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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Susan Civil Brown

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Reencuentro con el destino, n.º 2037 - marzo 2015

Título original: Reuniting with the Rancher

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6086-5

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Índice

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Publicidad

Capítulo 1

 

 

Cuando Holly Heflin entró en el despacho de su abogado, en Conard City, sintió una incertidumbre que no había sentido en mucho tiempo, por mucho que estuviera acostumbrada a enfrentarse a situaciones difíciles. Pero esa vez todo era distinto. Se trataba de la lectura del testamento de su tía abuela. Supuestamente era la única heredera, pero su preocupación se debía a otro motivo. Había llegado a Denver tras un vuelo agotador y se había subido al primer coche de alquiler barato que había encontrado para llegar a tiempo a la reunión. Estaba cansada, sucia y los recuerdos la acosaban. Acudir a la reunión era algo inapelable.

Volver a Conard City no era fácil, pero tenía recuerdos muy dulces de aquellas visitas a su tía durante la infancia y la adolescencia. Las imágenes habían empezado a asediarla en cuanto se había visto rodeada por esos campos que le resultaban tan familiares, y con ellas había llegado ese extraño entumecimiento que se había apoderado de ella nada más conocer la noticia de la muerte de Martha. La única familia que le quedaba se había ido con Martha y un nuevo sentido de su soledad en el mundo la golpeaba como nunca antes.

«Termina con esto. Vete a la funeraria para ver cómo colocan las cenizas de Martha en el panteón de la familia».

Mientras hablaba con Jackie, la recepcionista, trató de mantener a raya todas esas inquietudes que acechaban de cerca. Martha siempre había dicho que quería que esparcieran sus cenizas por todo el rancho, pero al parecer eso no estaba permitido. El abogado había sido muy rotundo al respecto y Martha había pagado todos los gastos por adelantado. El dolor no hacía más que crecer. La realidad empezaba a cobrar forma. Una bola de tensión se formaba en su pecho.

La recepcionista la hizo pasar a un despacho antiguo. Por un momento supuso que el hombre calvo que estaba tras el escritorio era el abogado, pero entonces reparó en el vaquero que estaba sentado en una de las sillas, frente al escritorio.

El corazón se le subió a la garganta de golpe. ¿Cliff Martin? ¿Qué estaba haciendo allí? De entre todas las personas que no quería volver a ver jamás, él era el primero de la lista. Llevaba más de una década intentando borrar todo recuerdo de él, tratando de olvidar, tratando de perdonarse a sí misma, pero era evidente que no lo había conseguido. Siempre había sido atractivo, pero a sus treinta y dos años Cliff Martin se había convertido en un tipo peligrosamente guapo. Trabajar en el campo y los diez años que habían pasado estaban grabados en su rostro. La edad le había quitado esa suavidad que recordaba y le había dado una dureza que se reflejaba en cada uno de sus rasgos curtidos. Sus ojos, no obstante, seguían igual. Eran de un tono turquesa que nunca pasaba desapercibido. Una instantánea repentina, un recuerdo de pasión, atravesó ese entumecimiento que la embargaba y llegó hasta lo más profundo de su corazón. Algo se encogió en su interior. No hubiera querido volver a verle nunca más, pero su propio cuerpo reaccionaba de una manera inesperada. Los dos hombres se levantaron en cuanto la vieron entrar, un pequeño detalle de cortesía que parecía absurdo después de la vida que había vivido hasta ese momento.

Holly apartó la vista rápidamente. Trató de no mirar a Cliff, pero no pudo evitar fijarse en su altura. Parecía más corpulento que nunca. ¿Era posible o acaso había encogido en sus recuerdos? Espaldas anchas, caderas estrechas…

«Para. Para ahora mismo», se dijo a sí misma. No necesitaba sentir ninguna de esas cosas.

Le estrechó la mano al abogado.

—John Carstairs —dijo—. Me alegro de verla, señorita Heflin. Supongo que recuerda a Cliff Martin.

Holly se volvió hacia Cliff. Parecía que acababa de salir del póster de una película. Y no tenía ni una sola cana, a diferencia de ella.

Cliff Martin… el hombre que había ayudado a su tía en el rancho durante todos esos años, el hombre que había alquilado casi todas las tierras de pasto de su tía, el hombre al que había dejado. La mano le temblaba cuando lo saludó.

—Entonces finalmente has vuelto —dijo él.

Sus palabras sonaban tan críticas que Holly tuvo que morderse la lengua para no responderle con soberbia. Se limitó a bajar la mano, dio media vuelta y fue a sentarse. Trabajar con niños de la calle le había enseñado a ser prudente a la hora de contestarle a la gente. Los problemas podían empezar en cualquier momento.

—He vuelto antes —dijo, intentando mantener un tono de voz moderado.

Los hombres se sentaron. Holly evitó la mirada de Cliff Martin y se concentró en el abogado.

—He viajado toda la noche. A lo mejor no estoy muy aguda esta mañana.

John Carstairs apretó un botón del teléfono que estaba sobre su mesa.

—¿Jackie? ¿Podrías traer un poco de café para la señorita Heflin? —dijo, mirándola y arqueando una ceja.

—Fuerte, por favor.

—Que esté fuerte, Jackie. Gracias.

Soltó el botón y se echó hacia atrás. Estaba esperando. Parecía que todo el mundo esperaba algo.

—Siento que hayamos tenido que vernos en estas circunstancias. Tu tía era una mujer maravillosa.

—Sí. Lo era —dijo Holly con sinceridad—. La voy a echar de menos.

—En serio… —dijo Cliff.

Holly se volvió hacia él de golpe.

—¿Y tú qué sabes? Tú no sabes nada.

—No te he visto mucho por aquí.

Eso no era cierto, pero, una vez más, se tragó la réplica. Cliff Martin no tenía por qué saber nada de su vida y no iba a dignificar sus críticas dándole explicaciones que no tenía derecho a oír.

—Por favor —dijo el abogado—. Tomémonos las cosas con calma, ¿de acuerdo?

Jackie entró en ese momento y dejó una taza en el borde del escritorio de John, justo delante de Holly.

—Gracias.

Jackie sonrió, asintió con la cabeza y salió. John se inclinó hacia delante.

—Como le he dicho, señorita Heflin, su tía se ocupó de todo. La estarán esperando en la funeraria cuando terminemos aquí, pero tenemos que hablar de otras cosas.

—Sí —dijo Holly, pensando que ella también sabía algo con certeza. Una visita a un abogado debía ser algo confidencial, privado—. ¿Pero qué está haciendo el señor Martin aquí? Me dijo que yo era la única heredera de Martha.

—Él… —dijo John—. Es el albacea.

Holly sintió que la cabeza empezaba a darle vueltas. A lo mejor era a causa de la fatiga, o la pena.

—¿Y por qué no usted?

—Por un conflicto de intereses. Y fue decisión de su tía.

—Claro —Holly aún trataba de digerir lo que acababa de oír. Iba a tener que vérselas con un hombre que tenía todos los motivos del mundo para odiarla.

«Bueno, no será la primera vez», pensó Holly. Agarró su taza de café y bebió unos cuantos sorbos con la esperanza de que la cafeína le ordenara los pensamientos. Se dio cuenta de que la mano le temblaba, así que dejó la taza sobre la mesa rápidamente.

«Haz un trato».

La palabra salió de la nada como un globo a la deriva. Ella siempre hacía tratos, negociaba. Fueran cuales fueran las pruebas que le ponía la vida, siempre las superaba. Solucionaría los problemas de alguna forma.

—Le voy a dar una copia del testamento de su tía para que lo pueda leer cuando quiera. Mientras tanto, voy a repasar los aspectos más importantes aquí.

—Muy bien —dijo Holly. No tenía ganas de entrar en tanto detalle.

—Ha heredado el rancho. La propiedad no tiene ninguna deuda, pero sí tiene arrendamientos. Los del señor Martin seguirán como están, y el testamento de su tía dice que podrá seguir explotando las tierras durante los próximos diez años.

Holly sintió que el corazón se le caía a los pies. Eso significaba que tendría que lidiar con ese fantasma del pasado de forma indefinida.

—Su tía era una mujer muy cuidadosa, y le dejó una gran cantidad de efectivo, una suma importante, de hecho. El señor Martin tiene los papeles necesarios que acreditan su puesto como gestor de la propiedad. Él la llevará al banco para que pueda hacer la transferencia.

Holly asintió con la cabeza. Nada de lo que decía el abogado tenía sentido. La única cosa en la que podía pensar era que iba a verse forzada a mantener una relación profesional con un hombre al que llevaba evitando mucho tiempo, un hombre al que no hubiera querido volver a ver. Su tía lo sabía.

¿Qué le había pasado a Martha por la cabeza para tomar una decisión así?

—Además, no puede vender el rancho en los próximos diez años. Y su tía añadió algo más.

—¿Qué?

—Dijo que buscara su sueño. No sé muy bien qué quería decir.

El corazón de Holly dio un vuelco. Ella tampoco sabía qué quería decir, pero en cualquier caso su tía merecía la gloria.

—Yo tampoco sé qué quería decir.

Carstairs se encogió de hombros.

—Bueno, eso fue lo que dijo, y si tiene algo que ver con el rancho, se aseguró de facilitarle las cosas en la medida de lo posible. Esos son los puntos más importantes. Lo demás es fárrago legal. Puede llamarme cuando quiera si tiene alguna duda.

Holly se encontró de vuelta en la calle mucho antes de lo que esperaba. El centro de Conard City no había cambiado mucho. Todo parecía de color ámbar, bien conservado y congelado en el tiempo. Siempre le había encantado. Era tan distinto a las ciudades grandes a las que estaba acostumbrada… Se detuvo un instante para contemplarlo todo. Se respiraba una paz en aquel lugar que siempre la cautivaba. Sin embargo, desde lo de Cliff, Conard City había dejado de ser un hogar y las cosas no iban a cambiar. Echó a andar hacia su coche de alquiler, pero la voz de Cliff la hizo detenerse.

—La funeraria está hacia el otro lado.

Holly se volvió.

—Lo sé. Voy en coche.

—No está muy lejos. Te veo allí entonces.

¿Él también iba a estar en la funeraria? Había pensado que iban a dejarla enterrar a su tía tranquila, pero Martha siempre había tenido muchos amigos… Holly miró el suéter negro y los pantalones que llevaba puestos. Estaban gastados, viejos. ¿Por qué no había pensado mejor las cosas? Sin duda podría haberse vestido mucho mejor para una ocasión como esa.

Pero su única prioridad había sido llegar a tiempo, rendirle a su tía el homenaje que se merecía. Subió al coche, buscó un cepillo que guardaba en el bolso y se peinó un poco. Una mirada rápida al espejo retrovisor le dejó claro que ya no quedaba ni rastro del maquillaje, pero eso tampoco le importaba mucho. Arrancó sin más y se dirigió hacia la funeraria.

Una vez allí, sus peores sospechas se vieron confirmadas. Había unas cuarenta o cincuenta personas en el funeral, y todos parecían recordarla, aunque ella no recordara a casi nadie. Una lluvia de condolencias cayó sobre ella de repente. Eran tantos los nombres que apenas podía recordarlos. Algunos le contaron anécdotas sobre su tía y los recuerdos no hacían más que golpearla, una y otra vez. El nudo que tenía en la garganta se tensaba cada vez más. Las lágrimas no iban a tardar en llegar… Solo deseaba terminar con todo y regresar al rancho para poder llorar en soledad. Ni siquiera había tenido tiempo de comprar flores.

El encargado de la funeraria anunció que era la hora. Tomó la urna que contenía las cenizas de Martha y se dirigió hacia la puerta. La gente le siguió. La procesión avanzó hasta un enorme panteón de cemento. Uno de los nichos estaba abierto para recibir los restos de Martha.

Holly tragó con dificultad.

—Yo fui el sacerdote de Martha durante muchos años —dijo un hombre, dando un paso adelante—. Sé que no quería tener un servicio religioso en su funeral. Decía que solo esperaba que la recordaran bien. Y la recordamos muy bien. Era una mujer generosa, con un corazón noble. Nos alegramos de que se haya ido rápido y sin avisar, y sabemos que ahora descansa en el amor de Dios.

El hombre insistió en recitar el salmo número veintitrés. Antes de que terminara, las lágrimas corrían sin parar por las mejillas de Holly. Cuando el encargado del servicio funerario introdujo las cenizas en el nicho, Holly dio un paso adelante y puso su mano sobre la urna. No quería verla desaparecer. Quería aferrarse a ella un momento más.

—Te quiero —susurró y entonces retrocedió.

El encargado cerró la puerta. Fuera había una placa de metal con el nombre de su tía, su fecha de nacimiento y la de su muerte. Nada más.

Cuando Holly se volvió vio que todo el mundo la miraba, como si esperaran que fuera a decir algo. Un momento de pánico la sacudió por dentro. Los recuerdos se agolparon a las puertas de la consciencia y entonces recordó algo que su tía le había dicho una vez.

—La tía Martha me dijo que quería dejar una pequeña huella en este mundo, que quería dejar este mundo como debía ser. Quería dejarlo casi todo tal y como se lo había encontrado, todo excepto una cosa. Esperaba poder dejar pequeñas huellas en los corazones de sus amigos, y que esas huellas trajeran sonrisas. Gracias a todos.

Holly dio media vuelta y contempló la puerta cerrada del panteón. Su tía Martha se había ido. Siempre la llamaba una vez a la semana cuando estaba fuera de la ciudad, pero ya no habría más llamadas. De repente se dio cuenta. La distancia y la muerte eran dos cosas muy distintas.

Muy distintas.

 

 

Cliff Martin observaba a Holly Heflin con cara de pocos amigos. Seguía siendo aquella criatura hermosa, con el pelo rizado y cobrizo, y con esos ojos azules y brillantes. Le hacía sentir ese golpe de deseo que tan familiar le resultaba ya, pero no quería recordar cómo era sentir esas suaves curvas entre las manos. Habían pasado demasiadas cosas entre ellos. Martha había defendido a su sobrina en muchas ocasiones, pero era él quien tenía las heridas que demostraban lo mal que le había tratado. Había sido una aventura de verano, breve y fugaz, pero le había convertido en un hombre furioso durante mucho tiempo. Holly Heflin era la chica más egoísta del mundo. Martha la defendía, alegando que era muy joven, pero sus argumentos tampoco lo habían ayudado mucho.

Fuera como fuera, no obstante, se encontraba atado a ella. Martha lo había querido así. Por razones que no era capaz de entender, le había nombrado albacea del testamento. Tampoco había muchas cosas que hacer para cumplir con la tarea que le habían encomendado, pero tendría que lidiar con Holly Heflin, más hermosa que cuando tenía veinte años. Había vuelto a ser parte de su vida de la noche a la mañana.

¿En qué había pensado Martha? Le estaba muy agradecido por proteger los terrenos que tenía arrendados. Habría tenido que abandonar su proyecto para el rancho si le hubieran quitado esas tierras. ¿Pero qué iba a pasar en esos diez años? ¿Y por qué le había dicho a Holly que siguiera su sueño?

Los sueños de Holly tampoco le importaban mucho, no obstante. Sus sueños habían estado a punto de matarlo en una ocasión. Holly Heflin no era una chica de fiar. A lo mejor Martha era de la misma opinión y por eso había incluido los arrendamientos en el testamento, para asegurarse de que Holly no le echara de las tierras. Pero esos diez años iban a ser duros. Lo último que necesitaba en ese momento era tener que vérselas con Holly Heflin.

Nunca le había traído nada bueno, pero no podía negar que las lágrimas que caían por sus mejillas en ese momento eran de verdad. No entendía muy bien todo lo que pasaba, pero tampoco tenía mucha importancia. Martha se había ido a su manera, sorprendiéndolos a todos.

Vio a Holly rechazar la invitación para ir a la iglesia a tomar un aperitivo. Martha no quería ceremonias, pero la gente se la iba a dar de todas maneras. De haber estado allí en ese momento, sin duda se habría echado a reír.

Su sobrina, en cambio, parecía decidida a seguir sus deseos al pie de la letra. La vio caminar hasta el coche. Era una mujer muy hermosa, pero parecía tan sola… tan frágil… tan etérea.

Cliff ahuyentó esos pensamientos peligrosos lo más rápido posible. No iba a caer en las redes de esa seductora de ojos azules otra vez. Con un poco de suerte, tomaría el dinero que le había dejado su tía y se marcharía de la ciudad tan rápido como había llegado, abandonando el rancho. Después de todo, era una chica de ciudad.

Se preguntó si abandonaría la casa y el granero también. Él no iba a hacerse cargo del mantenimiento de la casa, tal y como había hecho con Martha. No le debía nada a Holly y no le interesaba tenerla como vecina. De repente sintió una rabia desmesurada e inexplicable. La opinión que tenía de Holly Heflin llevaba muchos años siendo mala. Eso no era ninguna novedad, y por tanto no había motivo alguno para tanta ira.

Cliff masculló un juramento y decidió saltarse el ágape. Era hora de irse a casa. Tenía un rancho del que ocuparse y solo le quedaba una cosa por hacer en lo referente a Martha. Tenía que llevar a su sobrina al banco para que le hicieran la transferencia del dinero y también para asegurarse de que no intentara vender el rancho. Haciendo un esfuerzo por cambiar de humor, encendió la radio, pero al ver que sonaba una triste canción country, volvió a apagarla de inmediato.

—Martha, ¿por qué tengo la sensación de que me has metido en un buen lío y todavía no sé lo mal que se van a poner las cosas?

Como era de esperar, no hubo respuesta.

 

 

Holly llegó al rancho con arena en los ojos y con un peso en el corazón. Bajó del vehículo y miró a su alrededor. Los recuerdos le susurraban cosas en la brisa. De niña siempre le había encantado ir allí. Y ya de adulta, después de lo de Cliff, el encanto había permanecido gracias a la compañía de su tía. Se volvió y observó los cambios que se habían producido en el lugar. A juzgar por lo próximas que estaban todas las vallas, Cliff debía de haber arrendado casi todas las tierras. Pero también había mantenido la propiedad de su tía, y más tarde o más temprano tendría que darle las gracias por eso, por mucho que se le atragantaran las palabras.

Los recuerdos la arrollaron. Había pasado unos cuantos veranos allí de niña, y luego las visitas se habían hecho más cortas, porque trabajaba, pero nunca había dejado de ir al rancho, por su tía. Todos los recuerdos eran buenos, todos excepto uno. El tiempo y las visitas frecuentes habían borrado a Cliff de su memoria. Casi le parecía que era solo su tía la que estaba allí.

La tía Martha era esa clase de mujer en la que Holly quería convertirse cuando fuera mayor: dura, independiente y valiente, pero también amable y llena de amor.

Ahuyentó los recuerdos de Cliff y subió los peldaños del porche que conducían a la puerta de entrada. Su llave todavía funcionaba y en cuestión de segundos entró en el pasado. Esos olores tan familiares la hicieron viajar en el tiempo y la devolvieron a un momento feliz, muchos años atrás. Ese siempre había sido su segundo hogar. En ese instante, consciente de que nunca volvería a ver a Martha, Holly se echó a llorar. Siempre había estado muy apegada a su tía, a pesar de todos los kilómetros que la separaban de ella, y le dolía mucho saber que ya nunca más podría llamarla por teléfono para volver a oír su voz.

Nunca más.

 

 

Mantenerse activa parecía ser la única solución. Holly estaba acostumbrada a estar ocupada todo el tiempo, y sentarse en el sofá, llorando y sin hacer nada, iba en contra de su forma de ser. Afortunadamente, su tía Martha no había estado enferma. Había muerto de repente, inesperadamente, a causa de un derrame. Era una forma rápida de morir, sin sufrimiento, y Holly estaba agradecida por ello. Sin embargo, por ese motivo, la casa estaba impecable. No tenía mucho que hacer para mantener la mente despejada, más allá de guardar la comida que había comprado y cambiar las sábanas. Lo único que podía hacer, por tanto, era mirar cosas. Martha había sido bastante minimalista durante toda su vida. Compraba pocas cosas y solo guardaba aquello que iba a usar. Pero mientras revisaba cajones y miraba viejas fotografías, Holly encontró muchos motivos para adentrarse en los recuerdos. Eran fotos de sus visitas a la casa, de sus padres, de los padres de su tía y de sus abuelos. Tampoco había muchas, pues su tía no era muy dada a hacerse fotos, pero había suficientes para remover la nostalgia.

Los muebles empezaban a mostrar la pátina del tiempo, pero aún seguían siendo funcionales. La casa parecía estar lista para ser habitada, y Holly se preguntó si su tía lo había dispuesto así. A lo mejor… No había dejado ninguna tarea sin terminar antes de irse.