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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2013 Susan Civil Brown

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La última misión, n.º 2028 - octubre 2014

Título original: The Widow of Conard County

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5600-4

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

 

SHARON Majors vio al hombre que se acercaba a su casa por el camino polvoriento. Cojeaba ligeramente de la pierna izquierda y llevaba una mochila de lona colgada de un hombro. En esos tiempos tan complicados era frecuente ver vagabundos por Conrad County, Wyoming. No pasaba ni una semana sin que se presentaran algunos para buscar trabajo en su pequeño rancho.

Normalmente, no podía dárselo. Desde que Chet había muerto en Afganistán, ni siquiera había tenido fuerzas para ocuparse del rancho. Alquilaba los pastos a su vecino para que pastaran sus ovejas y el viento, el sol y la nieve empezaban a pasar factura a los edificios, las vallas y hasta a su propia casa. Últimamente, había intentado hacer algo contra ese deterioro. Sin embargo, ¿qué importaba? Si pudiera venderlo, lo vendería para huir de los recuerdos, pero nadie compraba ranchos pequeños en esos tiempos.

Cuántos sueños, pensó con tristeza. Chet siempre había querido tener algo de tierra para trabajarla cuando dejara el ejército. Hacía cuatro años, en uno de sus permisos, se instalaron allí. En ese momento, aquellos sueños estaban convirtiéndose en polvo y a ella le daba igual.

Observó al desconocido. Podía contratar a alguien para que hiciera cosillas, pero casi nunca lo hacía porque eran vagabundos. Los sentaba en el porche, les daba un par de sándwiches y algo de beber y les pedía que se fueran.

El verano, cuando no tenía clases, era lo más arduo. Todos sus amigos, que tampoco tenían clases, se marchaban para visitar a sus familias o tomarse unas vacaciones baratas. Ella también habría podido marcharse, pero unas vacaciones solitarias o la familia que tenía no le interesaban. Su madre, que había sido una mujer hermosa, se había convertido en una alcohólica y su padre, en un hombre amargado.

Por eso, se quedaba allí aunque sabía que estaba estancada, que hacía todo mal y que no podía hacer nada para evitarlo. Se dijo que no podía abandonar el rancho, pero solo era una excusa. Si lo abandonaba, ¿a quién iba a importarle?

Suspiró, fue hasta la puerta y esperó a que el hombre llegara y le hiciera la pregunta obligada. Sin embargo, cuando se acercó lo bastante, pudo ver que, al contrario que la mayoría de los vagabundos, tenía buen aspecto a pesar de la cojera. Tenía el rostro cansado, pero no demacrado, y el pelo moreno algo largo, pero parecía limpio. Además, su ropa vaquera y sus botas también parecían relativamente nuevas. Si hubiese estado en otra disposición de ánimo, incluso le habría parecido guapo en un sentido un poco tosco. Ese pensamiento repentino la incomodó y lo desechó enseguida. Bastante remordimiento sentía por seguir respirando cuando Chet estaba muerto. No pensaba sentir más remordimientos por una repentina atracción sexual hacia un desconocido. Esa parte se sí misma podía quedarse muerta y enterrada con Chet.

Se quedó detrás de la rejilla de la puerta, cerrada con pestillo, hasta que llegó. Él la miró durante un minuto antes de decir las palabras que dieron un vuelco a toda su vida.

—Es más guapa que en la foto que Chet tenía suya.

Ella se quedó boquiabierta, se agarró al marco de la puerta y palideció mientras se desmoronaba y todo se oscurecía. Oyó que él decía «mierda» y que empujaba la puerta entre juramentos porque el pestillo no cedía. Luego, oyó más improperios y que la puerta se astillaba antes de que unos bazos la agarraran. Esos poderosos brazos la levantaron.

—Menudo animal —se reprochó a sí mismo—. Podría haberle dicho: «Hola, soy Liam», pero lo he soltado como un animal.

Recordó cómo respirar cuando la dejó en el sofá y solo daba vueltas en la cabeza a una palabra: «Liam». El amigo del que tantas veces le había hablado Chet. Se sentó y empezó a ver con más claridad. Todo empezó a encajar otra vez y al tiovivo de la cabeza dio vueltas más despacio.

—¿Está bien? —le preguntó el hombre que tenía delante con una expresión de preocupación.

—Sí, sí —contestó ella cerrando los ojos un instante—. Ha sido muy inesperado.

—Lo sé. Últimamente soy un majadero —comentó él tocándose la cabeza—. LCT.

—¿LCT?

—Lesión cerebral traumática. Antes se me daban mejor las relaciones sociales.

—No... pasa nada.

¿Cuándo había perdido ella la capacidad de hablar? Era la impresión. No estaba preparada para que el pasado de Chet llamara a su puerta. Creía que era un capítulo que había cerrado después del entierro, cuando le presentaron las últimas condolencias.

—Estoy bien, estoy bien —consiguió decir ella como la letanía que se había repetido mil veces.

—Está pálida.

Él se alejó un poco para darle espacio.

—¿Eres Liam?

—Sí, Liam O’Connor. Supongo que Chet le habló de mí.

—Muchas veces. Siéntate, por favor.

Él miró alrededor y se sentó en el butacón que había sido el favorito de Chet. A ella se le encogió el corazón. Nadie se había sentado allí desde hacía dos años, pero era ridículo tratar a ese mueble como si fuera un monumento conmemorativo.

No supo qué decir. ¿Qué hacía allí y con una lesión cerebral? Una de las pocas cosas de las que se había alegrado había sido de que Chet no hubiese pasado por eso. No sabía qué decir o qué preguntar. Lidiar con un fantasma del pasado le parecía superior a sus fuerzas.

—He roto la puerta —comentó él—. Bueno, he astillado el marco —se miró las manos—. Supongo que he hecho demasiadas pesas. Lo arreglaré antes de marcharme.

Ella fue a decirle que no se preocupara, pero pensó que podía ser un error.

—¿Por qué... demasiadas pesas?

Él levantó la cabeza y ella vio que tenía unos ojos de un color verde muy especial.

—Era una especie de tratamiento.

—Ah...

Ella tampoco supo cómo asimilar eso y pensó que era un hombre torpe.

—Lo siento. Debería haberla avisado, pero, la verdad, no sabía cómo. Me pareció mal decírselo por teléfono y, en cambio, casi la mato del susto. ¿He dicho que ya no se me dan bien las relaciones sociales?

Se le encogió el corazón otra vez, pero por él. No podía imaginarse lo que era haber sufrido una lesión cerebral, no podía imaginarse cómo le habría cambiado toda su vida.

—No había ninguna manera acertada, pero ¿por qué has venido?

—Se lo prometí a Chet —pareció la respuesta más sencilla del mundo, pero no lo era para ella—. Habría venido antes, pero pasaron algunas cosas. Quería haber venido durante mi primer permiso después de que él muriera, pero... no recordaba nada... Estuve mucho tiempo en el hospital sin saber si iba o venía.

—Lo siento.

—Tardé bastante en recuperar la memoria —él se encogió de hombro—, al menos, casi toda. Entonces, encontré la carta.

—¿La carta? —preguntó ella con el corazón acelerado.

—Sí... ¿Está segura de que no voy demasiado deprisa? Es posible que haya una manera mejor de aclarar las cosas.

—¿Mejor?

—Señora Majors —él se encogió de hombros otra vez—, muchas veces no sé si me olvido de algo o voy demasiado deprisa. Estoy mejor, pero... Si me salto algo o soy demasiado brusco, dígamelo.

—De acuerdo.

Él no dijo nada, como si se hubiese retraído, y ella no supo si preguntarle algo o dejarlo. Hasta que esos ojos verdes se clavaron en ella otra vez.

—Lo siento. Algunas veces divago un poco. En cualquier caso, supongo que lo mejor es ir al grano. Ya no sé hacerlo de otra manera. Chet y yo éramos amigos, como hermanos, pero eso ya lo sabe. Siempre quise venir aquí con él para conocerla, pero nunca tuvimos un permiso a la vez. Siempre me hablaba de usted y de este sitio. Yo pensaba que estaba un poco loco.

—¿Loco? —preguntó ella porque no le gustaba esa palabra.

—No en el mal sentido —él se encogió de hombros—. Distinto. Nunca había conocido a nadie que hablara de tener un rancho para rescatar animales.

—Eso era lo que él quería. Todo tipo de animales, no solo cachorros.

—Me acuerdo. Algunas veces nos tumbábamos en la tienda de campaña o bajo las estrellas o en una cueva, dormíamos en cualquier sitio, pero él hablaba de los animales que no tenían dónde vivir. Quería salvarlos.

—Sí.

—Cada vez que hablaba de eso, salvaba a alguno más. La última vez iba a tener una manada de lobos y otra de caballos salvajes.

—Parece que estoy oyéndolo —comentó Sharon con una sonrisa inesperada.

—Aunque nunca supe cómo pensaba tener los lobos.

—Iba a cercar unas dieciséis hectáreas para una pequeña manada.

—Si había algo que sabía de Chet, era que lo habría hecho si era lo que quería hacer.

—Sí, él era así.

—También dijo que quería utilizar el rancho para enseñar a la gente.

—Quería organizar visitas guiadas, sobre todo, para colegiales.

—Es una buena idea, pero esas ideas iban creciendo cada vez que hablaba de ellas. Acabé creyendo que necesitaría más de un rancho.

Sorprendentemente, Sharon se rio con ganas.

—Tienes razón. Él siempre soñaba a lo grande.

—Era una forma de pasar esas noches interminables —él hizo una pausa—. Creo que será mejor que se la dé. No quiero entretenerla.

¿Qué tenía que traer?, se preguntó ella. Él miró alrededor antes de hablar.

—Me he dejado la mochila afuera. Ahora mismo vuelvo.

Lo miró alejarse y se fijó en la puerta astillada. Había arrancado el pestillo. Era asombroso, pero no le asustó porque lo había hecho para ayudarla cuando estaba desmayándose. Además, también se fijó en que, en realidad, no cojeaba. Era como si esa pierna no recordara cómo andar.

Volvió enseguida y se sentó en la misma butaca con la mochila a sus pies. Abrió un compartimento y metió un par de dedos.

—Nos intercambiamos unas cartas para que las lleváramos si nos pasaba algo.

Sacó un sobre y se lo dio a ella. Ella lo tomó con un nudo en la garganta y le dio la vuelta para ver su nombre escrito por Chet. Entonces, también vio una macha marrón en una esquina.

—¿Sangre? —preguntó ella con un hilo de voz.

—No es suya —contestó Liam inmediatamente—. Es mía.

Ella levantó la mirada. Los ojos habían empezado a escocerle.

—¿Eso hace que sea mejor?

Él no contestó.

—¿La has leído? —preguntó ella con ganas de abrirla y con reticencia a la vez.

—¡No! Era algo privado para usted. Por si pasaba algo. Pasó, maldita sea.

—Sí —ella cerró los ojos para contener las lágrimas—. Podías haberla mandado por correo.

—Prometí entregarla en mano —él se levantó de repente—. Puedo esperar fuera mientras la lee y luego, arreglaré la puerta antes de marcharme.

Él se fue al porche antes de que ella pudiera decir algo. Los dedos le temblaron y tenía el corazón en un puño. Habían pasado dieciséis meses, tenía que poder soportarlo después de tanto tiempo pasado, ya había soportado lo peor. Cuántas veces había deseado oír la voz de Chet una vez más o recibir otra carta, lo que fuese del hombre al que había amado tanto como a su vida. Esa carta no podía contener nada que no supiera, solo querría recodarle algunas cosas por si no volvía a casa, cosas que, seguramente, le habría repetido muchas veces.

La abrió lentamente. La cola se había secado y se abrió casi con solo tocarla. Sacó una hoja de papel y los ojos se le empañaron al ver su letra escrita a lápiz.

 

Sharon, querida, si estás leyendo esto... Bueno eso es evidente. Quiero que sepas que no me olvido de ti ni un instante, ni uno. Eres el motivo por el que sigo adelante. Eres lo único que he querido de verdad y lo único que quiero ahora es volver contigo.

Recuerda toda la alegría y felicidad que me has dado y toda la felicidad que hemos vivido juntos. Cuando lo recuerdes y me recuerdes, recuerda también lo que te dije más de una vez.

Sigue adelante, Sharon. Constrúyete una vida, recupera esa felicidad. Si no lo haces, mi cielo se convertirá en un infierno.

Amor eterno,

Chet

 

Temblorosa, arrugó el papel en un puño, se dejó caer hacia un lado en el sofá y se sintió dominada por un dolor como no sentía desde hacía mucho tiempo. Sollozó amargamente y las lágrimas le empaparon las mejillas y el sofá. Era como si ese dolor fuese a partirla en dos.

 

 

Liam, en el porche, vaciló. ¿Cómo había esperado que reaccionara? Si no hubiese estado herido, ella habría recibido la carta un año antes. Sin embargo, había llegado tarde y le había reabierto las heridas. Esa carta y la promesa que había hecho habían estado abrasándole la cabeza y el corazón desde que repasó sus cosas antes de marcharse de la rehabilitación.

—Quizá no hayas estado muy listo, amigo.

Se había acostumbrado a hablar solo para no perderse. Estaba mucho mejor que hacía seis meses, pero, algunas veces, no sabía dónde y por qué estaba. Por eso, se decía las cosas sin importarle las miradas de los demás.

Más de una vez, durante las últimas semanas, se había preguntado si no debería deshacerse de esa carta. Sin embargo, se lo había prometido a su amigo y no incumplía esas promesas aunque no supiera si se encontraría a una mujer que tenía una vida nueva y no quisiera mirar atrás. Cuando se enteró de que seguía en el rancho, pensó que quizá no hubiese pasado página todavía, que, quizá, la carta podría ayudarla. Además, tenía que cumplir la promesa.

Entonces, para su espanto, había sentido una punzada de deseo nada más ver a Sharon Majors, a la esposa de su amigo. Era una mujer deseable, menuda y curvilínea, con una mata de pelo castaño y unos ojos tan azules como una llama de gas. Unas partes de su cuerpo que se había olvidado de que existían recobraron la vida en cuanto la había visto. Eso hacía que se sintiera despreciable. Cerró los ojos un segundo por el asco que se daba a sí mismo y por el remordimiento. Chet no lo había mandado allí para eso.

Sin embargo, en ese momento, oía sus sollozos y se preguntaba por qué habían creído que escribir esas cartas era una buena idea. Chet las había llamado «palabras desde más allá de la tumba». Efectivamente, habían sido así de impactantes. Quizá no habría sido tan grave si hubiese podido entregársela pocos meses después de que Chet hubiera muerto, pero, en ese momento, era atroz y despiadada.

Su carta había desaparecido con Chet y se alegraba. Si tenía en cuenta que su hermana, el único familiar vivo que tenía, había renegado de él en cuanto sospechó que podría tener que darle de comer el resto de su vida, habría preferido que esa carta no acabara en sus manos jamás.

Oyó los sollozos y volvió al presente, a miles de kilómetros de Afganistán, a un año después del abandono de su hermana. Aunque no se había dado cuenta en su momento. Después de meses de terapia para recuperar la movilidad, gran parte de la memoria y la capacidad de hablar, el terapeuta lo ayudó a comprender que su hermana había vuelto a su casa de Texas y que no quería ocuparse de él. Cuando empezó a poder apañarse solo, consiguió olvidarse del dolor y se convenció de que nunca volvería a contar con nadie.

Oyó de nuevo los sollozos y deseó saber qué podía hacer. Ya no sabía qué hacer casi nunca. Algunas veces, sus reacciones eran imprevistas o no conseguía que lo entendieran. Además, parecía como si dijera muchas cosas inapropiadas. Podía recordar remotamente que hubo un tiempo en que no tenía esos problemas, pero remotamente. Suspiró con rabia y miró hacia la puerta. Recordó que la había roto y que había prometido arreglarla. Se quedó mirándola para intentar saber lo que tenía que hacer y en qué orden, pero se dio cuenta de que no podía.

Una impotencia abrumadora se apoderó de él. Había conseguido que una mujer que intentaba reponerse acabara llorando por la angustia, había reventado una puerta y, además, no podía imaginarse cómo arreglarla. No le sirvió de nada acordarse de lo que le dijeron los médicos cuando le dieron el alta. Le dijeron que había mejorado mucho más de lo que habían esperado y que, seguramente, mejoraría más todavía.

Soltó un improperio en voz muy alta. Sabía que no debería hacerlo, pero le daba igual. Debería entrar, recoger su mochila y dejar a esa mujer en paz. Sin embargo, no podía entrar mientras estuviese llorando. Se alejó por el camino polvoriento para intentar serenarse. Sabía que era impotencia y que tenía que sofocarla antes de que explotara e hiciera daño a alguien. Al menos, había aprendido eso.

 

 

Sharon lloró hasta que no pudo más. Cuando se sentó y se secó la cara, tenía la garganta irritada y le dolía el pecho. No había llorado así desde hacía casi un año.

Liam se había marchado. Se sintió mal por haberlo ahuyentado cuando solo había cumplido una promesa, pero, entonces, vio que la mochila seguía a los pies del butacón. Al menos, debería darle café y algo de comer, agradecerle que hubiese ido desde tan lejos para entregarle una carta. Tampoco podía haber sido fácil para él. Además, había sido el mejor amigo de Chet. Hablaba de él en todas y cada una de las cartas que había recibido de su marido. Tenía que sentir su pérdida tanto como ella y ni siquiera se había dado cuenta.

Fue al cuarto de baño para lavarse la cara, pero no consiguió deshincharse los ojos. Aunque tampoco le importaba. Era un dolor sincero, no algo que tuviese que disimular.

Volvió a ver la puerta astillada y le pareció algo simbólico, pero estaba demasiado aturdida para darle un significado. Entonces, un movimiento llamó su atención y vio a Liam que llegaba por el camino, como había hecho antes. Sin embargo, esa vez sintió alivio de no haberlo ahuyentado. Habría sido una vileza.

—¿Está bien? —le preguntó él cuando llegó a los escalones del porche.

—Sí. Siento haberte ahuyentado.

—No ha sido usted. Dije que arreglaría la puerta, pero no sé cómo.

Ella estuvo a punto de decirle que no se preocupara, pero captó cierta impotencia en la voz. La lesión cerebral, claro

—Podemos hacerlo juntos. Me vendría bien hacer algo con las manos, pero comeremos antes. No sé tú, pero yo estoy muriéndome de hambre.

Él dudo un instante antes de acompañarla adentro. Ella notó por primera vez que era más alto y más grande que Chet. Sería por todas las pesas que había levantado.

Lo llevó a la cocina. Era una habitación luminosa con armarios blancos, paredes y cortinas amarillas y un suelo de tarima. Era la primera habitación que Chet y ella terminaron después de comprar el rancho. El resto, lo hizo ella mientras él estaba fuera. Lo acompañó al pequeño comedor de madera con encimeras de azulejos.

—¿Hay algo que no te guste?

—Donde estuve te acostumbras a agradecer cualquier cosa comestible.

—Creo que puedo hacer algo mejor que eso. ¿Bebes café?

—No puedo vivir sin él.

Ella preparó una cafetera y empezó a hacer unos sándwiches de jamón y queso, gruesos, como le gustaban a Chet. A ella le gustaba cocinar. Desde hacía años, sus amigas se reunían allí una vez al mes para jugar a las cartas y, salvo una breve interrupción cuando murió Chet, la tradición había seguido. Siempre le había gustado el barullo y hacer comida para los demás.

Su estado de ánimo mejoró con la actividad y pudo sonreír un poco cuando le sirvió la comida a Liam. Se sentó enfrente de él con su café y su sándwich.

—¿Ibas de camino a algún lado? —le preguntó para hablar de algo poco comprometido.

—No.

—¿Viniste hasta aquí solo para entregarme la carta?

—Sí. Es el mejor sándwich que he comido jamás. El café, también. Gracias.

—De nada —lo observó comer como si estuviera hambriento y empezó a preocuparse—. ¿Acabas de salir?

—¿De rehabilitación? Hace casi un mes.

—¿Familia?

Él negó con la cabeza.

—¿Qué vas a hacer, Liam?

—Ya pensaré algo.

Sin planes ni familia, recién salido de rehabilitación y con una lesión cerebral. No era un panorama agradable. No era una especialista, pero no le gustaba que se limitara a vagabundear.

Era profesora y había tratado alguna vez con personas que padecían deficiencias cognitivas y, a juzgar por algunas cosas que había dicho, él tenía algunas graves.

—Bueno —dijo ella lentamente al saber lo que tenía que hacer por un hombre que había hecho un viaje así para cumplir una promesa—, me vendría bien algo de ayuda. Si no tienes prisa...

—No tengo prisa —reconoció él—, pero tampoco sé cómo puedo ayudarla, señora Majors.

—Llámame Sharon, por favor.

—Sinceramente, Sharon, no sé cómo puedo ayudarte. Necesito hacerme listas para no desorientarme. Tengo que hablarme a mí mismo para seguir mi línea de razonamiento. ¿Cómo puedo ayudarte si tienes que estar encima de mí para que haga las cosas más sencillas?

Ella se mordió el labio para no decir algo que pudiera ofenderlo sin querer.

—Bueno, parece que tienes unas espaldas muy fuertes.

—Sí —reconoció él con media sonrisa—. Soy fuerte, pero con un cerebro débil.

—No creo que tu cerebro sea tan débil.

—No lo sabes.

—Es verdad, pero te diré algo. Estar encima de ti me ayudará.

—¿Cómo? —preguntó él con el ceño fruncido.

—Necesito estar ocupada, Liam. He descuidado este sitio. Los vecinos vienen de vez en cuando y evitan que sea una ruina absoluta, pero no soporto depender de ellos. Me darás un motivo para hacer las cosas que tengo que hacer.

Él frunció más el ceño y ella temió haber dicho algo inadecuado. Sin embargo, solo estaba dándole vueltas a la cabeza.

—¿Estás ofreciéndome caridad a cambio de caridad?

—No era lo que estaba pensando, pero supongo que a ti puede parecértelo.

—No quiero caridad —replicó él.

—Yo, tampoco.

—No quiero que me tomes por un perro abandonado.

—Ni se me había pasado por la cabeza. He descuidado este sitio y me harías un favor.

—Es posible. Si no acabo de estropearlo.

—Me da igual. Los estropicios pueden arreglarse. He hecho bastantes como para saberlo. Liam, la cuestión es que necesito que alguien me ayude para que pueda volver a vivir.

—Ha sido complicado para ti.

—Sí —contestó ella aunque no había sido una pregunta—. No he tenido fuerzas para mantener el rancho. Hoy estaba pensando que tenía que cambiar eso. No has podido llegar en mejor momento, pero hay algo más.

—¿Qué? —preguntó él arqueando una ceja.

—No quiero contratar a un desconocido para que me ayude.

—Yo soy un desconocido.

—No del todo. Chet me hablaba de ti en todas sus cartas.

Él sonrió levemente y la sorprendió.

—Esas muestras de color que le mandabas...

—Sí. Quería que él me diera el visto bueno. Me devolvía las que le gustaban.

—Seguro que nunca te dijo lo que hacíamos con las que no le gustaban.

—No. ¿Qué hacíais?

—Las disparábamos.

Ella se llevó una mano a la boca, pero acabó riéndose.

—¿De verdad?

—Sí. Eran pequeñas y había que apuntar muy bien —él volvió a sonreír, pero con melancolía—. Le gustaba recibir esas muestras de colores y telas. Hacíamos algunas bromas, claro, pero le gustaban todas, le gustaba que lo consultaras.

—Me alegro.

Chet le dijo que le gustaba estar al tanto, pero ella no sabía si lo decía por amabilidad. Nunca decoró nada sin consultárselo y le mandó cientos de muestras de pinturas y telas y de fotos de revistas. Sintió otra opresión en el pecho, pero no fue un dolor desgarrador, fue el dolor soportable con el que se había acostumbrado a vivir.

—De acuerdo.

Las palabras de Liam la devolvieron a la cruda realidad y lo miró desconcertada.

—De acuerdo —repitió él—. Intentaré ayudarte, pero tienes que prometerme una cosa.

—¿Qué?

—Que si te complico las cosas o tienes que estar demasiado pendiente de mí, me lo dirás y me marcharé. Todavía no sé lo que puedo hacer. Lo aprenderé sobre la marcha.

—Seguramente, aprenderemos mucho juntos. Hay muchas cosas que no he intentado hacer porque no sé cómo.

—Creo que había pedido una promesa —replicó él arqueando una ceja.

Ella volvió a sentir esa opresión, pero no era por Chet ni por ella misma.

—De acuerdo. Lo prometo.

Una promesa que no pensaba cumplir si podía evitarlo. Solo sabía que no podía permitir que ese hombre vagabundeara solo. Se lo debía a Chet, eso y mucho más.

—De acuerdo —repitió él una vez más antes de seguir comiendo.