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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Rumores de deshonra, n.º 93 - junio 2014

Título original: A Whisper of Disgrace

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de pareja utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados. Imagen de ciudad utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4309-7

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

La botella de champán estaba fría, pero no tanto como su corazón.

Rosa bebió otro trago mientras trataba de calmar el dolor que sentía. Quería despertar y que todo hubiera sido una pesadilla, que los últimos días no hubieran sucedido. Quería volver a ser la persona que siempre creía haber sido. Y, más que nada, quería que ese hombre dejara de observarla desde el otro lado de la discoteca con su mirada oscura e inquietante.

Las luces y la música estaban consiguiendo marearla. Aunque pensó que tal vez tuviera la culpa el champán que había estado bebiendo desde que entró en el local. No estaba acostumbrada a su sabor ni a sus burbujas. No le gustaba demasiado, se había criado en Sicilia, donde la gente bebía los vinos locales, que eran cálidos y dulces. Tampoco allí había bebido mucho, solo medio vaso muy de vez en cuando y mezclado con agua mientras sus dos hermanos la observaban de manera protectora.

Aunque, en realidad, no eran sus hermanos. Suspiró al pensar en ello. Iba a tener que acostumbrarse a la idea de que solo eran sus hermanastros.

Rosa agarró con fuerza el cuello de la botella y un escalofrío recorrió su columna. Aún le costaba enfrentarse a una verdad que le seguía pareciendo increíble. Después de todo, nada era lo que parecía y su vida había cambiado para siempre.

La revelación de la realidad había sido brutal. Había descubierto de la peor manera posible que había estado viviendo una mentira toda su vida.

Y ella misma no era quien creía que era.

Mademoiselle? ¿Está lista?

Sin decir palabra, Rosa asintió mientras el encargado del club nocturno le hacía un gesto hacia el escenario en el que varias mujeres habían estado tratando de bailar en la barra americana toda la noche. Creía que la mayoría habían hecho el ridículo, a pesar de ser delgadas, rubias y estar muy en forma. Le daba la impresión de que todas las mujeres eran iguales en esa parte de la Riviera francesa. Ella era la que más destacaba, como si estuviera completamente fuera de lugar con su cabello color caoba, piel aceitunada y generosas curvas que en esos momentos casi rebosaban su vestido rojo.

Se subió con algo de inseguridad al escenario. No sabía si iba a ser capaz de bailar con esos zapatos de tacón. Eran mucho más altos que los que solía usar cuando estaba en su Sicilia natal. Pero recordó entonces que no pasaba nada si se tropezaba y que tampoco había allí nadie que fuera a echarle en cara que llevara un vestido mucho más corto y ajustado que los que solía ponerse habitualmente.

Esa noche, iba a despedirse de la Rosa que había sido, una mujer demasiado preocupada por las apariencias y por hacer siempre lo correcto. Estaba decidida a dar la bienvenida a la nueva Rosa, una decidida a ser más fuerte para que nadie pudiera hacerle daño nunca más. Estaba en una zona privilegiada de la costa francesa, en la conocida Côte d’Azur, el lugar donde pretendía desprenderse por fin de su caparazón y sacar la reluciente e irreconocible criatura en la que quería convertirse. De ese modo, su transformación sería completa.

Tomó otro sorbo de champán y dejó la botella en el suelo. Nada más subirse al escenario, su mirada volvió a encontrarse con ese hombre al otro lado de la discoteca, el mismo de pelo oscuro e imponente cuerpo. Vio que seguía observándola y había algo en sus ojos que hizo que le diera un vuelco el estómago. Al parecer, nadie le había enseñado que era de mala educación mirar fijamente a otra persona. Y aún más grosero le parecía que estuviera ignorando por completo a la pobre mujer que tenía a su lado y que estaba prácticamente echándose a sus brazos.

La música comenzó en cuanto Rosa se aferró a la barra vertical. Empujó hacia ella su pelvis, tal y como había visto que habían hecho las otras jóvenes que habían salido a bailar antes que ella. Hasta esa noche, nunca había visto a nadie bailando en la barra americana y, aunque lo hubiera hecho, nunca se habría atrevido participar en un concurso como ese. Pero empezaba a darse cuenta de que recibir una noticia inesperada podía llegar a hacer que una persona se comportara de una manera completamente distinta a lo que era habitual en ella.

Enroscó una pierna alrededor de la resbaladiza barra y comenzó a moverse. Podía sentir el metal suave y frío deslizándose contra su muslo desnudo. El alcohol había conseguido relajarla y se dejó llevar por el ritmo hipnótico de la música. Le estaba resultando mucho más fácil de lo que había esperado. No le estaba costando nada perderse en el vaivén sensual de la música y olvidarse de su propio dolor. Sus movimientos eran casi instintivos, como si hubiera nacido para bailar de esa manera. Como si llevara toda la vida dedicándose a frotar su cuerpo contra una estática barra de metal.

Cerró los ojos, levantó la pierna aún más y echó la cabeza hacia atrás. Podía sentir su largo cabello cepillando el suelo. Empezó entonces a mover sus caderas en círculos lentos y sensuales contra la barra, podía sentir el calor que comenzaba en su entrepierna y la excitación que iba despertando todo su cuerpo.

Apenas era consciente de lo que la rodeaba, estaba en una especie de trance o ensueño. Pero, poco a poco, fue escuchando otros sonidos. Como algunos gritos de aliento mientras ella se deslizaba arriba y abajo al ritmo de la música o voces masculinas gritando con entusiasmo. Pero a ella no le importaba lo que le pudieran estar diciendo. Seguía con los ojos bien cerrados y entregada por completo a esa sensual danza.

Estaba siendo la experiencia más catártica que había tenido nunca y no abrió los ojos hasta que la música se detuvo.

Se encontró entonces con un montón de hombres que se habían acercado al escenario para observarla.

Durante unos segundos, se quedó sin aliento, sintiéndose como si fuera una atracción de circo o un animal en un zoológico. Casi le sorprendió no ver entre esos hombres las caras furiosas de sus hermanos.

Recordó entonces una vez más que no eran sus hermanos, sino sus hermanastros, y que estaban a cientos de kilómetros de distancia. Se enderezó y los miró mientras pensaba en cómo iba a poder bajar de allí y alejarse del escenario sin tener que acercarse a ellos. Algunos tenían las camisas desabotonadas hasta la cintura y estaban sudando. No quería tocarlos. Se estremeció, no quería tener nada que ver con ellos.

Lo único que deseaba en esos momentos era tomarse otra copa porque ya volvía a notar el dolor que tenía en su corazón y creía que solo conseguiría adormecerlo con más alcohol. Se inclinó para recoger la botella de champán y fue entonces cuando sintió unos dedos en su brazo. Se enderezó y se encontró de repente frente a los ojos más negros que había visto nunca.

Era el hombre que la había estado observando fijamente toda la noche desde el lado opuesto del club. El mismo que había estado recibiendo las atenciones de una bella joven toda la noche. Trató de enfocar la mirada para verlo bien, todo parecía algo borroso.

Cuando pudo por fin concentrarse en su rostro, pensó que nunca había visto a un hombre así. Tenía un esbelto y poderoso cuerpo y no podía dejar de admirar sus ojos, su rostro, su nariz aguileña… Entendió a la perfección por qué esa mujer había estado cubriéndolo de atenciones toda la noche.

Su presencia imponía, era como si llenara todo el espacio con una fuerza oscura y poderosa. Sus ojos negros brillaban como si ardiera un fuego en su interior. Tenía largas y oscuras pestañas y unos labios carnosos y sensuales.

Vio que el hombre fruncía el ceño al ver al grupo de hombres que seguían pendientes de ella.

–Me da la impresión de que necesitas urgentemente que alguien te rescate –le dijo el hombre con un acento exótico que no reconoció.

La joven que había sido en el pasado se habría sentido intimidada por un hombre como él y eso si su protectora familia le hubiera permitido que se acercara a menos de dos metros de ella.

Pero esa nueva Rosa no se sentía intimidada. Lo miró a los ojos y sintió una innegable emoción, como si acabara de encontrar algo inesperado, algo que, hasta ese momento, no había sido consciente de que había estado buscando.

–Y crees que tú eres la persona más indicada para rescatarme, ¿no?

–Soy el candidato perfecto para cualquier misión de rescate, preciosa. Te lo aseguro.

Trató de no pensar en las emociones que sus palabras le estaban produciendo por todo el cuerpo y miró a su alrededor con el ceño fruncido.

–¿Seguro? No veo tu caballo blanco por ninguna parte.

–Es que no soy el típico príncipe azul que llega a lomos de un corcel blanco. Yo suelo montar un semental negro, aunque nunca me lo he traído a Francia. Es grande y muy fuerte, pero no le van las discotecas.

No podía dejar de pensar en cuánto brillaban sus ojos mientras la miraban fijamente.

–Nada que ver con la mujer que acabo de ver bailando de manera increíblemente sexy en la barra americana –continuó él–. Una mujer que no parece consciente del caos que ha creado en la discoteca mientras bailaba.

Rosa no podía dejar de sonreír. Era muy consciente de que el nivel de coqueteo se iba intensificando por momentos y se sentía algo abrumada. Ese tipo de situaciones era muy distinto a lo que estaba acostumbrada. No tenía demasiada experiencia en ese terreno. Incluso durante sus años en la universidad de Palermo, los chicos que le gustaban se habían mantenido al margen cuando descubrían quién era. Había aprendido que ningún hombre en su sano juicio querría tener nada que ver con una mujer de la familia Corretti. Nadie se atrevía a ir demasiado lejos con ella por miedo a que uno de sus hermanos o primos fueran después tras él.

Nunca había conocido a nadie que no se sintiera intimidado por la reputación de su poderosa familia y tampoco le habrían permitido a ella que se acercara a un hombre así. Un hombre que emanaba atractivo sexual por los cuatro costados. Casi temía quemarse los dedos si extendía la mano hacia él y lo tocaba.

Sabía que lo más sensato que podía hacer era darse media vuelta y alejarse, regresar al hotel en el que había reservado una habitación y dormir hasta que se le pasaran los efectos del champán. Al día siguiente, se despertaría con un terrible dolor de cabeza y podría decidir entonces lo que iba a hacer con el resto de su vida.

Pero no tenía ganas de ser sensata, todo lo contrario.

Le atraía el desafío de hacer algo inesperado y distinto a su conducta habitual. Creía que así le resultaría más fácil olvidar la angustia y la soledad que sentía. Necesitaba hacer algo que la hiciera sentir viva e ignorar el vacío que tenía en su corazón.

–No quiero que nadie me rescate –le dijo ella mientras tomaba otro sorbo de champán–. Lo que quiero es bailar.

El hombre le quitó la botella de la mano y se la entregó a un camarero.

–También me puedo encargar de eso –repuso mientras le agarraba la mano y la llevaba hacia la pista de baile.

Fue consciente de una repentina y embriagadora sensación de peligro cuando ese hombre la tomó en sus brazos y la música comenzó a sonar con un ritmo muy sensual. Era tan alto… No había conocido nunca a un hombre tan alto. Y su cuerpo parecía muy fuerte y musculoso. Se pasó la lengua por los labios. Creía que no habría mujer en el mundo que pudiera resistirse a sus encantos y fue ese pensamiento el que, lejos de asustarla, hizo que se estremeciera de excitación.

–Ni siquiera sé cómo te llamas –le dijo ella.

–Porque no te lo he dicho.

–¿Y no vas a hacerlo?

–Bueno, supongo que podría hacerlo… –murmuró él–. Si te portas bien.

–¿Y si no me porto bien? –repuso ella arriesgándose a seguirle el juego.

–En ese caso, seguro que te lo diría –le dijo él con picardía–. Porque no hay nada que me guste más que una mujer que prefiera portarse mal. Me llamo Kulal.

Frunció el ceño al oírlo y trató de pronunciarlo enunciando con cuidado cada sílaba.

–Ku… lal –murmuró ella.

–Me gusta cómo lo dices. Suena muy sexy en tus labios.

Rosa se echó a reír.

Kulal se estremeció al oír su risa y, dejándose llevar por el deseo, la atrajo hacia sí. Sintió que se derretía contra él, como si hubiera estado esperando toda la noche a que él la abrazara. Y la verdad era que a él le había pasado lo mismo. Sus sentidos se habían encendido desde que la viera por primera vez esa noche. No había dejado de fijarse en sus suaves labios ni en su mirada inocente, detalles que contrastaban con el esplendor pecaminoso de su voluptuoso cuerpo. Podía sentir sus pechos contra el torso y notó que estaba conteniendo el aliento.

Se acercó a su oído para que pudiera oírle a pesar de la música.

–Ahora, vamos a ver si puedes bailar en la pista tan bien como lo has hecho en el escenario. ¿Te parece, preciosa?

Rosa sabía que tenía que tener cuidado con alguien a quien parecía resultarle muy fácil dedicarle todo tipo de cumplidos. Era algo que había tenido siempre muy claro, lo había visto una y mil veces en la manera de actuar de los miembros masculinos de su propia familia. Les bastaba con decirles a las mujeres que eran preciosas para que ellas se deshicieran entre sus brazos.

Había crecido viendo a los varones Corretti actuar de esa manera para seducir a sus conquistas. Sabía que los hombres como Kulal solo querían una cosa y ella había sido criada para proteger su honor y su integridad. Así había sido siempre su vida, al menos hasta que todo lo que había conocido cambió de repente. Los valores que siempre la habían guiado se habían quedado en nada, ya no creía en las mismas cosas que siempre habían sido el fundamento de su existencia.

Se olvidó de sus dudas y le dedicó su mirada más coqueta, una que no había usado hasta ese momento.

–Me darás un diez, ¿verdad? –le preguntó ella.

–Si quieres… –repuso Kulal colocando sus manos alrededor de la cintura de Rosa–. Pero te advierto que puedo ser un juez muy duro.

–Creo que voy a arriesgarme –le dijo ella.  

Las palabras salieron antes de que se diera cuenta de lo que había dicho.

–Estupendo –le dijo Kulal con los labios contra su cuello–. Me gustan las mujeres que se arriesgan.

Rosa sintió el susurro de su boca en el cuello y cerró los ojos con placer. Estaba en una nube. No tardó en darse cuenta de que bailar con él era diferente a bailar con cualquier otro hombre. Era como si se estuviera inventando las reglas del baile sobre la marcha, ignorando por completo el ritmo de la música y moviéndose con ella entre sus brazos como si fuera un lento vals en lugar de una canción bastante más rápida y discotequera. Y ella se estaba dejando llevar. No encontraba ninguna razón para no hacerlo.

–¿Te gusta así? –le preguntó Kulal en voz baja mientras se aferraba posesivamente a su trasero.

Le encantaba sentir la fuerza embriagadora de su nueva libertad y la sensación de escuchar los deseos de su cuerpo y nada más. Por eso, se dejó llevar y no trató de apartarse cuando Kulal la apretó contra su torso.

–Sí.

–Ya me lo imaginaba –repuso él–. A mí también me gusta. Me gusta mucho…

Kulal cerró los ojos al sentir los dedos de esa mujer acariciándole los hombros. Podía sentir también el roce de su pelo sedoso contra la mejilla y una oleada de deseo se apoderó de él con tanta fuerza que apenas podía controlar la necesidad de tocarla íntimamente.

Pero, aunque siempre había sido conocido como un príncipe que rompía moldes, Kulal respetaba demasiado su papel como para tirarlo todo por la borda en una sola noche. Una cosa era bailar con una mujer tan exhibicionista y seductora como aquella, y otra provocar un escándalo que podía costarle muy caro dejándose llevar por la pasión en un lugar público.

Así que, a pesar de que estaban protegidos por la multitud que los rodeaba y que las luces intermitentes oscurecían la mayoría de sus movimientos, no hizo lo que quería hacer. Pero no podía dejar de pensar en ello. Le habría encantado jugar con sus pezones a través de la delgada tela de su minivestido o deslizar la mano por su muslo y tocar su parte más íntima. Sabía que iba a estar caliente y húmeda. Tanto que podría notarlo a través de sus braguitas.

En el caso de que llevara ropa interior.

Tragó saliva, cada vez le costaba más controlar su deseo y se preguntó si ella podría sentir la inmediata reacción de su cuerpo al tenerla tan cerca.

Se había fijado en ella desde que la vio entrar en la discoteca. Creía que le habría ocurrido lo mismo a todos los hombres presentes. Era difícil no fijarse en ella con ese breve vestido de color rojo que dejaba tan poco trabajo a la imaginación. Tenía el tipo de cuerpo que ya no estaba de moda. Sobre todo allí, en el sur de Francia, donde todas las mujeres parecían demasiado delgadas y musculosas. No le dio la impresión de que se pasara horas en el gimnasio ni de que estuviera permanentemente a dieta. El tipo de dieta que siempre dejaba a las mujeres algo enfadadas y ansiosas, como si estuvieran a punto de desmayarse en cualquier momento. Esa mujer, en cambio, tenía un aspecto jugoso y sexy, como un fruto maduro justo antes de caer del árbol.

Al verla entrar, se le habían ido los ojos también a su melena, oscura y larga y con su aspecto muy suave.

Se habían mirado desde lados opuestos de la discoteca y ella había abierto mucho los ojos al ver que la estaba observando, casi como si estuviera sorprendida. Se había dado cuenta en ese momento de que ella lo deseaba. Iba a poder tenerla y pensaba aprovechar esa circunstancia tan pronto como pudiera. Porque sabía además que ese tipo de vida tenía fecha de caducidad y un día no muy lejano iba a tener que dejar de hacerlo.

Suspiró al recordarlo.

Iba a tener que aceptar un matrimonio de conveniencia más pronto que tarde y sus días de playboy despreocupado estaban contados. Incluso si tuviera la suerte de poder llegar a un acuerdo con su esposa para tener un matrimonio abierto, al menos abierto para él, sabía que iba a tener que esconder sus conquistas y ser mucho más discreto. Procedía de una sociedad y una cultura en las que las esposas hacían la vista gorda ante las indiscreciones de sus maridos, pero el matrimonio traía consigo ciertas responsabilidades. No iba a poder seguir yendo solo a una discoteca para salir poco después con una bella mujer del brazo.

Apretó los labios contra su oreja mientras seguían moviéndose al compás de la música.

–¿Cómo te llamas? –le preguntó.

–Rosa –respondió ella.

Decidió no decirle su apellido. Rosa pensó que quizás hubiera oído hablar de la familia Corretti y no quería arriesgarse a tanto. Esa noche había decidido olvidarse de todo y comportarse de manera imprudente, pero no pensaba cometer la estupidez de ir por ahí diciéndole a la gente quién era.

–Rosa –repitió él mientras le acariciaba la melena como si fuera la crin de su caballo favorito–. También me gusta tu nombre. ¿Eres italiana?

–Sí –consiguió susurrar ella.

Le resultaba difícil hablar cuando el masculino aroma de ese hombre embriagaba por completo sus sentidos. Sabía que estaba siendo algo enigmática y que no le estaba contando toda la verdad, pero creía que no necesitaba saber nada más. Lo cierto era que Rosa Corretti era siciliana hasta la médula y su familia habría estallado en cólera si la hubieran oído decir que era italiana. Pero creía que era más fácil de esa manera. Además, recordó que no le debía nada a su familia. Nada en absoluto.

–Sí, lo soy –insistió ella.

–¿Y siempre sueles ir a discotecas y bailar en la barra americana como lo has hecho esta noche, Rosa?

Ella negó con la cabeza.

–No. La verdad es nunca lo había hecho. Ha sido la primera vez –confesó ella.

–¡Qué interesante! Y, ¿por qué has decidido lanzarte esta noche?

Rosa hizo una mueca al oír su pregunta, no quería tener que explicarle por qué se estaba comportando como lo hacía.

–¿Por qué no hablamos de ti? –repuso ella.

Pero Kulal no quería tener que gritar para hacerse oír en la ruidosa discoteca y no se atrevía a seguir en la pista de baile con ella. Creía que, si Rosa continuaba frotando su voluptuoso cuerpo contra él como lo estaba haciendo, iba a ser incapaz de moverse. Decidió que era mejor continuar esa conversación en algún lugar más privado, como su propia villa, donde además tenían cerca la posibilidad de usar una cómoda cama.

–¿Por qué no vamos a algún sitio un poco más tranquilo? –le sugirió él.

Rosa se tambaleó. Le habría gustado que él le hubiera dado algún tipo de advertencia antes de soltarla como acababa de hacerlo. Se sintió de repente como un barco al que acababan de soltar el ancla.

–¿Por ejemplo?

Kulal frunció el ceño sin poder esconder cierta irritación. No entendía por qué las mujeres siempre hacían lo mismo, por qué fingían total inocencia cuando los dos sabían exactamente cómo iba a terminar la noche. Creía que de nada le iba a servir hacerse la inocente después de lo que había visto en el escenario. Pero no le dijo lo que estaba pensando y se encogió de hombros.

–Conozco un sitio con una vista increíble donde podríamos sentarnos y ver las estrellas.

 –¡Oh ¡ ¡Me encantan las estrellas! –exclamó Rosa con una expresión soñadora.

–A mí también –repuso Kulal–. Entonces, ¿qué te parece si salimos de aquí y vamos en busca de un pedacito de cielo?

Sus palabras le parecieron muy poéticas, pero Rosa estaba cada vez más mareada. Trató de recordar cuándo había comido por última vez y le dio la sensación de que había pasado mucho tiempo.

–Estupendo –convino ella.

Kulal sonrió. Le estaba resultando tan fácil como había esperado. Siempre había conseguido lo que deseaba. Eso era al menos lo que siempre decían de él. Y también decían que nunca había tenido que luchar por nada ni por nadie. Pero había una excepción. No había conseguido mantener a su lado a la única persona a la que realmente había querido. De hecho, ni siquiera le había sido posible luchar por ella.

Rosa lo estaba mirando con una expresión que lo dejó sin aliento, como si confiara plenamente en él. No le gustaba que lo mirara de esa manera, prefería ver a la mujer caliente y sexy de antes.

–Vamos a por mi coche –le dijo él mirándola de arriba abajo–. ¿Has traído una chaqueta o algo así?

Rosa frunció el ceño. No estaba segura, no lo recordaba. Bajó la mirada y se quedó mirando el minivestido de raso que apenas le cubría los muslos. Recordó que lo había comprado esa tarde en una carísima boutique de Antibes. También había adquirido allí los zapatos de tacón que llevaba. No recordaba haber comprado ninguna chaqueta.

–Creo que no –le dijo.

Kulal la miró con algo de temor mientras la llevaba del brazo y atravesaban la pista de baile, que estaba llena de gente, para salir de allí. Comenzó a arrepentirse de haberla invitado a irse con él. Al principio, le había parecido la fantasía de cualquier hombre, pero vio que andaba con dificultad y temió que estuviera mucho más bebida de lo que había pensado. Le gustaban las mujeres traviesas, pero prefería que estuvieran sobrias.

La acompañó hasta la calle con una mano en su espalda y sintió que se tropezaba al salir del club. Tuvo que ser muy rápido para agarrarla y que no se cayera ni perdiera por completo el equilibrio. Pensó que era una suerte que no hubiera paparazis alrededor y la acompañó hasta la limusina que lo esperaba. La ayudó a sentarse en la parte de atrás y ella no tardó en extender sus largas piernas frente a ella y en cerrar los ojos.

Por primera vez en su vida, Kulal bajó ligeramente el bajo de un vestido para intentar que no enseñara demasiado. No era el momento de pensar en que, después de todo, llevaba braguitas y parecían de encaje. Creía que era más inteligente por su parte no pensar en esas cosas cuando su acompañante parecía estar casi desmayada.

–¿Cuánto has bebido? –le preguntó él.

La voz profunda de ese hombre consiguió entrar en su consciencia y Rosa abrió de golpe los ojos. El aire fresco había hecho que se sintiera extraña, pero allí, dentro de ese lujoso coche y al lado de ese hombre, se sentía segura. Lo miró y se fijó en sus ojos negros, era su rescatador…

Lo que no entendía era por qué ya no la abrazaba. Deseaba volver a estar entre sus brazos y que la sostuviera con fuerza para que pudiera olvidar todo lo demás.

–Ven aquí y bésame –murmuró ella con dificultad para mantener los párpados abiertos–. Por favor, solo un beso…

Kulal la agarró por los brazos y la sacudió un poco para tratar de despertarla. No podía ocultar cierto sentimiento de desprecio ni lo enfadado que estaba consigo mismo por haberse metido en una situación como esa. No podía creer que pensara que iba a querer besarla viendo cómo estaba.

–¡Rosa, estás borracha! –la acusó Kulal.

–Sí, lo sé –susurró Rosa cerrando de nuevo los ojos–. ¡Y me encanta!

–Si pudieras verte a ti misma ahora mismo, no pensarías lo mismo –gruñó Kulal–. Una mujer borracha nunca es una visión agradable, la verdad.

–¿Y un hombre borracho sí lo es? –murmuró ella.

Era así como había crecido, oyendo que las reglas eran distintas para los hombres y para las mujeres. No entendía por qué era tan injusto el mundo.

–No, la verdad que no me gusta ver a nadie perdiendo el control de esta manera –replicó Kulal–. Por eso voy a llevarte a casa.

No pudo evitar sonreír al oír esa palabra.

–¿A casa? –repitió Rosa con un rastro de amargura en su voz–. Pues vas a tenerlo un poco difícil porque no tengo casa. Ya no…

Kulal se inclinó hacia ella tratando de evitar los brazos de Rosa. Seguía intentando abrazarlo. No le interesaba en absoluto oír su triste historia. Lo único que quería era deshacerse de ella y hacerlo cuanto antes.

–¿Dónde te alojas? –le preguntó entonces.

Al oírlo, sus ojos se abrieron de golpe y lo miró. Trató de incorporarse, pero apenas podía moverse. Kulal le acababa de recordar que tenía un problema mucho mayor que esa borrachera.

No recordaba dónde se alojaba.

–No tengo ni idea… – murmuró mientras se incorporaba un poco más.

Estaba muy cómoda allí y no quería irse a ningún otro sitio. Quería quedarse con ese hombre de tez oscura y ojos brillantes. Hacía que se sintiera segura y excitada. Bostezó mientras se acurrucaba en el suave asiento de cuero.

–Así que supongo que será mejor que me quede contigo… –susurró Rosa.