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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Julia James

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Legado griego, n.º 2316 - junio 2014

Título original: Securing the Greek’s Legacy

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4324-0

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Anatole Telonidis miró con desolación el estudio del ático situado en la zona más elegante de Atenas. Seguía desordenado, como lo dejó su primo Marcos Petranakos cuando salió de allí hacía unas semanas, justo antes de morir. El abuelo de ambos, Timon Petranakos, había llamado desesperado al mayor de sus nietos.

–¡Está muerto, Anatole! ¡Mi querido Marcos está muerto!

Tenía veinticinco años y conducía el impresionante coche que le había regalado el propio Timon cuando le diagnosticaron un cáncer. La muerte de su nieto favorito, al que había malcriado desde que perdió a sus padres siendo un adolescente, había sido un golpe tan devastador que había abandonado el tratamiento contra el cáncer y esperaba la muerte. Él podía entender la devastación de su abuelo, pero las consecuencias de la muerte de Marcos iban a afectar a más vidas que a las de su propia familia. Sin un heredero directo, Petranakos Corporation pasaría a un familiar cuya inexperiencia empresarial haría que la empresa se hundiera y que se perdieran miles de empleos. Aunque él ya dirigía con eficiencia y responsabilidad el emporio de su difunto padre, sabía que, si Marcos viviese, habría conseguido inculcar esa responsabilidad a su joven y hedonista primo y lo habría orientado acertadamente. Sin embargo, el nuevo heredero, mayor y pagado de sí mismo, no aceptaría que lo orientara.

Impotente ante el destino que esperaba a Petranakos Corporation y a sus desdichados empleados, empezó la sombría tarea de ordenar las cosas de su primo. Lo primero era el papeleo. Cuando se sentó detrás de la mesa de Marcos y empezó a repasar lo que había allí, sintió un enojo que ya conocía bien. Marcos había sido la persona más desorganizada que había conocido. Los recibos, las facturas y la correspondencia personal eran un batiburrillo que demostraba que a Marcos solo le interesaba pasárselo bien. Su vida había girado alrededor de los coches veloces y una serie interminable de mujeres. Lo contrario que él. Dirigir las empresas Telonidis no le dejaba mucho tiempo y solo tenía relaciones ocasionales, normalmente, con mujeres poderosas y también ocupadas que se dedicaban al mundo financiero. Sintió una punzada de desesperación. Si Marcos se hubiese casado, quizá hubiese tenido un hijo que heredara la empresa de Timon y él habría mantenido a salvo Petranakos Corporation hasta que hubiese sido mayor. Sin embargo, el matrimonio era anatema para el vividor de Marcos y las chicas solo existían como relaciones esporádicas. Siempre decía que ya habría tiempo para casarse. Sin embargo, no lo hubo. Ordenó los documentos oficiales en un montón y los personales en otro. El segundo era pequeño, por el correo electrónico, pero en un cajón encontró cuatro sobres dirigidos a Marcos con matasellos de Londres. Solo uno estaba abierto. La letra y los sobres malvas indicaban que la remitente era una mujer. Aunque la prensa sensacionalista griega se había hecho eco de la trágica muerte de Marcos, era posible que una novia inglesa no se hubiese enterado. Quizá tuviese que comunicárselo. Entonces, se dio cuenta de que el matasellos más reciente era de hacía nueve meses. Fuera quien fuese ella, al asunto había terminado hacía tiempo. Con impaciencia por terminar esa lúgubre tarea, sacó la hoja doblada que había en el sobre abierto y empezó a leerla. Se quedó helado...

 

 

Lyn salió del aula y suspiró. Preferiría estar estudiando historia, pero la contabilidad le permitiría ganarse la vida aceptablemente en el futuro y era esencial para demostrar a las autoridades que podía criar a su querido Georgy. Sin embargo, por el momento, mientras esperaba con ansia a saber si podía adoptarlo, solo podía ser su tutora. Sabía que las autoridades competentes preferirían que lo adoptara una de las muchas parejas deseosas de adoptar un bebé sano, pero ella estaba decidida a que nadie le arrebatara a Georgy. Le daba igual lo difícil que fuera seguir con los estudios mientras se ocupaba del bebé, sobre todo, con tan poco dinero, pero lo conseguiría. El mismo lamento de siempre se adueñó de ella. Si hubiese ido antes a la universidad... Sin embargo, tuvo que quedarse en casa para ocuparse de Lindy. No pudo dejar a su hermana adolescente a expensas de la indiferencia y el abandono de su madre. Sin embargo, cuando Lindy terminó el colegio y se fue a Londres a vivir con una amiga y a trabajar, las décadas de abuso del tabaco y el alcohol acabaron con la vida de su madre y no tuvo que ocuparse de nadie más salvo de sí misma... y, en ese momento, de Georgy.

–Lyn Brandon... –la llamó una empleada de la universidad–. Hay alguien que pregunta por ti –añadió mientras señalaba un despacho que había al otro lado del pasillo.

Ella frunció el ceño, entró en el despacho y se paró en seco. Una figura imponente estaba junto a la ventana. Era alto, llevaba un abrigo negro de cachemira y una bufanda también negra y de cachemira. Su pelo oscuro y su piel morena le dijeron al instante que no era inglés. Además, era increíblemente guapo. Sin embargo, la miraba fijamente, con el ceño fruncido y los labios apretados, como si ella no fuera quien había esperado ver.

–¿Señorita Brandon? –le preguntó con acento extranjero y cierta incredulidad.

Sus ojos oscuros la miraron de arriba abajo y ella notó que se sonrojaba. Inmediatamente, cayó en la cuenta de que llevaba el pelo recogido en una coleta, de que no iba maquillada y de que su ropa era más práctica que elegante. Entonces, a pesar del bochorno, comprendió quién podía ser ese extranjero, quién tenía que ser. El aspecto mediterráneo, el impecable atractivo, el halo de riqueza que lo rodeaba... Un miedo instintivo se adueñó de ella. Él lo captó y se preguntó el motivo, aunque se preguntó más si habría encontrado a la mujer que había buscado apremiantemente desde que leyó la carta en el piso de Marcos, la mujer que, según los investigadores, había tenido un hijo... ¿Era el hijo de Marcos? La pregunta iba cargada de esperanza porque, si lo era, todo cambiaría por completo. Si, milagrosamente, Marcos había tenido un hijo, tenía que encontrarlo y llevarlo a Grecia para que Timon, cuya vida iba apagándose a medida que pasaban los días, pudiera tener una última alegría en el atroz destino que estaba consumiéndolo. Además, ese hijo no sería una bendición solo para su abuelo. Timon podría cambiar su testamento y dejar Petranakos Corporation al hijo de su querido Marcos. Él se ocuparía de que el niño recibiera una empresa próspera y salvaría el porvenir de los empleados.

El rastro de la remitente de las cartas lo había llevado primero a una casa humilde del sur del país y luego, gracias a la información que los vecinos les habían dado a sus detectives, a esa universidad del norte, adonde se había mudado hacía poco Lindy Brandon, la mujer que buscaba con tanta urgencia. Sin embargo, al mirarla, lo acuciaron las dudas. ¿Esa era la mujer que había perseguido hasta esa ciudad lluviosa y sombría en una carrera contra el tiempo? Marcos no la habría mirado dos veces y mucho menos se habría acostado con ella.

–¿Es usted la señorita Brandon? –volvió a preguntarle él con los ojos entrecerrados.

Vio que ella tragaba saliva, que asentía con la cabeza y que se ponía tensa.

–Yo soy Anatole Telonidis –se presentó él–. He venido en nombre de mi primo, Marcos Petranakos, a quien, según creo, usted... conoce.

Volvió a mirarla con incredulidad. Aunque dejara a un lado su aspecto anodino, a Marcos le gustaban las rubias exuberantes, no las morenas delgadas. Sin embargo, a juzgar por la reacción de ella, era la persona que estaba buscando con tanta urgencia. Había reconocido el nombre de Marcos... y con desagrado. Su expresión se había endurecido.

–¡Ni siquiera se ha molestado en venir en persona! –replicó ella con desprecio.

El hombre que se había presentado como primo de Marcos no se inmutó. Sus ojos oscuros dejaron escapar un destello y su rostro se tensó levemente.

–La situación no es la que se imagina.

Ella se dio cuenta de que estaba eligiendo las palabras con mucho cuidado.

–Tengo que hablar con usted –siguió él al cabo de un rato–, pero es un asunto... complicado.

Lyn negó con la cabeza y sintió la descarga de adrenalina por todo el cuerpo.

–¡No tiene nada de complicado! Sea cual sea el mensaje que le haya encargado su primo que me transmita, ¡no tiene que preocuparse! Georgy, su hijo, está bien sin él. ¡Muy bien!

Ella volvió a captar el destello de sus ojos y sintió un escalofrío.

–Tengo que decirle algo –insistió él en un tono sombrío.

–¡No me importa nada de lo que pueda...!

–Mi primo está muerto –la interrumpió él tajantemente.

Se hizo un silencio absoluto y él lamentó haber sido tan implacable, pero no había podido soportar el desprecio de ella cuando Marcos estaba muerto...

–¿Muerto...? –preguntó ella con un hilo de voz.

–Lo siento. No debería habérselo dicho tan bruscamente.

–¿Marcos Petranakos está muerto...? –volvió a preguntar ella sin poder creérselo.

–Desde hace dos meses. Se mató en un accidente de coche. Nos ha costado encontrarla...

Se tambaleó como si fuese a desmayarse, pero él la agarró de un brazo. Se rehízo y retrocedió un paso. Él la soltó, pero ella había notado lo imponente que era su proximidad.

–¿Está muerto? –repitió ella casi sin poder hablar.

La emoción le atenazaba la garganta. El padre de Georgy estaba muerto...

–Siéntese, por favor. Lamento que le... impresione tanto. Sé lo... profunda que le parecía su relación con él, pero...

Ella dejó escapar un suspiro y él se calló. Estaba mirándolo fijamente, pero su expresión no reflejaba que estuviese impresionada ni enfadada. Un enfado comprensible, aunque a él le habría dolido, con el hombre que la había dejado embarazada y se había olvidado de ella.

–¿Mi relación con él...?

Ella sacudió la cabeza como si quisiera aclararse las ideas.

–Sí –contestó él–. Sé por sus cartas, que he tenido que leer, lo que sentía hacia él, que esperaba... que esperaba formar una familia, pero...

–No soy la madre de Georgy –le interrumpió Lyn.

En el tono de ella se percibía la desolación de miles de lágrimas contenidas y él, por un instante, creyó que no había oído bien. Hasta que la miró a los ojos y comprendió que sí había oído bien.

–¿Qué? –preguntó él frunciendo el ceño–. ¡Usted dijo que es Lindy Brandon!

No podía entender lo que estaba pasando, solo podía verla negar firmemente con la cabeza.

–Yo soy... yo soy Lynette Brandon. Lindy... Linda...

Ella tomó aire para seguir hablando. Seguía pálida por la impresión y parpadeó, pero él pudo ver el brillo de las lágrimas.

–Lindy era mi hermana –terminó ella en un susurro.

Anatole captó que lo había dicho en pasado y se estremeció al entender lo que quería decir.

–Murió –siguió ella en voz baja–. Mi hermana, Lindy, la madre de Georgy, murió al dar a luz. Eclampsia. Ya no debería suceder, pero...

No terminó la frase y lo miró como si los separara un abismo que se había cobrado dos jóvenes vidas, como si le costara entender la tragedia que se habían contado el uno al otro. ¡Los dos padres de Georgy estaban muertos! Le había espetado a Anatole Telonidis que su hijo no necesitaba a su indiferente e irresponsable primo, pero le parecía insoportable oír que había tenido el mismo final que su hermana.

–Debería sentarse –insistió Anatole.

La llevó a una silla y ella se sentó. Él seguía sin poder asimilar esa doble tragedia que rodeaba al hijo de Marcos, pero, entonces, ¿dónde estaba el hijo de Marcos? ¡Eso era lo que tenía que saber! Un miedo helado se apoderó de él. Había muchas parejas sin hijos que querían adoptar a recién nacidos y un hijo sin padre y cuya madre había muerto al dar a luz podría haber sido uno de ellos. ¿Lo habrían adoptado ya? La pregunta lo abrasó por dentro. Si lo habían adoptado, encontrarlo sería una pesadilla... si se lo permitían las autoridades. Además, ¿sus padres adoptivos renunciarían a él? ¿Las autoridades le dejarían que les pidiera que accedieran para que Timon tuviera un heredero? Miró a la hermana de la mujer que había muerto por el hijo de su primo y tragó saliva.

–¿Dónde está el hijo de mi primo?

Intentó no ser brusco ni inflexible, pero tenía que saberlo.

–¡Está conmigo! –contestó ella con un destello apasionado en los ojos.

Él notó que, cuando esa mujer insulsa hablaba apasionadamente, sus rasgos adquirían una intensidad nada insulsa.

–¿Con usted?

Ella tomó aliento y se agarró al borde de la silla.

–¡Sí! ¡Conmigo! ¡Y va a quedarse conmigo!

Se levantó de un salto, como impulsada por el pánico. Él se acercó a ella

–Señorita Brandon, tenemos que hablar... comentar...

–¡No! ¡No tenemos que comentar nada! ¡Nada!

Entonces, ante la mirada de impotencia de Anatole, ella salió apresuradamente de la habitación. Su cabeza era un torbellino y aunque consiguió volver al aula, no pudo concentrarse. Solo podía pensar en que Georgy era suyo. Lindy le había entregado al bebé con su último aliento y nunca la traicionaría. El dolor la atenazó por dentro. Lo último que dijo Lindy fue que cuidara a Georgy y lo cuidaría toda su vida, nunca permitiría que le pasara nada ni lo abandonaría.

Cuando terminó las clases, recogió a Georgy en la guardería de la universidad y fueron a la parada del autobús para pasar la tarde en casa. Sin embargo, cuando se montó con el cochecito plegable en una mano y Georgy en la otra, no se fijó en el coche negro que empezó a seguir al autobús. Dos horas más tarde, Anatole miraba con desolación el edificio de pisos donde, según su investigador, vivía Lynette Brandon. Era un edificio anticuado y sucio de hormigón. Toda la zona era desoladora, ¡no era un sitio para criar al nieto de Timon Petranakos! Llamó a la puerta.

Capítulo 2

 

Lyn se había sentado a estudiar en la destartalada mesa de la sala. Había dado de comer a Georgy y lo había cambiado para que durmiera la siesta en la cuna de segunda mano que había en el único dormitorio del piso. Agradecía esa siesta que le permitía estudiar un par de horas. Sin embargo, esa tarde no podía concentrarse por lo que había pasado por la mañana. Esperaba haber dejado clara su postura y que ese hombre que había arrojado una granada de mano en su vida se volviese a Grecia y la dejara en paz. La angustia se adueñó de ella otra vez. Las autoridades encargadas de la adopción creían que no tenía contacto con el padre de Georgy ni con su familia. Sin embargo, eso ya no era verdad... ¡No podía pensar en eso! Tenía que olvidarse de ese hombre increíblemente guapo y que tanto la perturbaba. Se acordó fugazmente de él y de su imponente virilidad. Lo dejó impacientemente a un lado y empezó a leer el libro de texto. Hasta que, dos minutos después, llamaron imperativamente a la puerta. Levantó la cabeza como impulsada por un resorte. Nadie iba a visitarla allí. El timbre sonó otra vez. Con cautela y el corazón acelerado, se acercó a la puerta y descolgó el telefonillo.

–¿Quién es? –preguntó en tono cortante.

–Señorita Brandon... tenemos que seguir nuestra conversación.

Era Anatole Telonidis. Se quedó inmóvil. No podía dejarlo entrar, pero, a pesar del miedo, tenía que dejar zanjada esa conversación. Luego, podría deshacerse de él y no volver a preocuparse por la familia de Georgy. Apretó el botón y poco después abrió la puerta de la casa. Era tan alto e imponente como recordaba. Más alto incluso en su diminuto piso, pero eso no era lo que la alteraba. Su presencia física no dominaba solo el espacio, sino que hacía que volviera a percibir su atractivo moreno y devastador. Intentó sofocarlo por todos los medios. ¡Era en lo último en lo que debería estar fijándose en ese momento! Además, debería tener en cuenta lo que estaba viendo él. Estaba viendo a una chica vulgar con unos viejos y amplios vaqueros, con un jersey grueso de color indefinido, con el pelo recogido en una coleta y sin maquillaje. Un hombre como él ni siquiera la miraría. ¿Qué estaba pensando? Tenía que centrarse. Se trataba de Georgy y de lo que quería o no quería ese hombre... y de deshacerse de él lo antes posible. Lo miró fijamente. Él entró en la sala con muebles desvencijados, moqueta gastada y unas cortinas espantosas. Ella levantó la barbilla. Era un sitio poco acogedor, pero era barato y estaba amueblado. No podría permitirse ser exigente hasta que tuviera un sueldo aceptable. Hasta entonces, a Georgy no le importaría dónde estaba y a ella, tampoco. Sin embargo, a ese hombre sí parecía importarle y no le gustaba lo que estaba viendo.

–Espero que ya haya podido asimilar lo que le dije esta mañana y que entienda lo importante que es que hablemos sobre el porvenir del hijo de mi primo.

–No hay nada que hablar –replicó ella.

Él apretó los labios. Tendría que convencerla de lo contrario, pero, hasta entonces, había algo más apremiante. Quería ver al hijo de Marcos y miró alrededor.

–¿Dónde está el bebé?

No había querido parecer implacable, pero ella se había achantado. Verla así no había mejorado su impresión de ella. Seguía muy mal vestida, como si no le importara su aspecto.

–Está dormido –contestó ella lacónicamente.

–Me gustaría verlo.

No lo pidió, se limitó a constatar una intención. La miró fugazmente antes de mirar hacia la puerta entreabierta y se dirigió hacia ella. Había una cuna al lado de la cama y dentro pudo ver a un bebé tapado con una confortable manta. Sin embargo, no pudo ver sus rasgos en la penumbra. ¿Era el hijo de Marcos? ¿Era el bebé que había ido a buscar? Instintivamente, fue a entrar.

–Por favor, no lo despierte.

Él captó cierto tono de súplica en la voz. Asintió con la cabeza, salió de la agobiante habitación e hizo que ella tuviera que retroceder a la también diminuta sala. Ella volvió a sentir que su presencia dominaba ese espacio opresivo.

–Será mejor que se siente, señorita Brandon.

Él señaló el sofá como si fuese el anfitrión. Ella se sentó. Tenía que encontrar la manera de que se marchara y los dejara en paz. Entonces, comprendió por qué podía estar allí.

–Si quiere que firme un documento en el que renuncio a cualquier reclamación sobre los bienes de su padre, lo firmaré ahora mismo. No quiero dinero ni una asignación ni nada parecido. ¡Georgy y yo estamos muy bien como estamos! –ella tragó saliva y cambió el tono de voz–. Siento que su primo esté... esté muerto, pero... –lo miró a los ojos sin inmutarse– pero eso no cambia nada. No se interesó lo más mínimo por la existencia de Georgy y...

Anatole Telonidis se limitó a levantar una mano y ella se calló.

–Mi primo era el único nieto Petranakos de nuestro común abuelo, Timon. Los padres de Marcos murieron cuando era un adolescente y por eso... nuestro abuelo lo quería mucho. Su muerte lo destrozó –Anatole tomó aire–. La muerte de Marcos fue un golpe despiadado, murió mientras conducía el coche que le había regalado nuestro abuelo por su cumpleaños. Timon sabía que, probablemente, sería el último cumpleaños que presenciaría porque... –hizo otra pausa– porque a Timon le habían diagnosticado un cáncer incurable.

Se quedó en silencio para que asimilara lo que había dicho. Lynette Brandon estaba pálida.

–Sé que comprenderá lo que significaría para Timon saber que, aunque ha perdido a su nieto, tiene un bisnieto –él observó que ella tenía una expresión de rechazo–. Queda muy poco tiempo. El cáncer estaba muy avanzado cuando se lo diagnosticaron, pero después de la muerte de mi primo, mi abuelo dejó el tratamiento que habría podido mantenerlo vivo durante algún tiempo. Está esperando a morir porque no tiene motivos para vivir. El hijo de su hermana, el hijo de mi primo, le daría ese motivo.

La miró. Seguía pálida y se retorcía las manos sobre el regazo, pero tenía que convencerla.

–Tengo que volver a Grecia con Georgy. Tengo que llevarlo lo antes posible. Mi abuelo agonizante tiene que saber que su bisnieto se criará en el país de su padre...

–¡No! ¡No se lo permitiré! –exclamó ella levantándose de un salto.

–Está alterada y es comprensible. Ha sido una conmoción para usted. Me gustaría que las cosas no fuesen tan urgentes, pero tengo que insistir por el estado de salud de Timon. No quiero, por nada del mundo, que esto sea una batalla entre nosotros. Necesito y quiero su colaboración. No hace falta que le diga que cuando una prueba de ADN demuestre que Marcos es el padre...

–¡No va a hacerle ninguna prueba de ADN!