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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Lucy Ellis. Todos los derechos reservados.

ORGULLO Y TERNURA, N.º 2237 - junio 2013

Título original: Pride After Her Fall

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3098-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

En general, Nash no aceptaba de buen grado la publicidad, por lo que reunirse con una publicista iba en contra de sus reglas. Sin embargo, aquella reunión era para un evento benéfico y, por lo tanto, él no podía negarse.

–Me reuniré con ella en el American Bar del Hotel de París.

Comprobó su reloj mientras se acercaba a su Bugatti Veyron.

–Estaré con Demarche hasta la una. Puedo dedicarle a esa mujer un par de minutos en el bar. Trataré de llegar a tiempo, pero seguramente tendría que esperar.

Era una de las pocas ventajas de la fama. La gente estaba dispuesta a esperar. Se detuvo un instante antes de entrar en el coche y miró hacia las tranquilas aguas del Mediterráneo.

Cullinan le estaba hablando sobre una mesa.

–No, no reserves ninguna mesa. Esto será cuestión de cinco minutos. No habrá necesidad de sentarse.

El equipo directivo de Blue estaba dirigido por John Cullinan, un eficiente irlandés que Nash había empleado al principio de su carrera como piloto, cuando adquirió fama mundial. John lo había protegido de los medios durante más de una década y Nash confiaba en él plenamente.

Lo necesitaría en las próximas semanas. Ya había muchas especulaciones sobre su futuro. No se había filtrado nada durante el Gran Premio que se había celebrado allí en Mónaco en el mes de mayo, pero, de algún modo, su presencia junto a la pista con Antonio Abruzzi, la estrella de los Eagle, había provocado un gran revuelto en los medios. En realidad, no hacía falta demasiado. Un poco de carne en el agua y las pirañas no tardaban en salir a la superficie. Esa era la razón por la que su reunión con la escudería Eagle iba a tener lugar en la intimidad de una habitación de hotel, rodeada de grandes medidas de seguridad por ambas partes.

Nash dio por terminada la llamada y se metió en su coche. Estaba deseando salir de la ciudad.

Arrancó el motor con un rápido movimiento de muñeca. Sus profundos ojos azules grisáceos, color que una comentarista deportiva había denominado «azul letal», observaron el tráfico. Nash se apartó inmediatamente del exterior de las oficinas de la empresa que lo había sido todo para él durante cinco años.

Acababa de cerrar un trato con Avedon, un fabricante de coches, para producir el Blue 22, cuyo diseño llevaba madurando desde sus días como piloto de carreras.

Por suerte, era un hombre bastante reservado. El hecho de que lo criara un borracho que solucionaba cualquier pataleta infantil con una bofetada le había inculcado el hábito del silencio. Para el público, era un hombre impenetrable. Un frío canalla, según una examante desencantada.

En aquellos momentos, el mundo entero le tomaba muy en serio. A sus treinta y cuatro años, había sobrevivido como profesional en uno de los deportes más peligrosos del mundo durante casi una década antes de retirarse en la cima de su carrera. Al contrario de muchos otros profesionales de deporte, había centrado su experiencia y su apasionado amor por el diseño en una segunda carrera.

Una segunda carrera muy exitosa, que dejara en la sombra la fama que había tenido como piloto, tal y como había sido su intención desde el principio. Podía exigir cualquier precio por su trabajo y, en aquellos momentos, lo reclamaban por todas partes. Estaba en lo más alto de la élite de especialistas.

Sin embargo, se sentía inquieto. No lo podía negar. En varias ocasiones a lo largo del año anterior se había sorprendido preguntándose qué iba a hacer a continuación.

Sabía la respuesta a esa pregunta. Por esa razón, el pez gordo de Eagle había acudido a la ciudad la noche anterior.

Sí. Quería volver al juego, pero lo haría bajo sus propias condiciones. Cuando tenía veinte años, había corrido contra los mejores del mundo y contra sus propios demonios, pero había sabido muy bien cuándo había llegado el momento de parar. Sabía también que en aquella ocasión todo sería diferente. Sus sentimientos sobre el mundo de las carreras habían sufrido un cambio. Ya no era un muchacho. Ya no tenía nada que demostrar.

La carretera se despejó. Cambió de marcha y comenzó a subir la colina.

Aquella mañana tenía una cita en el Point con un coche verdaderamente glamuroso. Ni siquiera el hecho de pensar en todas las reuniones que tenía aquella tarde lograba estropear la sensación de que había encontrado algo verdaderamente especial. Se decía que aquel vehículo era una preciosidad. Por fin iba a ver con sus propios ojos de lo que tanto hablaba todo el mundo.

Había aterrizado en Mónaco aquella mañana, después de pasarse veinticuatro horas en un avión, para escuchar la noticia de que el dueño lo había prestado, pero estaría disponible aquella tarde. Como tenía toda la mañana libre, Nash había decidido subir la colina y, posiblemente, rescatar a aquella joya de cualquier indignidad que pudiera haberle ocurrido a lo largo de la noche anterior.

La casa daba a la bahía. Hermosa y exclusiva. Sin embargo, ¿qué domicilio no lo era en aquella ciudad? La casa tenía fama de ser el refugio de una famosa actriz de los años veinte y Nash tenía curiosidad por verla. Había pasado delante de ella en muchas ocasiones, pero aquella era la primera vez que atravesaría la verja de entrada. Para su sorpresa, encontró la verja completamente abierta. Extraño. La seguridad normalmente era muy estricta en aquella zona.

Mientras hacía pasar el deportivo por las verjas de entrada y lo hacía avanzar por el camino de grava, se dio cuenta de que todo estaba muy abandonado. Las buganvillas en flor no eran capaces de ocultar que aquel lugar necesitaba una buena remodelación.

Entonces, lo vio.

Detuvo el coche y salió rápidamente para avanzar hacia el objeto de su deseo. Escondido entre unos macizos de flores.

Un Bugatti T51 de 1931 en medio de un parterre de flores. Para más ignominia, tenía abierta una de las puertas.

Todos los músculos de su cuerpo se tensaron. No estaba enfadado, sino más bien entristecido.

Como sabía bien cómo contener sus sentimientos, refrenó su furia. Sabía que tenía que dirigirla donde podría hacer bien.

Vio que se dirigía hacia él un hombre corpulento vestido con ropa de jardinero. Agitaba los brazos hacia el cielo como si estuviera suplicando la intercesión divina.

Monsieur! Un accident avec la voiture!

Sí. Aquello era un modo de explicarlo.

Fue entonces cuando empezaron los gritos.

Capítulo 2

 

Lorelei St James se despertó. Se estiró lánguidamente, deslizando los brazos desnudos sobre las sábanas de seda y gozando con la sensualidad de aquel lujo. Se dio la vuelta y enterró el rostro sobre la almohada. Si hubiera sido posible, se habría pasado todo el día durmiendo. Desgraciadamente, una voz masculina lanzó un grito enojado en el exterior de la terraza a la que daba su dormitorio.

«Ignóralo», se dijo mientras se acurrucaba un poco más.

La voz siguió gritando.

Ella se acurrucó un poco más.

Más gritos.

Ella arrugó la nariz.

Un golpe.

¿Qué era lo que estaba pasando?

Con un suspiro, se levantó el antifaz de raso que utilizaba para dormir y parpadeó para tratar de acomodar los ojos a la brillante luz del sol del Mediterráneo. La habitación dio vueltas a su alrededor, sin duda como consecuencia del exceso de champán, de pocas horas de sueño y de suficientes problemas económicos como para hundir aquella casa a su alrededor.

Apartó aquellos pensamientos de su cabeza. El corazón le latía a toda velocidad. A tientas, trató de buscar un vaso de agua que aliviara la sed que le abrasaba la garganta aquella mañana, pero lo único que consiguió fue tirar al suelo su reloj, su teléfono móvil y un montón de joyas enredadas entre sí.

Se sentó sobre la cama y se apartó los rizos rubios de los ojos. Entonces, arrugó la nariz y tuvo que agarrarse al colchón. La habitación volvía a dar vueltas a su alrededor.

«No volveré a beber nunca más», se juró. «Bueno, si lo hago, serán solo cócteles de champán y gin-tonics», corrigió.

Justo en aquel momento, cuando se sentía más vulnerable, el teléfono empezó a sonar. El corazón le dio un vuelco. Normalmente, cuando el teléfono sonaba, había una persona furiosa al otro lado de la línea telefónica.

Antes de que pudiera bajarse de la cama, el teléfono dejó de sonar, pero las voces de hombre que resonaban en el exterior comenzaron a hacerse más fuertes. Aquello era lo que la había despertado. Hombres gritando. Se estaba produciendo alguna clase de altercado.

Ella no tenía por qué vérselas con algo así. Aquel día no...

Sin embargo, sin los camareros de la noche anterior, contratados por la empresa de catering, solo estaban Giorgio y su esposa Terese. Era injusto dejar que ellos se ocuparan de los que acudían a la casa. Habían sido muchos en las últimas semanas, todos ellos acreedores, acosándola dado que Raymond, su padre, estaba en prisión.

Como si le quedara algún céntimo después de dos años de pagar los honorarios de sus abogados.

No es que estuviera exactamente ignorando sus problemas. Prefería pensar que delegaba su responsabilidad. Se enfrentaría a la llamada de teléfono más tarde, al igual que a los correos electrónicos y a los abogados que buscaban su firma en una montaña de documentos. Aquel día no. Tal vez al siguiente. Era un día tan hermoso... El sol brillaba. No podía estropearlo. Un día más en el paraíso. Después, ya vería.

Solo un día más....

Entonces, lo recordó todo. No solo tenía un cliente a mediodía, sino que tenía una cita aquella tarde en el Hotel de París. Tenía que ver con la Fundación Aviaria, la organización benéfica de su abuela. Todos los años celebraban un evento para recaudar dinero para la investigación del cáncer.

Aquel año, el acto principal iba a ser un rally de coches antiguos. Un famoso piloto de carreras les iba a dar a los niños enfermos de cáncer el placer de montarse en un coche de alta cilindrada para darse una vuelta por la pista. El publicista habitual estaba enfermo, por lo que el presidente de la fundación le había pedido a ella que diera la bienvenida al piloto elegido.

Se apretó las sienes. Ni siquiera había investigado un poco sobre él...

Extendió la mano para agarrar el vestido de noche que tenía a los pies de la cama y se lo metió por la cabeza. Estaba encantada de recibir al invitado. De hecho, haría cualquier cosa por la fundación de su abuela, pero no aquel día precisamente.

Lanzó un grito cuando algo pequeño y peludo se le sentó en el regazo y le clavó las uñas en la carne.

–Fifi –le recriminó al animal–. Compórtate, ma chère...

Levantó a la gatita blanca a la que adoraba y enterró el rostro en la suave piel.

–Ahora, sé buena y quédate aquí. Maman tiene asuntos de los que ocuparse.

Fifi se sentó expectante sobre las sábanas de seda blanca y observó con curiosidad cómo su ama abría las puertas que daban al jardín y salía al exterior. Iba a ser uno de esos perfectos días de principios de septiembre. Aspiró ávidamente la suave brisa, perfumada delicadamente con el aroma de la lavanda y de romero. Decididamente, no tenía ninguna gana de ocuparse de aquel asunto, pero bajó las escaleras de piedra y, mientras se colocaba las gafas de sol, se dijo que, fuera quien fuera, lo peor que podía hacer era gritarla a ella también. No le gustaba que la gritaran y menos que nunca aquella mañana, pero Giorgio tampoco se lo merecía

En primer lugar, vio el Bugatti y sintió que el alma se le caía a los pies. ¿Cómo diablos había terminado en el jardín? En realidad, si se lo pensaba bien, se lo podía imaginar perfectamente...

Entonces, vio al hombre que la había despertado. Era..

Lorelei se dio cuenta de que se había quedado boquiabierta. Inmediatamente, recordó que no se había peinado, que iba sin maquillar y que no llevaba ropa interior...

Demasiado tarde. Él ya la había visto.

No podía hacer nada sobre el arrugado vestido, pero se atusó el cabello y se alegró de llevar gafas, que aquella mañana podían ocultar fácilmente sus pecados. Trató de recordar que, aunque no presentaba su mejor imagen, no había perdido su encanto.

Él se dirigió hacia ella. Medía más de un metro ochenta, con anchos hombros, amplio torso, esbelta cintura, estrechas caderas y largas y poderosas piernas. Además, contaba con uno de esos rostros de belleza clásica que podría haber pertenecido a una estrella de la pantalla de antaño.

Lorelei sabía muy bien que debía tomar la iniciativa. Se dirigió al Bugatti, dejando que su invitado contemplara su imagen posterior, imagen que sabía que resultaba muy atractiva gracias a la hípica y la hora de ejercicios diarios.

–Dios mío –dijo–. Hay un coche en mis rosales.

–¿Es usted responsable de esto? –le preguntó el desconocido mientras se acercaba a ella.

Lorelei comprendió tres cosas. Era australiano, tenía una voz profunda y masculina y, cuando se dio la vuelta, comprobó que él no parecía estar de humor para que lo divirtieran o lo encandilaran. No podía culparlo. El coche tenía muy mal aspecto.

–¿Sí o no? –insistió. Entonces, se quitó las gafas de estilo aviador y dejó al descubierto un par de ojos espectaculares. Azules bordeados de gris y rodeados de espesas pestañas oscuras.

Eran unos ojos maravillosos. Lorelei no pudo hacer otra cosa más que observar. Desgraciadamente, aquellos ojos parecían inmovilizarla como si fuera un bisturí sobre una mesa de disección. Bajó de nuevo a la tierra de un golpe.

Él se metió las gafas en el bolsillo trasero de los pantalones y se cruzó de brazos.

–¿Podría contestarme?

Ella levantó una mano temblorosa y se alisó el cabello.

–¿Está colocada, señorita?

Lorelei estaba tan ocupada guardando las apariencias que no había escuchado ninguna de sus preguntas.

Pardon?

Giorgio comenzó a musitar algo en italiano y el desconocido le respondió en ese idioma. Delante de sus narices, los hombres parecían estar congeniando gracias a su ira por el estado del coche. Lorelei frunció el ceño.

Aquello no era lo que solía pasar cuando un hombre conocía a Lorelei. Su italiano era mínimo y, además, no le gustaba que la mantuvieran al margen por el hecho de no comprender lo que se decía. Y le molestaba que la ignoraran.

–Bien, ¿cree que podría sacarlo antes de que hiciera más daño a mis flores?

Vio que el recién llegado tensaba los hombros y se giraba. Su bravuconada se disipó inmediatamente. Él se comportaba como si todo aquello fuera suyo. La miró fijamente y, en ese instante, Lorelei supo que él no estaba encandilado y que no lo iba a estar.

–Por lo que a mí se refiere, señorita –le espetó–, está usted acabada.

La reacción de ella fue fiera e inmediata. Odiaba aquella sensación. Llevaba enfrentándose a ella mucho tiempo. Le parecía que, últimamente, lo único que hacía era cargar con las culpas. Efectivamente, en aquella ocasión era culpa suya, pero, por alguna razón la ira de él le pareció desproporcionada e injusta.

¿A quién le importaba un maldito coche cuando su vida se estaba desmoronando?

Por lo tanto, hizo lo que siempre hacía cuando un hombre la desafiaba. Sacó la artillería, tal y como había aprendido de su querido e irresponsable padre.

Ingenio y atractivo sexual.

Se bajó las gafas y le dedicó una mirada de alto voltaje.

–Me muero de ganas... –ronroneó.