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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Valerie Parv

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Puro amor, n.º 1765 - agosto 2014

Título original: Crowns and a Cradle

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4699-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

 

El príncipe Josquin de Marigny había procurado que ni su mirada ni su actitud revelaran su intranquilidad. Pero su buen amigo Peter Dassel, que presidía el Consorcio Carramer del cual Josquin era patrocinador, se acercó y le murmuró al oído.

–Ahora que has hecho acto de presencia y has asistido a la entrega de premios estarás esperando una buena oportunidad para escabullirte, ¿me equivoco?

La recepción de entrega de los premios a la excelencia en los negocios de la firma Carramer ya había agotado el tiempo que el príncipe le había asignado en su apretada agenda. El motivo principal había sido la excesiva duración de los discursos de agradecimiento de los galardonados. Ahora se arremolinaban en torno al espléndido salón del ala este del castillo de Valmont mientras disfrutaban del café, las deliciosas pastas y el intercambio de información. No era de extrañar que no mostraran la menor premura por despedirse.

–Confiaba en que mi desazón no resultara tan obvia –Josquin reprimió un suspiro.

–No tengas en cuenta mi opinión, Josh –Peter sacudió la cabeza–. Hace mucho tiempo que nos conocemos.

Josquin se remontó mentalmente a la época del colegio. Se habían conocido con tan solo ocho años de edad. En calidad del hijo del embajador australiano en Carramer, Peter había rechazado sentirse intimidado por el título nobiliario de Josquin o por su íntima relación con la poderosa familia Carramer. Peter había desafiado a Josquin en una carrera de velocidad para demostrarle que era su igual. Josquin, poco acostumbrado al desafío de los plebeyos, había aceptado. Tras una carrera el doble de larga de lo que Peter había propuesto inicialmente, habían cruzado juntos la meta en un final muy reñido. Después de aquello se habían hecho muy buenos amigos. Josquin había aplaudido la decisión de Peter al solicitar la ciudadanía en Carramer y su amistad se había afianzado con los años.

Peter esbozó una sonrisa cómplice y habló en voz baja.

–Confío en que sea muy bonita –señaló.

–¿Quién? –Josquin frunció el ceño y sostuvo la taza de café a poca distancia de sus labios.

–La mujer con la que tanto ansías reunirte –apuntó Peter.

Josquin bajó la taza y la depositó en la bandeja de un camarero que pasaba junto a él.

–¿Cómo sabes que se trata de una mujer?

–No lo sabía, pero no pierdo la esperanza –exclamó Peter–. ¡Por el amor de Dios, Josh! Cumplirás treinta años el mes que viene. ¿No va siendo hora de que sientes la cabeza?

–Quizás me guste ser un espíritu libre –replicó Josquin.

–O puede que seas demasiado exigente –opinó Peter.

–¿Sabes que se considera alta traición hablar de ese modo a un miembro de la familia real? –preguntó Josquin con ironía.

Peter fingió un alarmismo muy poco convincente.

–Alguien tiene que hacerlo. Tu empeño por recuperar las tierras y la fortuna de tu familia es encomiable. Pero al ritmo que llevas habrás cumplido los cuarenta antes de que una mujer se fije en ti. Así que pensar en boda me parece una temeridad.

Josquin saludó amablemente a unos de los agraciados con una leve inclinación de cabeza mientras repasaba su estricto horario. Hasta que no tuviera algo más que ofrecer a una mujer no planeaba comprometerse emocionalmente con ninguna.

–En los tiempos que corren –adujo Josquin–, un hombre de cuarenta años no es demasiado mayor para contraer nupcias.

–Eso depende si quieres tener suficiente aguante para jugar con tu descendencia real cuando llegue. Personalmente preferiría tener a mis hijos mientras todavía fuera un hombre joven para disfrutar de ellos plenamente.

Como padrino de los hijos de Peter, un niño de tres años y una niña de doce meses, Josquin se sentía inclinado a admitir ese punto. Sintió una expresión glacial apoderándose de su rostro.

–Todos no podemos ser tan afortunados como tú –dijo.

–La suerte no tiene nada que ver. Desde el primer día en que mis ojos se fijaron en Alyce supe que era la mujer de mi vida. Tracé un plan estratégico para conquistarla y lo demás es historia.

–¿Acaso ella sabía que eras tan calculador?

–Sí, lo sabía –Peter se rio–. Más tarde descubrí que ella había tenido la misma idea. Pero, bromas aparte, confío en que cuando encuentres a la mujer adecuada no permitas que tu orgullo se interponga entre vosotros.

Su amigo se volvió para departir con otro invitado, pero sus palabras permanecieron en el aire sobre Josquin como negros nubarrones. A Peter le resultaba muy sencillo sermonearlo. Sus padres no habían despilfarrado todo lo que tenían como si no existiera un mañana. Fleur, su madre, antigua dama de honor en la corte del príncipe Henry, gobernador de la provincia de Valmont, se había hecho a su nuevo papel de princesa sin dificultad. Consentida por el padre de Josquin, León, que no podía negarle nada, Fleur había vaciado todas las cuentas corrientes como si las arcas reales no tuvieran fondo hasta que León se había visto forzado a vender casi todas las propiedades de la familia para poder salir adelante.

Tan solo gracias al mecenazgo del príncipe Henry, que había tratado a Josquin como a un hijo, este había podido completar sus estudios. Siempre que pensaba en ello sentía una enorme deuda de gratitud. El príncipe Henry no había tenido ninguna obligación de ocuparse de su educación. Tenía su propio padre, a pesar de su falta de previsión, y Josquin no tenía ningún parentesco con el príncipe. Pero el hijo natural de Henry había fallecido en la veintena y Josquin sabía que él había ayudado a paliar ese vacío en la vida del regente. Era, pese a todo, una contraprestación muy pequeña a cambio de todo lo que había hecho el príncipe por él al compensar la inocua negligencia que sus padres había demostrado con relación a Josquin.

Josquin no había tenido verdadero conocimiento de la irresponsable actitud de sus progenitores hasta los veintitrés años. Su padre murió a causa de un infarto y tan solo dejó los restos de la propiedad de la familia en las afueras de la capital, Solano. Josquin no tardó en comprender que su madre no podría arreglárselas sola y que confiaba en que él se hiciera cargo de ambos.

Le había llevado años de trabajo duro y austeridad antes de que alcanzaran una posición desahogada. Incluso en la actualidad el estilo de vida de su madre apenas podía considerarse frugal, si bien ella no dejaba de quejarse por lo que consideraba unas circunstancias constringentes. No tenía la menor idea de lo que le costaba a su hijo mantener su vestuario renovado y mucho menos lo que suponía la mansión de Solano. Era como si el dinero se le escapara entre los dedos como agua. Su comportamiento prevenía en contra del matrimonio.

Pese a todo, Josquin volvió a pensar en la mujer que Peter había adivinado que él deseaba conocer tan pronto como se lo permitieran las circunstancias. Conocía a esa mujer hasta el mínimo detalle. Sería capaz de encontrarla entre una multitud, relatar su pasado, sus costumbres y su estilo de vida, sus gustos a la hora de vestirse y en las comidas, igual que si hubieran estado casados durante años. Era extraño pensar que fuera a conocerla cara a cara por primera vez.

Sarah McInnes era el nombre por el cual se la conocía en América. Ese nombre evocó en su mente la imagen de una deslumbrante mujer de cerca de veinticinco años. Su larga melena tenía el color de la nuez moscada y caía ondulado hasta los hombros. Los ojos marrones remitían al ciervo que acostumbraba a correr libre y salvaje en los bosques de Carramer.

Había visto tantas fotografías de ella que podía imaginar que si estuviera junto a él en ese instante le llegaría a la altura de la barbilla una vez que se hubiera descalzado. Los informes aseguraban que había estudiado baile en su adolescencia hasta que había crecido demasiado para convertirse en bailarina y, entonces, había abrazado el mundo del arte como directora adjunta de un museo tras finalizar sus estudios. A Josquin no le costaba imaginar que se movería con la delicadeza grácil de una bailarina clásica.

Dos años atrás se había mudado del cuarto que ocupaba en la casa de sus padres y se había instalado por su cuenta. Claro que no vivía sola. Josquin frunció el ceño al pensar en el bebé al que Sarah había dado a luz hacía un año. No había señales del padre y los investigadores de Josquin no habían podido identificarlo. El príncipe notó una tensión involuntaria en su cuerpo mientras pensaba en que Sarah había tenido que manejarse sola desde que había tenido a su retoño. Había pasado buena parte de su infancia arreglándoselas solo mientras sus padres se ahogaban en su propia abundancia y no le costaba sentir cierta empatía con la lucha de Sarah.

Sentía curiosidad por conocer los motivos que habían provocado la ruptura con su familia americana. Se había quedado embarazada después de su salida de la casa de sus padres y eso descartaba el embarazo como causa del distanciamiento. Según los informes, Sarah se había llevado consigo muy pocas cosas cuando había abandonado el domicilio familiar y su vida actual carecía de lujos. Josquin solo podía sentir admiración por la vida que había elegido para ella y su hijo.

Puesto que los investigadores habían localizado su pista hacía pocos meses, Josquin había seguido los progresos de Sarah con creciente interés. Cada nuevo informe elevaba un grado la fascinación que sentía hacia ella y cada vez se mostraba más impaciente ante la idea de conocerla en persona. De no ser por su determinación en no comprometerse con ninguna mujer, esa preocupación hacia ella habría resultado un interés muy serio.

Miró la hora en el Rolex de pulsera. ¿Dónde se habría metido el caballerizo al que había instruido para que interrumpiera la recepción si se alargaba demasiado? En ese preciso momento, Gerard apareció en la puerta y su mirada barrió el salón hasta que descubrió a Josquin. Se acercó al príncipe y se inclinó ante él..

–Alteza, su próxima cita lo aguarda –anunció solemne.

Josquin pensó que había llegado en el momento justo. Dirigió a Peter una mirada de disculpa.

–Si me perdonas, el deber me reclama –dijo.

Peter inclinó la cabeza respetuosamente, pero Josquin apreció un brillo socarrón en la mirada de su amigo.

–Muchas gracias por apoyar nuestro trabajo, Alteza. Es, como siempre, un honor –dijo, y añadió entre dientes–. Cuando te reúnas con esa misteriosa mujer, no hagas nada que yo no haría.

Josquin reprimió la tentación de recordar a su amigo el amplio espectro de posibilidades que encerraba sus palabras. Peter no había sido precisamente un santo hasta el día de su matrimonio. Pero Josquin no tenía intención de ocultar que se trataba de una mujer. Eso tan solo avivaría las sospechas de Peter.

Permitió que su caballerizo le abriera paso entre la multitud mientras saludaba a los asistentes en su camino hacia la salida. Lanzó un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró a sus espaldas. Esa clase de actos resultaba muy beneficiosa para la economía de la provincia y, en calidad de consejero principal de los asuntos del príncipe Henry, Josquin los atendía de buen grado. Pero eso no era óbice para que aquellos actos sociales lo aburrieran terriblemente.

Muy al contrario del encuentro que se avecinaba.

Una sonrisa se dibujó en su rostro al anticipar su encuentro con Sarah. Era consciente de su belleza y estaba al corriente de su vida, pero deseaba conocerla en carne y hueso. ¿Sería tan encantadora en persona como auspiciaba la instantánea en la que aparecía jugando con su hijo, sentaba sobre una manta, en un parque cercano a su apartamento? Ignoraba que la estaban fotografiando y esa deliciosa naturalidad había quedado grabada en la mente de Josquin.

Sus facciones se tornaron serias de un modo abrupto mientras sus pensamientos vagaban más allá del encuentro inicial. No era la primera vez que deseaba que Henry no hubiera insistido para que él fuera el encargado de encontrarla y traerla de vuelta a Carramer. Después de todo lo que el viejo príncipe había hecho por él no podía negárselo, pero eso no le hacía sentir mejor. Y no sería el único una vez que Sarah descubriera lo que Henry esperaba de ella. Josquin pensó en la reacción de la joven mientras aguardaba su coche para reunirse con ella.

Capítulo 1

 

Sarah McInnes acunó al niño en sus brazos.

–Ya falta poco, pequeñín –murmuró con ternura.

Empujó la maleta con el pie hacia delante, molesta ante la exasperante lentitud con que avanzaba la cola. Quizás los habitantes de Carramer fueran «los mejores anfitriones del mundo», tal y como rezaban los folletos, pero los oficiales de aduanas mostraban escasa preocupación ante las necesidades de un bebé. Christophe estaba cansado después del largo viaje y Sarah intuía que estaba más que dispuesto a hacer trabajar sus pequeños pulmones.

Sabía que estaba siendo muy ingrata. Estaba a punto de visitar uno de los países más bellos del mundo, gracias al ordenador de una emisora de radio local que había seleccionado su número de teléfono al azar en un concurso. Si tenía en cuenta la ley de probabilidades en una rifa de ese calibre, ¿cómo podía sentirse infeliz? Achacó su mal humor al cansancio. A pesar de la ayuda de las azafatas de vuelo, que se habían turnado para distraer al niño, Christophe había estado inquieto casi todo el trayecto. Y la consecuencia directa era que Sarah apenas había descansado.

De pronto llamó su atención el revuelo que se había formado frente a la garita de aduanas. Un hombre muy atractivo se dirigió a los oficiales y habló con ellos quedamente. La respuesta de estos, instantánea y decididamente respetuosa, hizo que Sarah se preguntara quién sería aquel hombre y por qué todo el mundo se había vuelto hacia él cuando había hecho acto de presencia.

Había renunciado a los hombres, incluso aquellos cuyo cabello reflejara el color de la medianoche y la figura de un atleta constreñida en un traje de Gales. Sarah pensó que aquel hombre nunca podría comprarse ropa que le sentase bien en unos grandes almacenes, vista la anchura de sus hombros y la estrechez de la cintura. Desde su posición, Sarah no le veía las piernas. Pero mientras cruzaba el pasillo de aduanas, los hombres que lo acompañaban habían mantenido su paso a duras penas.

La intensa mirada del hombre estudió la gente que aguardaba su misma cola. ¿Había sido producto de su imaginación o se había fijado en ella más tiempo que en el resto de la gente? No había ninguna razón especial que la destacara por encima de los demás. Era tan solo una turista más que venía a disfrutar de unas vacaciones. Había otra cola diferente para las personas que viajaban por motivos de trabajo. Eso descartaba que en su cola hubiera algún pez gordo dispuesto a invertir millones en la economía del reino de la isla de Carramer, y ella menos que nadie.

Para alguien como Sarah, que no tenía el menor interés en los hombres más allá del adorable niño que sostenía en sus brazos, resultaba desproporcionada la atención que estaba prestando al modo en que todo el mundo se inclinaba ante un solo hombre. Señaló con su dedo la pantalla del ordenador que tenía junto a él y susurró algo en voz baja.

Sarah concluyó que se trataba de otro oficial de aduanas. Quizás fuera uno de esos hombres cuya sola presencia llamara la atención, al margen de su puesto.

Como no tenía ninguna prisa, Sarah se dedicó a estudiar la fisonomía del hombre. Calculó que andaría cerca de los treinta, pero no era fácil concretar ese dato si tenía en cuenta que se movía con la agilidad de un atleta. Cuando, finalmente, el hombre se marchó, Sarah experimentó una curiosa decepción.

Se asustó cuando un soldado se acercó a ella y le puso la mano en el hombro.

–Por favor, haga el favor de acompañarme, señora –dijo.

Había en su tono de voz un indicio imperativo y Sarah notó cómo se le encogía el estómago. ¿Acaso había cometido un error cuando había formalizado los trámites de entrada al país para ella y Christophe? Sarah nunca se había metido en líos y nunca había estado antes en Carramer. Al estudiar los folletos se había sentido irremediablemente atraída por el lugar y había visto la posibilidad de satisfacer el sueño de su vida al visitar una isla de Pacífico Sur. ¿Cuál sería el problema?

Decidió que no estaba dispuesta a abandonar su sitio en la fila sin una explicación.

–Estoy segura que solo quiere ayudarme –dijo con firmeza–. Pero ya casi estoy al final de la cola y si pierdo mi sitio será muy duro para mi hijo. Está muy cansado e irritable.

Para confirmar sus palabras, Christophe emitió una sucesión de gemidos en crescendo que se ganaron la simpatía del soldado.

–El niño es la razón por la que quisiéramos franquearle la entrada –dijo por encima de los lamentos del bebé–. Por favor, venga conmigo.

Puesto que era la única persona que llevaba un bebé en brazos, Sarah supuso que los oficiales se habían apiadado de su situación. ¿Quién era ella para discutir si podía acelerar las gestiones? Consciente de las miradas curiosas del resto de turistas, Sarah permitió que el soldado llevara su maleta y lo acompañó a través del pasillo hasta unas puertas batientes de madera. El oficial abrió una de las hojas, dejó la maleta en el suelo y sostuvo la puerta abierta para que Sarah pudiera entrar.

La actividad había despertado a Christophe y Sarah se alegró. Había dejado de llorar y sus gemidos entrecortados habían cesado. Ahora el niño lo miraba todo con verdadera curiosidad. Sabía que la tregua no duraría siempre, pero agradecía el descanso.

Antes de cerrar la puerta, Sarah observó cómo el soldado colocaba una valla delante de la puerta. ¿Sería para retenerla allí dentro o para que nadie más entrase? Después la pesado puerta se cerró por completo y el murmullo que provenía del pasillo se desvaneció. Tan solo escuchaba el sonido de su propia respiración. El suelo de moqueta amortiguó sus indecisos pasos en la habitación.

–Por favor, pase y acomódese.

No había sido su imaginación. El misterioso hombre de aduanas le había dedicado una atención especial. Y en aquel momento también lo hacía. Sarah se acercó lentamente al enorme escritorio antiguo tras el cual aguardaba sentado. Tenía una carpeta de cuero abierta frente a él y observó alarmada que su fotografía destacaba sobre un montón de papeles. Y no era la fotografía de su pasaporte. La imagen era de ella con Christophe en el parque, frente a su apartamento. ¿Cómo había llegado hasta allí y qué hacía en manos de aquel extraño personaje?

Se sentó en el borde de un sofá de cuero frente al escritorio, acomodó a Christophe en sus rodillas y el niño comenzó a jugar con las cuentas ambarinas de su collar.

–¿Le importaría explicarme qué está pasando?

–En primer lugar necesito confirmar algunos detalles. ¿Podría ver su pasaporte, por favor? Y también el documento del niño.

–¿Hay algún problema? –preguntó mientras tendía los documentos.

–No hay ningún problema, se lo aseguro. Esto solo nos llevará un momento.

A pesar de sus palabras, el temor de Sarah creció mientras el hombre estudiaba los pasaportes. Se dijo que sus modales eran muy agradables. Asumió que si había alguna irregularidad, el hombre no desviaría su vista del documento a ella. Parecía que se sintiera intrigado por su presencia.

No ayudó a sosegarla descubrir que el hombre era mucho más atractivo de cerca de lo que le había parecido a cierta distancia. Sus ojos despedían reflejos dorados, pero eran tan azules como el mar embravecido. Y su piel morena corroboraba la primera impresión de que se trataba de un deportista. No era difícil imaginarlo en el puente de mando de un yate, manejando el timón para amansar el ímpetu de las olas. Su presencia autoritaria sugería que saldría victorioso.

Ya que lo estaba estudiando detenidamente, no podía sentirse insultada ante la inspección concienzuda de la que ella misma estaba siendo objeto. Se habría sentido muy halagada si no fuera porque desconocía el motivo por el cual la habían elegido.

–Su nombre completo es Sarah Maureen McInnes y su hijo se llama Christophe Charles…¿McInnes?

–Soy madre soltera, si se refiere a eso –replicó Sarah con sequedad al apreciar la entonación sospechosa en la voz del oficial.

–Es una simple comprobación de datos –se disculpó–. No hay ningún juicio implícito.

Sarah lamentó una reacción tan defensiva. El hecho de que otras personas hubieran llegado a conclusiones falsas y poco amables acerca de su situación no significaba que todo el mundo pensara del mismo modo.

–Estoy cansada. Y Christophe también. Ha sido un viaje muy largo –señaló a modo de disculpa–. Me gustaría saber qué está pasando, señor…–leyó el nombre en la placa que había sobre la mesa–, señor Sancerre.

La comisura de su boca se torció ligeramente.

–Perdóneme por no haberme presentado antes. Mi nombre es Josquin de Marigny. El director del aeropuerto, Leon Sancerre, me ha cedido amablemente su despacho para esta reunión.