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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Valerie Parv

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Un acuerdo muy especial, n.º 1782 - agosto 2014

Título original: The Marquis and the Mother-to-Be

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-4701-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

 

Portadilla

Créditos

Sumário

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

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Prólogo

 

Carissa Day sintió una repentina emoción al entrar en la propiedad con el agente inmobiliario. El descuidado jardín, la casa vieja con paredes de madera, las ventanas y el tejado hacían que la casa pareciera estar en armonía con la selva que la rodeaba. Y el hecho de que estuviera a veinte minutos del pueblo más cercano le daba un mayor encanto.

—Señor Hass, ¿está seguro de que me ha dicho el precio correcto? —le preguntó preocupada. La casa era perfecta para hacer de ella un pequeño hotel, aunque necesitaba muchos arreglos.

—Estoy seguro —dijo el agente—. Esta casa solía ser un lugar de retiro para una familia muy rica, pero lleva dos años sin usarse. El dueño cayó enfermo y falleció hace nueve meses y el nuevo dueño me pidió que la vendiera. Está en la Carramer Royal Navy y viaja mucho, así que no tiene tiempo para ocuparse de la casa.

—¿Quién era el dueño?

Hass dudó un momento.

—Era de un hombre llamado Valmont. Su sobrino, mi cliente, heredó la propiedad.

Carissa había conocido al agente inmobiliario por casualidad, en el Monarch Hotel de Tricot. Se había quedado allí para buscar una casa en la zona. Le había contado al agente que era australiana y que cuando tenía quince años había vivido en Carramer con su hermano y su padre, que era diplomático. Nunca había estado en aquella zona, pero el nombre del antiguo dueño le resultó familiar.

—¿No pertenecen los Valmont a la Familia Real?

El agente apartó la mirada.

—Muchas familias de Carramer afirman formar parte de la Familia Real.

Carissa recordó a los hermanos de Marigny. Los había conocido durante su adolescencia y eran auténticos miembros de la realeza. Mathiaz era barón y Eduard era marqués. En aquella época, había pensado que estaba enamorada de Eduard, incluso en aquel momento sintió cómo su corazón se aceleraba al recordar al guapo marqués.

Sin embargo, no había ido a Carramer por él, se dijo a sí misma. Había pasado mucho tiempo desde aquel amor juvenil.

Hass la llevó por un camino de piedras hasta que llegaron a una puerta trasera.

—Los muebles y otros enseres de la casa están incluidos en el precio.

—Eso me ayudará bastante, ya que la mayor parte de mis pertenencias están almacenadas —los ojos del agente brillaron con entusiasmo y ella se arrepintió de haber desvelado su interés—. Aunque necesita mucho trabajo.

—El precio no es muy alto a causa del estado de la casa y además es negociable.

A Carissa la alegró oír aquello. Sin embargo, a pesar de que la casa tenía un precio bastante razonable y Hass le había dicho que el dueño estaba dispuesto a ofrecerle cómodos plazos para pagarla, tendría que gastarse la mayor parte de su herencia en pagarla.

Hass estaba intentó abrir la puerta trasera, pero la cerradura parecía rota. Él la miró y sonrió.

—Las llaves se han perdido, por eso vamos a entrar por la cocina —Carissa frunció el ceño—. Tiene cerrojos de seguridad en la parte interior, pero si decide comprarla hay un cerrajero en Tricot que podría poner más cerrojos.

—Hablaré con él.

Carissa no quería mostrarse tan decidida pero no pudo evitarlo. Algo en su interior le decía que aquella era la casa ideal. Llevaba el cheque en el bolso, como le había aconsejado Hass, y al ver la casa se alegró de que nadie pudiera quitársela.

El interior de la casa le encantó, y no intentó ocultarlo. Cuando terminó de verla, Carissa tomó aire.

—¿Hasta qué punto cree que el dueño está dispuesto a negociar?

Capítulo 1

 

Eduard de Marigny, marqués de Merrisand, se preguntó si sería capaz de reconocer el terreno como para aterrizar con el helicóptero. Habían pasado dos años desde su última visita a Tiga Falls, y en aquella época no tenía helicóptero. La finca había pertenecido a su tío, el príncipe Henry, y habían ido en la cabalgata real desde Perla, la capital de Valmont Province, que estaba a doscientos sesenta kilómetros de allí.

Al ver la casa de madera rodeada por la salvaje vegetación, Eduard se dijo a sí mismo que era curioso que hubiera heredado la casa. La verdad era que no echaba de menos al viejo monarca que había reinado siempre con mano de hierro. Josquin, el primo de Eduard, se había hecho cargo del reinado de la provincia hasta que el heredero, el príncipe Christopher, fue mayor de edad. Josquin hacía un buen trabajo y era más accesible que Henry.

Sin embargo, Henry había sido un estricto defensor de los títulos nobiliarios y el protocolo. Había consentido que Eduard quisiera formar parte de la Carramer Royal Navy, sobre todo al haber luchado por ganarse un alto cargo dentro de ella, aunque no le gustaba la falta de formalidad con la que los hombres de Eduard lo trataban.

Eduard tenía unas semanas de permiso y pensaba quedarse en la casa pensando sobre su futuro. Mathiaz, su hermano, le había ofrecido un puesto dentro del gobierno, pero él lo había rechazado.

Aterrizó con suavidad detrás de la casa y se quedó dentro del helicóptero hasta que las hélices se pararon. Le resultaba extraño que nadie saliera a recibirlo, pero los empleados de la casa se habían retirado o habían buscado otros trabajos tras la muerte de su tío. Mathiaz le había ofrecido mandar a gente para que fueran preparando la casa pero la Marina había acostumbrado a Eduard a hacer las cosas por sí solo, y prefería que todo siguiera igual.

—¿Y qué hay de tu seguridad? —le había preguntado su hermano.

—No he tenido guardaespaldas en la Marina, así que no creo que los necesite en la casa de Tiga Falls.

A Mathiaz no le gustó la idea pero no había insistido demasiado. Eduard solía estar rodeado de gente, tanto en su vida de miembro de la Familia Real como en la Marina, y tenía ganas de estar solo.

Agarró parte de su equipaje y salió del helicóptero muy contento, le encantaba aquel lugar. Decidió entrar en la casa e inspeccionar un poco antes de nada, después llevaría el resto del equipaje.

La llave de la puerta principal no abría. Frunció el ceño y probó con otras llaves pero ninguna servía. Un poco molesto, se dirigió a la parte trasera de la casa. Allí descubrió un coche aparcado. ¿Habría mandado su hermano a alguien?

Eduard se acercó al vehículo; estaba abierto y era un coche viejo y humilde. La única pista acerca de la identidad de su conductor era un sombrero de paja con flores bordadas. «¡Qué curioso!», se dijo a sí mismo.

La llave de la cocina tampoco entraba en la cerradura. De repente se le ocurrió tirar de la manivela y la puerta se abrió. Todo era muy extraño.

Pensó que la casa olería a cerrado, ya que había estado más de dos años cerrada; sin embargo, estaba ventilada y en ella se respiraba un suave aroma. Le pareció oler a comida, pero no podía ser. Menos mal que no creía en los fantasmas, porque estaba empezando a pensar que la casa estaba encantada.

El fantasma debía de ser una mujer joven, decidió al ver ropa interior colgada de un tendedero improvisado en la cocina. El plato y la taza recién fregados le dieron más pistas acerca de aquella misteriosa presencia.

Dejó su bolsa en la cocina y se dirigió a los dormitorios, aquella parte de la casa también parecía ocupada. Alguien se había instalado en su dormitorio preferido. Estaba claro que el fantasma dormía en aquella habitación.

De repente sintió que algo cilíndrico y metálico le apretaba la espalda, y se quedó helado.

—No se mueva. Tengo una pistola y sé cómo usarla —le dijo una voz femenina y amenazante.

 

 

Carissa había salido a dar un paseo y cuando estaba ya muy cerca de la casa oyó el helicóptero. Vio cómo volaba a baja altura antes de que desapareciera detrás de unos árboles, en dirección a Tricot, al otro lado del río. Se preguntó qué lo había llevado hasta allí.

Deseó que no se tratara de una emergencia médica. Poco después de instalarse en aquella zona, había ido a ver al médico local y él le había contado que las emergencias eran llevadas al hospital de Casmira, a ochenta kilómetros de Tricot. Al médico no le gustó la idea de que una mujer extranjera se instalara en un lugar tan apartado, mucho menos estando embarazada.

El médico le había dicho que, aparte de los mareos que sufría por las mañanas, estaba perfectamente.

—¿Su marido va a venir también? —le había preguntado.

Antes de contestarle, Carissa había hecho un gran esfuerzo por controlar su enfado.

—No —se había limitado a contestarle.

El médico no había insistido y ella no había vuelto a mencionar el tema. El bebé que llevaba en su vientre era suyo, y de nadie más. Tendrían una casa bonita que además les daría el dinero suficiente para vivir; y aquello era todo lo que necesitaban.

El ruido del helicóptero había desaparecido y pudo escuchar los pájaros y disfrutar de la paz y la tranquilidad que se respiraba en el lugar. Aquel paisaje de selva tropical la había enamorado.

Carissa procedía de Australia pero le encantaba Carramer. A su hijo le gustaría también aquel lugar, no podía haber en el mundo lugar más bello y más saludable para criar a un hijo.

Estaba decidida a criar a su hijo sola y quería hacerlo mucho mejor de lo que lo había hecho su padre. Graeme Day siempre estaba demasiado ocupado como para atender las necesidades y demandas de cariño de sus hijos. Él había tratado a su hermano Jeffrey y a ella como si fueran pequeños adultos, y esperaba que ambos se adaptaran igual de bien que él a los diferentes lugares donde vivieron.

A veces no les costaba adaptarse, pero otras sí. Para Carissa, Carramer había sido el único lugar donde se había sentido como en casa. Se había puesto muy triste cuando su padre les había comunicado que volvían a Australia. Ella era demasiado joven como para quedarse sola, así que se había prometido a sí misma que volvería en cuanto pudiera.

Su hermano no lo había entendido. A Jeff le encantaban las grandes ciudades, el ajetreo.

Suspiró. La casa todavía necesitaba muchos arreglos para convertirla en el pequeño hotel de sus sueños. Era hora de volver y trabajar un poco.

Al salir de la frondosidad del bosque y acercarse a la casa, lo primero que vio fue la puerta de la cocina abierta.

Alguien había entrado en la casa.

El coche permanecía en su lugar. Carissa miró a su alrededor antes de entrar. En la cocina no había nadie.

Apartó la ropa del tendedero por si tenía que salir corriendo y miró a su alrededor en busca de algo que pudiera utilizar como arma. Se decidió por un tubo metálico que había encontrado. Lo agarró con fuerza, tenía una idea.

Se dirigió hacia los dormitorios con cautela y cuando llegó al suyo se le encogió el alma. Había alguien en el cuarto.

Echó un vistazo a través de la rendija de la puerta y vio cómo el hombre miraba a su alrededor. Era más alto que ella y llevaba el pelo corto como un militar. Carissa tomó aire. ¡Dios! Era fuerte y musculoso y algo en su forma de moverse le resultó familiar; pero antes de que pudiera averiguar qué era, él se giró.

«Ahora o nunca», se dijo a sí misma mientras abría la puerta. Antes de pensar en los que estaba haciendo, se acercó a la espalda de aquel hombre y le apretó el tubo lo más fuerte que pudo.

—No se mueva, tengo una pistola y sé cómo usarla.

 

 

Eduard elevó sus manos con cuidado, no se le había ocurrido pensar que el fantasma tuviera una pistola.

—Podemos hablar tranquilamente, no haga nada de lo que se vaya a arrepentir.

—Parece estar muy seguro de que me arrepentiré.

Aquella voz era dulce y suave, y Eduard giró un poco la cabeza para poder ver a su posible agresora.

—¿Ha disparado a mucha gente? —preguntó.

—Solo a las personas que entran en mi casa sin permiso. Va muy bien vestido para ser un ladrón, ¿quién es usted?

Eduard se quedó atónito; aquella mujer había dicho que aquella era su casa. Decidió no discutir por el momento.

—Mi nombre es Eduard de Marigny.

—Sí, y yo soy la princesa Adrienne. Puede que sea de Australia pero sé que Marigny es el apellido de la Familia Real. Tendrá que inventarse otro nombre, porque conozco a Eduard.

Aquello lo sorprendió y no pudo evitar mirar un poco por encima del hombro. Pudo ver una cabellera rubia y sedosa y una piel pálida que parecía porcelana. Los ojos azules lo miraban con intensidad. Se trataba de un fantasma muy atractivo, pensó él.

Eduard suspiró.

—Mi nombre es Eduard Claude Philippe de Marigny, marqués de Merrisand, y actualmente también capitán de fragata en la Carramer Royal Navy. Si quiere comprobarlo, mi cartera está en el bolsillo de mi camisa.

Eduard oyó cómo ella tomaba aire al reconocer sus títulos, pero no apartó la pistola mientras alargaba la mano hacia el bolsillo de su camisa. Aquella caricia no intencionada hizo que a él se le acelerara el pulso, y de repente decidió que aquellas no eran formas de presentarse.

Agarró la muñeca del fantasma con fuerza y lo giró hasta tenerlo entre los brazos. Apretó con fuerza para que no se pudiera soltar y vio el tubo metálico que había usado como arma. Aquel fantasma parecía ser bastante ingenuo.

—Un fantasma bastante atractivo —murmuró él.

Ella se resistía.

—¿A qué se refiere? ¡Suélteme!

Él la agarró con fuerza.

—Antes quiero comprobar que eres real.

No pretendía besarla, pero no pudo contenerse, era una tentación tan grande... Parecía ligera como una pluma pero era fuerte.

Los labios de aquella mujer eran muy sugerentes, aunque su mirada estaba llena de furia. Él ignoró aquellos ojos amenazantes y descendió hasta sus labios, unos labios dulces, cálidos y provocadores.

Estaba disfrutando tanto de aquel beso que tardó en apartarse. En algún momento ella se dio por vencida y lo abrazó. Su boca se abrió cediéndole el paso, y el deseo no tardó en aparecer.

Se tuvo que recordar una y otra vez que no era el momento. Ya se había dejado llevar demasiado, su pulso estaba cada vez más acelerado. Tuvo que hacer uso de una gran fuerza de voluntad para levantarla y soltarla.

Ella parecía confusa y se apartó, aunque el color de sus mejillas y el brillo de aquellos ojos azules le indicó que también había disfrutado del beso.

—¿Por qué lo ha hecho? —le preguntó ella.

—Cuando entré en la casa, pensé que había fantasmas; tenía que asegurarme que usted era real.

—Está loco.

—Y usted es una intrusa. ¿Quién es usted? ¿Y qué está haciendo aquí?

Ella tosió.

—¿Que yo soy una intrusa? Se equivoca, el intruso es usted; esta casa es mía.

Él la miró fijamente, distraído con la intensidad de su mirada.

—Algo en usted me resulta familiar, ¿cómo se llama?

Ella estaba pensando lo mismo de él.

—Carissa Day, y repito que esta mi casa.

De repente él sintió cómo recobraba la memoria.

—¡Dios mío! Eres tú, Cris.

—Nadie me llama así desde que tengo quince años, excepto... ¿Eduard? ¿Eres tú?

Ella se fijó en él. Había cambiado mucho. Cuando lo conoció llevaba el pelo castaño y largo y era un adolescente. Había madurado mucho. Había pasado de ser un niño tímido inmerso en sus libros a un hombre fuerte e independiente. Él se cruzó de brazos; estaba claro que disfrutaba al verla tan asombrada.

—Te lo dije.

Ella también había cambiado. La última vez que se habían visto Carissa era una niña de piernas largas y un tanto desproporcionada. De repente y sin quererlo, recordó aquel último beso que se dieron y luchó por recobrar la compostura.

—De toda la gente que podía haber entrado aquí, tú eres la última persona que me habría imaginado —logró decir al fin.

—No entiendo por qué —le respondió él—. Esta casa ha pertenecido a mi familia durante muchos años. Era del príncipe Henry hasta que murió el año pasado.

Ella frunció el ceño.

—Seguramente por eso estaba a la venta.

Él la agarró del brazo.

—Tenemos que hablar, Cris... Perdón, Carissa.

—No te preocupes, no me importa que me llames Cris.

Carissa seguía desconcertada, y se dijo a sí misma que probablemente se debía a la repentina aparición de Eduard, no al beso. Lo siguió hasta la cocina, y vio cómo él se quedaba mirando el tendedero ya apartado. Sintió cómo sus mejillas se sonrojaban al darse cuenta de que había visto su ropa interior y se alegró de haberlo escondido. Los días en que lo único que le importaba era atraer la atención de Eduard ya estaban muy lejos, aunque lo que sentía en aquellos momentos parecía contradecirla. Seguramente se debía al estado de shock en que se encontraba.

—¿Están tu hermano y tu padre contigo? —le preguntó él.

Ella bajó la mirada.

—Papá murió hace un año de un repentino ataque al corazón.

—Lo siento.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Jeffrey sigue en Australia? —volvió a preguntar él.

—Papá le dejó la casa a él —no pudo ocultar lo mucho que aquello la había dolido. No había ninguna duda de que Graeme Day había pensado que estaba haciendo lo correcto al decir en el testamento que Jeffrey debía cuidar de su hermana hasta que esta se casara. Su hermano se había sentido avergonzado y le había ofrecido a Carissa la mitad del coste de la casa, pero aquello no había mitigado el dolor que ella había sentido, o había hecho desaparecer aquel sentimiento de desarraigo que había tenido toda su vida.

La madre de Carissa había muerto poco después de que ella hubiese nacido, y tan solo habían vivido unos pocos años en aquella casa familiar así que no sentía que fuera su hogar. Pero era lo único que había tenido, y el hecho de que su padre se lo hubiese dejado a su hermano la había dolido mucho. Sabía que su padre tenía ideas muy conservadoras acerca de las mujeres, pero nunca había llegado a pensar que haría algo así.