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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Joyce David. Todos los derechos reservados.

UN GUARDAESPALDAS DE SANGRE AZUL, N.º 78 - noviembre 2011

Título original: Her Royal Bodyguard

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

© 2004 Marilyn Medlock. Todos los derechos reservados.

PASAJE AL AMOR, N.º 78 - noviembre 2011

Título original: Secret Passage

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.

Publicados en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-071-4

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen ciudad: ALAIN LACROIX/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

JOYCE SULLIVAN

Un guardaespaldas de sangre azul

ACERCA DE LA AUTORA

Como la mayoría de las niñas, Joyce Sullivan guardaba un secreto deseo de ser princesa. Las princesas, estaba segura, no tenían pecas. Joyce se crió en Lakeside, California, y visitaba con frecuencia La Jolla, donde transcurre esta historia.

Primero fue detective privado y luego cursó estudios de Derecho Criminal. Le debe a su madre abogada el amor por la lectura y la resolución de misterios. La biblioteca de Lakeside era su lugar favorito.

Actualmente reside con su príncipe francés particular y dos adolescentes en una mansión georgiana, con un jardín inglés y un jardín secreto, en Quebec, Canadá.

PERSONAJES

Príncipe August de Estaire: Sacrificó su matrimonio y a su hija por el bien de su país.

Sophia Kenilworth: Murió antes de poder decirle a su hija la verdad sobre su nacimiento.

Rory Kenilworth: ¿Se casará esta princesa por amor… o lo hará por una corona?

Príncipe Laurent de Ducharme: Estaba de incógnito para proteger a la princesa. Y tenía el deber de casarse con ella.

Príncipe Olivier de Estaire: Ha sido incapaz de engendrar un heredero para su país.

Princesa Penelope de Estaire: La esposa de Olivier haría cualquier cosa para darle un heredero al trono.

Heinrich y sus hombres: ¿Estaría involucrado alguno de los guardaespaldas en el complot para asesinar a Rory?

Renald Dartois: ¿Hasta qué punto era leal al príncipe Olivier su secretario personal?

Odette Schoenfeldt: El trabajo de la secretaria de prensa de palacio consistía en cortar los escándalos de raíz.

Claude Dupont: Culpaba al príncipe Laurent de la muerte de su hermano.

Otto Gascon: ¿El vecino de Rory era amigo o enemigo?

Prólogo

Sophia no podía postergar lo inevitable durante mucho más tiempo. Le había mentido a su hija, Charlotte Aurora, sobre su nacimiento, sobre su padre y sobre su herencia. Debería haberle dicho la verdad antes de que hubiera cumplido veintitrés años, el momento en el que se había hecho efectivo aquel infame acuerdo matrimonial.

Su contacto en Estaire la había informado de que el mayor de sus hijastros, el príncipe Olivier, y su esposa, la princesa Penelope, no habían tenido hijos tras tres años de matrimonio. A pesar de que se rumoreaba que habían consultado a especialistas en infertilidad, no se había anunciado ningún embarazo que pudiera salvar a Rory de un matrimonio pactado.

Sophia no era tonta. Sabía que el príncipe Olivier era tan tirano como lo había sido su padre, el príncipe August, que había antepuesto siempre los intereses de Estaire a la felicidad de sus hijos. El ya fallecido ex marido de Sophia consideraba aquel acuerdo matrimonial como un brillante acuerdo político y económico que podría acabar con trescientos años de enemistad con el país vecino, Ducharme, y garantizaría un heredero en el caso de que su hijo, el príncipe Olivier, no fuera capaz de proporcionarlo.

Al no haber ningún posible heredero en el horizonte, Sophia sabía que era inútil albergar la esperanza de que el príncipe Olivier rescindiera el acuerdo. Durante sus dos años de matrimonio con el padre del príncipe, Sophia había aprendido mucho sobre las complejidades y las obligaciones de la familia real. Pero aquel maldito acuerdo matrimonial había superado con mucho sus umbrales de tolerancia.

Sophia había llorado, había despotricado y había amenazado con divorciarse durante meses. No podía creer que su amado príncipe, el mismo que había elegido como esposa a una mujer como ella, una americana sin una sola gota de sangre noble en las venas, hubiera condenado a su hija a un matrimonio sin amor.

Pero por lo menos ella había conseguido darle a Rory una infancia normal, en la que no había tenido ninguna influencia el sacrificio que el príncipe August esperaba que hiciera su hija por su país. En los términos de su separación, no figuraba que Sophia tuviera obligación de confesarle a su hija la verdad sobre su nacimiento. Y si Rory se enamoraba y se casaba antes de tiempo, entonces… c’est la vie.

Sophia frunció el ceño preocupada y revolvió el té. Desgraciadamente, Rory no estaba saliendo con nadie, a pesar de que lo mucho que Sophia le insistía en que saliera más a menudo.

A Sophia le consolaba saber que había hecho todo lo posible para preparar a Rory para el futuro que la esperaba. Le había infundido a su hija el amor al saber y le había hecho vivir toda clase de experiencias. Había insistido en que Rory estudiara francés y había elegido cuidadosamente su universidad privada.

Y Sophia estaría a su lado para guiarla durante la transición a la vida de palacio. En el caso, por supuesto, de que Rory le perdonara haberle ocultado aquel secreto.

Descartando aquella posibilidad con un gesto, Sophia salió con la taza de té al jardín, un jardín con vistas al Pacífico. Las aguas estaban tranquilas aquella tarde.

Se sentó en el columpio de madera situado sobre un afloramiento de rocas de la parte posterior del jardín, sobre el acantilado. Aquel era el sitio preferido por Rory para soñar y para leer, con el mundo y el océano a sus pies.

Sophia se impulsó con el pie para poner el columpio en movimiento. ¿Cómo se suponía que iba a decirle a Rory que era una princesa? ¿O cómo explicarle que su padre la había prometido en matrimonio a un príncipe?

Sophia no tuvo tiempo de encontrar respuesta. Con una escalofriante sacudida, la arenisca del acantilado cedió bajo sus pies. Con un grito de horror, Sophia se desplomó contra las rocas.

Fallece una mujer al derrumbarse un acantilado.

El titular del periódico hizo latir de emoción el pulso de aquel lector. ¿Habría muerto la princesa Charlotte Aurora? El artículo mencionaba un acantilado y un columpio. Sí, tenía que ser ella. El lector devoraba ansioso los detalles: Plaza Neptuno… erosión… el peligro de construir viviendas sobre las areniscas del cretáceo… El forense dictaminó la muerte de la víctima nada más llegar.

Muerta. Por la mísera cifra de cien mil dólares americanos.

No se sospechaba que se tratara de un crimen.

La emoción de la libertad burbujeaba en su cerebro como el más fino champán. El príncipe Laurent ya no tendría que casarse con la princesa Charlotte Aurora.

Lentamente, como si estuviera saboreando los últimos bocados de un manjar, leyó la frase final del artículo: la víctima ha sido identificada como Sophia Kenilworth.

¡No! ¡Era imposible! Rasgó el periódico con un cortaplumas de plata. Había muerto una mujer equivocada. Charlotte Aurora todavía vivía.

Capítulo 1

Ocho meses después Era su primer cumpleaños sin su madre.

Rory Kenilworth sentía el dolor de aquella pérdida constriñéndole la garganta mientras clavaba una vela en el pastel de arándanos, como habría hecho Sophia.

No iba a llorar.

Sorbió. De acuerdo, a lo mejor ya estaba llorando. «Te echo de menos, mamá. Me gustaría que estuvieras aquí cantando y entregándome una tarjeta anunciando la aventura de este año».

Los regalos de cumpleaños de su madre siempre habían sido viajes: un viaje a Egipto para ver las pirámides, un crucero en Alaska, un recorrido por Tailandia. Y ni siquiera los aspectos menos agradables de aquellos viajes, como el tener que llevar una mochila de veinticinco kilos a la espalda, su miedo a los caballos o su tendencia a marearse, podían ensombrecer aquel día el cariño con el que los recordaba.

Siguiendo los pasos de la tradición, Rory encendió la vela y clavó la mirada en la llama.

Las lágrimas se le agolpaban en la garganta.

—Cumpleaños feliz… —comenzó a cantarse con voz queda. Se interrumpió con un sollozo mientras una gota de cera rosada caía sobre el pastel.

Rory se tapó la boca con la mano y pestañeó con fuerza pasa sofocar las lágrimas. Podía oír el eco de la voz de su madre. Podía ver su orgullosa sonrisa.

Pero Rory no iba a derrumbarse. Suspiró, haciendo temblar la llama de la vela. Muy bien, ¿qué deseaba?

Normalmente, formulaba el deseo de conocer a su padre, pero puesto que aquello no había ocurrido durante los veintidós cumpleaños anteriores, y tampoco había encontrado ninguna información sobre él entre las pertenencias de su madre después de su muerte, no iba a volver a malgastar un deseo. Si realmente había algo que quería, era que su madre volviera.

Pero sus deseos no se la iban a devolver.

Frunció el ceño. ¿Y si pedía el milagro de perder cinco kilos en un solo día?

Esa clase de dietas nunca funcionaban.

¿Un buen corte de pelo?

Se llevó la mano hacia sus rizos ambarinos.

Otro milagro sin ninguna posibilidad de convertirse en realidad.

¿Y qué tal si pedía un hombre alto, moreno y atractivo que además hubiera leído a los clásicos?

Mmm, ese era un deseo con potencial. Elevó los ojos al cielo y soltó una carcajada.

—Jamás te habrías imaginado que podría desear algo así, mamá.

Pero tampoco se había sentido nunca tan sola cuando su madre vivía. Su madre había sido su mejor amiga, además de su única familia.

Rory mejoró su deseo pidiendo un hombre, alto, atractivo, de unos treinta y cinco años, que supiera que los clásicos tenían que ver con la literatura, y no con los dibujos animados.

El timbre de la puerta sonó por encima del rugido amortiguado de las olas.

Rory se pasó la mano por los rizos que habían escapado de su cola de caballo y se ató el cinturón del kimono de seda roja que llevaba encima del camisón. Ni por un momento creyó de verdad que iba a encontrarse a un hombre moreno y atractivo en la puerta de su casa un sábado a las ocho y media de la mañana, pero aquel era el día de su cumpleaños y estaba abierta a cualquier opción.

El estómago se le revolvió cuando, al mirar por el cristal de la ventana, reconoció a la abogada de su madre, Marta Ishiling.

¿Sería una coincidencia que Marta hubiera elegido aquel día para aparecer? Le abrió la puerta.

—Marta, qué sorpresa.

La abogada, a la que la cirugía plástica le había dejado un rostro y un cuerpo perfectos, esbozó una tensa sonrisa.

—Feliz cumpleaños, Rory. He venido a verte esta mañana porque me lo pidió tu madre, ¿puedo pasar?

La mano de Rory resbaló del pomo de la puerta. Una nueva avalancha de lágrimas asaltó sus ojos.

—Por supuesto, ¿quieres un café o un zumo de naranja?

—No, gracias.

Rory retrocedió para permitir entrar a la abogada; tenía las palmas de las manos empapadas en sudor y el estómago revuelto. Los tacones de Marta resonaban sobre las baldosas de mármol del vestíbulo mientras cruzaba hacia el salón. Se sentó en uno de los ultramodernos sillones blancos.

Rory se sentó cerca de ella, en una silla, e intentó no parecer ansiosa mientras Marta dejaba el maletín sobre la mesita del café.

—Confieso que esta mañana me siento como si fuera un hada madrina —Marta rió mientras sacaba un portafolios negro con un extraño sello del maletín. Sostuvo el portafolios en el regazo, como si estuviera vigilando su contenido—. ¿Qué te contó tu madre de tu padre, Rory?

—No mucho. Sólo sé que era un hombre de negocios europeo.

—Una forma curiosa de describir la ocupación de tu padre. Tu padre era August Frederick Luis Karl Valcourt, el décimo príncipe de Estaire, un pequeño principado europeo situado a las orillas del Rhin. Tu madre fue su segunda esposa durante cerca de dos años. Y tú fuiste la única hija de ese matrimonio.

Rory miró boquiabierta a la abogada. Valcourt era el apellido que figuraba en su partida de nacimiento, aunque nunca lo había utilizado.

—¿Mi padre era un príncipe?

—Sí, y tú eres una princesa. Su Serena Alteza Charlotte Aurora, Princesa de Estaire, la primera en la línea de sucesión al trono.

—¿Al trono?

Rory estaba aturdida. Había imaginado muchas cosas sobre su padre, pero jamás nada parecido. ¿Por qué no le habría dicho nada su madre? Su frágil autoestima le proporcionó inmediatamente la respuesta más lógica. Su padre no la quería, por supuesto.

—¿Has dicho que mi padre era un príncipe?

La compasión suavizó la mirada de Marta.

—Me temo que murió hace siete años. Pero tienes un hermanastro mayor, el príncipe Olivier, que es quien actualmente gobierna en Estaire. Es el hijo del primer matrimonio del príncipe August.

La desilusión de Rory por la muerte de su padre batallaba contra la alegría que le producía saber que tenía un hermano. ¡Un hermano mayor! Ella siempre había querido tener un hermano.

La abogada de su madre la miró con atención.

—Tu hermano ha llegado de Estaire para estar junto a ti el día de tu cumpleaños y quiere que cenéis juntos esta noche. Enviará un coche a buscarte a las siete.

—¿Esta noche? —gimió—. Pero… necesito tiempo para prepararme. No tengo nada que ponerme, ¡y mira mi pelo! —el pánico la invadía—. ¿Por qué nadie me habló de esto cuando mi madre murió?

—Según el acuerdo de separación al que llegaron tus padres, no debías ser informada de ello hasta que cumplieras veintitrés años, que era cuando se suponía que asumirías ciertas responsabilidades. Tu padre te dejó un fondo de cinco millones de dólares que te proporcionarán una generosa asignación mensual. Encontrarás documentos concernientes al mismo y el cheque del primer mes en ese portafolios, además de algunas fotos que tu madre pretendía entregarte en esta ocasión.

Rory asintió; las rodillas le temblaban. Su madre y ella habían disfrutado de una vida acomodada, pero ¡cinco millones de dólares! Se esforzó en pensar a pesar del impacto provocado por la noticia. Marta había dicho algo que la había puesto alerta.

—¿Qué quieres decir con ciertas responsabilidades?

—Tu hermano te lo explicará esta noche — le tendió el portafolios—. Dejaré que veas esto en privado. Si tienes alguna pregunta que hacer, llámame al móvil. Feliz cumpleaños, princesa Charlotte Aurora.

Princesa Charlotte Aurora.

—¡Espera! ¿Qué tengo que hacer? ¿Tengo que llamarlo Su Alteza? ¿Cómo debo comportarme?

Pero Marta se despidió de ella con un gesto y se marchó.

Rory abrió la boca y la cerró en silenciosa protesta. Aquello tenía que ser un error. Ella no podía ser una princesa. Tenía toda su vida planeada. Iba a abrir una tienda de libros infantiles e iba a casarse con un hombre bueno y atractivo que amara la literatura tanto como ella. Tendrían cuatro hijos y vivirían en una casa llena de libros, con un perro y su gata, Brontë.

La inquietud nublaba su frente. No le gustaba cómo sonaba lo del acuerdo de separación que Marta había mencionado. Parecía un contrato. Y, la mayoría de los contratos eran muy difíciles de romper.

¿Sería esa la razón por la que su madre no le había hablado de su padre?

Tenía el estómago revuelto. Su madre y ella siempre habían estado muy unidas. Recibir aquella noticia meses después de que hubiera muerto Sophia era como una traición. Su madre era la única persona en la que realmente confiaba, ¿por qué le habría mentido?

Esperando encontrar la respuesta, Ror y abrió el portafolios. Los papeles, los documentos y las fotos cayeron sobre la mesita del café.

Pero Rory sólo tenía ojos para las fotografías. Las lágrimas empañaron su visión. Había esperado durante toda una vida para ver a aquel hombre rubio y atractivo vestido con un regio manto dorado y una corona de rubíes. El padre que no la había querido.

Para cuando el timbre de la puerta volvió a sonar a las siete de la tarde, Rory se había hecho sangre al cortarse las uñas de los pies, había roto dos pares de medias y había rechazado por poco práctica la posibilidad de esconderse en una bolsa de papel. No había ninguna suficientemente grande como para contener el volumen de su pelo.

Revisó su aspecto en el espejo, con el estómago en un puño por las dudas. El vestido que se había comprado le quedaba magnífico, gracias al escote y al sujetador con relleno de agua que la dependienta le había aconsejado comprar. De lo que no se había dado cuenta en el probador era de que el vestido quedaría tan ceñido por la espalda, ni de que la falda era tan estrecha que tenía problemas para caminar. Pero aquella maravillosa tela la hacía sentirse especial.

Tan especial que pensaba incluso pedir champán para celebrar el regalo de la aparición de un hermano y acallar a la enfadada voz interior que no dejaba de preguntarle por qué su madre no le habría contado la verdad sobre su padre y su herencia. Los artículos de periódicos ingleses y franceses que encontró en el portafolios, junto a las fotos de la boda de sus padres, sólo decían que el de sus padres había sido un romance vertiginoso. No había encontrado ningún dato relativo a su divorcio.

El timbre de la puerta volvió a sonar. Rory alargó la mano hacia el bolso negro de su madre. Contrastaba de manera exagerada con los tonos anaranjados de su vestido. Quienquiera que hubiera dicho que el color negro combinaba con cualquier cosa estaba completamente equivocado.

Caminó tambaleante hasta el vestíbulo, sintiéndose más torpe que elegante. ¿Por qué habría creído a la dependienta cuando le había prometido que aquellas sandalias de tacón eran muy sexys?

El timbre de la puerta sonó por tercera vez antes de que la hubiera alcanzado.

—Voy —gritó mientras caminaba.

Para su consternación, oyó un desgarro en la falda. Bajó la mirada. Se la había pisado al andar y había desgarrado el dobladillo unos buenos cinco centímetros. Volvió a sonar el timbre, acompañado en aquella ocasión de un golpe a la puerta. No había tiempo para coser el vestido, necesitaba la cinta adhesiva. Corrió a la cocina, sacó la cinta de un cajón y reparó el daño.

Rezando para que su pelo todavía tuviera un aspecto decente, abrió por fin la puerta principal, resoplando para apartar un mechón de rizos que le caía sobre el ojo derecho.

El hombre que estaba esperando en la puerta era la reencarnación de su deseo de cumpleaños y la viva imagen de los protagonistas de las novelas románticas que devoraba en su juventud. Unas cejas oscuras enmarcaban unos ojos inteligentes y capaces de una gran arrogancia. La refinada fuerza de sus labios llenos y la nariz recta la hicieron estremecerse.

Aunque por la anchura de su pecho era obvio que aquel hombre era un deportista, tenía la sensación de que también había leído docenas de libros. Centenares, incluso.

Sin embargo, no parecía muy amable. Rory se apartó el mechón de pelo de los ojos. ¿Tendría su pelo peor aspecto del que había imaginado? Con la cinta adhesiva rozándole la pierna derecha y el relleno de agua del sujetador, se sentía como un fraude. Y supuso que aquel hombre lo sabía.

El príncipe Laurent de Ducharme rara vez se quedaba sin palabras. Pero la primera vez que vio a la princesa Charlotte Aurora fue una de ellas. Para cuando ésta le abrió la puerta, ya estaba a punto de llamar a Heinrich, su guardaespaldas, temiendo que le hubiera ocurrido algo.

Mein Gott, ¿qué se había puesto?

Con aquel vestido escandalosamente brillante en tres tonos diferentes de naranja y con aquella piel dorada por el sol, parecía estar en llamas.

Y ese pelo. Unos tirabuzones de rizos ambarinos caían por sus hombros con salvaje abandono, provocando en él el loco deseo de tomar uno de ellos entre sus dedos.

Sintiéndose arder él mismo, Laurent buscó en su interior el control en el que había sido educado mientras clavaba la mirada en el escote que revelaba lo que solamente debería revelar una mujer a su marido durante la noche de bodas. En ese caso, a él.

La frustración y la tristeza se arremolinaban en su pecho. Su primer y único amor había muerto tres años atrás porque estaba obligado a casarse con la mujer que tenía en aquel momento frente a él.

Las interminables preguntas sobre la muerte de Marielle habían sido la razón por las que se había embarcado en aquella farsa. Jamás lo convencerían de que Marielle se había suicidado, por mucho que le hubiera dolido la ruptura de su relación. Marielle tenía la autoestima demasiado alta como para jugar con drogas de diseño.

No, Laurent estaba convencido de que aquella muerte tenía motivos políticos. Como asegurarse de que su amor por ella no amenazaría el acuerdo matrimonial entre Estaire y Ducharme, o como intentar implicarlo en su muerte y provocar un escándalo que obligara al príncipe Olivier a rescindir el trato. Laurent estaba decidido a mantener su presencia en California en secreto para proteger a Charlotte Aurora. Jamás se perdonaría el no haber sido capaz de proteger a Marielle.

—Lo siento, llego tarde —dijo la princesa Charlotte Aurora, con las mejillas cada vez más sonrosadas.

—No tiene por qué disculparse, Su Serena Alteza. Permítame presentarme. Soy Sebastian Guimond y ocupo el cargo de secretario personal del príncipe. El príncipe Olivier me ha pedido que la acompañe a su hotel. El coche está esperándonos.

—Encantada de conocerlo, señor Guimond.

Sus ojos tenían un peculiar tono violeta, como el de los jacintos que florecían en primavera en los jardines de Ducharme.

El destino de aquellos dos países y la resolución de un conflicto que se había perpetuado durante trescientos años, dependían de su unión con aquella mujer. Trescientos años atrás, uno de los antepasados de la princesa habían comprado las tierras de uno de los miembros de la familia real de Ducharme que estaba arruinado y había formado el estado de Estaire.

El padre de Laurent y el padre de Charlotte tenían la esperanza de que aquel matrimonio pusiera fin a las disputas entre los dos reinos y mejorara sus relaciones diplomáticas y económicas. Pero una vez le había confiado el príncipe Olivier a Laurent que su pasión por la bicicleta de montaña lo había dejado estéril, aquel acuerdo matrimonial podía cambiar la historia de Estaire. Algún día, el pequeño principado sería gobernado por el primer hijo de Laurent.

Cuando habían comenzado a circular en los periódicos los rumores sobre la infertilidad del príncipe Olivier, Laurent había temido que la reaparición de la princesa Charlotte Aurora y el anuncio de su compromiso fueran contemplados con recelo.

Laurent y Olivier habían estado de acuerdo en que debían proteger a Charlotte Aurora de cualquier posible amenaza contra su vida y prepararla para el futuro que tenía por delante.

Laurent se recordó su papel y se aclaró la garganta, desconcertado por la vulnerabilidad que transmitían los ojos azules de Charlotte Aurora. Llevaba muy poco maquillaje y aplicado con mano inexperta, aunque tampoco lo necesitaba con aquella piel sin mácula.

—Permítame decirle que tiene usted un aspecto adorable, madame.

Aunque esperaba tranquilizarla, su cumplido pareció ponerla más nerviosa.

—Gracias —bajó la cabeza y cruzó tímidamente la puerta, cerrándola tras ella. Sacó las llaves del bolso con mano temblorosa, pero se le cayeron a los pies.

—Permítame, madame.

Laurent fingió, galantemente, ignorar su torpeza. Cuando se inclinó para recuperar las llaves, advirtió que la princesa se había pintado de color dorado las uñas de los pies y una de ellas la llevaba envuelta en una indescriptible tirita del mismo color.

Laurent cerró la puerta y le ofreció su brazo, no sin antes mirar a Heinrich para asegurarse de que no había ningún peligro. Heinrich le hizo un gesto indicándole que así era. Mientras recorrían el camino adoquinado que los separaba del coche, Laurent sintió temblar la mano de Charlotte Aurora. Y le asaltaron de nuevo las dudas al pensar que tendría que compartir su vida con aquella criatura tan torpe. El estómago se le tensó al imaginar aquellos rizos ambarinos cubriendo su almohada, o enredándose entre sus dedos.

Charlotte Aurora no era tan refinada como esperaba. Caminaba con torpeza, como si estuviera haciéndolo sobre hielo. Le iba a costar mucho prepararla para convertirla en una princesa adecuada para su pueblo, y para él.

El príncipe Olivier lo había informado de que la princesa no había sido consciente de su título hasta esa misma tarde. Sin duda alguna, para ella habría supuesto un fuerte impacto, pensó con una gran dosis de compasión. Y no acertaba a imaginarse cómo reaccionaría cuando le comunicaran la noticia de su matrimonio.

—¿Quién es ese? —susurró la princesa tímidamente al ver a Heinrich.

Heinrich era un hombre de músculos impresionantes y dos metros de altura.

—Es Heinrich, uno de los guardaespaldas del príncipe —se limitó a contestar—. Su hermano quiere protegerla.

Heinrich les abrió la puerta trasera de la limusina. Aunque la presencia de Heinrich podía llamar la atención, Laurent no quería correr riesgos con la seguridad de la princesa. Era mucho lo que estaba en juego. Un segundo coche, con otros cuatro guardaespaldas, los seguiría a una distancia discreta.

Cuando la princesa Charlotte Aurora intentó sentar su real persona el príncipe Laurent oyó el sobrecogedor desgarro de la tela.

—¡Vaya! —un profundo sonrojo se extendió del rostro de la princesa hasta su generoso escote mientras miraba consternada el daño del vestido.

Una raja del tamaño de su mano revelaba la delicada forma de su tobillo. Y también se veía algo extraño colgando del dobladillo del vestido. Pero el príncipe Laurent no iba a avergonzarla más llamándole la atención al respecto.

El brillo de las lágrimas humedeció sus ojos. Laurent le tocó el brazo con la más ligera de las caricias, intentando salvar su orgullo mientras recordaba las numerosas ocasiones en las que se había sentido agobiado por su título y sus obligaciones y había deseado ser cualquier cosa antes que un príncipe.

—Hágame caso, madame. Está tan resplandeciente con ese vestido que nadie se fijará en el dobladillo.

—¿De verdad?

Asomó a sus labios una sonrisa tan ingenua que Laurent temió que las maquinaciones y las frustraciones de palacio podrían destrozar la frágil confianza de la princesa en una semana, si no antes. Su madre no había durado más de dos años en Estaire.

—Por supuesto que sí —le aseguró, reparando entonces en la esencia tropical de su pelo: mango, coco y piña—. Además, cenará en la suite de su hermanastro.

—Bueno, en ese caso…

Para asombro de Laurent, se agachó y se quitó lo que parecía ser un pedazo de cinta adhesiva del dobladillo de la falda. Después, agarró el borde de la falda y se la subió hasta casi las rodillas.

—Así podré andar sin romperme una pierna.

Al príncipe Laurent debería haberle horrorizado su falta de decoro. Aquella era exactamente la clase de situación que provocaba toda clase de titulares en la prensa. Pero, curiosamente, le entraron ganas de reír. Aquella mujer era genialmente contradictoria. Su ingenuidad y la provocativa visión de sus piernas resultaban una combinación fascinante.

Porque la princesa tenía unas piernas adorables.

Mientras rodeaba la limusina, imaginó aquellas piernas alrededor de su cintura. Su vientre abultado llevando un heredero en su seno y a sus hijos jugando en el jardín de palacio. Apretó con fuerza los dientes mientras su cuerpo lo traicionaba reaccionando a las imágenes que llenaban su mente. Imágenes tortuosamente tentadoras.

Convirtió su boca en una dura línea.

Cumpliría con su deber y se casaría con Charlotte Aurora. Engendraría un heredero. Pero nunca la amaría.

No como había amado a Marielle. O como su madre había amado a su padre.

Él sabía mejor que nadie que no había lugar para el amor en un matrimonio real.

Capítulo 2

Cuando por fin llegaron al Hotel Del Coronado, Rory tenía el corazón en la garganta. Sobrecogida por la dominante presencia de Sebastian Guimond y por la perspectiva de encontrarse con su hermano, absorbía nerviosa cada una de las palabras de aquel atractivo secretario mientras la instruía en la manera de dirigirse adecuadamente al príncipe.

—Muy bien, haré una reverencia y lo llamaré Su Serena Alteza. Después, me dirigiré a él diciéndole señor o monsieur, a no ser que estemos solos. Entonces podré tutearlo. Pero jamás lo llamaré Olivier en público —repitió.

—Excelente.

Las rodillas le temblaban mientras la limusina se detenía en la parte de atrás del hotel. La fuerza férrea de los dedos de Sebastian era lo único que la sostenía en pie mientras abandonaba el vehículo y se veía inmediatamente rodeada de varios hombres vestidos de oscuro.

Rory se sentía como si estuviera en medio de una película de intrigas y misterio.

—¿Más guardaespaldas? —le susurró a Sebastian.

—Para protegernos de los paparazzi y de otros indeseables. Ya se acostumbrará a ello. Vamos al interior del edificio, es usted mucho más vulnerable cuando está saliendo o entrando en un vehículo.

¿Vulnerable a qué?, quiso preguntar Rory. Pero los urgieron a avanzar hacia el ascensor y además se sentía demasiado acomplejada como para decir nada que pudiera ser oído por los guardaespaldas. La ansiedad y la anticipación se multiplicaban en su interior. ¡Estaba a punto de conocer a su hermano!

Por fin se abrieron las puertas del ascensor y Sebastian salió a toda velocidad al pasillo.

—Sonría, madame —le ordenó mientras la acompañaba a la lujosa suite en la que estaba citada.

El sensual encanto de su inglés con acento británico le puso a Rory la carne de gallina.

—Usted es la princesa Charlotte Aurora de Estaire y ése es un buen motivo para sonreír.

—Eso es fácil decirlo. Usted no lleva unas sandalias de tacón.

—¿Perdón?

—No importa.

Forzó una sonrisa y rezó para gustarle a su hermano. La presencia de aquellos sombríos guardaespaldas era enervante. Había dos a ambos lados de la puerta de la suite y, aun así, Heinrich y otros dos hombres los acompañaron al interior. Charlotte pensó que jamás se acostumbraría a vivir rodeada de guardaespaldas.

Sebastian inclinó la cabeza.

—Ahora la dejaré. El príncipe no tardará en reunirse con usted. Bonne soirée.

Rory quería suplicarle que no se marchara, pero había algo en el interior de aquellos ojos inteligentes, un cierto nivel de expectación, que le hizo tomar aire y cuadrar los hombros. Miró hacia los guardaespaldas.

—¿Va a llevarse a Heinrich y a sus hombres con usted? No me gustaría estar rodeada de público la primera vez que me encuentro con mi hermano. Y no veo por aquí a ningún «indeseable».

Sebastian vaciló, pero después les dijo algo en francés a los guardaespaldas. Estos lo siguieron al pasillo, aunque Rory tenía la sensación de que no irían muy lejos. Se estremeció. No le parecía en absoluto divertido vivir rodeada de guardaespaldas.

—Charlotte Aurora.

Rory giró sobre sus talones; el júbilo y la inseguridad burbujeaban en su corazón mientras se volvía para ver a su hermano. Parecía tener más de treinta y dos años. Rory reconoció inmediatamente el parecido con las fotografías de su padre en su pelo rubio y su mandíbula angulosa. Tenía los ojos azules, más claros que los de Rory, y llevaba un esmoquin negro con absoluto decoro.

Rory hizo una reverencia.

—Su Serena Alteza.

—Olivier —la corrigió él amablemente, con un acento inconfundiblemente francés—. Estamos solos, ma petit soeur.

Una débil sonrisa curvó las comisuras de su boca mientras tomaba la mano de Charlotte y le daba un beso en ambas mejillas.

—Yo tenía nueve años cuando naciste. Y tu pelo es tal como lo recordaba.

Charlotte resistió las ganas de abrazarlo, no sabía si al hacerlo rompería el protocolo.

—¡Me alegro tanto de conocerte! Yo siempre he querido tener un hermano. Pero pensaba que cuando lo tuviera, sería menor que yo.

Su hermano inclinó formalmente la cabeza.

—Hemos pasado demasiado tiempo sin vernos. Tengo entendido que tu madre ha muerto recientemente. Lo siento. Todavía me acuerdo de ella.

La tristeza brotó en el interior de Rory. Cerró los ojos, bloqueando la imagen que empezaba a formarse en su mente y la sustituyó por otra en la que aparecía su madre paseando en la playa al atardecer, con la espuma de las olas bañando las huellas que sus pies dejaban en la arena.

—¿Qué sucedió entre ellos? —le preguntó bruscamente a Olivier—, ¿por qué no siguieron juntos?

—Intentaré contestar a tus preguntas mientras cenamos, ma petite soeur. Pero antes, bebamos champán. Hoy es el día de tu cumpleaños, algo que hay que celebrar.

Rory se sentó en el sofá con aquel ridículo vestido, escondió el bolso detrás de un cojín y observó feliz mientras su hermano descorchaba una botella de champán y le tendía después una copa.

El príncipe elevó su copa hacia ella.

Bonne fête, Charlotte Aurora. Y bienvenida a la familia Valcourt.

Rory acercó torpemente su copa a la suya.

Estaba tan contenta que había olvidado decirle que prefería que la llamaran Rory. Bebió un sorbo del dorado líquido y sintió que las burbujas bailaban en su lengua.

Olivier dejó su copa y sacó una caja de terciopelo azul con una insignia en rojo y dorado.

—Esto es para ti. Un regalo de nuestro padre. La princesa Anne de Grecia, su bisabuela, lo lució el día de su boda. Encargó que volvieran a diseñarlo especialmente para ti, para el día que cumplieras veintitrés años.

¿De verdad? Rory no habría podido expresar con palabras hasta qué punto estaba conmovida. La idea de que su padre pudiera pensar en ella o sentir algo hacia ella le era completamente ajena. El corazón le latía a un ritmo frenético mientras intentaba abrir torpemente la caja.

Oh, Dios santo. Aquella gargantilla de diamantes con un colgante en forma de corazón era exquisita. Olivier la sacó del estuche.

—El corazón formaba parte de la gargantilla original. Los veintidós diamantes que hay a cada lado fueron añadidos para representar todos los años que estuvo pensando en ti, esperando a que cumplieras veintitrés.

En el pecho de Rory se formó un nudo de tristeza.

—Gra… gracias —lloriqueó.

Pensaba al mismo tiempo en lo horrible que estaba cuando lloraba. Pero no podía evitarlo. Era una princesa y tenía un hermano. Y aquella gargantilla era la prueba de que su padre no se había olvidado de su existencia. No dejaba de sostenerla mientras Olivier se la ponía alrededor del cuello.

Olivier retrocedió, la examinó con la mirada y sonrió con expresión de aprobación.

¡Magnifique! Ahora sí que pareces una princesa —le tendió la mano—. Ven, ma petit soeur, tu fiesta de cumpleaños te está esperando.

—¡Cumpleaños feliz! —se cantó Rory a sí misma, llevándose la mano a la boca para disimular el hipo.

Después de dos copas de champán y otra de vino blanco, se sentía absolutamente complacida consigo misma y era mucho menos consciente de la rígida formalidad de los camareros que los atendían y de los guardaespaldas de la suite de su hermano. Ante la atenta mirada de Olivier, ya le había contado que era licenciada en arte y en humanidades por la univesidad de Sarah Lawrence. También le contó que estaba trabajando en una librería con intención de aprender algo sobre el negocio y que durante toda la vida había soñado con tener su propia librería para niños.

—Y tú me has prometido hablarme de nuestros padres —le recordó mientras les retiraban los entrantes de la mesa y les servían el primer plato—. En los artículos que mi madre me guardó decía que se habían conocido en Europa, en un congreso sobre comercio.

—Es cierto. Creo que nuestro padre se quedó absolutamente fascinado con la visión que tenía tu madre para los negocios, además de con su belleza. En aquel momento, Estaire estaba en una difícil situación económica y tu madre sugirió que intentáramos convencer a los productores de Hollywood para que utilizaran la ciudad fortaleza de Auvergne y algunas zonas del campo para rodar películas de época. Y ahora mismo, la industria cinematográfica es la más importante del país, después del turismo.

—Eso era típico de mi madre. Siempre veía las posibilidades allí donde nadie más podía verlas. Trabajaba como buscadora de tendencias de moda para unos grandes almacenes y viajaba por todo el mundo buscando los últimos gritos en decoración.

—No me sorprende, recuerdo que cuando llegó al palacio estaba deseando volver a decorarlo todo.

—Odiaba las antigüedades.

Su hermano alzó la mirada del plato, con una luz divertida en la mirada.

—Sí, también lo recuerdo. Hizo furor cuando encargó una vajilla nueva de porcelana china. Los platos tenían que ser amarillos con una corona roja. Pero no consiguió que atendieran su petición.

Rory se colocó un mechón de pelo tras la oreja, sintiéndose ligeramente a la defensiva. Sospechaba que los platos que su madre pretendía reemplazar eran terriblemente tristes, y seguro que todavía los continuaban usando.

—La abogada de mi madre me ha dicho que sólo estuvieron dos años casados, ¿qué ocurrió?

—Tu madre se fue cuando tú tenías ocho meses, alegando diferencias irreconciliables. A lo mejor era demasiado americana. Demasiado independiente. No se adaptó a nuestras costumbres.

Rory se sonrojó; no había bebido tanto como para que le pasara desapercibido el deje de censura que reflejaba su voz. Jugueteó con los espárragos y deseó que Sebastian no la hubiera abandonado tan rápidamente.

—¿Qué costumbres?

—Casarse con un miembro de la familia real implica un gran sacrificio personal y la voluntad de anteponer las necesidades del país a las propias.

—Así que hubo más problemas que el de la porcelana china.

—Muchos más, Charlotte Aurora —la tristeza ensombreció sus facciones aristocráticas—. Fue un desacuerdo sobre los planes para tu futuro el que llevó a tus padres al divorcio.

—¿Sobre mi futuro? —Rory frunció el ceño. Tenía el cerebro demasiado entumecido por los efectos del alcohol—. No lo comprendo.

—Yo he sido consciente de mis deberes y de mi destino desde que aprendí a caminar. Mi único deseo ha sido asumir mis responsabilidades y servir a Estaire lo mejor que pueda. Desgraciadamente, he fallado en una cosa. La princesa Penelope y yo llevamos tres años casados.

Recientemente, nos han informado de que no puedo engendrar un hijo y, por lo tanto, tampoco darle a Estaire un heredero al trono.

Rory se había quedado sin palabras. Su hermano mayor le resultaba intimidante, pero se daba cuenta de que hacer aquella admisión le causaba un gran dolor. Alargó la mano hacia él y le tocó el brazo, sin importarle si estaba rompiendo o no algún rígido protocolo.

—Lo siento mucho.

Olivier bajó la mirada hacia su mano, pero, en vez de regañarla, como Rory esperaba, la cubrió con la suya.

—Sencillamente, mi destino estaba escrito, igual que el tuyo —Olivier le apretó la mano y a continuación sacó un papel doblado del interior del traje—. Supongo que no sabes leer francés.

—No demasiado bien —admitió Rory con un hipo—. Mi madre y yo viajamos a Francia en alguna ocasión y ella insistió en que estudiara francés en la universidad, pero no puedo hacer mucho más que reconocer el pollo en un menú o leer las señales.

Olivier le mostró el documento.

—Es una fotocopia de un acuerdo matrimonial. Poco después de que nacieras, tu padre inició negociaciones con el rey Wilhem de Ducharme. Le prometió tu mano en matrimonio al príncipe Laurent, de la corona de Ducharme. Era un movimiento político que tenía como finalidad promover los negocios y la cooperación entre ambos países. Y se supone que ese matrimonio pondrá fin a trescientos años de disputas por culpa de la compra de una zona del territorio por parte de un miembro de la familia Falkenberg, que terminó constituyendo su propio reino de Estaire. Los Falkenberg son la familia real de Ducharme.

Rory intentó encontrar algún sentido a ese documento y a la historia que su hermano le estaba contando. Le sonaba como un cuento de hadas, pero tenía la sensación de que no le iba a gustar el final. De hecho, tenía el estómago revuelto.

—Tu madre abandonó a nuestro padre cuando fue informada del trato —continuó Olivier amablemente—. Se vino a América contigo. Nuestro padre le permitió marcharse con la condición de que volverías a Estaire el día que cumplieras veintitrés años para asumir el título y las responsabilidades que conlleva y para casarte con el príncipe Laurent.

Rory lo miró horrorizada. El padre con el que tantas veces había soñado había negociado con ella como si fuera un objeto de su propiedad.

—¡Pero eso es terrible! Parece propio de la edad media. No me extraña que mi madre lo dejara.

Y no le extrañaba tampoco que su madre lo hubiera guardado en secreto durante todos aquellos años. Su madre había sido una astuta mujer de negocios y había conseguido salvar la vida de su hija. Bueno, su infancia por lo menos.

Rory no sabía con quién estar más enfadada. Si con su madre o con su padre.

—Yo no quiero ser una princesa. No voy a casarme con un príncipe. ¿Qué pasará en el caso de que me niegue?

—En ese caso, pondrás en una situación de riesgo la permanencia de la familia Valcourt en la corona de Estaire. Si renuncias a todos tus derechos de sucesión, los derechos sobre el principado volverían a Francia después de mi muerte… a no ser que tengas un hijo que pueda ser considerado un heredero. Yo te pediría que consideraras la decisión con mucho cuidado. El príncipe Laurent es un hombre honrado que, al igual que yo, ha sido educado para asumir las obligaciones propias de su cargo. Está entregado al bienestar de Ducharme, de la misma forma que yo lo estoy al de Estaire. Vuestro primer hijo, o vuestra primera hija, algún día dirigirá ambos países.

Rory tragó saliva. Lo planteaba de una manea que hacía parecer insignificantes sus deseos personales. ¿De verdad esperaría su madre que aceptara aquella boda? ¿Pero entonces por qué le había dicho que quería que se casara por amor?

—Yo no sé nada sobre princesas. Mujeres mucho más preparadas que yo lo han intentado y han sido muy desgraciadas. ¡Mira a la princesa Diana, o a Fergie!

—Es algo que he tenido en cuenta, y que también ha considerado tu prometido —Olivier bajó la mirada—. Ya has conocido a Sebastian Guimond. Es el secretario personal del príncipe Laurent. Él te adiestrará en todo lo referente al protocolo y la etiqueta. Y cuando sientas que estás preparada para asumir tus obligaciones, anunciaremos oficialmente el compromiso matrimonial.

El estómago se le cayó a los pies. Necesitaba un poco de aire fresco y un cuarto de baño. Jamás, jamás, iba a volver a desear nada el día de su cumpleaños.

—Si me perdonas…

Olivier intentó detenerla.

—Sé que todo esto es una sorpresa para ti, pero tienes obligaciones hacia tu país…

Rory corrió hacia una puerta que esperaba fuera la del cuarto de baño. Se cruzó en su camino con un guardaespaldas. A esas alturas, el estómago ya se le había convertido en una terrible cobra que estaba comenzando a asomar su horrible cabeza. Entró corriendo, y chocó contra Sebastian Guimond.

Tuvo la fugaz sensación de estar siendo capturada y sostenida contra un sólido pecho por unos brazos fuertes e inesperadamente reconfortantes. Sebastian olía maravillosamente… una erótica combinación a lana, lino, sándalo y virilidad.

Alzó los ojos hacia su rostro. Esperaba que le dijera que aquello era una broma pesada, que sus padres jamás la habrían obligado a casarse con un desconocido.

Los ojos de Sebastian eran de color negro, observó, como la tinta de las páginas de un libro. Pareció examinarla con la mirada y encontrar sus muchos defectos.

Algo se rebeló en el interior de Rory. Durante todos aquellos años, había sentido que si fuera más atractiva o más inteligente su padre la habría querido. Habría querido estar con ella. Su silencio se transformó en una mirada cargada de rebeldía. Y, de pronto, se llevó las manos al estómago y vomitó sobre los zapatos de Sebastian.

La casa de la princesa estaba en silencio y a oscuras; el único pálpito de vida era el del incesante oleaje.

El hombre recorría las vastas habitaciones de la casa intentando enmendar el error de su primer intento de asesinato para poder cobrar el resto de la recompensa. Había un sistema de alarma, pero la princesa no lo había activado antes de salir. Estuvo a punto de morirse del susto cuando un gato negro de ojos verdes se restregó contra sus tobillos y maulló escandolosamente.

Le dio una patada a aquella irritante criatura para apartarla de él, suficientemente fuerte como para hacerle aullar y perderse entre las sombras. Sólo quedaban unas horas para que regresara la princesa Charlotte Aurora. Sólo quedaban unas horas para preparar su muerte.

Capítulo 3

Rory se lavó la cara con agua fría y gimió al mirar su rostro en el espejo. El maquillaje se le había corrido y su pelo parecía una madeja de lana enredada.

No se había sentido tan avergonzada en toda su vida. Había destrozado los zapatos de Sebastian. Él se había comportado como un perfecto caballero. Había sacado un pañuelo inmaculado del bolsillo para ofrecérselo, le había rodeado la cintura con el brazo y la había acompañado a un cuarto de baño. Después, le había ordenado a una de las doncellas que la ayudara. Ésta le había proporcionado una bata, un cepillo de dientes y pasta dentífrica. Rory había aceptado las tres cosas y le había pedido que se marchara. Quería regodearse a solas en su propia miseria.

Menudo cumpleaños. El vestido que se había comprado para ganar confianza en sí misma había terminado minando su orgullo. Se sentía absolutamente humillada. Sin duda alguna, Olivier ya estaría arrepintiéndose de que su hermana hubiera nacido. Y no acertaba a imaginar siquiera lo que podía estar pensando Sebastian Guimond. Sí, sí que podía.

Bueno, pensó con rebeldía, mientras se quitaba el maquillaje de la cara con una toallita. Pero ella no había pedido ser princesa. «Mamá, ¿por qué no me lo dijiste? ¿Por qué he tenido que averiguarlo de esta forma? ¿Por qué no permitiste que viera a mi padre por lo menos una vez?

Llamaron discretamente a la puerta. Probablemente era la doncella. Rory dejó escapar un suspiro exasperado.

—Por favor, déjeme sola. Ya le he dicho que estoy bien.

Volvieron a llamar a la puerta. Y en aquella ocasión, de forma mucho más imperiosa.

—Soy Sebastian. Abra la puerta, Su Serena Alteza.

Hubo algo en su tono de voz que le advirtió que no podía negarse. Rory se fijó en las manchas rojas que tenía su rostro después de haberlo limpiado, tiró la toallita al lavabo y abrió la puerta.

—¿Sí?

Sebastian estaba deslumbrantemente elegante, sin un solo pelo fuera de lugar y con unos zapatos relucientes idénticos a los que Rory había echado a perder.

El corazón le latía con fuerza. Sebastian la recorría con la mirada como si estuviera fijándose en cada una de las curvas que marcaba la tela de la bata y en cada rojez de su rostro.

—Comenzaremos las clases ahora, madame.

Antes de que Rory pudiera protestar, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta tras él. Rory retrocedió automáticamente ante su imponente presencia.

Aquel hombre exudaba una peligrosa aura de poder. A Rory no le gustaba la dureza que veía en sus ojos, como si estuviera aceptando un desafío imposible.

Alzó la barbilla y lo fulminó con la mirada.

—No se lo tome a mal, pero no quiero, gracias. Le agradecería que llamara a un taxi para que pueda irme a mi casa.

—No voy a llamar a un taxi —su mirada se suavizó con lo que parecía cierta compasión—. Va a tener que vivir en círculos muy distinguidos. Conocerá a presidentes, reyes, primeros ministros… Y lo primero que tiene que aprender es a conducirse cuando ocurre algo inesperado o las cosas no van bien. Por embarazoso que sea ese momento, debe ignorar lo ocurrido y continuar como si no hubiera pasado nada.