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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Renee Roszel Wilson

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El mejor candidato, n.º 1777 - julio 2014

Título original: Bridegroom on Her Doorstep

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4698-2

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

Lo que captó la atención de Jennifer Sancroft no fue la majestuosa vista del Golfo de México. Fue la poderosa flexión de músculos en la espalda y los hombros del desconocido, espectaculares incluso a sesenta metros. Alto, bronceado y sin camisa, pintaba una valla blanca que separaba un jardín cuidado de una playa impoluta.

El motor rugió y el coche se sacudió. Apartó la vista de esa magnífica visión y apagó el encendido del coche de alquiler. Libre de distracciones, de pronto se preguntó:

–¿Cómo se supone que voy a celebrar entrevistas discretas para buscar marido con tanta presencia masculina alrededor?

Ruthie Tuttle, su secretaria, había abierto la puerta del coche y sacado medio cuerpo. Al oír el comentario de Jen, volvió a meterse dentro y preguntó:

–¿Has dicho algo, jefa?

–No –movió la cabeza–, pensaba en voz alta –Ruthie miró en la dirección del hombre y esbozó una sonrisa libidinosa–. ¡Tuttle! Tienes un marido estupendo. ¡Cierra la boca!

Ruthie carraspeó y su mirada violeta se posó en su jefa.

–Que esté atada al porche no significa que no pueda ladrar –miró otra vez al pintor–. ¿No mencioné que el agente inmobiliario dijo que quizá hubiera en la propiedad alguien de mantenimiento?

–No. No lo mencionaste.

–Oops –no dejó de sonreír mientras estudiaba al desconocido–. Solo entre nosotras, ¿no es un ejemplo magnífico de empleado de mantenimiento?

Jen la miró con ojos centelleantes. Aunque fuera magnífico, eso no impedía que representara un estorbo para sus planes. Clavó la vista en las manos que se cerraban sobre el volante. Se preguntó por qué la situación no iba a marchar sobre ruedas. La propiedad que había alquilado para las próximas tres semanas estaba un poco aislada para su tranquilidad, pero era la única disponible. La presidencia de la firma de consultoría financiera había surgido con tanta precipitación, que se había visto obligada a tomar algunas decisiones rápidas y quizá impulsivas.

No se atrevía a mantener entrevistas en Dallas para buscar marido. Sin duda la noticia de que no estaba de luna de miel llegaría hasta su empresa. Revelada como una mentirosa, perdería la oportunidad de alcanzar el escalafón más alto en la empresa conservadora.

¡No iba a permitir que pasara eso! Había trabajado mucho tiempo y con ahínco para Dallas Accounting Associates. Durante una década se había entregado en cuerpo y alma a la firma. Merecía la presidencia. Si era necesario, pensaba mover cielo y tierra para conseguirla.

–Será mejor que ese pintor no se cruce en mi camino –musitó–. Dispongo de menos de un mes para encontrar un marido apropiado y casarme con él. No necesito que un empleado macizo destroce mi agenda –miró a su secretaria, una ex marine robusta y de cabello rizado–. Puede que tenga que lanzarte sobre él, Tuttle.

Ruthie emitió una risa sorprendida.

–Es bastante grande, jefa. Necesitaré más marines –frunció los labios–. O podría llamar a mis suegros –sonrió con ironía–. De hecho, si no hubieran decidido invadir la residencia de los Tuttle, jamás me habrías convencido de alejarme de Ray y los chicos tres semanas enteras –movió la cabeza.

Jen soltó una mano del volante y palmeó el brazo de su secretaria.

–Lo siento, Ruthie. Pero necesito tu capacidad de mantener un horario y la confianza –estudió el lugar–. Teniendo en cuenta que estamos tan aisladas, y que prácticamente me voy a declarar a un grupo de hombres solteros y heterosexuales, puede que necesite tu destreza en las artes marciales –abrió la puerta y salió al sendero de grava–. Hablando de hombres, voy a averiguar qué pasa con ese pintor –cerró la puerta del coche y cruzó el césped en dirección a su presa.

Concentrada en el desconocido que parecía ajeno al hecho de que hubiera aparecido, ni notó la casa de ladrillos de dos pisos con sus adornos blancos o las macetas en las ventanas a rebosar de geranios.

Por naturaleza era una persona positiva, segura y lógica. Sin embargo, en ese momento no exhibía su habitual ecuanimidad. Tenía una agenda apretada y estaba más que enfadada. ¡No pensaba dejar que la soslayaran en el ascenso que se merecía! ¡No en esa ocasión! La tensión intensificó su hostilidad hacia ese desconocido que se atrevía a irrumpir en su itinerario secreto. Ya era bastante malo que Ruthie tuviera que saberlo y soportar sus miradas de desaprobación. No creía que pudiera tolerar que alguien más la mirara como si fuera una tonta o algo peor... una loca.

No era asunto de nadie cómo encontrara pareja. En una ocasión había confiado en su corazón y se había enamorado perdidamente de...

Tony.

Trastabilló con el recuerdo. Incluso pasados cuatro años, dolía el simple hecho de pensar en su nombre.

Tony Lund había sido contratado en Dallas Accounting Associates como su superior inmediato. Desde la primera vez en que se abrieron las puertas del ascensor y salió a la planta, estuvo perdida. Era atractivo, brillante, con un modo místico de saber exactamente qué decir para hacer que se sintiera maravillosa. Hasta las sonrisas casuales que le obsequiaba cuando se cruzaban por el pasillo la sumían en un estado de frenética euforia.

Había necesitado seis meses para captar su atención... como mujer y no como simple colega. Ese momento mágico se había producido en la fiesta de Navidad de la empresa. Antes de la aparición de Tony había estado completamente inmersa en su carrera; de pronto se encontraba con la necesidad de practicar todos los juegos de seducción para lograr que Tony se fijara en ella.

Nochevieja había sido su primera cita oficial. Tony fue el epítome de la caballerosidad, y lo bastante cosmopolita como para percibir su reticencia a alcanzar demasiado deprisa la intimidad. Después de todo, era su jefe, aunque no había ninguna ley estricta en contra de salir con un compañero de trabajo.

Pero un mes después de empezar a salir, Tony le había confesado el amor que sentía por ella. Aunque muy conservadora y cauta, Jen estaba a punto de entregarle lo que más apreciaba: su carrera y su virginidad.

Sintiéndose querida y deseada, vivía en una perpetua bruma rosa de amor. Lo único que anhelaba ser en el mundo era esposa de Tony y la madre de sus hijos.

El día de San Valentín, había sido la mujer más feliz de Texas. Con un vestido nuevo que apenas podía permitirse, se sentía como una adolescente aturdida. Había estado lista para que Tony la recogiera para pasar una velada romántica que cambiaría su vida, cuando sonó el teléfono.

Era su madre, que con voz llorosa llamaba desde un hospital en Fort Worth. La tía Crystal había sufrido un accidente de coche y se encontraba en situación crítica. Llamó a Tony al teléfono móvil para cancelar la cita. Él se ofreció a ir al hospital, pero Jen le había dicho que no era necesario.

Aquel día de San Valentín había terminado de forma trágica cuando su tía falleció. En mitad de la noche, sumida en un profundo dolor, regresó a Dallas al apartamento de Tony, necesitada del consuelo y la proximidad que él podía darle. Había tomado la decisión de entregarle su don más preciado, su inexperto amor físico, una afirmación de vida. Se entregarían el uno al otro, serían amantes, almas gemelas, para siempre.

Cuando la recibió en la puerta, ella supo de inmediato que pasaba algo raro. Con el torso desnudo y unos pantalones de pijama de seda, le regaló esa sonrisa mágica. Pero la expresión en sus ojos la asustó. La intuición hizo que pasara por delante de él y se dirigiera al dormitorio.

Al irrumpir en la habitación, otra mujer se sentó en la cama al tiempo que intentaba cubrirse los pechos. Mientras las dos se miraban, Tony agarró el brazo de Jen y le susurró que eso no significaba nada.

–No es nada serio –indicó, con expresión más tímida que arrepentida, como si quisiera sugerir que esas aventuras carecían de importancia.

Recordó con dolor renovado cómo había conseguido sacarla de la habitación, para murmurarle que la amaba a ella y que lo otro solo era sexo, sin dejar de sonreír.

Se lo quedó mirando, con el corazón roto, durante un rato. El hombre al que había estado a punto de entregarse, con astucia e inteligencia urdía sus artimañas mientras su amante yacía en su cama del otro lado de la puerta, totalmente olvidada.

Se apartó de él, disgustada e incrédula ante su expresión de perplejidad. Ni siquiera tuvo la decencia de reconocer su traición. Había estado tan irracionalmente enamorada, que había permitido que la cegara con sus mentiras, evasivas e infidelidades, sin importar las veces que los amigos le habían advertido de que tuviera cuidado.

Aquella noche Jen soportó dos muertes dolorosas, la de un miembro querido de su familia y la de su deseo de no verse envuelta jamás en la droga cegadora que era el amor. Una vez había perdido el control y eso la había destrozado. Se juró que nunca más sucedería.

Después de aquello, Tony tuvo el descaro de llamarla varias veces para ofrecerle sus disculpas. Y a pesar de la tortura que eso representaba, se resistió a su encanto. Y así transcurrieron dos interminables meses. Meses en que tuvo que soportar su presencia en el trabajo, sus contactos casuales, sus ojos cálidos y almendrados que prometían no mentir nunca incluso mientras mentían. Ojos que podían enloquecer a una mujer cuerda y volver tonta a una mujer inteligente.

Y cuando ya creía que no iba a ser capaz de resistir más, con la misma rapidez con que había aparecido, Tony abandonó D.A.A. Su carisma natural y su perspicacia económica le habían conseguido un puesto mucho mejor en el distrito financiero de Nueva York.

Y como último golpe de gracia, y para demostrar su amoralidad, se fugó con una compañera de trabajo, alguien con quien sin duda se había estado acostando mientras trataba de destruir la integridad de ella. Y ni siquiera se trataba de la misma mujer con la que lo había sorprendido en la cama.

Y con tristeza descubrió que el dolor y la sensación de traición no disminuyeron con la desaparición de Tony de su vida. Pero él no era el único que la había traicionado. También se sentía traicionada por sus emociones, que le permitieron estar ciega y sorda a la verdadera naturaleza de ese hombre. Nunca más iba a permitir que sus emociones se desbocaran.

Se sumergió de lleno en su carrera, restableciéndola como el objetivo primordial en su vida. Cualquier deseo de atraer a un hombre con adornos físicos, como ropa o maquillaje sexys, se desvaneció, aplastado con su ingenuidad.

¡Iba a conseguir la presidencia de D.A.A. o moriría en el intento! Sabía que estaba en una empresa conservadora que siempre había dado ese cargo a un hombre, asentado y casado. Aunque no podía hacer nada sobre su género, estaba decidida a convertirse en la perfecta candidata presidencial... meta que requería una pareja inmediata y respetable.

Se aseguraría una pareja que no solo tuviera éxito en su vida personal, sino que compartiera sus intereses y creencias. Encontrar un compañero vital con el intelecto en vez de con las emociones insustanciales y poco fiables dominadas por las hormonas era, desde luego, posible. Sus propios padres representaban un ejemplo perfecto de un equipo bien avenido, con mentes afines y que jamás se habían mostrado melosos el uno con el otro. Simplemente necesitaba un plan, unos pocos y buenos candidatos y un poco de intimidad, el tema que en ese momento flaqueaba.

Volvió a centrar la atención en el hombre que pintaba la valla. Al acercarse, la sorprendió clavándole la vista encima. Tenía las facciones tan sombrías como las suyas, como si la aproximación no hubiera sido un elemento de desconcierto.

Dejó la brocha sobre la lata de pintura y se irguió, plantando las manos en las caderas. La expresión poco amistosa sugería que era ella la invasora. «¡Qué descaro!», pensó Jen. «¿Quién diablos es la ejecutiva y quién el empleado?»

–De modo que eres la inquilina.

Sonaba como si la hubiera esperado, aunque tampoco le habría importado si se hubiera tirado por un risco.

–Sí, lo soy –repuso con igual tono de voz–. ¿Cuándo vas a acabar con esas tareas? Espero que este fin de semana, porque el lunes por la mañana comenzaré unas reuniones... muy importantes, y no puedo tener trasiegos ni... lo que sea –con la mano descartó el resto de la frase.

Él permaneció en silencio y el examen escéptico al que la sometió transmitió vibraciones insolentes. A pesar de la irritación que le causaba esa impertinencia, un rincón de su cerebro le susurraba que tenía una cara asombrosa. Los ojos eran de una claridad sobrenatural, espectacular y casi hipnótica. Aunque eran azules, exhibían una iridiscencia que le recordaba ópalos de fuego. Al mirar en ellos, perdió la concentración así como parte de su animosidad.

Él entrecerró los ojos y se encogió de hombros.

–El trasiego no puedo evitarlo, pero intentaré controlar «lo que sea» –se inclinó levemente hacia delante y ella retrocedió un paso–. Te guste o no –añadió–, voy a pasar aquí el mes de junio. El agente inmobiliario cometió un error. Te sugiero que hagas otros arreglos.

–¿A qué te refieres con un error? –preguntó sin quitarle la vista de encima.

–La empresa jamás alquila esta propiedad en junio.

–Claro que sí –contradijo–. Estoy aquí, ¿verdad?

–Ese fue el error. Que se te permitiera alquilar el lugar fue el error.

Se negó a aceptar su palabra y espetó:

–¿Por qué debería creerte?

–Llama y pregúntalo.

Sin dejarse intimidar, sacó el teléfono móvil del bolso y marcó el número de la central de la empresa.

–Es sábado –indicó él.

Lo miró ceñuda otra vez y cerró el móvil.

–Cierto –desconcertada, lo guardó en el bolso–. Mira, no me importa qué día es. He alquilado este sitio por tres semanas, y eso es inamovible.

El pelo oscuro y lustroso de él se agitó levemente con la brisa marina. Un mechón de ébano cayó sobre su frente arrugada. Perturbada por el modo en que eso la afectaba, centró la atención su mirada brillante y experimentó un sobresalto cuando sus ojos se encontraron.

–Durante años, junio ha estado reservado para... mantenimiento. Al parecer el nuevo director de leasing no lo sabe. Esto no va a funcionar.

–Tiene que hacerlo –replicó–. He hecho planes. Tengo citas programadas para toda la semana. Algunos de mis... candidatos vendrán de otros estados. Mi anuncio saldrá durante toda la semana próxima y da esta dirección. ¡Me es imposible cambiar los planes!

–A mí también.

Jen no detectó amago alguno de preocupación o disculpa en la declaración. En todo caso, un toque de resentimiento. Enderezó los hombros para cerciorarse de que se erguía en todo su metro sesenta y cinco. No obstante, la diferencia en sus dimensiones seguía siendo cómica. Renuente a dejar que la hostilidad de él la intimidara, le devolvió el gesto ceñudo.

–Entonces... –dijo con voz serena–, parece que nos encontramos en un punto muerto.

La observó largo rato con ojos centelleantes, luego la sorprendió asintiendo.

–Eso parece.

A Jen no le gustaba transigir, pero tuvo que reconocer que lo había juzgado mal. Había pensado que cedería y que le pediría disculpas. Pero al parecer se tomaba los compromisos con tanta seriedad como ella los suyos. Siendo una persona lógica, podía entender la obstinación de la que hacía gala, si marcharse de la propiedad iba a significar perder trabajo y dinero para llevar alimento a la mesa.

Quizá estaba siendo paranoica. Era poco probable que eso llegara hasta su empresa. Tenía suficientes cosas de las que preocuparse como para añadir una acentuada desconfianza.

–Bueno, supongo... –la frase murió por falta de entusiasmo. Con esfuerzo, se obligó a continuar y a enfrentarse al hecho de que no tenía otra elección–. Supongo... que puedes quedarte. Solo te pido que no estés dentro de la casa mientras... llevo a cabo las entrevistas –lo miró a los ojos duros–. Mantendrás las distancias. ¿De acuerdo?

Después de un silencio que pareció durar una eternidad, él bajó la cabeza en una aceptación reacia y lenta.