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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Linda Susan Meier. Todos los derechos reservados.

CINCO EN CASA, N.º 2517 - julio 2013

Título original: A Father for Her Triplets

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-3449-1

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

 

LO MEJOR de ser rico para Wyatt Mckenzie era que podía tener todo lo que se le antojara.

Subiendo por la carretera que llevaba a Maryland, en una soleada mañana de abril, sonrió mientras pisaba el acelerador de su motocicleta negra. Además, le encantaba tener poder para decidir su propio horario.

Era lo que estaba haciendo en ese mismo momento. Su abuela había muerto hacía un mes y había que recoger la casa y prepararla para la venta. Wyatt podía haber contratado a alguien para el trabajo, pero la abuela McKenzie había tenido el hábito de esconder dinero y joyas. No habían encontrado nada del tesoro familiar en su casa de Florida, por lo que la madre de Wyatt había supuesto que debía de estar en su casa de Maryland. Y él se había ofrecido voluntario para ir hasta el antiguo hogar familiar y buscarlo.

Además, Wyatt había zanjado por fin el asunto de su divorcio hacía una semana y había necesitado unas vacaciones. Después de cuatro años luchando por el dinero, su exesposa había aceptado conformarse con gran parte de su compañía.

Ella lo había engañado. Le había sido infiel. Y había conseguido el treinta por ciento de todo por lo que él siempre había trabajado. La vida no era justa.

Wyatt necesitaba algo de tiempo para superar su rabia y el dolor y poder seguir adelante con su vida. Buscar joyas escondidas en una casa a casi mil kilómetros de distancia podría ayudarlo a relajarse y olvidar el pasado.

Por eso, se había tomado todo el mes de vacaciones, sin tener que dar explicaciones a nadie. Pisando el acelerador, tomó el desvío hacia Newland, el pueblo donde se había criado. Después de comprar la editorial que publicaba sus novelas gráficas, se había mudado con toda su familia a Florida, para poder disfrutar del sol. Sus padres habían vuelto de vez en cuando. Su abuela había pasado los veranos allí. Pero Wyatt llevaba quince largos años sin regresar. Se había convertido en un hombre rico. Ya no era el chico rarito y flacucho con quien nadie había querido jugar. Se había convertido en un hombre alto y fuerte que había sabido utilizar su talento para hacerse una fortuna.

Cuando llegó a la calle principal, giró hacia la casa de su abuela y enseguida divisó la vieja construcción. Las contraventanas de madera azul hacían destacar las blancas paredes. Un alto seto bordeaba el camino de entrada, dándole una mayor sensación de privacidad. Era un escenario tranquilo, sencillo. La clase de vida que disfrutaba la gente de allí, muy distinta del ajetreo de trabajo y fiestas al que su familia y él se habían acostumbrado en la Costa Este.

Wyatt paró el motor, se quitó el casco y se sacó las gafas de sol de un bolsillo. Tras ponérselas, se acercó a la puerta de madera del garaje y la abrió de un tirón. Su abuela no había usado cerrojo ni puertas de apertura automática. Aquel pueblo era tan tranquilo como seguro. Otra diferencia esencial con el sitio donde él vivía. En Newland, todo el mundo conocía a sus vecinos y se llevaba bien con ellos. Él echaba de menos esas cosas.

Ignorando el olor a cerrado que lo envolvió, metió la moto en el garaje.

–Hola.

Wyatt se detuvo, miró a su alrededor y, al no ver a nadie, continuó con lo que estaba haciendo.

–Hola –repitió la voz, más alto.

Siguiendo el origen del sonido con la mirada, se topó con un chiquillo que no debía de tener más de cuatro años.

–Hola –volvió a decir el niño, sonriendo, parado entre el seto que separaba la casa de la de al lado.

–Hola, chico.

–¿Es tuya esa moto?

–Sí –contestó Wyatt y se acercó a él para apartar los arbustos del seto y poder verlo mejor.

El pequeño tenía el pelo castaño, corto y alborotado. Llevaba una camiseta manchada de tierra y los pantalones le quedaban demasiado grandes.

–¿Puedo dar una güelta?

–Querrás decir una vuelta –repuso Wyatt y miró hacia su moto–. Um –murmuró, pensativo. Nunca había llevado a un niño en su moto. Lo cierto era que apenas se relacionaba con niños.

–Owen…

Cuando la melodiosa voz flotó hasta él, Wyatt se quedó sin aliento.

Missy. Missy Johnson. La chica más guapa del instituto. Era la nieta de la vecina de su abuela. Hacía años, él la había ayudado con los deberes de álgebra solo para poder sentarse a su lado.

–¡Owen! ¿Cariño? ¿Dónde estás?

Suave y dulce, su voz penetró en Wyatt como la primera brisa de la primavera. Miró al pequeño.

–Supongo que tú eres Owen.

El niño sonrió.

De pronto, el seto se movió y allí estaba ella, con el pelo rubio recogido en una cola de caballo.

Durante los últimos quince años, Wyatt había cambiado en casi todo. Ella, sin embargo, parecía haber quedado congelada en el tiempo. Sus enormes ojos azules seguían brillando bajo densas pestañas. Sus jugosos labios sonreían como si fuera lo más natural del mundo. Su piel seguía teniendo el mismo aspecto cremoso y suave, igual que si fuera una adolescente, aunque ya tenía treinta y tres años. Llevaba una camiseta azul y pantalones cortos que acentuaban su pequeña cintura y sus bonitas caderas. Y sus piernas eran tan perfectas como cuando había actuado como animadora del equipo de fútbol del instituto de Newland.

Aquellos recuerdos hicieron que el corazón se le acelerara a Wyatt. Se habían conocido porque sus abuelas habían sido vecinas. Y, aunque ella había sido reina del baile casi todos los años y jefa de las animadoras y él había sido el más marginado de los raritos, había querido besarla desde que había tenido doce años.

Había estado loco por ella.

–¿Puedo ayudarlo? –preguntó ella, mirándolo dubitativa.

No lo reconocía, adivinó él y sonrió. Mucho mejor así.

–¿No me recuerdas?

–¿Debería?

–Bueno, gracias a mí, aprobaste álgebra.

Ella lo miró pensativa y, soltó un gritito de sorpresa.

–¿Wyatt?

–En carne y hueso.

Missy posó los ojos en su chaqueta de cuero, sus vaqueros y el casco que llevaba bajo el brazo. Frunció el ceño, como si aquella imagen no concordara con la del chico flacucho y tímido del instituto.

–¿Wyatt?

Él se quitó las gafas de sol, para que pudiera verle la cara y rio.

–He cambiado un poco.

Cuando ella volvió a mirarlo de arriba abajo, el cuerpo de él reaccionó igual que si fuera el adolescente enamorado de hacía años y le subió la temperatura.

Entonces, Wyatt miró al pequeño y a Missy de nuevo.

–¿Es tuyo?

–Sí –afirmó ella, revolviéndole el pelo a Owen.

–¡Mamá! ¡Mamá! –gritó una niña rubia, corriendo hacia ella–. Lainie me ha pegado –protestó, agarrándose a la pierna de su madre.

Una niña morena apareció detrás de ella.

–¡No es verdad!

Wyatt arqueó las cejas. ¿Tenía tres hijos?

–Estos son mis niños, Owen, Helaina y Claire –dijo Missy, acariciándoles la cabeza a los tres con gesto cariñoso–. Son trillizos.

–¿Trillizos? –preguntó él, boquiabierto.

–Sí.

Vaya.

–Tu marido debe de estar… –comenzó a decir él, mientras un tropel de adjetivos se le venían a la mente: agotado, asustado, saturado–… orgulloso.

 

 

Missy Johnson Brooks envió a sus hijos a casa.

–Id dentro. Enseguida voy a preparar la comida.

Entonces, volvió a centrar su atención en el hombre impresionante que tenía delante.

Wyatt McKenzie era el hombre más guapo que había visto en su vida. Con el pelo tan corto, grandes ojos castaños y esos hombros tan anchos, podía competir con cualquier galán de la gran pantalla.

Missy intentó calmarse. No solo era sorprendente ver a Wyatt tan cambiado y tan sexy. Además, él le había despertado algunos recuerdos que había preferido mantener en el olvido.

–Estoy divorciada –informó ella, llevándose la mano a la frente para protegerse del sol de mediodía.

–Oh, lo siento.

–No pasa nada –repuso ella, encogiéndose de hombros–. ¿Y qué me dices de ti?

–También estoy divorciado.

Su voz profunda y sensual hizo que Missy contuviera la respiración.

Pero no pensaba sentirse atraída por él. Ya le había pasado con otro hombre guapo, del que se había enamorado de pies a cabeza. Se había casado con él y, pocos años después, se había quedado sola con tres niños. Sí, había aprendido la lección y no pensaba tropezar de nuevo con la misma piedra.

–He oído rumores de que te has hecho muy rico –comentó ella, tras aclararse la garganta.

–Sí. Escribo cómics.

–¿Y se puede hacer mucho dinero con eso?

–Bueno, se hace dinero escribiendo el guion, dibujando… y siendo dueño de la editorial –repuso él con una seductora sonrisa.

–¿Eres dueño de una editorial? –preguntó ella, tratando de ignorar el efecto que su sonrisa le producía.

–Y yo que pensé que el cotilleo local en Newland era más eficiente…

–Debe de serlo. Pero yo no tengo mucho tiempo para enterarme de las cosas.

–Entiendo por qué –señaló él, mirando hacia los niños.

Despacio, Missy levantó la vista hacia él. También ella había cambiado desde el instituto. No se había hecho rica, pero había hecho algo más que criar a trillizos.

–Yo también tengo una empresa.

–¿Ah, sí?

Ella apartó la mirada para disimular lo atraída que se sentía por él. Entonces, recordó que Wyatt había sido siempre alguien especial, un buen chico, honesto y amable. Y eso no hizo más que incrementar su incomodidad.

–Es una empresa pequeña –aclaró ella, queriendo quitarle importancia porque, en realidad, prefería que él no le hiciera demasiadas preguntas sobre su vida.

–Todo el mundo empieza desde abajo.

Missy asintió.

–Bueno, voy a guardar la moto en el garaje –dijo él con una sonrisa.

Missy dio un paso atrás. No le sorprendía que él quisiera irse. ¿Qué hombre guapo y rico iba a querer estar cerca de una mujer con hijos? Tres hijos, para ser exactos.

En ese momento, la invadieron fugaces recuerdos del Wyatt del instituto. Se acordó de cuando él la había ayudado con el álgebra o cuando le había pedido salir. Pero ella no había sido capaz de mantener su cita con él.

De pronto, sintió la urgencia de disculparse por aquello, pero se quedó paralizada. Sería demasiado vergonzoso explicarle la razón por la que lo había dejado plantado en el pasado.

–Me alegro de haberte visto.

–Lo mismo digo –repuso él con una sonrisa desarmadora. Entonces, desapareció en el garaje, sin mirar atrás.

Missy entró en su casa, rodeada por los trillizos. Aunque no se dirigió a la cocina, sino al salón, donde se dejó caer en un sofá.

Al darse cuenta de que estaba temblando, se llevó un cojín a la cara. El encontrarse con alguien de sus tiempos de instituto le había llevado directa a recordar el peor día de su vida.

Su día de graduación… En el camino de regreso a casa, después de la ceremonia, su padre había parado en el bar. Borracho, había golpeado a su madre, había echado a perder el vestido de Missy echándole lejía encima y había abofeteado a Althea, estrellándola contra la pared y rompiéndole un brazo.

La hermana de Missy, a quien su madre había considerado un milagro y su padre, un error, había estado tan malherida que Missy la había llevado al hospital. Después de que los médicos le hubieran curado el brazo, un asistente social había ido a hablar con ellas.

–¿Dónde está vuestra madre? –había preguntado la mujer.

–Ha salido. Yo tengo dieciocho años y estoy a cargo de mi hermana.

Como la trabajadora social había mirado a Missy con desconfianza, ella le había mostrado su permiso de conducir.

Cuando la trabajadora social se había ido, Althea se había vuelto hacia su hermana. Había querido decir la verdad.

–¿Quieres terminar en un orfanato? –le había espetado Missy–. ¿O quieres que papá mate a mamá a golpes? Pues yo, no.

Y habían seguido manteniendo la situación en secreto…

Intentando dejar atrás sus recuerdos, Missy se obligó a respirar. Su madre estaba muerta. Y Althea se había ido de casa hacía años, a miles de kilómetros de distancia.

¿Y su padre?

Seguía regentando el restaurante, pero se gastaba todo lo que ganaba en bebida y en el juego. Si no estaba borracho, estaba apostando. Missy solo lo veía cuando él iba a pedirle dinero.

–¿Qué te pasa, mami? –le preguntó una vocecita, tocándole el hombro.

Owen y su gran corazón.

–No me pasa nada –mintió ella, quitándose la almohada de la cara–. Estoy bien.

Y estaba bien. Sobre todo, porque después de su divorcio había comprendido que ningún caballero andante acudiría a su rescate. Tenía que salvarse a sí misma. Y a sus hijos. Tenía que criarlos en un hogar donde nunca sintieran hambre, ni miedo.

Después de que su ex se hubiera gastado el dinero de su cuenta conjunta y la hubiera abandonado con tres hijos, Missy había aprendido que a los hombres no les importaba que los niños tuvieran miedo o hambre. Era ella la única que podía ocuparse de impedir que eso sucediera.

Y eso estaba haciendo.

Pero nunca, jamás volvería a confiar en un hombre.

Ni siquiera en el dulce Wyatt.

 

 

Wyatt entró por la puerta trasera de casa de su abuela sintiéndose confundido.

En su recuerdo, Missy era la chica más guapa del instituto. Sin embargo, aunque seguía siendo hermosa, ya no era una chiquilla. Se había convertido en una mujer y en madre.

Y, sin saber por qué, eso lo dejaba confuso. También él se había casado y se había divorciado. ¿Por qué le resultaba tan raro que ella hubiera hecho lo mismo?

De pronto, sonó su móvil y se lo sacó del bolsillo. Era su asistente.

–Hola, Arnie. ¿Qué pasa?

–¡Esta mañana han anunciado los Premios Wizard y tres de las historias nominadas son tuyas!

–Ah –repuso él, sin demasiada emoción. Su mente seguía enfocada en Missy. Algún pensamiento relacionado con ella le estaba resultando incómodo, pero no lograba detectar de qué se trataba.

–Pensé que te pondrías más contento.

–Estoy contento. Es genial.

–Bueno, tus cómics también son geniales.

Wyatt sonrió Su trabajo era bueno, debía reconocerlo. Él no era vanidoso, no era eso, pero tenía seguridad en sí mismo…

Entonces, supo qué era lo que le estaba molestando de su encuentro con Missy. Ella lo había plantado. Habían quedado para salir la noche de la graduación y ella no se había presentado. Después de eso, ni siquiera había ido a casa de su abuela en todo el verano. Él no la había visto por ninguna parte, a pesar de que se había pasado todo junio, julio y agosto preguntándose por qué había aceptado quedar con él y, luego, no se había presentado.

–Gracias por llamar, Arnie –se despidió él y colgó.

Missy le debía una explicación. Hacía quince años, aunque la hubiera visto, no habría tenido el valor de enfrentarse a ella y pedírsela.

Sin embargo, a los treinta y tres años, después de haberse convertido en un hombre rico y de talento, ya no le avergonzaba enfrentarse a nada.

Además, aquello era un asunto personal.

Y quería conocer la verdad.

Capítulo 2

 

A LA mañana siguiente, Wyatt se levantó con resaca. Después de hablar con Arnie, se había ido a comprar leche, queso, pan y una caja de cervezas. Con la excusa de celebrar la nominación de sus cómics, había añadido a la cesta una botella de champán barato. Y, al parecer, las burbujas del champán y de la cerveza no habían sido buena mezcla, porque tenía la cabeza a punto de estallar.

Tras ponerse una camiseta limpia y los vaqueros del día anterior, se preparó una taza de café y salió al porche a respirar un poco de aire fresco.

Desde allí, podía ver la casa de al lado. Missy estaba en el patio, colgando ropa mojada en la cuerda. La noche anterior, Wyatt había decidido preguntarle por qué lo había dejado plantado. Sin embargo, en ese momento, pensó que no tenía sentido. ¿Qué le importaba a él algo que había pasado hacía quince años?

De todos modos, siguió allí parado, observándola. Ajena a su público, Missy seguía colgando pequeñas camisetas y sujetándolas con pinzas.

En el silencio de aquella mañana de martes a finales de abril, cuando los niños estaban en el colegio y los adultos en el trabajo, Wyatt se tomó su tiempo en contemplarle las piernas y el trasero cada vez que ella se agachaba. La cola de caballo se le mecía con cada movimiento, dándole el aspecto de una niña. Era difícil creer que tuviera treinta y tres años y, más aún, que fuera madre de trillizos.

–Hola.

Wyatt bajó la vista a los escalones de su porche. Allí estaba Owen.

–Hola, chico.

–¿Ponemos la tele?

–No tengo tele. Mi madre anuló la suscripción al satélite –contestó Wyatt, riendo y bajó los escalones–. Además, ¿no crees que tu madre se preocupará si desapareces?

El niño asintió.

–Debes irte a casa.

Owen negó con la cabeza.

Con una sonrisa, Wyatt se terminó su café. Desde abajo, ya no tenía acceso visual a Missy. Podía darle un grito para avisarle de que su hijo estaba allí, pero…

Nada de peros, se dijo. No se comportaría como un cobarde ni como un insociable. No le tenía miedo a Missy, ni pensaba convertirse en misógino a causa de su divorcio.

Así que tomó a Owen de la mano.

–Vamos –dijo Wyatt, llevándolo hasta la linde entre las dos casas. Después de ayudarlo a pasar entre los arbustos, lo siguió al jardín vecino.

La colada se aireaba al sol, pero Missy se había ido.

Podía dejar al niño en el jardín sin más y explicarle que no debía ir más a su casa. Sin embargo, cuando Owen lo miró como un perrito abandonado, no fue capaz de hacerlo.

–De acuerdo. Te acompañaré dentro.

Feliz, Owen corrió delante de él.

–¡Mamá! ¡Ese hombre está aquí otra vez! –gritó el pequeño, subiendo los escalones del porche.

Wyatt se encogió, sintiéndose un poco como un intruso.

Cuando Missy abrió la puerta, se detuvo al pie de las escaleras.

–Lo siento –se disculpó él y la recorrió con la mirada, desde sus largas piernas a su camiseta rosa, sus pechos turgentes y su amplia sonrisa. Haciendo un esfuerzo, intentó controlar su deseo. Missy no solo era madre, sino que acababa de divorciarse. Y él no quería tener una relación, el sexo era lo único que le interesaba.

–Me he encontrado con Owen en mi porche y he pensado que sería buena idea traerlo a casa.

–Qué raro. Nunca se había escapado antes –comentó ella, frunciendo el ceño–. Suele estar siempre pegado a mis piernas. Aunque también es verdad que nunca habíamos tenido a un hombre de vecino antes –añadió con una sonrisa y posó los ojos en su taza de café vacía–. ¿Quieres entrar para que te la rellene?

Fue una invitación amable y correcta. Quizá fuera buena idea volver a tener conversaciones normales con las personas del sexo opuesto, pensó Wyatt.

–Gracias –dijo él, subiendo las escaleras.

Missy lo condujo a la cocina, donde sus dos hijas estaban sentadas, coloreando. La mesa estaba llena de cacharros y distintos ingredientes, como si hubiera estado cocinando algo. Y Owen estaba parado allí en medio, el único varón, con aspecto de sentirse fuera de lugar.

–Siéntate –indicó Missy.

Wyatt obedeció. Las dos niñas lo miraron y sonrieron, antes de continuar con su tarea sin decir nada. Missy le rellenó la taza.

–¿Qué estás cocinando?

–Pasta comestible para modelar.

–¿Pasta para modelar?

–Para hacer flores para decorar una tarta.

–Ah, sí. Me acuerdo de que solías preparar tartas para el restaurante.

–Así era como me pagaba mi propia ropa.

–Vamos, no me lo creo. Tus padres eran dueños del restaurante. Todo el mundo sabe que tenían mucho dinero.

Missy le dio la espalda.

–Mi padre me hacía trabajar para pagar mis gastos –señaló ella con tono frío.