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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2005 Theresa S. Brisbin

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El marido de la duquesa, n.º 5 - marzo 2014

Título original: The Duchess’s Next Husband

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4082-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

 

 

Para Mary Lou Frank, Susan Stevenson, Jennifer Wagner Schmidt, Lyn Wagner, Mary Stella y Colleen Admirand por ser unas mujeres maravillosas, escritoras con talento y amigas y colegas extraordinarias. Gracias por estar ahí en las buenas y en las malas, y entre unas y otras, pero especialmente para ayudarme a superar 2003 y 2004. ¡Por vosotras!

Prólogo

 

Se introdujo en el cuerpo de ella sin esfuerzo después de las muchas veces que habían repetido el acto amoroso. Pese a no oponer resistencia a su entrada, tampoco mostró señales de disfrutar, ni en esos momentos ni en los primeros días de su matrimonio. A juzgar por su reacción a los movimientos de él cualquiera diría que disfrutaba aún menos que entonces.

Adrian consiguió eficazmente que ambos alcanzaran la culminación y mientras un suave suspiro escapaba de los labios de ella, él elevó una plegaria silenciosa por que su copulación diera por fin como resultado el heredero que tanto necesitaba. «Por el ducado», rogó al tiempo que embestía una vez más y su simiente empezaba a derramarse en el cuerpo de su esposa. «Por el nombre y el honor de la familia», insistió para sí hundiéndose más profundamente. «Por la continuación del linaje», imploró al ser todopoderoso que controlaba aquellos asuntos.

Sin pronunciar palabra, salió de su esposa. A continuación se levantó de la cama, se puso la bata y se hundió los dedos en el pelo. Cuando oyó el ya familiar sonido de su esposa removiéndose en la cama y el frufrú de la ropa de cama, se volvió hacia el lecho e hizo un gesto de asentimiento.

—Gracias, querida —dijo. Siempre decía lo mismo, puesto que verdaderamente apreciaba la cooperación y los esfuerzos de su esposa por darle un heredero.

—Windmere —respondió ella en voz baja, sin mirarlo siquiera.

Él le hizo una pequeña reverencia y se volvió hacia su vestidor. Una hora más tarde, el duque de Windmere estaba en su club, disfrutando de un oporto particularmente bueno. Y mientras el mayordomo le servía sin decir palabra, se dio cuenta de que su vida no era sino predecible.

Capítulo Uno

 

—Puede girar la cabeza si lo desea, Excelencia.

Adrian Warfield, duque de Windmere, aguantó estoicamente la exploración y los pinchazos. Su nombre y su posición habían posibilitado que tres de los médicos más influyentes de Inglaterra fueran a visitarlo a su casa, y sólo sus innatos buenos modales evitaban que de su boca salieran las imprecaciones que de buena gana pronunciaría. Si aquellos tres hombres no lograban darle una respuesta, su futuro y el de su familia, así como el del ducado se presentaba cada vez más sombrío. Adrian permitió que uno tras otro, los tres médicos lo examinaran, impaciente al ver que el asunto se alargaba demasiado.

Por fin, los doctores se retiraron mientras se ponía la camisa y el chaleco. Con el pañuelo de cuello sin anudar, Adrian esperó el pronunciamiento de los especialistas. Los tres aguardaban muy juntos al lado de su escritorio, poniendo en común sus opiniones sobre su estado de salud, lanzándole alguna que otra mirada mientras tanto.

—Y bien, doctores, ¿cuál es el diagnóstico? —preguntó y no le gustaron nada las expresiones de sus rostros. El silencio se alargó hasta que la inquietud se le hizo incómoda físicamente, y terminó lanzando una de las imprecaciones que había estado conteniendo hasta el momento—. ¡Maldita sea! Digan lo que tengan que decir.

Los médicos se miraron antes de enfrentarse a él.

—Excelencia, no tenemos nada nuevo que añadir a lo que ya sabe usted sobre su estado de salud —dijo el doctor Penworthy. La forma en que sus pobladas cejas titilaban le otorgaban un vago parecido a una ardilla.

—¿Pero he empeorado? —preguntó Adrian, preparándose para lo peor.

—Así es, Excelencia, pero no hasta el punto de que debamos preocuparnos en exceso —apuntó el doctor Lloyd, sacando un pequeño cuaderno al tiempo que hacía una señal hacia el escritorio—. Uno o dos ajustes en la medicación que toma en estos momentos deberían bastar para tratar los nuevos síntomas.

Adrian se hizo a un lado para dejar que el doctor se sentara en el sillón de su escritorio a redactar las instrucciones para el boticario. Los otros dos médicos se miraron nuevamente, pero como ninguno tenía recomendación alguna que hacer dejaron que el doctor Lloyd hablara por ellos.

—Excelencia, no deje que estos cambios le afecten mucho. Sabemos que los nervios agravan su afección pulmonar.

Los tres hicieron un gesto de asentimiento con la cabeza y Adrian respondió con una mirada ceñuda a cada uno de ellos. El doctor Lloyd le entregó las instrucciones que había escrito para el boticario.

—Tome las aguas varias veces este verano y se sentirá como nuevo.

Adrian cerró los ojos un momento, intentando controlar su frustración. No hacía falta que vieran que verdaderamente tenía la personalidad nerviosa de la que hablaban. Como tampoco hacía falta que notaran que de buena gana los estrangularía a los tres. Estaba furioso, y el sentimiento se iba intensificando. Con una astucia que lo sorprendió, los tres hombres lo miraron a los ojos. Eran conscientes de la impotencia que le hacía sentir aquella afección suya. Y no era una sensación agradable para ningún hombre.

—Sabemos dónde está la salida, Excelencia —dijo el doctor Wilkins en voz baja—. Estamos a su servicio si nos necesita.

Adrian aceptó sus gestos de despedida y observó sin decir palabra cómo abrían la puerta y salían. Al darse cuenta de repente de que tenía la receta médica hecha una bola en el puño se acercó a su mesa y la extendió. Después se acercó a la ventana situada al otro extremo de la estancia y contempló el soleado día que se extendía ante sus ojos. Se desplomó sobre un sillón de orejas que había junto a la ventana y trató de relajar la tensión. Los médicos tenían razón en que si dejaba que la rabia y la frustración se descontrolaran, incrementaría el número y la severidad de los ataques.

Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos nuevamente, dejando que los sonidos del exterior lo arrullaran. El golpeteo de los cascos de los caballos contra el suelo; el roce de las ramas de los árboles mecidos por la brisa primaveral; el reclamo de los pájaros; las voces de los médicos.

¿Las voces de los médicos?

Adrian se levantó de golpe y se colocó junto a la ventana abierta, en un lugar desde el que podía ver sin ser visto. Los tres médicos estaban a pocos metros de distancia, y pese a que hablaban en voz baja, alcanzaba a oír perfectamente cada palabra.

—Es una verdadera pena.

¿Lloyd?

—¿Y no se puede hacer nada?

Ése era Wilkins sin duda. Adrian se movió un poco para poder oír mejor. ¿De quién hablaban?

—Y en la flor de la vida. Un pena.

Adrian casi podía ver cómo le temblaban las cejas a Penworthy al hablar.

—¿No debería saberlo? Me preocupa —admitió Lloyd con voz quejumbrosa—. Hay que arreglar y preparar asuntos, y mucha gente confía en su supervisión y condescendencia.

Adrian notó un escalofrío en la espalda y se apartó de la ventana. El sudor perlaba su frente y le corría por el rostro y el cuello. La estancia se había vuelto un horno. El miedo hizo que su cuerpo reaccionara al oír las horribles noticias al tiempo que una mala premonición se apoderaba de él.

No podía ser...

Sencillamente no podía ser... él.

—Un hombre con tantos títulos y tierras tiene a alguien que se ocupe de las cosas importantes —continuó Penworthy—. Un hombre con su estatus y sus responsabilidades, y que además no tiene hijos, lo tiene todo preparado en todo momento. No, creo que es mejor no revelar la gravedad de su situación.

Se produjo una pausa como si estuvieran meditando la recomendación de Penworthy de ocultarle la verdad sobre su afección.

¿Su afección?

Sacudió la cabeza intentando aclararse las ideas, porque a buen seguro debía de haber oído mal. Acababan de decirle a la cara que sólo había sufrido un leve empeoramiento. Le habían recetado nuevos medicamentos. Y que tomara las aguas. No le habían advertido que su vida corriera peligro.

—¿Cuánto tiempo estimas? —preguntó Wilkins—. Un deterioro tan patente no puede ser buena señal.

—¿Medio año? ¿El invierno tal vez? No puedo decirlo con exactitud. Son conjeturas —declaró Lloyd—. Tendremos que observar su evolución y hacer lo que podamos para aliviar los síntomas. Especialmente en caso de que empeoren.

Se produjo una nueva pausa, y Adrian se enjugó el sudor del rostro con el dorso de la mano, sacudiendo la cabeza a medida que las palabras iban haciendo mella en su mente. No podía ser cierto. Sencillamente no podía ser.

—Pobre hombre —dijo Penworthy—. Ni siquiera la más noble de las sangres puede protegerte una vez que la Muerte decide venir a por ti.

Un momento de silencio fue todo lo que siguió. El repiqueteo de ruedas sobre los adoquines y la familiar voz del cochero de Adrian dando órdenes al tiro de caballos le dijo que el carruaje estaba ante la puerta de entrada listo para llevar a cada uno de los galenos a sus respectivas consultas. El vehículo se alejó calle abajo, dejándolo a solas con la espantosa realidad.

Adrian Warfield, duque de Windmere, moriría antes de que terminara el año.

 

 

El tiempo se había detenido para él, pero su sentencia de muerte seguía resonando por toda la estancia. Atónito ante las palabras de sus médicos, Adrian no podía pensar con sentido común. Los pensamientos y los recuerdos más dispares inundaban su mente mientras intentaba agarrarse a algo que tuviera sentido dentro de aquella locura.

Tiempo atrás, discutiendo con su hermano mayor acerca de la valentía de los soldados que se enfrentaban a la muerte, él había pensado fugazmente sobre cómo se comportaría si alguna vez se encontrara en esa situación. Ahora el valor y el coraje del que hablaran en aquel momento se había evaporado para dejar paso a un terror salvaje, que hacía que le temblaran las piernas y se le revolviera el estómago.

No sabía cuánto tiempo lo mantendría atado a aquel sillón la inercia de tremendo choque emocional, incapaz de hacer otra cosa que no fuera llevar el compás de la respiración para asegurarse de que la profecía de la muerte no llegara antes todavía. Motas de polvo flotaban ante él y los sonidos del exterior iban difuminándose. Consciente sólo del creciente torbellino emocional, se quedó mirando el infinito, esperando a que llegara la muerte.

Y de repente ocurrió.

Conforme las noticias iban calando más y más en su interior, Adrian se levantó y se acercó al aparador dando tumbos, agarró el decantador del oporto y salió dando bandazos de su estudio. Ignorando las miradas de sobresalto de su administrador y su mayordomo, se dirigió hacia las escaleras y subió a sus aposentos, situados en la segunda planta. Pasando bruscamente junto a su ayuda de cámara, cerró la puerta de un portazo y echó la llave.

Dejó el oporto encima de la mesilla de noche y se quitó la corbata. Después se desabrochó el chaleco con agresivos tirones y lo lanzó al otro lado de la habitación. Se sacó la camisa del pantalón y trató de calmarse respirando profundamente. El temido ataque de tos lo apresó al instante, y la intensidad de los espasmos hizo que se doblara por la mitad.

Pasaron unos minutos que parecían horas en los que respirar le suponía un tremendo esfuerzo para los pulmones, pero al final notó que los espasmos iban amainando. Derrumbándose sobre la cama, trató de llenar los pulmones de aire y de no perder el conocimiento. Los golpes en la puerta atrajeron su atención y entonces oyó la voz de su ayuda de cámara al otro lado.

—¿Excelencia? ¿Excelencia? —la voz de Thompson estaba llena de preocupación, una preocupación que Adrian no necesitaba en ese momento.

—Déjame solo, Thompson. Estoy bien —le gritó.

Tosiendo nuevamente, se tumbó de espaldas sobre la fresca cama y esperó a que se le pasara el ataque. Al cabo de unos pocos espasmos y unas cuantas toses más, finalmente cesó. Adrian se incorporó y alcanzó el oporto. En un movimiento que sabía que horrorizaría a su esposa y a sus sirvientes si lo vieran, se llevó el decantador a la boca y dio unos buenos sorbos del vino reconstituyente.

Apoyándose contra el cabecero de caoba, aguzó el oído para ver si lograba reconocer los susurros procedentes del otro lado de la puerta. Dos personas, no, tres, aguardaban fuera de la habitación sin saber qué hacer, y supuso que entre ellos estaría Thompson, su ayuda de cámara, Sherman, su mayordomo, y tal vez Webb, su administrador y secretario, con quien había tenido que dejar la reunión a medias por haber llegado los médicos.

No importaba. Adrian no podía enfrentarse a ninguno de ellos antes de enfrentarse a sí mismo y aceptar lo que los médicos le habían dicho. Lo cual requería el consumo de cuantos licores pudiera aguantar. O no. Echó un vistazo a la botella que tenía en la mano y se preguntó si tendría bastante para cubrir sus necesidades. Siempre podía acudir al whisky de veinticinco años que guardaba en el aparador, ése seguro que le servía.

Adrian se llevó la botella a la boca nuevamente y dio un buen sorbo. El licor le entibió el estómago y empezó a expandirse por sus extremidades. Incapaz de afrontar la realidad de su efímero futuro, decidió beber hasta quedar tan abotargado que no pudiera seguir pensando.

Con una lúgubre sonrisa, se dio cuenta de que iba a tener que invadir la reserva privada de su padre en busca de algo más fuerte con lo que atenuar el golpe de las noticias sobre su inminente muerte. Afrontar la muerte no era tan fácil como imaginara años atrás.

Capítulo Dos

 

Miranda Warfield, la duquesa de Windmere, aguardaba de pie sin decir nada a que su doncella abriera la puerta de su vestidor. Dejando que la mujer le alisara una última vez el tejido y le remetiera unos mechones de cabello que se le habían soltado, experimentó un momento de vacilación. Acto seguido, salió al corredor y echó a andar por el pasillo que llevaba desde los aposentos del duque hasta el comedor donde tomarían una cena tardía.

Todos los días hacía exactamente lo mismo. Se levantaba por la mañana, tomaba las comidas del día, se vestía para acudir a algún evento y de vuelta a la cama a dormir, todo dentro de la limitada agenda de la duquesa de Windmere. Deteniéndose ante la puerta de su esposo, se dio cuenta de que estaban a jueves, lo que significaba que el día terminaría con la visita semanal del duque a su cama. Y al día siguiente tendría que soportar el interrogatorio mal disimulado sobre su estado de salud durante su desayuno de los viernes con su suegra, la duquesa viuda. Miranda podría sonreír recatadamente y asentir, diciendo sin necesidad de palabras que estaba cumpliendo con su obligación como esposa del duque en todas las facetas de su vida.

Llegó ante la puerta del duque y esperó a que su ayuda de cámara le abriera. La pequeña pausa se extendió varios segundos y a un minuto al final. Sorprendida ante el cambio, giró la cabeza y pegó la oreja a la puerta para ver si se oía movimiento dentro de la habitación. Era un hábito del pasado bastante lamentable, pero que demostraba ser útil en ocasiones. Se oían claramente roncos susurros y arrastre de pies, pero no captaba la grave voz del duque. Se disponía a llamar con los nudillos cuando Fisk pasó apresuradamente junto a ella.

—Permítame, Excelencia —dijo su eficiente doncella, rodeándola para llamar a la puerta.

El acto le recordó una vez más que tenía sirvientes para obedecer sus órdenes y que algo tan sencillo como llamar a la puerta estaba por debajo de su persona ahora. Aguardó en silencio a que contestaran, pensando en lo extraño que resultaba. Era en momentos como ése cuando deseaba volver a ser la hija de un pequeño terrateniente otra vez, recuperar una vida con pocas o ninguna pretensión. Sacudió la cabeza decidida a apartar aquellos pensamientos antes de que se adueñaran de ella.

La puerta se abrió pero quien salió fue Thompson, el ayuda de cámara del duque. Aquello también era raro.

—Excelencia —saludó al tiempo que se inclinaba en una profunda reverencia.

—Thompson.

—Su Excelencia no podrá acompañarla durante la cena, pero me pide que le desee que disfrute de la salida de esta noche.

El nerviosismo en su voz le dejaba patente que aquello no era normal. Juraría haber visto que le temblaba un músculo en el ojo izquierdo al hablar. ¿No era un signo más de la brecha en el comportamiento habitual?

Los dos sirvientes se volvieron hacia ella, esperando su reacción, pero antes de que pudiera decir nada, se oyó un porrazo seguido por una retahíla de imprecaciones procedentes del dormitorio del duque. Thompson tosió en un infructuoso intento por ocultar unas palabras demasiado groseras para el oído de una dama. Era la voz de Windmere, de eso no había duda, pero ella no lo había oído levantar la voz tan enfadado en años.

—Ruego me disculpe, Excelencia. Su Excelencia, el duque, está indispuesto.

«El decoro es más importante que cualquier otra cosa en la vida del duque o la duquesa».

Las palabras de la duquesa viuda resonaron en su mente por encima de sus pensamientos, y Miranda supo lo que se esperaba de ella. Le hizo un gesto de asentimiento a Thompson y dándose media vuelta, echó a andar corredor abajo hasta llegar a las escaleras y bajó al comedor, orgullosa de que nadie que la viera en esos momentos podría adivinar el torbellino emocional que estaba experimentando al reflexionar acerca del sorprendente estado de su esposo.

Se sentó en la silla que le ofrecía el mayordomo y entonces se dio cuenta de que la última vez que había oído gritar encolerizado al duque fue antes de que asumiera el título, cuando todavía era Adrian a secas y ella sólo era un poco inadecuada para él como segundón. Desde que se convirtiera en el duque, no le había levantado la voz ni lo había oído hablar de otro modo que no fuera con educación y comedimiento. Aquélla era una situación extraordinaria.

Le sirvieron el primer plato, pero no se dio cuenta de lo que era. ¿Cómo hacerlo cuando tenía la cabeza en otro sitio? Sherman le recitó los ingredientes, pero para ella era como si fuera lodo recubierto con arsénico. Tomó un pedazo con el tenedor y se lo llevó a la boca, y fue entonces cuando cayó en la cuenta de qué era lo verdaderamente sorprendente.

Su esposo, el duque de Windmere, estaba borracho.

La comida que tenía en la boca le supo a polvo al cobrar conciencia. No lo había visto borracho ni tampoco había oído que se hubiera emborrachado en otra parte desde que lo conocía, lo que se remontaba a antes de que se casaran y lo nombraran duque. Y ahora sí lo estaba. Miranda dio un sorbo de vino para ayudar a pasar la comida.

—¿Les ocurre algo a las vieras, Excelencia? —Sherman se inclinó a preguntar en un susurro. Sería impropio que ella se quejara en voz alta.

—Están bien, Sherman. Puedes servir el segundo.

De vuelta a sus pensamientos sobre el estado del duque, sabía que estaba furioso por algo, lo bastante como para beber en exceso y ponerse a romper cosas. ¿Cuál sería la causa de su enfado?

«Es indecoroso e inaceptable que una mujer indague y se inmiscuya en los asuntos o las aficiones de su esposo».

Miranda pestañeó al escuchar nuevamente las palabras de su suegra en la cabeza advirtiéndola del comportamiento que se esperaba de ella, con la misma claridad que si estuviera sentada a la misma mesa. Miranda se puso recta y trató de concentrarse en la comida, seguro que eso sería apropiado.

Pero el sorprendente comportamiento del duque la había puesto nerviosa. No el hecho de que estuviera borracho en sí, pues sabía que los hombres bebían y a veces se excedían, ni tampoco el que estuviera enfadado, aunque contradecía la conducta de Su Excelencia en los últimos años.

Lo que la ponía nerviosa e impedía que se concentrara en asuntos más apropiados era que, por primera vez en mucho tiempo, sus vidas se apartaban de la rígida agenda que había sido establecida. Por primera vez se veía sorprendida y un poco estupefacta, algo que no les ocurría a su esposo y a ella desde hacía demasiados años. Por primera vez en mucho tiempo, el duque se mostraba como un hombre mortal con defectos y debilidades.

Miranda se estremeció de expectación de forma totalmente indecorosa, preguntándose si realmente había una persona real dentro del caparazón del duque. Por un momento, se permitió recordar el prometedor inicio de su matrimonio y desear una vida de verdad en vez aquella farsa llena de rituales y normas de cortesía. Lamentaba que su esposo estuviera enfadado, pero una parte de su ser se sentía verdaderamente contenta. Adrian estaba vivo después de todo.

 

 

Amaneció un día chispeante, y el aroma a chocolate la despertó de su sueño. Miranda se incorporó en la cama y se recostó contra las almohadas mientras observaba cómo una sirvienta le ponía en el regazo una bandeja con una taza de chocolate y una tostada. Dio un sorbo de la espesa bebida y entonces cayó en la cuenta de que llevaba la bata puesta encima del camisón aún.

¡A su esposo se le había olvidado su cita semanal!

A pesar de no haber cenado con ella, había creído que acudiría a su dormitorio como siempre, motivo por el cual se había acostado como todos los jueves, con el camisón y la bata encima. Adrian apagaría la vela de la mesilla, se metería bajo las sábanas y se ocuparía de su obligación marital. Una vez se hubiera marchado, ella iría al vestidor, se lavaría y dejaría la bata a los pies de la cama antes de echarse a dormir.

Sacudió la cabeza incrédula al darse cuenta de que era la primera vez en muchos meses, tal vez años, que su esposo faltaba a su cita.

—¿Excelencia? —preguntó la sirvienta en un susurro, acercándose a la cama con una reverencia—. ¿Le ocurre algo al chocolate? ¿Quiere que le suba otra taza?

—No, Betsy —respondió ella, negando con la cabeza con decisión esta vez—. ¿El duque... sigue...?

—¿Indispuesto, Excelencia? —preguntó la joven sirvienta, utilizando el término cortés para describir el estado de su esposo la víspera.

—Indispuesto, sí. ¿O acaso ha salido a cabalgar como todas las mañanas? —Miranda se removió en la cama mientras lo preguntaba y dejó la taza sobre la bandeja—. Hace un día perfecto para salir a montar.

¿Comprendería la sirvienta su curiosidad? Miranda intentó mantener el tono justo de desinterés en su voz, pero mucho se temía que no había sabido ocultar —a una sirvienta, nada menos— la pregunta que subyacía en sus palabras.

Antes de que Betsy pudiera responder, se abrió la puerta y entró Fisk, su doncella. Tras observar primero a su señora, la competente doncella hizo un gesto con la cabeza a la joven sirvienta para que saliera y esperó a que hubiera desaparecido antes de hablar.

—Su Excelencia sigue en la cama y no salió de casa anoche después de ausentarse a la cena con usted.

—Qué extraño.

Las palabras escaparon de su boca sin que pudiera contenerlas, pero si a su doncella le pareció inusual o inapropiado, no dijo nada. Y ni en ese caso habría dicho nada. Era asombroso cómo un pequeño cambio en el comportamiento del duque había puesto toda la casa patas arriba.

Miranda hizo un gesto para indicar que había terminado con el chocolate a pesar de no haberse comido más que media tostada, y esperó a que le quitara la bandeja antes de bajarse de la cama. Entonces entró en el vestidor y encontró preparada la ropa que tenía que ponerse. Fisk entró detrás de ella y, con su habitual eficacia, en un abrir y cerrar de ojos Miranda estaba vestida, peinada y lista para enfrentarse a su entrevista semanal con la madre del duque.

Cuando le abrieron la puerta de sus aposentos, Miranda se dio cuenta de que jamás estaría verdaderamente preparada para enfrentarse a aquel ritual de la familia Warfield en particular. O por lo menos no hasta que pudiera darle la noticia de que llevaba en el vientre al heredero Windmere. Y a medida que pasaban los meses y los años, parecía más lejano.

El trayecto hasta la residencia de la duquesa viuda a tan sólo unos pocos edificios de distancia no era lo bastante largo para hacerle olvidar las preguntas que se empeñaban en colarse en sus pensamientos. Entró en la salita de estar, tomó asiento en el sofá que estaba situado más cerca de las ventanas desde las que se divisaban los jardines y tomó una profunda bocanada de aire intentando calmarse, intentando recuperar algo de la persona que era en realidad, antes de enfrentarse a su aterradora madre política.

—Miranda.

Miranda se puso en pie e hizo una pequeña inclinación nada más oír el imperativo tono de voz. Nadie permanecía sentado tan tranquilo cuando Cordelia Masters Warfield, duquesa viuda de Windmere, entraba en una habitación, sin importar el orden de preferencia en los títulos, la posición social o la edad que tuviera quien estuviera en la estancia. Todo el mundo se levantaba cuando el duque entraba. Miranda sabía de buena tinta que hasta el propio regente reaccionaba de idéntica manera en presencia de la duquesa viuda.

Con el aire y la manera de caminar de una institutriz o maestra en las artes y costumbres femeninas de las que tan orgullosa estaba, la mujer cruzó la sala y se dirigió al sillón situado enfrente del sofá elegido por Miranda.

En cualquier otra mujer, el suave color blanco de su cabello y el azul claro de sus ojos habrían resultado cálidos y acogedores. En la duquesa viuda, sin embargo, no hacían más que acentuar las profundas arrugas de insatisfacción que se le formaban alrededor de la boca y la frialdad de aquella mirada.

Cordelia se sentó a una distancia de exactamente quince centímetros del respaldo y puso las manos en el regazo. Miranda sabía que eran quince centímetros porque Cordelia no dejaba de recordarle la postura y los modales correctos de una duquesa, en público y en privado.

Intentando seguir su ejemplo, Miranda se sentó en el sofá con la espalda recta y colocó una mano sobre otra en el regazo. Cuando la duquesa viuda se limitó a carraspear en vez de toser con discreción, Miranda supo que se había sentado correctamente. La tos fue la señal para que el mayordomo les sirviera el té.

Demasiado tarde para un desayuno de campo y demasiado temprano para uno en la ciudad, Miranda sabía que no le servirían más que té y pastas. Cordelia detestaba los horarios de la ciudad y se levantaba al amanecer, quejándose continuamente de la falta de fortaleza de aquellos que necesitaban dormir hasta tarde la mayor parte de los días. Después de haber vivido con aquella mujer antes de que su esposo obtuviera el título, Miranda sabía el grado justo que debían tener sus expectativas. La duquesa sólo quería que le diera el informe y una vez hecho la despediría sin contemplaciones como hacía con sus sirvientes. Cualquier señal de cariño fingido se había esfumado al ver que el tan deseado heredero no llegaba.

—¿Cómo estás esta mañana, Miranda? —preguntó la duquesa mientras removía el té, sin dejar de mirar a su nuera. Buscaba alguna señal de que se encontraba en un... «estado delicado».

—Estoy bien, Excelencia. ¿Y usted? —Miranda apartó la vista, contestando sin palabras. Todavía infecunda. Cuando volvió la cabeza hacia la otra mujer, ésta tenía el rostro crispado en un rictus de disgusto.

—Mi ahijada asistirá al baile de lady Crispin la semana que viene. ¿Tienes intención de asistir?

La mujer pasó del tema dolorosamente personal a un tema común y corriente sin mostrar aparentemente su decepción. Miranda se limitó a asentir con la cabeza.

—¿Y mi hijo?

—Excelencia, no se me ocurriría hacer suposiciones sobre la agenda del duque.

Cordelia entornó los ojos en busca de alguna señal de que le estuviera faltando al respeto, pero Miranda respondió a su mirada con una carente de malicia.

—Puedo preguntarle a su secretario si quiere —añadió Miranda.

Miranda había colaborado con su suegra en los preparativos para la presentación en sociedad de su ahijada, y seguiría ayudando. No iba a castigar a una niña inocente con su rabia y su frustración hacia la duquesa viuda.

—Escribiré una nota a su secretario —anunció Cordelia, levantándose y alisándose el elaborado vestido de día.

—¿Para decirle qué, madre?

Miranda dio un respingo al oír la voz de su esposo. Volviéndose lentamente en su asiento, observó a Adrian entrar en la sala y saludarlas a su madre y a ella con un cortés gesto de la cabeza. Un vistazo a su forma de caminar y la postura que llevaba le dijo que todavía no se le habían pasado los efectos de la víspera.

—Agradecería que asistieras al baile de los Crispin la próxima semana. Será el tercero de Juliet desde su presentación ante la reina y, como familiares suyos, lo apropiado sería ir con ella —dijo la duquesa, haciendo una pausa durante la cual examinó a su hijo de arriba abajo con su aguda mirada—. ¿Te encuentras bien? —preguntó finalmente, haciendo una valoración del estado de su hijo—. Estás pálido y pareces agotado.

Miranda lo miró también. Iba vestido a la última moda y su camisa de lino, al igual que el resto de su vestuario, estaba inmaculada como siempre. Últimamente llevaba el pelo un poco más corto que antes, lo cual revelaba lo abundante que lo tenía, y de un color negro azabache en contraste con el cuello de la camisa. Seguía teniendo una figura elegante, igual que cuando se conocieron tanto tiempo atrás.

No era su ropa lo que revelaba su verdadero estado, sino la palidez de su piel normalmente atezada así como el enrojecimiento de sus ojos. Tenía todo el aspecto de estar sufriendo los efectos de haberse excedido con el alcohol.

—Estoy bien, madre. Sólo un poco cansado —dijo y a continuación desvió la mirada hacia Miranda, como esperando a que fuera a decir la verdad. Cuando vio que ésta se limitaba a asentir con la cabeza, continuó—: Mis planes para las próximas semanas no están muy definidos. Tengo que ir a Windmere Park a ocuparme de ciertos... asuntos y no sé cuándo regresaré.

Vio a su esposa entornar los ojos ante su vacilación y esperó a que le hiciera alguna pregunta. No le hizo ninguna. Claro que no, menuda tontería. Su propia madre, la duquesa, había instruido a Miranda en los modales necesarios para ser la dama perfecta, y jamás le preguntaría nada en público. Y desde que estaba bajo la guía de su madre, tampoco le había hecho ninguna pregunta en privado.

¿Cómo reaccionaría si se enterara de que estaba a punto de quedarse viuda? ¿Reaccionaría de alguna forma? No era momento de decírselo. Sabía que primero tenía que ocuparse de los aspectos prácticos y legales de la situación una vez faltara. Ya se lo contaría después. O lo mismo tenían razón los médicos y era mejor no saber con demasiada antelación de la gravedad de su enfermedad.

—¿Mientras sigue abierta la sesión en el parlamento? Creía que tenías interés en hablar sobre algunas cuestiones —comentó su madre.

Adrian vio claramente que su madre quería insistir sobre el tema, pero su férreo control sobre algo tan banal como la curiosidad no disminuyó.

Con la acerada mirada materna clavada sobre él, Adrian intentó organizar sus pensamientos a pesar del espantoso dolor de cabeza, el malestar físico y el escozor de ojos. Se pasó una mano por el pelo y tomó una honda bocanada de aire antes de responder.

—Me han surgido unos asuntos urgentes que debo resolver, madre. Sólo faltaré a unas cuantas sesiones mientras me dedico a proteger los intereses de la familia en el norte —dijo él, jugando la baza de los asuntos familiares sin piedad.

En ese momento, y para su horror, notó que se le empezaba a formar un ataque de tos en lo más hondo de los pulmones. Se dirigió hacia la puerta que daba a los jardines intentando mostrarse relajado, la abrió y se tapó la boca para disimular como pudiera. Por una vez, la Providencia oyó su súplica y no tosió más.

—¿Quieres que te acompañe? —la suave voz de Miranda llamó su atención, pero no se dio la vuelta—. No tengo compromisos urgentes aquí.

¿Tendría alguna idea de la borrachera que se había pillado la noche anterior? Recordaba haber lanzado todo tipo de maldiciones... ¿lo habría oído? Con un futuro tan incierto como el que se le presentaba, Adrian decidió que aquel viaje tenía que hacerlo solo.

—No hay razón para que cambies la ciudad, ahora que la Temporada está en todo su apogeo, por el aburrimiento del campo, querida. Estaré fuera una semana como mucho.

Entonces se dio la vuelta y se fijó en sus brillantes ojos azules y en el mohín que formaron sus carnosos labios, como si estuviera decepcionada con él porque no quería que lo acompañara. Sin embargo, cualquier réplica que hubiera podido hacer se vio interrumpida cuando su madre tosió con delicadeza y clavó la mirada en Miranda. Las dos se comunicaron sin hablar y pudo comprobar que su esposa se ponía aún más recta en el asiento, si es que eso era posible, y cerraba la boca apretando los labios en una fina línea.

Un fugaz recuerdo cruzó por su mente y vio a Miranda el día que se conocieron. Era la única hija de uno de sus vecinos, un acaudalado miembro de la aristocracia terrateniente. Ocurrió durante un baile celebrado por su familia en su mansión del campo. Él la sacó a bailar, atraído por su chispeante personalidad y su cálida sonrisa. Todavía tenía en la mente los bucles de color rubio oscuro que le cubrían los hombros, relucientes a la luz de las velas. Miranda le prodigó sonrisas durante el baile, también se rieron alegremente y después cenaron juntos.

Se consideró que su posición económica y la considerable dote que proporcionaría al matrimonio eran adecuadas para él en su condición de segundo hijo de un duque. La boda tuvo lugar al año siguiente, antes incluso de que se casara su hermano, el heredero del título. Adrian desechó los recuerdos de un pasado que no podía cambiar y se dio cuenta de que la estaba mirando fijamente.

Angustiado por unos recuerdos incómodos y lo que le deparaba el futuro, Adrian le hizo un gesto con la cabeza a su madre primero y después a su esposa.

—Me temo que tengo mucho que hacer antes de partir —dijo y, recordando sus buenos modales, les hizo una inclinación antes de dirigirse a la puerta que le abrió uno de los lacayos—. Que tengáis un buen día —dijo antes de salir, sintiendo por primera vez cierta preocupación al dejar a Miranda en las garras de la duquesa viuda.

Capítulo Tres

 

No quedaba más que decir una vez se hubo marchado Adrian. La viuda habría preferido morir a admitir que tenía curiosidad por las actividades de su hijo. Su reunión semanal había concluido, y Miranda intentó no mostrar las ganas que tenía de que la duquesa le diera permiso para irse. Dejó la taza medio vacía de té en la mesa y se levantó. Estuvo tentada de hacer valer su precedencia sobre la duquesa viuda, pero al final decidió que el respeto hacia los mayores debía pesar más que su deseo interior de la deferencia que le debían por su título.

Hasta que diera un heredero a la familia, o tuviera por lo menos una hija, la duquesa viuda seguiría viéndola como la inadecuada esposa de un segundón. Nadie podía cambiar la mala opinión que tenía de ella. Bajó la cabeza para hacerle una cortés inclinación, si se podía llamar así, y se dirigió hacia la puerta de la sala de dibujo, vacilando sólo un momento mientras el eficiente mayordomo de Cordelia la abría.

Todas las semanas después de la visita, le costaba un triunfo no arrancarse el sombrero de la cabeza y salir corriendo calle abajo, dando gritos como una loca de las de Bethlehem. Pero la práctica de tantos años pesaba, y fue perfectamente capaz de salir de la casa y meterse en su carruaje. Cuando Fisk entró y se sentó enfrente de ella, sólo un leve temblor de sus manos entrelazadas en el regazo contradecía el rostro carente de expresión que sabía que podía adoptar cuando la ocasión lo requería.

Y el momento era una de esas ocasiones.

 

 

—Cuando entras y te sientas como si llevaras un corsé de hierro es que has ido a visitar a la viuda.

Miranda intentó no reírse, pero la irreverente actitud de su amiga arruinó todo esfuerzo. Dejó escapar una infrecuente risilla y después sonrió mientras se quitaba el sombrero.

—Llevo un corsé normal y corriente, te lo aseguro, Sophie —contestó ella, sonriendo aún mientras se sentaba en el sillón tapizado de estampado de cachemir—. Aunque tengo que confesar que nunca me permito relajarme cuando estoy con Su Excelencia.

Su amiga de la escuela le sirvió la segunda taza de té de la mañana, aunque en este caso Miranda pensaba disfrutar de ella en agradable compañía. La duquesa viuda no consideraba a Sophie, que no era más que una vizcondesa, amistad apropiada para la duquesa de Windmere. Pero su amistad se había forjado durante su época de tribulaciones pasadas en la Academia para señoritas de Hayton. Tanto las profesoras como las dueñas de la institución eran damas tan tremendas como su excelencia, Cordelia, duquesa de Windmere, y, sin saberlo, habían preparado muy bien a Miranda para una vida de esfuerzo constante para no defraudar tan elevadas expectativas.

Sin embargo, mientras que en el caso de Sophie su matrimonio había sido motivo de alegría y felicidad, el de Miranda no había resultado ser lo que soñara de niña. La vizcondesa de Allendale llevaba una vida plena, con un esposo atento y dos hijos adorables, una casa en Londres y sus haciendas en el campo. El vacío que ella experimentaba día a día se hacía más evidente por comparación. Algo debió de dejar traslucir porque Sophie le tendió una mano y le dio unas palmaditas.

—Una visita difícil, ¿eh? —Sophie le sonrió—. A lo mejor es hasta bueno y todo saber que Su Excelencia vale para algo: ya sabes dónde mandar a alguien si quieres arruinarle el día.