción, ¿quién te ha diseñado ese vestido?

Dana llevaba un vestido que constaba de dos capas de tela muy fina. Tenía un escote alto y recto, las mangas llegaban hasta las muñecas y la falda era larga. Al reflejar la luz, parecía opaco, pero a veces, en ciertos ángulos, era casi transparente.

Dana sonrió y apoyó la mano en el brazo que sir Henry le había ofrecido para bajar con él la escalera.

–Kamila –le respondió en voz baja–. Una nueva modista, que presentó su colección aquí en otoño. Asegura que este vestido le va a dar una gran reputación.

El cabello de Dana era negro, fuerte y largo. Se había maquillado para realzar su ojos oscuros y sus pómulos marcados.

–Estoy seguro de que en cualquier otra mujer sería un diseño fallido, pero tiene toda la razón. Mañana todas las mujeres que están aquí tratarán de comprarse uno, esperando ingenuamente que les quede como a ti.

Dana era alta y tenía un cuerpo perfecto. Sus pechos eran firmes y sus piernas largas y bien formadas. En cuanto a su piel, era morena, lo que hacía que le dieran papeles de mujer exótica. En esos momentos, participaba en una telenovela donde hacía de Reena, una abogada asiática.

–¿Quieres tomar algo, Dana? –le preguntó sir Henry, ofreciéndole una copa de champán de la bandeja que les había acercado un camarero–. Yo no tomaré nada, muchacho. Ya sabes, el corazón. Pero quizá podrías traerme un whisky. Doble y sin agua.

–Por supuesto, sir John –dijo el camarero con entusiasmo, dirigiéndose a la barra, detrás de la cual varios hombres y mujeres estaban sirviendo bebidas a los invitados para recaudar fondos.

Dana se fijó en que un hombre la estaba mirando desde el otro extremo de la sala. En realidad todo el mundo estaba pendiente de ella. Pero aquel hombre era diferente, ya que era evidente que no le gustaba el vestido que llevaba. Ella le hizo un gesto despectivo y se dio la vuelta hacia sir Henry.

–¿Y cómo tú por aquí esta noche, enseñando tu maravilloso cuerpo a las masas? –le preguntó entonces él–. ¿Tienes algún interés especial en ayudar al pueblo bagestaní después de la sequía que ha sufrido?

–Bueno, no sé si sabe que tengo sangre bagestaní –aseguró ella.

Se volvió de nuevo hacia el hombre que la estaba mirando con evidente desagrado. Había algo magnético en él. Por un momento sus miradas se encontraron. Luego él se volvió hacia la persona con la que estaba hablando.

¿Quién diablos se creía que era? Llevaba una chaqueta roja de seda de corte oriental y unos pantalones blancos también de seda. Estaba cargado de joyas y medallas. Quizá fuera un bagestaní.

–¿De veras? –sir Henry arqueó las cejas–. Había oído que eras de ascendencia ojibwa.

Dana había interpretado un papel de una india de Canadá a la que llevaban a Inglaterra, en una película donde sir Henry era el protagonista.

–Mi madre es de ascendencia ojibwa y mi padre bagestaní –aclaró ella.

Se volvió para comprobar si aquel hombre seguía mirándola, pero no era así.

–Es sorprendente lo bien que mezclan algunas razas –aseguró sir Henry, mirándola de arriba abajo–. No sé a qué viene ese prejuicio en contra de los matrimonio interraciales. Siempre he creído que...

–Sir Henry –le cortó Dana–, ¿sabe quién es ese hombre que está mirando en este momento hacia nosotros?

Él se volvió para ver quién decía.

–Si un hombre te mira de ese modo, y estoy seguro de que todos lo están haciendo, entonces... oh, buenas noches, Dickie –dijo, saludando a un actor de su generación–. Te veo en forma. ¿Conoces a Dana Morningstar?

Una mujer, aprovechando la interrupción, se acercó a Dana.

–Tengo que confesarle que sigo Brick Lane habitualmente y creo que sin Reena no va a valer nada. Me encanta su personaje, tan fría y malvada –dijo con entusiasmo–. Todo el mundo con el que he hablado opina lo mismo. Es una pena que tenga que abandonar la serie.

Dana sonrió cariñosamente, al contrario de lo que haría la fría Reena.

–¡De veras! ¡La serie se vendrá abajo sin usted! –insistió la mujer–. ¿Y sabe ya qué va a pasar con Reena? ¿Si la asesinarán o qué?

Dana había rodado el último episodio la semana anterior.

–Me temo que no puedo decírselo. Es un secreto –añadió, excusándose con una sonrisa.

Durante la hora siguiente, escuchó muchos comentarios en el mismo sentido. Las celebridades, que habían tenido que pagar para asistir, se mezclaban con los invitados en la gala benéfica.

El fotógrafo de una revista famosa estaba tomando fotos en una esquina de la sala. Había improvisado un estudio y llamaba a las celebridades para fotografiarlas de dos en dos.

En algunos momentos, a Dana le había parecido que el desconocido seguía mirándola, pero al volverse hacia él, siempre lo había visto mirando en otra dirección. Así que quizá eran imaginaciones suyas. Pero inmediatamente desechó la idea. Aquel hombre era el último por el que ella se podría obsesionar. Porque sabía perfectamente cómo era, a pesar de no haber hablado siquiera con él.

Estaba segura de que si le preguntaba a alguien quién era, él se daría cuenta y no quería darle esa satisfacción. Seguramente, se trataba de una celebridad, ya que las mujeres no paraban de acercarse a él del modo en que se hace con los hombres ricos, guapos, jóvenes y famosos.

Y no porque aquel hombre fuera guapo, se dijo Dana, observándolo mientras él posaba para el fotógrafo. Su rostro tenía unos rasgos demasiado marcados como para poder decir que era guapo. Su mandíbula resultaba demasiado dura. Sus ojos negros estaban remarcados por unas cejas pobladas y oscuras. Era alto, esbelto y de anchas espaldas. Se le veía un hombre responsable y lo mismo podría tener veinticinco que cuarenta años.

Aquel hombre no le gustaba. No le gustaba nada.

Sin embargo, siempre era consciente de dónde estaba. Lo que sin duda debía ser porque era el hombre más alto de la sala.

–Señoras y señores, en unos momentos nos trasladaremos al salón de baile –anunció uno de los organizadores, sacando a Dana de su ensimismamiento–. Si todavía no saben cuál es su mesa, por favor, compruébenlo en el cartel de la entrada.

–¿Ya sabes cuál es la tuya, Dana? –le preguntó Jenny, la actriz que hacía de Desirée en la serie.

–Me temo que no –respondió Dana, dándole dos besos.

–Seguro que estás en la mesa G con todos nosotros.

Las dos mujeres se agarraron del brazo y se dirigieron al salón de baile.

–Ese vestido está causando sensación, Dana –le susurró Jenny.

Físicamente, eran muy distintas. Jenny era rubia, tenía la cara redonda y un cuerpo rellenito. Pero era divertida y una amiga en quien se podía confiar. Además, era una excelente actriz.

–¿De verdad es tan impactante?

–¡No lo sabes bien! En algunos momentos, parece que estás desnuda. He visto a más de un hombre derramando su bebida.

–Bueno, esa era la idea –remarcó Dana–. Se suponía que tenía que hacerme notar.

–Por cierto, ¿quién es ese hombre tan melancólico con el que has estado intercambiando miradas todo el tiempo?

Dana sintió que le ardían las mejillas.

–¿A quién te refieres?

Jenny soltó una carcajada y le dio un apretón en el brazo.

–Sabes perfectamente a quién me refiero. Primero fue él quien se fijó en ti y luego tú te fijaste en él. Y ambos estáis disimulando para que el otro no os sorprenda mirándoos. No esperarás que tu romance con ese jeque tan guapo pasara inadvertido.

–Ni siquiera sé cómo se llama y te aseguro que tampoco tengo ningún interés en averiguarlo. ¿Por qué piensas que nos conocemos?

–Por la intensidad de vuestras miradas –respondió Jenny–. Es como si una extraña corriente distorsionara la distancia entre vosotros, como cuando el calor aprieta en el desierto...

Cuando se dirigían a comprobar dónde estaba ubicada Dana, un hombre se acercó a ellas con un portafolios.

–No se preocupe, señorita Morningstar, yo le diré en qué mesa tiene que sentarse –dijo el hombre, evidentemente impactado por la belleza de Dana–. En la mesa D. Es decir, a las cinco en punto dentro del círculo de mesas, suponiendo que el estrado son las doce.

Aquel enigmático comentario cobró sentido nada más entrar al salón de baile. Sobre el estrado que había en la pared del fondo había un grupo de músicos orientales. Y en torno a él, había un círculo de mesas preparadas para ocho personas cada una.

Los músicos empezaron a tocar cuando vieron que la gente entraba y se iba a sentando en sus respectivas mesas. Dana oyó que lo que estaban tocando era una canción bagestaní, llamada Aina al warda?, que significaba: ¿Dónde está la Rosa? Una canción que tenía un significado muy especial para todos los bagestanís que, desde el exilio, se oponían al terrible régimen de Ghasib. Su padre se la había tocado a Dana y a su hermana cuando eran pequeñas.

–Me pregunto por qué no te habrán sentado en la mesa G con nosotros –comentó Jenny mientras la acompañaba a la mesa D.

–Sí, es una pena –dijo Dana.

–¿Con quién vas a sentarte? –Jenny se inclinó para ver las tarjetas de los otros invitados.

En ese memento, Dana se fijó en que otro hombre moreno la estaba mirando. También iba vestido con ropa oriental.

Era su padre.

Mientras tanto, la banda seguía tocando la canción:

 

¿Dónde está la Rosa?

¿Cuándo la veré?

El ruiseñor pregunta después de que su amor...

 

Dana se quedó mirando a su padre. Su presencia allí daba un giro inesperado a aquella reunión. Él nunca habría ido si solo se tratara de una gala para recaudar fondos. Porque él sabía que a pesar de las buenas intenciones con que se organizaban esos eventos, la mayor parte del dinero recaudado iría a engrosar las arcas de Ghasib, el presidente de Bagestan.

Dana se fijó en que todo el mundo iba bien vestido. Las entradas para la gala eran muy caras. La mitad eran personas que acudían habitualmente a actos benéficos, así como cazadores de celebridades. Lo otra mitad eran bagestanís exiliados y muy ricos. Algunos ya eran millonarios en el sesenta y nueve, cuando Ghasib accedió al poder, y otros habían hecho fortuna ya en el exilio. Los hijos de unos y otros, nacidos en el extranjero, también estaban ampliamente representados.

Las mujeres iban casi todas vestidas con trajes típicos de Bagestan. Muchas de ellas tenían los ojos llenos de lágrimas al escuchar la canción que la orquesta tocaba.

Dana se preguntó si su padre, que seguía mirándola fijamente, se habría dado cuenta del vestido que llevaba. Ojalá fuera así, pensó irritada. De pronto, pensó que su padre era el responsable de que ella estuviera allí, aunque por otra parte, sabía que era imposible.

–Dana, ¿me estás escuchando? –dijo en ese momento Jenny.

Dana saludó con un movimiento de cabeza a su padre y luego se giró hacia su amiga.

–Lo siento, ¿qué me decías?

–Sir John Cross –repitió Jenny, señalando la tarjeta de uno de los dos asientos que rodeaban a Dana–. ¿Lo conoces?

–Creo que es un diplomático –contestó ella–. ¿No era el embajador británico en Bagestan cuando el golpe de estado?

–Ni idea –respondió Jenny–. Pero te compadezco. Y al otro lado, se sentará el jeque Ashraf Durran –añadió, leyendo el nombre en la tarjeta–. Seguro que es un viejo aburrido. Me temo que te espera una velada bastante aburrida.

–Todo sea por recaudar fondos para Bagestan –dijo Dana con ironía, incapaz de ocultar su enfado.

–¿Por qué lo dices con ese tono? –le preguntó Jenny, sonriendo.

Su amiga no estaba al tanto de la política internacional, se recordó Dana a sí misma.

–Porque aseguran que esta gala es para paliar los efectos de la sequía en Bagestan, pero en realidad lo que buscan es recaudar fondos para algún día restaurar la monarquía –dijo entre dientes Dana–. ¡Dios, esta gente me pone enferma!

Jenny la miró asombrada.

–¿Por qué... ?

–¡Escucha esta canción! Están jugando con la esperanza de los que creen que un día Ghasib será derrocado y un nuevo sultán llegará en un caballo blanco y les devolverá a la edad de oro. Eso no va a suceder y, sin embargo, van a recaudar una fortuna gracias a esa mentira.

Jenny no estaba acostumbrada a ver a Dana tan irritada, salvo cuando estaba interpretando el papel de Reena.

–Pero, Dana, ¿no te gustaría también a ti que derrocaran a Ghasib? ¿No preferirías que alguno de los príncipes de la familia real se hiciera cargo del gobierno?

–Eso son mentiras que editan los periódicos. Todos los príncipes al Jawadi han sido asesinados por Ghasib. Así que si alguien derroca al dictador van a ser los integristas islámicos.

–¿Y qué hay de lo que publicó Hello hace un par de semanas acerca de aquel príncipe al Jawadi? Que por cierto era un hombre impresionante. Creo que se trataba de un nieto del sultán.

–Najib al Makhtoum no es un candidato viable al trono, incluso si fuera quien asegura que es, cosa que dudo. Todo eso no son más que mentiras –aseguró Dana.

Entonces se dio cuenta de que estaba asustando a su amiga.

–Lo siento, Jen –añadió, sonriendo–, pero es que sé de lo que hablo por mi padre. Además, tienes razón. Son todos unos viejos aburridos que sueñan con recuperar sus palacios y sus pozos de petróleo y no pueden aceptar que eso no va a suceder. Ojalá no hubiera venido. Si al menos me hubieran sentado en vuestra mesa... Pero con este jeque sentado a mi lado voy a estar toda la noche escuchando tonterías sobre cómo acabar con Ghasib.

–No importa –se burló Jenny–, siempre puedes acabar casándote con él. Seguro que es muy rico y eso es lo importante, ¿no?

–¡Ni aunque fuera el último jeque de la Tierra! –aseguró Dana.

Jenny se echó a reír y, después de despedirse con dos besos de Dana, se fue a su mesa. Cuando Dana se dio la vuelta, se encontró con que el extraño con el que había estado intercambiando miradas poco antes estaba casi a su lado. Y por la expresión de su cara, parecía haber escuchado toda su conversación con Jenny.

Capítulo dos

 

Al principio Dana pensó que él pasaría a su lado, camino de su mesa. Así que se sorprendió cuando se detuvo frente a ella y le clavó sus intensos ojos, haciéndola estremecer. Afortunadamente, Dana consiguió recuperar la calma y aguantar su mirada.

–¿Se considera usted optimista o pesimista, señorita Golbahn? –preguntó él.

Era normal que un hombre como él la llamara por el apellido de su padre, en vez de por su nombre profesional. Además, estaba segura de que lo había hecho deliberadamente.

–¿Se refieres a si soy realista o una soñadora?

–No, no me refiero a eso –replicó él–. Me refiero a que si cuando dice que la restauración de la monarquía es imposible, lo piensa de veras.

Él no tenía ningún derecho a interpelarla sobre una conversación que no iba dirigida a él. Además, la irritaba su arrogancia.

–Me limito a decir las cosas tal como las veo.

–¿Y no desea que ese dictador que está destruyendo el país sea derrocado? –le preguntó en un tono duro.

Pero no pensaba retractarse.

–¿Y qué tiene que ver lo que yo desee con eso?

La mirada penetrante de él reposó un momento en el cuerpo de ella y luego volvió a fijarse en su rostro. Ella se preguntó si la luz haría en esos momentos que se le transparentara la ropa o no. ¿Habría mirado sus pechos?

–¿Cree que no le debe nada a su padre, señorita Golbahn?

Ella lo miró boquiabierta e indignada. Era normal que un hombre como él se imaginara que una mujer de veintiséis años debería comportarse de acuerdo a los deseos de su padre.

–¿Con quién se cree que está usted hablando? –replicó ella con brusquedad.

Varias personas estaban mirándolos.

–Yo...

–Me llamo Morningstar y no es asunto de su incumbencia lo que yo le deba a mi padre o no.

El hombre la miró con el ceño fruncido, pero si esperaba intimidarla así, se equivocaba. Dana levantó la cabeza y lo miró fijamente a los ojos.

–Lo siento –se excusó entonces el hombre–. Tenía entendido que era usted la hija del coronel Golbahn.

–Mi padre se llama Khaldun Golbahn y ya no es ningún coronel. El regimiento que él mandaba, dejó de existir hace más de treinta años –aseguró ella.

Antes de que él pudiera replicar nada, un camarero se acercó a ella y le retiró la silla para que se pudiera sentar. Una vez en su asiento, se colocó la servilleta en el regazo. Ya quedaban solo unos cuantos invitados de pie, charlando antes de irse a sus respectivas mesas. Muchas personas miraban hacia ella, seguramente conscientes de la discusión que acababa de tener con aquel desconocido.

Dana sabía que él seguía detrás de ella y para evitar que retomara la conversación, agarró el menú y se puso a mirarlo.

–¡Jeque Durran! –exclamó alguien, muy contento.

–Sir John –respondió el desconocido.

Dana estuvo a punto de desmayarse mientras fijaba la mirada en la tarjeta que había frente a la silla de al lado de la de ella. Jeque Ashraf Durran.

¡Tendría que pasarse las dos próximas horas sentada a su lado!

Los dos hombres se saludaron, dándose la mano.

–Tenía muchas ganas de verlo –el anciano bajó la voz–. ¿Qué tal se las arregló su hermano? ¿Es posible que su presencia aquí signifique que debo felicitarlo?

Dana contuvo el aliento. El tono misterioso de aquella conversación la tenía intrigada y, aunque seguía con la vista clavada en el menú, lo cierto era que todavía no había leído ni una sola palabra.

–En cierto sentido, se puede decir que tuvo éxito, sir John –dijo el jefe en un tono amigable.

Tenía una voz grave y profunda, que sería la envidia de cualquier actor.

–¿Está a salvo entonces? –susurró el anciano.

–Sí.

–¡Estupendo! Buen trabajo.

Los dos hombres se sentaron a ambos lados de Dana mientras ella seguía escondida tras el menú. Pensó que nunca se había sentido tan intimidada por una situación. Pero luego recordó que había asistido a otras no menos delicadas en las que había salido airosa. Así que no había ningún motivo para sentirse como si estuviera ante un abismo.

En ese momento, empezaron a llevar los aperitivos y las bebidas. Mientras tanto, la música seguía sonando.

–¿Espárragos o tabulé? –le preguntó el camarero.

A Dana le encantaba la comida de Bagestan, pero a los dieciséis había dejado de tomarla, como una señal de rebelión contra su padre. Aquellos años hacía tiempo que habían pasado y, sin embargo, en esos momentos estaba en un estado de ánimo igual de combativo.

Quería dejar claro al jeque Ashraf Durran que ella no se dejaba guiar por ninguna de sus reglas, igual que había hecho en el pasado con su padre.

–Espárragos, gracias –dijo.

Fijándose en que los espárragos llevaban un poco de mantequilla , bebió un trago de vino.

–Yo tomaré tabulé –dijo el jeque cuando le llegó su turno.

Ella se fijó en que él no estaba tomando vino. En realidad no tenía que haberle sorprendido.