{Portada}

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Kathryn Ross. Todos los derechos reservados.

NOVIA DE PAPEL, N.º 2085 - junio 2011

Título original: Italian Marriage: In name only

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-362-6

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Inhalt

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Promoción

Capítulo 1

BUENO, ¿cuál es la situación aquí? –le preguntó Antonio Cavelli a su contable en el momento en que la limusina se detenía ante el restaurante de frontal de cristal.

Tom Roberts recurrió a sus notas.

–El verano pasado compramos el edificio, la arrendataria se llama Victoria Heart. Hasta ahora, ha rechazado dos ofertas nuestras para marcharse, de modo que le hemos subido el alquiler. Ahora está luchando para no tener que cerrar. De modo que creo que en esta ocasión firmará,

Antonio frunció el ceño. Apenas llevaba unas horas en Australia después de llegar de sus oficinas en Verona, pero ya empezaba a cuestionar el modo de Tom de llevar sus negocios.

–Debería haber sido una compra sin problemas –gruñó–. Y llevamos seis meses de retraso... ¿a qué estás jugando?

El contable se ruborizó y se pasó una mano por el pelo cada vez más escaso.

–Todo está bajo control, te lo aseguro –musitó nervioso–. Sé que hemos tenido unos pequeños problemas... pero...

Sonó el teléfono móvil de Antonio y frenó los tartamudeos de disculpa de Tom en mitad de una frase al ver el número de su abogado en el aparato. En ese momento tenía problemas más acuciantes que la sencilla adquisición de un restaurante insignificante.

En ese momento, todo el futuro de su empresa pendía de un hilo mientras su padre intentaba representar la más extraña y ridícula charada con el fin de imponerse en la lucha de poder que mantenía con él.

Apretó los labios enfadado. Mientras abría el teléfono, pensó que nadie le decía lo que tenía que hacer. Nadie... y menos el único hombre en el mundo por el que sólo sentía desprecio.

–Ricardo, ¿tienes noticias para mí –al hablar con el abogado recurrió a su italiano nativo.

El silencio en el otro extremo de la línea fue respuesta suficiente.

–He repasado todas nuestras opciones un millón de veces, Antonio –repuso al final el abogado con voz de pesar–. Y no hay mucho que podamos hacer. Podemos llevarlo ante los tribunales... pero en mi opinión lo único que eso crearía sería un maremoto periodístico. Estarías metiendo el negocio personal de la familia en el terreno del sensacionalismo, abriendo el abismo que hay entre tu padre y tú ante el escrutinio del mundo, y al final es muy probable que no ganemos. El hecho es que es posible que tú le hayas dado a la empresa el éxito del que disfruta hoy, pero tu padre sigue siendo el propietario del sesenta por ciento de Cavelli Enterprises. Es suya para hacer con ella lo que le plazca.

Los ojos oscuros de Antonio centellearon con fuego. No le importaba si el resto del mundo se enteraba de lo que pensaba de su padre, pero sí le preocupaba que pudiera someter el nombre de su madre a la humillación del pasado... y eso no podía hacerlo. Ya había sufrido suficiente por culpa de su padre. El recuerdo de ella debía permanecer digno.

Se preguntó cómo podía llevar esa situación. Su aguda mente empresarial entró en acción en busca de una respuesta. No iba a dejar que su padre ganara esa batalla. Luc Cavelli podía ser el presidente de la empresa, pero en esos tiempos no era más que una figura decorativa... él era el cerebro, el que había convertido la pequeña cadena provincial italiana de hoteles de su padre en un éxito global. Sonrió para sus adentros, ya que había hecho muchas cosas en contra de la voluntad de su padre.

Luc no había querido que la empresa se expandiera... le había gustado ser un pez gordo en un estanque pequeño, capaz de controlar y manipular a todos. Pero Antonio había impuesto su voluntad al heredar las acciones de su madre, había hecho avanzar a la compañía y disfrutado en el proceso... había disfrutado viendo a su padre cada vez más fuera del entorno que dominaba hasta convertirse en un hombre indeciso.

En ese momento podía ver el farol de su padre, vender su cuarenta por ciento y largarse, dejando al viejo para que cumpliera la amenaza de vender el resto de la empresa. Descubriría que no valía tanto sin él al timón. Pero era algo que no pensaba hacer después de tantos años dedicados a levantarla.

–Habrá un modo de solucionarlo –dijo en voz baja, casi para sí mismo.

–Pues si lo hay, yo no lo veo. He leído la correspondencia que te ha mandado tu padre y el mensaje final es que si no estás casado y has tenido un hijo para cuando cumplas los treinta y cuatro años, Antonio, venderá las acciones que posee. Considera que al ser el único hijo que tiene, tu deber es el de asegurar el futuro de la familia Cavelli. También dice que desea verte felizmente asentado.

¡Qué hipócrita! Ése era el hombre que los había abandonado a su madre y a él cuando contaba sólo diez años. Por entonces, el compromiso familiar le había importado un bledo, ya que había estado demasiado ocupado humillando a su madre con la exhibición constante y pública de las amantes de turno.

–Parece muy decidido –añadió su abogado con suavidad.

–Sí, bueno, pero no tanto como yo a frustrarle los planes.

–Mmm... –un momento de silencio–. La buena noticia es que si aceptas sus deseos, de inmediato transferirá todas sus acciones de la empresa a ti. Lo tengo por escrito.

Su corazón se heló. Muy bien, si su padre quería entregarse a esos juegos, aceptaría el desafío. Pero no lo dejaría ganar. Encontraría un modo de obtener el control de todo... y entonces lo haría lamentar el día en que había intentado dictarle condiciones.

–Y yo estaré encantado de tomar el control de sus acciones, pero no haciendo exactamente lo que él quiere.

–La verdad es que yo no veo otro modo. Tu padre quiere que te cases y tengas un hijo. Y, de hecho, te lo ha anunciado y concedido dos años para ello.

–Hay solución a todos los problemas, Ricardo. Mándame por correo electrónico o por fax toda la documentación necesaria para que pueda analizar lo que ha puesto por escrito y después hablaré contigo –colgó y miró al hombre sentado enfrente–. ¿Por dónde íbamos...? –dijo, pasando a un inglés perfecto y centrándose en el asunto que en ese momento le ocupaba.

Tom lo miró con cautela. No había entendido ni una palabra pronunciada por su jefe, pero había visto la ira en esos ojos y supo que debía ir con cuidado. Antonio Cavelli tenía fama de ser justo en los negocios, pero también implacable cuando se trataba de deshacerse de las personas que no llegaban a los patrones altos por los que él se regía o no lo satisfacían de algún modo.

–Yo... decía que arreglaría la compra del restaurante...

–Ah, sí –cortó Antonio–. Esto se está alargando demasiado, Tom. Y, con franqueza, empiezo a cuestionar tu modo de llevar la situación.

–Comprendo que está tardando más de lo que te gustaría, pero te aseguro que llevo el asunto de la mejor manera posible. Por ejemplo, me he asegurado de que la señorita Heart desconozca que estás involucrado en el negocio. He recurrido a Lancier, tu empresa subsidiaria, para todos los contactos que he mantenido con ella.

–¿Y qué sentido tiene eso? –entrecerró los ojos–. Yo no hago negocios por la puerta trasera, Tom.

–¡Puedo garantizarte que es perfectamente legal! –se irguió–. Lo que he conseguido así es mantener el precio bajo, ya que ella desconoce la importancia estratégica que tiene para nosotros su edificio.

–Aumenta la oferta, Tom, y cierra el trato –le dijo con displicencia. Tenía cosas más importantes de las que ocuparse.

–Con todo el respeto, no necesitamos incrementar la oferta. Creo que la reticencia de la señorita Heart a vender se debe al hecho de que tiene un vínculo emocional con el edificio... aparte de que le preocupa que sus empleados pierdan el trabajo.

–Bueno, pues entonces arregla que los redistribuyan en alguna parte de mi empresa. Voy a abrir un hotel nuevo al lado de ella, por el amor del cielo. Lo dejo en tus manos –recogió el maletín y llevó la mano al pomo de la puerta–. Mientras tanto, almorzaré aquí.

–¿Aquí? –preguntó Tom sobresaltado.

–¿Por qué no? Parece un restaurante bastante decente y estoy justo delante. Sugiero que vuelvas a la oficina, hagas números y cierres el acuerdo esta tarde.

El calor lo golpeó como un néctar cálido después del frescor del aire acondicionado del coche. Era agradable estar en el exterior después del largo viaje desde Europa, agradable estar lejos de Tom Roberts. Realmente se trataba de un hombre voraz. Pero se recordó que ése era el motivo por el que lo contrataba. Necesitaba hombres que supervisaran cada operación en cada lugar, y Tom era su hombre en Sídney. El objetivo que tenía era el de mantener a la compañía en forma y capaz de sobrevivir al duro clima económico imperante. Y en general realizaba un gran trabajo. Se habían expandido; ése era el décimo hotel que tendrían en Australia.

Sin embargo, había que controlarlo. En ocasiones su ego parecía disfrutar demasiado del poder que ostentaba.

Con ritmo pausado, cruzó la amplia acera al tiempo que observaba todos los aspectos del restaurante. No cabía duda de que la señorita Heart había elegido un buen emplazamiento. El local se hallaba en una calle principal junto a un parque frondoso, pero lo bastante cerca del mar como para disfrutar de esas vistas desde la terraza superior. Era una pena que prácticamente estuviera empotrado en el edificio que él acababa de comprar.

Si alzaba la cabeza, podía ver el nuevo hotel Cavelli levantándose detrás del restaurante, ocupando más de dos manzanas de la calle de Sídney. Estaba haciendo que rehabilitaran todo el lugar sin ahorrar en gastos. El nombre Cavelli era sinónimo de lujo y elegancia y ya estaba reservado al completo dos meses antes de que lo inauguraran.

La señorita Heart era, literalmente, una espina clavada en su costado. Su restaurante tenía que desaparecer para hacerle sitio a algunas boutiques de marca y una nueva entrada lateral.

Al entrar en la zona de recepción notó con cierta sorpresa que los suelos de parqué estaban barnizados y los sofás pálidos estratégicamente situados para que dieran a la vegetación del parque. La señorita Heart tenía buen gusto. El trazado y el diseño del local eran impresionantes. Y por lo que podía ver de la parte principal del restaurante, se hallaba bastante ocupado, con una clientela que parecía consistir principalmente de hombres de negocios. Pero había algunas mesas libres.

No había nadie detrás de la mesa de recepción y estaba a punto de entrar en el restaurante cuando se abrió la puerta detrás del escritorio y salió una mujer joven. Llevaba unas carpetas en una mano, un bolígrafo en la otra y parecía enfrascada en lo que fuera que ocupaba su mente.

–Buenas tardes, señor, ¿puedo ayudarlo? –preguntó distraída y sin mirarlo mientras dejaba las carpetas en la mesa.

–Sí, quisiera una mesa para comer.

–¿Cuántos serán? –siguió sin mirarlo; parecía buscar algo entre las carpetas.

–Sólo uno –la observó lentamente. Adivinó que tenía veintipocos años, aunque el traje oscuro que llevaba correspondía a una mujer mayor y no favorecía en nada su figura esbelta, mientras la blusa de abajo estaba abotonada seguramente hasta el cuello.

Divertido, pensó que parecía una profesora anticuada o una bibliotecaria del siglo XIX. Llevaba el largo cabello negro retirado con severidad de la cara sujeto en un moño y lucía unas gafas de montura negra que parecían demasiado pesadas para su rostro pequeño.

Victoria encontró el archivo que buscaba y alzó la vista, interceptando el detallado análisis al que estaba siendo sometida. Y de pronto se ruborizó.

Ya había llegado a la conclusión de que era italiano, con un acento sexy que llegaba hasta la médula, pero el hecho de que también fuera increíblemente atractivo hizo que se sintiera mucho más abochornada. ¿Por qué la miraba de esa manera? ¡Cómo se atrevía!

–¿Cree que puede encontrarme un sitio? –preguntó con neutralidad.

–Quizá... un segundo y echaré un vistazo –sabía muy bien que tenía varias mesas libres, pero no hacía ningún daño farolear un poco–. Sí... –con el dedo trazó una línea imaginaria en el cuaderno de reservas–. Sí, tiene suerte.

Al oír eso, se mostró divertido. Y ella tuvo la impresión de que sabía muy bien que no había necesitado consultar las reservas.

Ella llegó a la vehemente conclusión de que era un hombre muy irritante. Y esos ojos atrevidos y penetrantes la estaban poniendo muy nerviosa.

Llevaba un traje de marca y caro y tenía el físico más perfecto y poderoso que había visto.

Estaba fuera de su alcance... era evidente que un hombre como ése sólo saldría con las mujeres más hermosas del mundo, y, desde luego, ella no figuraba entre ese grupo.

Además, tenía cosas más importantes en las que pensar... a saber, tratar de salvar su restaurante. En una hora tenía una reunión en su banco y debía ser capaz de convencerlos de que podía sobrellevar esa recesión, de lo contrario... bueno... lo podía perder todo.

–Haré que alguien lo acompañe a su mesa –miró alrededor en busca de su recepcionista, Emma, pero no la vio.

Ansiosa, se preguntó dónde estaba. No quería abandonar la seguridad del escritorio.

Sus ojos se encontraron por encima de la mesa.

–Lo siento... sólo será un minuto.

–Quizá debería acompañarme usted –dijo con tono perentorio–. Tengo una agenda apretada.

–Oh... sí, por supuesto –irritada consigo misma por ser tan patética, alzó el mentón y se puso en marcha. No sabía qué le pasaba. Uno de sus puntos fuertes era su habilidad para tratar con la gente. De hecho, sus clientes habituales se mostraban encantados cuando era ella quien estaba en la recepción, porque siempre los recordaba y era capaz de entablar conversaciones con ellos sobre sí mismos.

Antonio la observó rodear el escritorio y guiarlo por el restaurante lleno. Llevaba zapatos bajos que no resaltaban nada sus piernas. Pero notó que tenía tobillos bonitos y unas piernas bastante decentes... o al menos lo poco que podía ver de ellas. Para una mujer joven, quedaba claro que iba demasiado formal y seria. Era como si temiera que un hombre pudiera mirarla de cualquier modo que tuviera algo de sexualidad.

La idea lo intrigó.

Cuando ella se volvió para apartarle una silla, captó el modo en que la miraba y de inmediato la recorrió una oleada de rubor al verse sometida al escrutinio de esos ojos negros, tal como había imaginado.

Quedaba patente que la consideraba una mujer simple y de poco atractivo. Se dijo que eso importaba poco. No tenía tiempo para esas cosas; no obstante, no pudo evitar que le doliera.

–Llamaré a una camarera para que le tome el pedido –musitó.

–No –con firmeza, la detuvo antes de que pudiera marcharse–. Como ya he dicho, tengo prisa. Así que usted puede apuntar lo que deseo.

Lo observó abrir el menú. Una parte de ella quiso marcharse y soslayar esa orden. Pero por las buenas relaciones con los clientes, su parte sensata se lo impidió.

–De acuerdo –intentó adoptar una actitud de trabajo y olvidar todo lo demás–. Le puedo recomendar los especiales del chef. Los Penne Arrabiata y los cannelloni.

–¿Sí? –volvió a estudiarla.

Probablemente, recomendarle comida italiana a un italiano no era su mejor decisión.

–Están muy buenos –alzó el mentón; sentía la máxima confianza en su chef–. Mejor que mi pronunciación de los platos, se lo aseguro.

Él rió.

–En realidad, no he pensado que su pronunciación italiana fuera demasiado mala. Sólo tiene que mover la lengua alrededor de las palabras un poco más –pronunció los nombres de la comida con un tono lento y suave.

No supo que eso hizo que le hirviera la sangre. Distraída, se preguntó cómo podía lograr que dos platos corrientes de un menú sonaran como una especie de preludio a un acto amoroso.

–Bueno.... lo... lo... tendré en consideración –repuso con rigidez.

–Sí, hágalo –una vez más sus ojos reflejaron un destello de diversión antes de centrar su atención en el menú.

Desconcertada, no supo por qué la hacía sentir torpe e insegura... y consciente de sí misma como mujer.

Antonio alzó la vista y percibió un destello de vulnerabilidad en esos ojos verdes. Duró unos segundos, antes de ocultarlo detrás de esas pestañas largas con la típica expresión reservada y velada.

–¿Se ha decidido? –le preguntó, y jugó nerviosamente con las gafas que llevaba en la punta de la nariz.

Le extrañó qué podía haber impulsado esa expresión en ella, ya que no le interesaba. No era su tipo.

Cerró el menú y se lo entregó.

–Sí, aceptaré su recomendación y tomaré los Penne Arrabiata.

–¿Y para beber? –empujó la lista de vinos en su dirección.

–Agua, gracias, necesito mantener la mente despejada para realizar negocios esta tarde.

–De acuerdo –fue a marcharse, pero él la detuvo.

–A propósito, ¿está su jefa hoy en el restaurante? –preguntó.

–¿Mi jefa? –lo miró ceñuda.

–Sí. La propietaria del establecimiento –expuso con claridad.

–La tiene delante –la sorpresa que vio en sus facciones atractivas la divirtió.

–¿Usted es Victoria Heart?

–Así es. ¿Quería hablar conmigo sobre algo?

–No, en realidad, no –por algún motivo, había esperado que le señalara a la mujer que en ese momento se hallaba de pie en la recepción–. Es más joven de lo que esperaba que fuera.

–¿Sí? –se mostró desconcertada–. Tengo veintitrés años. Lo siento, pero... ¿por qué está interesado?

–Simple curiosidad –sonó su teléfono móvil y lo sacó para contestar–. Gracias por la recomendación para el almuerzo –le dedicó una sonrisa fugaz y se concentró en la llamada.

Sabía que la estaba despidiendo y agradecida se habría marchado en el acto, pero antes de poder moverse lo oyó decir: «Sí, Antonio Cavelli».

Antonio Cavelli. Permaneció rígida donde se hallaba. ¿Era el mismo Antonio Cavelli que había comprado el hotel que había al lado de su restaurante?

Al ver que ella seguía sin mostrar atisbo alguno de moverse, tapó el auricular y alzó la vista.

–Gracias, pero me gustaría que me sirvieran la comida lo más rápidamente posible –expuso con sequedad.

–Sí... sí, desde luego –recuperándose, se marchó con celeridad a hacer el pedido a la cocina.

–¿Todo listo para la reunión en el banco, Victoria? –le preguntó Berni, el chef, mientras depositaba dos platos sobre la encimera, listos para que se los llevara una de las camareras.

–Sí, tengo todo el papeleo en orden.

–Llevas unos años dirigiendo un negocio con éxito. No pueden decir que no sabes lo que haces.

–No, eso no lo pueden decir –sonrió. Cuando Berni había ido a trabajar con ella hacía un año y medio, la había tratado con una especie de desdén cauteloso. Pero un día, parte del personal no se había presentado y ella se había puesto a trabajar codo a codo a su lado. Desde entonces se habían llevado muy bien. Y recibir ese comentario era ciertamente un halago si salía de la boca de su temperamental chef.

–Estoy seguro de que todo irá bien –añadió él.

La tensión que había sentido toda la mañana se reavivó. No quería decirle a Berni que no era tan optimista como él. Acababa de ser padre y necesitaba el trabajo... pero lo mismo sucedía con el resto del personal. Aunque eso al banco le iba a importar bien poco. Como tampoco le importaba que ella misma fuera la madre soltera de un niño de dos años y que prácticamente se quedaría en la miseria si su negocio cerraba. Para el banco, no era más que un número en un papel.

Y en ese momento los beneficios habían bajado y los gastos se habían incrementado bastante... gracias al nuevo propietario, Lancier. Lo que le inspiraba la sensación horrible de que la visita que iba a realizar al banco no sería agradable. Y dada la situación económica general, no creía que fueran a extenderle el préstamo.

Lo que significaba que o vendía a Lancier o se enfrentaba a la bancarrota.

La sola idea le revolvió el estómago. Antes habría preferido vender a un monstruo devorador de seres humanos que a la empresa que adrede había intentado ahogarla. Pero si el banco decía que no, entonces Lancier era su única alternativa viable.

A menos que...

Fue a las puertas de la cocina y miró por uno de los ojos de buey hacia la mesa de Antonio Cavelli.

Él podía ser su salvación.

Había creado un plan de negocios nuevo en torno al hecho de que el hotel Cavelli abriría junto a ella. La sencilla premisa era que el local sería un punto de acceso ideal a su hotel. Recibía mucho negocio de paso de la ajetreada avenida, mientras que el hotel estaría aislado entre jardines. Llevaba tres meses intentando ponerse en contacto con Antonio Cavelli para contarle su plan y exponerle algunas ideas... que le darían a sus clientes un acceso lateral a su hotel a cambio de que ella pudiera seguir dirigiendo el restaurante al amparo de su negocio. Ni siquiera tendrían que realizar cambios estructurales; en la parte de atrás del restaurante ya había un patio que los conectaba. Sólo tendrían que abrir las puertas para ofrecer acceso.

Le había escrito correos electrónicos a él y al presidente de la empresa, Luc Cavelli, casi todas las semanas. Incluso les había adjuntado hojas de cálculo con números estimados de los ingresos que obtendrían. Pero sin éxito... no habían contestado a ninguna de sus cartas.

Pero en ese momento ahí lo tenía, a punto de comer en su restaurante.

Quizá fuera el destino. O quizá había leído sus ideas y le habían gustado. Después de todo, había pedido ver a la dueña del restaurante... había conocido su nombre.

Capítulo 2

ANTONIO alzó la vista cuando Victoria depositó la jarra de agua en su mesa. Había terminado la llamada telefónica y en ese momento hojeaba unos papeles que le había enviado su arquitecto acerca de los planes para que unas boutiques reemplazaran a ese restaurante.

–Gracias –asintió y volvió a centrar su atención en los documentos. Pero pasado un momento fue consciente de que ella seguía allí de pie.

–¿Algo más? –la miró con curiosidad.

–Bueno, en realidad, sí. Me preguntaba si podía hablar con usted un momento –no le contestó. Se reclinó en la silla y la observó con frialdad. Victoria necesitó todo su valor para continuar–. Usted es mi nuevo vecino, ¿verdad? Antonio Cavelli, el magnate de los hoteles.

Él inclinó la cabeza en gesto de confirmación.

–No sabe cuánto me complace conocerlo. ¿Le importa si me siento un momento? –no aguardó que respondiera. La asustaba como nadie, pero estaba desesperada–. De hecho, le he estado enviando correos electrónicos con algunas propuestas de negocios. Me pregunto si recibió alguno.

–No, no puedo decir que los recibiera –enarcó una ceja negra.