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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Susan Fox

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El marido de su amiga, n.º 1829 - junio 2015

Título original: Contract Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6339-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

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Prólogo

 

Se casaron aquella mañana ante un juez del condado. Debido a que la breve ceremonia no era tanto una celebración como un tecnicismo legal, sus testigos fueron un par de administrativos del juzgado a los que el juez llamó en el último momento.

El juez no hizo ningún comentario sobre la sombría quietud de la novia y el novio, aunque se fijó unos momentos en el bebé que el padre sostenía en brazos envuelto en una manta blanca y comentó lo guapo que era.

El juez había oído rumores sobre la pareja que tenía ante sí. Hacía cuatro meses que el novio había enviudado, cuando su mujer murió de repente unos días después de dar a luz a su hijo. La novia había sido la mejor amiga de la esposa.

Sin duda, algunas personas considerarían que aquel matrimonio era un pequeño escándalo. Tal vez lo fuera, pero el juez estaba dispuesto a tomárselo con calma. Conocía a Reece Waverly socialmente y por su reputación. Por su parte, Leah Gray se había graduado en el instituto de la zona y a veces enseñaba en la escuela dominical.

El juez solo necesitó una mirada para saber que aquel matrimonio no se celebraba por amor, y por un momento dudó. La expresión de Reece era la de un hombre asolado por la tragedia y la novia no parecía menos abatida. Si alguno de ellos le hubiera consultado con tiempo respecto al paso que iban a dar, les habría aconsejado que no hicieran algo tan drástico.

Pero ya que ambos eran adultos competentes para llegar a acuerdos y asumir responsabilidades, adoptó la imparcialidad de su posición como juez y llevó adelante la ceremonia.

Capítulo 1

 

Leah Waverly entró en el estudio y vio con alivio que el hombre con el que llevaba once meses casada se hallaba de pie en el umbral de la puerta del patio en lugar de trabajando en su escritorio. Con una mano apoyada en el marco y la otra metida en el bolsillo delantero de sus vaqueros, Reece contemplaba con expresión taciturna las sombras del patio trasero.

Leah supo que le había oído llegar porque notó la repentina y sutil tensión de sus hombros. Sí, últimamente se había mostrado muy tenso cada vez que la tenía cerca, pero también había captado en él cierto matiz de inquietud e insatisfacción. ¿Se habría recuperado lo suficiente de la muerte de Rachel como para replantearse seriamente sobre lo que habían hecho?

Aquella pregunta había agobiado a Leah durante semanas, y ya no podía soportar por más tiempo su temor a la respuesta. Lo mejor sería enterarse cuanto antes de la verdad.

Pero, por muy cuidadosamente que planteara sus dudas, Leah ya sabía que la respuesta de su marido nunca sería la que esperaba. Reece sepultó su corazón destrozado cuando enterró a Rachel, y lo poco que le había quedado lo había dedicado de lleno a su hijo. No había quedado nada para la mujer con que tan repentinamente se había casado, y Leah se había ido haciendo más y más consciente de ello según habían ido pasando los meses.

Conocía a Reece lo suficiente como para saber que nunca le pediría el divorcio, de manera que iba tener que ser ella la que diera el paso. Estaba segura de que aquello supondría un alivio para él, y cuando le asegurara que estaba dispuesta a llegar a un acuerdo pacífico para compartir la custodia del pequeño Bobby, se alegraría de poder seguir adelante con su vida.

Aunque Leah había sabido desde el principio que aquel momento sería inevitable, había esperado tontamente que Reece llegara a desarrollar alguna clase de afecto por ella. La amistad entre un hombre y una mujer solía convertirse a menudo en amor, tal vez no la clase de amor apasionado que Reece había sentido por Rachel, pero sí un amor tranquilo y satisfactorio.

Pero según había ido pasando el tiempo se había visto obligada a reconocer que, sencillamente, no había nada entre ellos. Nunca había habido una palabra cariñosa entre ellos, una mirada que interpretar. Y ya estaba segura de que nunca las habría. Finalmente había llegado a la conclusión de que amaba a Reece lo suficiente como para querer volver a verlo feliz, aunque no fuera a compartir aquella felicidad con ella.

Lo que más lamentaba era que Bobby fuera a tener que crecer yendo y viniendo entre un padre y una madre adoptiva que habían llegado a un acuerdo tan insensato. Aunque Reece se había casado con ella para que el niño estuviera protegido en caso de que a él le sucediera algo, Leah había llegado a comprender con el paso de las semanas y los meses que habría sido más prudente esperar.

El hecho de haberse aprovechado de la preocupación de Reece por motivos egoístas era algo que probablemente nunca llegaría a perdonarse. Y ese era el motivo por el que quería hacer aquello por él. De todos modos, ya no estaba segura de cuánto tiempo más iba a poder vivir con él, porque el distanciamiento que había entre ellos ya era demasiado doloroso.

Cuando Reece bajó la mano del marco y se volvió, Leah sintió de nuevo el pesado dolor del anhelo y el amor que la habían torturado secretamente durante años.

Reece Waverly era un hombre grande, de más de un metro ochenta, con hombros anchos, brazos musculosos y piernas largas y fuertes. Se había duchado antes de la cena y vestía unos vaqueros y una camisa blanca recién limpios. Perpetuamente triste y taciturno, su piel morena y curtida le hacía parecer un hombre duro y áspero. Su rostro, abiertamente varonil, resultaba aún más dramático a causa de sus ojos oscuros, sus cejas negras y su fuerte mandíbula. La delgada línea de su boca contenía un matiz de crueldad de la que Leah jamás había sido testigo.

Sin embargo, su aspecto era totalmente distinto al que había tenido cuando Rachel aún vivía. Entonces era un hombre más suave, menos intimidante, más dado a las sonrisas y las miradas burlonas. También era más abierto y hablador, y su sentido del humor y encanto masculino resultaban irresistibles.

Pero entonces Reece se encontraba en la cima del mundo, completamente enamorado de Rachel y feliz ante la perspectiva del hijo que iban a tener.

A pesar de lo culpable que se había sentido siempre por amarlo, Leah echaba de menos al hombre que Reece había sido casi tanto como a Rachel.

Su corazón se encogió al pensar aquello y estuvo a punto de echarse atrás. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para seguir donde estaba.

–¿Sigue pareciéndote bien que hablemos ahora? –preguntó.

La oscura mirada de Reece se posó en su rostro. Cuando sus miradas se encontraron, Leah tuvo la desagradable sensación de que había leído sus pensamientos.

Y tal vez había sido así, porque su sombría expresión se endureció.

–Nunca has necesitado una cita para hablar conmigo, Leah. Ya te lo he dicho antes.

Leah apoyó las manos unidas en su regazo y notó que temblaban.

–Es cierto –dijo–, pero parecías muy pensativo.

Reece entrecerró los ojos. Era evidente que se estaba fijando con gran atención en la expresión de Leah y en su actitud, cosa que a ella no le extrañó, dada la tensión que sentía.

–Siéntate –dijo.

Leah ocupó una silla mientras él permanecía de pie. Como siempre, su actitud era claramente distante. Ella trató de concentrarse en lo que pretendía hacer, pero le estaba costando verdaderos esfuerzos conseguirlo.

Si hubiera creído que había la más mínima posibilidad de que Reece llegara a sentir algo por ella, no estaría a punto de hacer aquello. Pero la profunda incomunicación que había entre ellos era prueba suficiente de que aquello nunca llegaría a suceder. Decidió empezar con algo suave.

–Aún no me has dicho si piensas ir al rancho Donovan para la barbacoa del sábado pero, decidas lo que decidas, quería que supieras que yo sí voy a ir. Ya he arreglado las cosas para que alguien se haga cargo de Bobby, a menos que quieras quedarte tú a solas con él. Si decides ir, podemos llamar a la canguro o llevárnoslo con nosotros. Habrá otros niños en la barbacoa, así que creo que les gustará.

–¿Cuándo has decidido todo eso? –la voz de Reece sonó como un gruñido de clara desaprobación.

En todos aquellos meses, Reece no había cuestionado en ninguna ocasión sus decisiones. Le había preguntado a menudo por las decisiones que había tomado referentes al niño, pero solo para informarse. Nunca había hecho comentarios sobre las decisiones que ella había tomado en referencia a sus actividades personales, de manera que aquello era una primicia.

Leah jugueteó nerviosamente con las manos sobre su regazo.

–Cuando te lo recordé la semana pasada no pareciste muy interesado. Como no estamos acostumbrados a hacer las cosas juntos, pensé que no te importaría que fuera.

La sombría expresión de Reece se había vuelto casi pétrea, y la ansiedad de Leah aumentó. Lo había irritado, aunque no entendía por qué. Aunque el genio de Reece era legendario, jamás lo había manifestado contra ella ni contra su hijo. Informarle de que iba a ir a la barbacoa de un vecino parecía algo demasiado nimio como para que aflorara.

Sin embargo, un tenso silencio fue creciendo entre ellos. Leah tuvo que recordarse que Reece era un hombre bueno y justo. No tenía nada que temer de alguien como él, por mucho genio que tuviera. Nunca habría aceptado aquel acuerdo, ni lo habría adorado durante todos aquellos años, de no haber sabido aquello con completa certeza.

El verdadero peligro residía en que Reece llegara a enterarse de algún modo de cuánto lo amaba, y que entonces la rechazara abiertamente o, peor aún, que se apiadara de ella.

–No has obtenido mucho de nuestro acuerdo, ¿verdad?

La pregunta de Reece fue totalmente directa, y un indicio de que tal vez había adivinado el verdadero motivo por el que Leah quería hablar con él. El tono de su voz se había suavizado, aunque no su expresión.

Leah sintió algo, tal vez pesar, tal vez culpabilidad, pero descartó enseguida aquella sensación. Un corazón anhelante siempre vería un banquete en unas migajas. El orgullo se alzó en su interior para impedirle revelar el más mínimo destello de sus verdaderos sentimientos.

–He obtenido justo lo que esperaba –dijo, y se obligó a sonreír–. Y tengo a Bobby. Poder amarlo y criarlo es más que suficiente.

Leah trató de no parpadear tras la mentira a medias de la última parte. Aunque a sus veinticuatro años solo había sido precipitadamente besada en una ocasión por un chico que lo único que pretendía era avergonzarla, sentía la misma necesidad de afecto y ternura que cualquier otra mujer.

–De manera que estás satisfecha con cómo han ido las cosas –las palabras de Reece fueron una afirmación, no una pregunta.

Leah captó un brillo de cinismo en sus ojos y no entendió a qué venía. Tampoco entendía por qué había hecho aquel comentario.

Los once meses anteriores habían girado en torno al niño, el rancho y la cooperación entre una esposa que se ocupaba de la casa y el niño y un ranchero que pasaba muchas horas del día trabajando al aire libre y ocupándose de los papeleos en su despacho. La esterilidad emocional entre ellos había resultado tan entumecedora que Leah se había preguntado en más de una ocasión si eran siquiera amigos.

–Ambos hemos hecho lo que acordamos hacer –dijo, y tuvo que bajar la vista ante la penetrante mirada de Reece.

–Recuerdo que hablamos de algo más que de proteger al niño cuando empezó todo esto.

Aquel recordatorio descentró por completo a Leah. Recordaba los comentarios de Reece sobre el tema con angustiosa claridad. Los había hecho en aquella misma habitación y casi a la misma hora del día.

Había sido la única ocasión en que uno de ellos había mencionado la posibilidad de tener más hijos.

–Supongo que el sexo formará parte del trato, ya que estamos hablando de casarnos –había dicho Reece, y a ella aún le dolía recordar su expresión desolada, casi como si estuviera resignado a la tarea solo porque la consideraba una obligación marital–. Supongo que durante un tiempo no pasará nada –continuó, y apartó la mirada antes de añadir–, pero ambos tenemos necesidades.

Por su tono, Leah tuvo la impresión de que la idea de mantener relaciones sexuales con alguien que no fuera Rachel no solo le desagradaba, sino que tampoco podía imaginar que el sexo pudiera volver a ser algo más que una función meramente biológica.

Al menos, Reece no había insultado su evidente falta de atractivo rechazando de lleno la posibilidad de mantener alguna vez relaciones sexuales con ella. Y ya que le había hecho saber que estaba dispuesto a tener otros hijos con ella si así lo quería, al parecer no la había considerado una receptora indigna de su semilla.

Pero habían pasado once meses y si Reece había sentido en algún momento una «necesidad», Leah nunca había llegado a enterarse de ello, lo que venía a confirmar su idea de que la valoraba tan poco que ni siquiera pensaba en ella en términos de sexo.

La profunda voz de Reece le hizo volver al presente.

–Lo recuerdas, ¿verdad?

Deslizó rápidamente su oscura mirada por el cuerpo de Leah, tan rápidamente que casi pareció un gesto mecánico.

Leah sintió que se ruborizaba con una mezcla de vergüenza y de indignación femenina. Sin haberse tocado ni siquiera por accidente durante aquellos meses, y sin la más mínima muestra de afecto personal por parte de Reece, el sexo era lo último en que se le ocurriría pensar. Sobre todo cuando la mirada que acababa de dirigirle Reece había sido tan claramente obligada. Ni siquiera ella estaba tan hambrienta de amor como para permitir que la utilizaran con tanta frialdad.

–Creo que hemos ido más allá del punto en que las cosas de las que hablamos aquella noche podrían haber tenido sentido –dijo rígidamente, sin mostrar su dolor–. Creo que tú también te habrás dado cuenta de ello.

El corazón le latía con tal fuerza que se sentía un poco aturdida. Su rechazo había hecho que la mirada de Reece pareciera desprender chispas. Se esforzó por mantener un tono de voz calmado.

–Ninguno de los dos podía pensar con claridad tras la muerte de Rachel –continuó–. Ahora que hemos tenido estos meses para poner las cosas en perspectiva, creo que ambos tenemos dudas respecto a seguir juntos.

Ya estaba. Lo había dicho y el mundo no se había terminado. Reece seguía en silencio. Leah trató de no moverse en el asiento mientras el la taladraba con la mirada. Había algo en su forma de hacerlo que la compelía a seguir, algo que sugería que necesitaba escuchar más para quedar convencido. Leah lo intentó.