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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1998 Mary Balogh. Todos los derechos reservados

POR UN PUÑADO DE ORO, Nº 2 - diciembre 2011

Título original: A Handful of Gold

Publicada originalmente por HQN™ Books

© 2005 Nicola Cornick. Todos los derechos reservados

TEMPORADA DE PRETENDIENTES, Nº 2 - diciembre 2011

Título original: The Season for Suitors

Publicada originalmente por HQN™ Books

© 2009 Courtney Milan. Todos los derechos reservados

UN REGALO ENVENENADO, Nº 2 - diciembre 2011

Título original:This Wicked Gift

Publicada originalmente por HQN™ Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-9010-099-8

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Por un puñado de oro

Mary Balogh

Capítulo 1

El caballero arrellanado ante el fuego mortecino, en la sala de estar de sus habitaciones londinenses, parecía algo desmejorado. Sus calzas grises, que llegaban a la altura de la rodilla, y sus medias blancas eran de finísima seda, pero estas últimas estaban arrugadas, y hacía rato que se había descalzado. Se había despojado de la levita de cola larga que había ceñido a su figura como una segunda piel al ponérsela horas antes y la había arrojado con descuido a otro sillón.

Su chaleco, ricamente bordado, estaba desabrochado. Y su corbata, que su ayuda de cámara había tardado más de media hora en arreglar con amoroso esmero, colgaba asimétricamente sobre su hombro izquierdo. Se había pasado tantas veces los dedos por la cabeza que el cabello oscuro, cortado con estudiado desaliño, como mandaba la moda, se veía sucio y desgreñado. Tenía los ojos entornados y algo inyectados en sangre. Un vaso vacío colgaba de su mano, sobre el brazo del sillón.

Julian Dare, vizconde Folingsby, estaba indudablemente borracho.

Y además enfadado. Beber en exceso no se contaba entre sus vicios. El juego, sí. Y las mujeres. Y llevar una vida temeraria. Pero la bebida no. Siempre había procurado huir de hábitos que pudieran tornarse adictivos. Tenía intención de «sentar la cabeza» algún día, como decía su padre; de dejar de «andar de picos pardos», otra expresión del conde de Grantham. Y sería sumamente incómodo tener que enfrentarse a una adicción cuando llegara ese momento. Para él, el juego no era una droga. Ni tampoco las mujeres. Aunque fuera muy aficionado a ambas cosas.

Bostezó y se preguntó qué hora sería. Por suerte, no había amanecido aún: era diciembre y la luz del día no se dignaba hacer acto de presencia hasta bien entrada la mañana. Pero debía ser mucho más de medianoche. Mucho más. Se había marchado de la fiesta de su hermana antes de que el reloj diera las doce, después se había pasado por el club White’s y por una o dos timbas… ¿cuántas habían sido?, en las que se jugaba y se bebía de firme.

Debía levantarse del sillón e irse a la cama, pero no tenía fuerzas. Así pues, tendría que llamar a su ayuda de cámara y que él lo llevara a rastras hasta el lecho. Sin embargo, ni siquiera tenía fuerzas para ponerse en pie y tocar la campanilla. De todos modos, no podría dormir. Sabía por experiencia que, cuando estaba como una cuba, una posición aproximadamente vertical era preferible a una horizontal.

¿Por qué rayos había bebido tanto?

La borrachera, sin embargo, no le había hecho olvidar. Se acordaba muy bien del porqué. Esa heredera, la señorita Plunkett. No, lady Sarah Plunkett. ¡Menudo nombre! Y por desgracia la dama tenía una cara y un carácter a juego. Iría a Conway por Navidad con sus papás. Emma, su hermana pequeña, se lo comunicaba en la carta que le había llegado esa mañana. No, el día anterior por la mañana. Él había sumado dos y dos e, inevitablemente, le habían salido cuatro, aunque para ello no había tenido que emplear reglas aritméticas ni habilidades deductivas.

La misiva de su padre, que había leído a continuación, era mucho más explícita. No sólo iban a acompañarles los Plunkett y su hija por Navidad, sino que, por imperativo paterno, Julian tendría que cortejar a la muchacha y fijar su interés en ella. Tenía veintinueve años, a fin de cuentas, y no daba muestras de querer buscar esposa. Su padre se había mostrado extremadamente paciente con él, pero ya iba siendo hora de que sentara cabeza. En tanto que único varón entre cinco hermanas, tres de ellas todavía solteras y, por tanto, de futuro incierto, era su deber…

El vizconde Folingsby se pasó de nuevo los dedos de la mano libre por el pelo, devolviéndolo sin darse cuenta a su estado de simple desaliño, y miró fijamente la botella de coñac que había allí cerca. La distancia se le antojó insuperable.

No iba a hacerlo: no pensaba casarse con esa chica. Era así de sencillo. Nadie podía obligarlo, ni siquiera su padre, que, pese a ser enojosamente afectuoso, era también muy severo. Tampoco podrían obligarlo su querida mamá y sus hermanas, que tanto lo mimaban. Hizo una mueca. ¿Por qué le había tocado en suerte una familia singularmente unida y cariñosa? ¿Y por qué su madre sólo había tenido hijas después del triunfo inicial de su nacimiento como heredero de un condado y de vastas propiedades y riquezas? Si él fracasaba, si no lograba engendrar a su vez un heredero varón, toda su herencia pasaría a manos de algún primo lejano.

Su señoría miró de nuevo la botella de coñac con cierta determinación, pero no logró reunir fuerzas para poner en marcha sus piernas.

El correo de la mañana le había llevado otra carta. De Bertie. Bertrand Hollander había sido su mejor amigo y su cómplice durante los años en el colegio y la universidad. Seguían estando muy unidos, a pesar de que ahora Bertie pasaba la mayor parte del tiempo supervisando sus fincas en el norte de Inglaterra. Bertie tenía una finca de caza en el condado de Norfolk y una amante en Yorkshire, y pensaba presentársela durante las navidades. Estaba esquivando a su familia con la excusa de que iba a pasar las fiestas pegando tiros con unos amigos. En realidad tenía previsto pasarlas con Debbie, lejos de miradas curiosas y de las obligaciones del decoro. Quería que Julian se reuniera con ellos allí, acompañado de su amante.

Pero Julian no tenía amante fija últimamente. Había despedido a la última hacía un par de meses, alegando que las noches que pasaba en su compañía se habían vuelto igual de predecibles y tediosas que las que pasaba asistiendo a los insípidos bailes semanales de Almack’s. Desde entonces tenía un apaño con una viuda conocida suya, muy satisfactorio para ambos. Pero ella era una mujer respetable de la alta sociedad: difícilmente podía invitarla a pasar una semana de pecado con Bertie y Debbie en el condado de Norfolk.

¡Maldición! Estaba más borracho de lo que pensaba, pensó de pronto. Esa noche había ido a otra parte antes de asistir a la fiesta de Elinor. Había ido a la ópera. Y no porque le gustara especialmente la música. Al menos, la ópera. Había ido a contemplar el objeto de los más recientes chismorreos del White’s. Se decía que había una nueva bailarina de considerables encantos, y que en las escasas semanas transcurridas desde su primera aparición en escena, no había debutado en la cama de ninguno de los señores que habían intentado seducirla. O estaba esperando un mejor postor o estaba enamorada… O era una mujer virtuosa.

Julian, con la carta de su padre y la invitación de Bertie aún frescas en la memoria, había ido a la ópera a ver a qué se debía tanto revuelo.

El revuelo se debía a las largas y torneadas piernas de la bailarina, a su cuerpo ligero y esbelto, y a su larga cabellera cobriza. No roja del todo: no era tan vulgar. Era cobriza. Y tenía los ojos de color esmeralda. Julian no había podido verlos desde el palco que ocupaba durante la representación. Pero los había visto después, por el monóculo, cuando estaba de pie en la puerta del camerino.

La señorita Blanche Heyward estaba rodeada por una cohorte de admiradores convenientemente arrobados. Su señoría el vizconde la había contemplado sin prisas a través del monóculo y había inclinado la cabeza cuando sus ojos se encontraron desde el otro lado de la estancia. Después, se había unido al gentío aún más nutrido reunido en torno a Hannah Dove, la cantante que cantaba como una paloma, o eso aseguraba un miembro de su séquito. Un burdo cumplido por el que el caballero en cuestión había recibido una graciosa sonrisa y una mano que besar.

Julian había abandonado el camerino unos minutos después y se había marchado rumbo a los salones de su hermana casada.

Quizá fuera interesante probar a asaltar la ciudadela de dudosa virtud de Blanche Heyward. Y tal vez fuera aún más interesante llevarla a casa de Bertie por Navidad y pasar una larga y tórrida semana con ella. Si iba a Conway, tendría las navidades de siempre: placenteras, bulliciosas y atestadas de gente. Y además estaría la señorita Plunkett. En cambio, si iba al condado de Norfolk…

En fin, estaba aturdido.

Lo que podía hacer, se dijo, era dejar que decidiera ella. Se lo preguntaría. Si le decía que sí, iría a Norfolk. Para un último devaneo amoroso. Como el canto del cisne por la libertad, los picos pardos y todo lo demás. En primavera, cuando el comienzo de la temporada hiciera volver a Londres a la alta sociedad, incluida la señorita Plunkett, cumpliría con su deber. Cuando llegaran las Navidades siguientes, ya la habría dejado embarazada. La sola idea le hizo sujetarse la cabeza dolorida con la mano en la que un minuto antes sostenía el vaso. ¿Qué diablos había hecho con él? ¿Lo había soltado? ¿Aún quedaba coñac? No podía ser. Si no, se lo habría bebido en vez de estar allí sentado pensando en cómo podía alcanzar la botella con aquellas piernas que se negaban a obedecer el dictado de su cerebro.

Si le decía que no… Blanche, claro, no la heredera, iría a Conway y abrazaría su destino. De ese modo seguramente ya habría un bebé en el cuarto de los niños las próximas navidades.

Apartó la mano de su cabeza y se la llevó a la garganta con intención de aflojarse la corbata. Pero ya la tenía aflojada.

Rayos y centellas, qué hermosa era. La heredera no, claro. ¿Quién entonces? ¿Alguien a quien había conocido en casa de Elinor?

Se oyó un suave arañar en la puerta de la habitación. Un momento después, ésta se abrió y apareció el semblante respetuoso y cauto de su ayuda de cámara.

–Ya era hora –le dijo Julian–. Alguien me ha quitado los huesos de las piernas cuando no estaba mirando. Es muy molesto.

–Sí, milord –contestó el criado, acercándose a él resueltamente–. Dentro de unas horas deseará que se los hubieran quitado también de la cabeza. Venga, señor. Páseme el brazo alrededor del cuello.

–Cuánta impertinencia –masculló su señoría–. Recuérdame que te despida cuando esté sobrio.

–Sí, milord –contestó el ayuda de cámara alegremente.

Varias horas antes de que el vizconde Folingsby se hallara repanchigado delante del fuego, en su cuarto de estar, con las piernas flojas y la cabeza dolorida, la señorita Verity Ewing entró en una casa a oscuras situada en una calle poco elegante de Londres, sirviéndose de su llave y de un considerable sigilo. No quería despertar a nadie. Subiría de puntillas la escalera sin encender una vela, se dijo, y tendría cuidado de no pisar el octavo peldaño, que crujía. Se desvestiría a oscuras, con la esperanza de no despertar a Chastity. Su hermana, por desgracia, tenía el sueño ligero.

Pero la suerte no estaba de su parte. Antes de que le diera tiempo a poner un pie en la escalera, la puerta del cuarto de estar de la planta baja se abrió y un rayo de luz penetró en el pasillo.

–¿Verity?

–Sí, mamá –Verity suspiró para sus adentros al tiempo que componía una sonrisa despreocupada–. No deberías haberme esperado levantada.

–No podía dormir –le dijo su madre cuando Verity la siguió al cuarto de estar. Dejó la vela sobre la mesa y se ciñó el chal alrededor de los hombros. La chimenea estaba apagada–. Sabes que me preocupo hasta que vuelves a casa.

–Invitaron a lady Coleman a una cena tardía después de la ópera –explicó Verity–. Y quiso que la acompañara.

–Pues ha sido muy desconsiderado por su parte –repuso quejosa la señora Ewing–. Es una falta de respeto mantener levantada hasta tan tarde a la hija de un caballero casi todas las noches de la semana, y encima mandarla a casa en un coche de punto, en vez de en su carruaje.

–Es muy amable por pagar un coche de punto –contestó Verity–. Pero hace mucho frío y estás aterida –no le hacía falta preguntar por qué estaba apagada la chimenea. Mantener el fuego encendido más allá de las diez era un lujo que no podían permitirse en aquella casa–. Vámonos a la cama. ¿Qué tal ha pasado la noche Chastity?

–No ha tosido más allá de tres o cuatro veces –contestó su madre–. Y no ha tenido ni un solo ataque prolongado. Parece que la medicina nueva está haciendo efecto de verdad.

–Eso espero –Verity sonrió y recogió la vela–. Vamos, mamá.

No pudo eludir, sin embargo, las preguntas de rigor acerca de la ópera, del atuendo de lady Coleman, de los invitados que habían asistido a la cena, de los anfitriones, de lo que habían comido y de qué temas de conversación habían tratado. Contestó con la mayor brevedad que pudo, pero por complacer a su madre ofreció una descripción detallada del lujoso y elegante vestido que lucía su jefa.

–Lo único que puedo decir –comentó la señora Ewing en voz baja al detenerse delante de la puerta de su dormitorio– es que esa lady Coleman es una dama muy rara, Verity. La mayoría de las señoras de alcurnia contratan a damas de compañía para que vivan con ellas y les hagan los recados durante el día, cuando no tienen nada que hacer. No permiten que vivan en casa de sus padres, ni requieren sus servicios por las noches, cuando salen por ahí.

–Entonces he tenido muy buena suerte por haber dado con semejante señora –repuso Verity–, y por haberle caído en gracia. No podría soportar vivir en su casa y veros a Chastity y a ti sólo de vez en cuando. Lady Coleman es viuda, mamá, y el decoro exige que vaya acompañada cuando sale. No podría pedir un empleo más agradable. Paga bastante bien, además, y el sueldo mejorará con el tiempo. Esta misma noche me ha dicho que está muy contenta conmigo y que está pensando en subirme sustancialmente la paga.

Su madre, sin embargo, no parecía tan satisfecha como esperaba Verity. Meneó la cabeza al tomar la vela.

–Ay, cariño mío –dijo–. Jamás pensé que una hija mía tendría que buscar empleo. Tu padre, el reverendo Ewing, nos dejó poco, es verdad, pero podríamos habérnoslas arreglado bien, de no ser por la enfermedad de Chastity. Y si el general sir Hector Ewing no estuviera, por desgracia, en Viena por las conversaciones de paz, estoy segura de que nos habría ayudado. A fin de cuentas, Chastity y tú sois las hijas de su hermano.

–No te angusties, mamá, te lo ruego –Verity la besó en la mejilla–. Estamos juntas, las tres, y Chastity está recuperando la salud después de ver a un médico de prestigio y de que le recetara un remedio adecuado. Eso es lo único que importa, en realidad. Buenas noches.

Un minuto después llegó a su dormitorio, entró y cerró la puerta. Estuvo un momento apoyada en ella, con los ojos cerrados, agarrando el pomo con las manos, a la espalda. No se oía nada, salvo la respiración rítmica y queda de su hermana, en la cama. Se desvistió rápidamente, sin hacer ruido, temblando de frío. Se metió en la cama, se tumbó de lado, con las piernas dobladas, y se tapó con las mantas hasta las orejas. Le castañeteaban los dientes, pero no era sólo por el frío.

Estaba jugando a un juego peligroso.

Sólo que no era un juego.

¿Cuánto tiempo tardaría su madre en descubrir que no había ninguna lady Coleman, que aquel empleo fácil y decoroso era una patraña? Por suerte se habían mudado a Londres desde el campo hacía tan poco tiempo y en circunstancias tan apuradas que tenían pocos amigos, y ninguno que se moviera en los círculos de la alta sociedad. Se habían mudado a la capital porque el resfriado que Chastity había contraído el invierno anterior, poco después de la muerte de su padre, se negaba tercamente a desaparecer. Les había quedado dolorosamente claro que podían perderla si no consultaban a un médico cuyos saberes superaran los del doctor del pueblo. Temían que padeciera consunción, pero el médico londinense les había dicho que no, que sólo tenía el pecho débil y que, con la medicina y la dieta adecuadas, podría recuperar por completo la salud.

Los honorarios del doctor y las medicinas habían resultado extraordinariamente caros, y aún tendrían necesidad de los servicios del médico. Incluso el alquiler de una casa corriente como la suya era altísimo. Y las facturas de carbón, velas, comida y otras necesidades básicas parecían amontonarse sin cesar.

Verity había buscado y buscado un empleo decoroso, asegurándole a su madre que sólo sería temporal, hasta que su tío regresara a Inglaterra y salieran de apuros. Ella, en realidad, tenía poca fe en aquel tío rico, que no había querido saber nada de ellas en vida de su padre. Su abuelo se había distanciado de su hijo menor al rehusar éste un matrimonio ventajoso para casarse con la madre de Verity, hija de un caballero sin fortuna ni influencias.

A juicio de Verity, el cuidado de su madre y hermana recaía directamente sobre sus hombros, ahora y siempre. De modo que, al no encontrar empleo como institutriz o dama de compañía, ni siquiera como dependienta, costurera o doncella, había hecho una prueba para entrar a formar parte del cuerpo de bailarinas de la ópera. Estaba en buena forma, a fin de cuentas, y siempre le había encantado bailar, tanto en los salones como en la intimidad de una arboleda o en una habitación desierta de la rectoría. Para sorpresa suya, le habían ofrecido el puesto.

Actuar en un escenario, delante del público, como cantante, bailarina o actriz, no era empleo adecuado para una dama. Antes incluso de aceptar el empleo, Verity era muy consciente de que, a ojos de la gente, ser bailarina o actriz equivalía a ser una mujer de mala vida.

Pero ¿qué alternativa tenía?

Así había dado comienzo su doble vida, su vida secreta. De día, salvo cuando estaba en los ensayos, era Verity Ewing, señorita venida a menos, hija de un clérigo de noble alcurnia y sobrina del influyente general sir Hector Ewing. De noche era Blanche Heyward, bailarina de la ópera, una mujer a la que se comían con los ojos la mitad de los caballeros elegantes de la ciudad, muchos de los cuales asistían a la ópera con el solo propósito de verla.

Pero era un juego peligroso. En cualquier momento podía reconocerla alguno de sus conocidos, aunque ningún vecino de su pueblo tenía por costumbre pernoctar en Londres para saborear los entretenimientos que ofrecía la gran urbe. Lo peor era, quizá, que le sería imposible codearse con la sociedad elegante en un futuro, si el general se decidía por fin a ayudarlas. Eso, sin embargo, no le quitaba el sueño.

Había asuntos más urgentes que resolver.

Lo que ganaba como bailarina no era suficiente.

Se acurrucó más aún bajo las mantas y metió las manos entre los muslos para entrar en calor.

–¿Verity? –preguntó una voz soñolienta.

Verity apartó un poco las mantas.

–Sí, cariño –dijo en voz baja–, estoy aquí.

–Debo de haberme quedado dormida –dijo Chastity–. Me preocupo tanto hasta que llegas a casa… Ojalá no tuvieras que salir sola por las noches.

–Si no saliera –repuso su hermana–, no podría hablarte de las espléndidas fiestas y las funciones teatrales a las que asisto. Por la mañana te hablaré de la ópera o, mejor aún, de la gente que había en el teatro. Ahora vuelve a dormir –añadió en tono alegre y cariñoso.

–Verity –dijo Chastity–, no creas que soy una desagradecida, que no sé los sacrificios que estás haciendo por mí. Algún día te compensaré, te lo prometo.

Verity parpadeó para despejar sus ojos de lágrimas.

–Claro que sí, cariño –dijo–. En primavera bailarás entre las prímulas y los narcisos, y tus mejillas serán como rosas fuera de estación. Así me pagarás con creces lo poco que puedo hacer por ti ahora. Vuelve a dormir, bobita.

–Buenas noches –Chastity bostezó y uno o dos minutos después su respiración se hizo de nuevo rítmica y profunda.

Las bailarinas tenían un modo de aumentar sus ingresos. Casi era lo que se esperaba de ellas. Verity escondió la cabeza bajo las mantas una vez más e intentó no pensar en eso, pero hacía más de una semana que aquella idea la incordiaba. Y un rato antes le había dicho a su madre, casi como si preparara el terreno, que lady Coleman estaba muy contenta con ella y que estaba pensando en subirle el sueldo.

Se había granjeado todo un séquito de admiradores que se agolpaba en el camerino después de la función. Dos de ellos ya le habían hecho proposiciones sin tapujos. Uno había mencionado una suma que le daba vértigo. Se había dicho una y otra vez que ni siquiera iba a dejarse tentar. Y así era. Pero no era cuestión de dejarse tentar, sino de decidir fríamente.

Si lo hacía, sólo sería por el bienestar de Chastity y de su madre. Tendría que conseguir mucho más dinero, si quería que Chass siguiera con el tratamiento que necesitaba. Así pues, lo que estaba en juego era la vida de Chastity, a cambio de su virtud.

Dicho así, en realidad no había nada que decidir. Pensó entonces en el soplo de tentación que se le había presentado esa misma noche, encarnada en el caballero que, parado en la puerta del camerino, la había mirado con insolencia a través de su monóculo durante un minuto o dos antes de sumarse a la muchedumbre de señores reunida en torno a Hannah Dove. Su conducta daba a entender que ella no le interesaba lo más mínimo y, sin embargo, Verity había tenido la extraña impresión de que no había dejado de observarla en ningún momento.

Era el vizconde Folingsby, un conocido calavera, la había informado otra bailarina más tarde. Verity, de todos modos, podría haberlo adivinado. Aparte de ser increíblemente guapo, es decir, alto, bien formado, muy moreno, con ojos al mismo tiempo penetrantes y soñadores, su aplomo y arrogancia evidenciaban que era un hombre acostumbrado a salirse con la suya. Había, además, algo insoportablemente turbador en él. Un calavera, sí. No había duda.

Y sin embargo, ella se había sentido terriblemente tentada por un instante. Si el vizconde se hubiera acercado, si le hubiera hecho un ofrecimiento…

Por suerte, no había hecho ninguna de las dos cosas.

Pero pronto, muy pronto, ella tendría que sopesar y aceptar alguna oferta. Iba a tener que convertirse en la querida de algún caballero. ¡Ya estaba! Por fin lo había dicho, aunque lo hubiera dicho por lo fino. En realidad, pronto tendría que convertirse en la fulana de algún hombre.

La cabeza le dio vueltas un instante y cerró los ojos.

Por Chastity, se dijo resueltamente. Por la vida de Chastity.

Capítulo 2

Julian visitó el camerino del teatro de la ópera dos noches después de su primera aparición. Había algunos caballeros conversando con Blanche Heyward. A Hannah Dove no se la veía, oculta entre su séquito de admiradores. Su señoría se unió a ellos y estuvo un rato charlando afablemente. No quería parecer ansioso en exceso. Dejó pasar varios minutos antes de acercarse a la bailarina de cabello cobrizo y hacer una leve reverencia.

–Señorita Heyward –dijo con languidez, sosteniéndole la mirada–, a sus pies. ¿Me permite alabar su actuación de esta noche?

–Gracias, milord –su voz era suave, melódica. Seductora y estudiada para que así lo pareciera, supuso Julian. Sus ojos lo miraban con franqueza… ¿y quizá también con astucia? No creía ni por un instante que fuera una mujer virtuosa. Como tampoco creía que la poca virtud que le quedara no estuviera en venta.

–Yo mismo acabo de ensalzar el talento y la gracia de la señorita Heyward, Folingsby –dijo Netherford–. Si estuviera en un salón de baile, dejaría en ridículo al resto de las señoras. Ningún caballero desearía bailar con otra que no fuera ella, ¿verdad? ¿Verdad? –clavó el codo en las costillas del vizconde.

Los demás señores reunidos en torno a Blanche se rieron por lo bajo.

–Santo cielo –murmuró Su Excelencia–, dudo que la señorita Heyward quiera cosechar tal… fama.

–O tal notoriedad –repuso ella con una sonrisa fugaz.

–A mí me encantaría verla bailar el vals, señorita Heyward –continuó Netherford–. El problema es que todos los demás también querrían mirarla, y no habría nadie para bailar con las otras señoritas –su comentario provocó una carcajada general.

Julian se llevó el monóculo al ojo y sorprendió un destello de desprecio en la sonrisa de la bailarina.

–Gracias, señor –dijo ella–. Es usted muy dado a los cumplidos. Ahora estoy cansada, caballeros. Ha sido una noche muy larga.

Y así, bruscamente, despidió a su cohorte. Se marcharon dócilmente tras hacer una reverencia y desearle buenas noches. Tres salieron del camerino y uno se sumó al grupo congregado aún en torno a Hannah Dove. Julian se quedó.

Blanche Heyward lo miró inquisitivamente.

–¿Señor? –dijo con un deje retador.

–Soy de la opinión –dijo Julian, dejando caer su monóculo y juntando las manos a la espalda– de que una comida tranquila y relajada es a menudo tan eficaz como el sueño para aliviar el cansancio físico. ¿Le apetecería cenar conmigo?

Ella abrió la boca para rehusar la invitación, Julian lo notó en su expresión, pero luego vaciló y volvió a cerrarla.

–¿Cenar, milord? –levantó las cejas.

–He reservado un saloncito privado en una taberna, no muy lejos de aquí –contestó–. Preferiría tener compañía que comer solo –y sin embargo le insinuó con su semblante desenfadado y sus gestos que no le importaría cenar solo. Parecía importarle muy poco que aceptara o no.

Ella apartó los ojos para mirarse las manos. Saltaba a la vista que se disponía de nuevo a rechazarlo. Y también que se sentía tentada a aceptar. O bien, y Julian sospechaba que ése era el verdadero sentido de su comportamiento, que se le daba tan bien como a él transmitir el mensaje que deseaba comunicar a su interlocutor. Reticencia y cierta indiferencia, en este caso. Pero también la intención preconcebida de aceptar, en última instancia. Julian le facilitó las cosas o, mejor dicho, volvió a tomar el control de la situación.

–Señorita Heyward –se inclinó ligeramente hacia ella y bajó la voz–, la estoy invitando a una cena, no a mi cama.

Lo miró bruscamente y Julian advirtió en su mirada que había salido vencedor. Ella sonrió a medias.

–Gracias, milord –dijo–, la verdad es que tengo bastante hambre. ¿Le importa esperar aquí mientras voy en busca de mi manto?

Él inclinó levemente la cabeza y la señorita Heyward se levantó. Ahora que estaba cerca de ella, le sorprendió su estatura. Era un hombre alto y las mujeres parecían empequeñecer a su lado. A ella, sin embargo, apenas le sacaba media cabeza.

Bien, pensó con satisfacción, había hecho el primer movimiento y había salido airoso. Ella sólo había accedido a cenar, ciertamente, pero si no podía convertir aquel pequeño triunfo en una semana de placer en Norfolk, se merecería el destino que lo esperaba en Conway, encarnado en la persona de lady Sarah Plunkett, con su cara de hurón.

No tenía intención de perder la partida.

Y tampoco creía que ésa fuera la intención de la señorita Heyward.

Era una sala cuadrada y espaciosa, con el techo de artesonado y una gran chimenea en la que crepitaba alegremente el fuego. Ocupaba el centro de la estancia una mesa puesta para dos con cristalería y porcelana finas sobre un blanco y almidonado mantel. Dos largas velas ardían en candeleros de peltre.

El vizconde Folingsby debía de confiar en que le diría que sí, concluyó Verity. Él le quitó el manto en silencio. Sin mirarlo, ella cruzó la habitación, se acercó al fuego y extendió las manos hacia las llamas. No creía haber estado nunca tan nerviosa, ni siquiera al hacer la prueba, o al actuar por primera vez en el escenario. Quizás aquél fuera un nerviosismo de otra índole.

–Hace frío esta noche –comentó él.

–Sí –apenas habían tenido ocasión de notar el frío. Habían recorrido en un suntuoso carruaje privado el corto trecho que los separaba de la taberna. No habían cruzado palabra durante el trayecto.

Verity no creía que aquella invitación fuera únicamente a cenar. Pero seguía sin saber qué respondería a la inevitable pregunta. Quizás en aquel mundillo se daba por sobreentendido que, una vez aceptada una invitación semejante, la señorita en cuestión se comprometía a dar las gracias de la manera obvia.

¿Sería posible que antes de que acabara esa noche hubiera dado el paso irrevocable? ¿Qué sentiría?, se preguntó de repente. ¿Y cómo se encontraría por la mañana?

–El verde le favorece –dijo lord Folingsby, y a Verity la avergonzó sobresaltarse al descubrir que estaba a su espalda, muy cerca–. No todas las mujeres tienen la sensatez y el buen gusto de elegir prendas que vayan con el color de su cabello y de su piel.

Llevaba su vestido de seda verde oscuro, que siempre le había gustado a pesar de estar pasado de moda y casi raído. Su diseño sencillo, de cintura alta y mangas rectas, le confería cierta elegancia intemporal que no quedaba anticuada tan rápidamente como otros cortes más rebuscados y a la moda.

–Gracias –dijo.

–Imagino –prosiguió él– que algún pintor tuvo que mezclar con cuidado sus colores y usar un pincel muy fino para crear el peculiar color de sus ojos. Es muy poco frecuente, por no decir único.

Verity sonrió mirando las llamas danzarinas. Los hombres siempre se deshacían en cumplidos hacia sus ojos, aunque ninguno hubiera expresado así su admiración por ellos.

–Tengo un poco de sangre irlandesa, milord –contestó.

–Ah, la Isla Esmeralda –comentó él suavemente–. Tierra de beldades de roja cabellera y temperamento fogoso. ¿Es usted de temperamento fogoso, señorita Heyward?

–También tengo sangre inglesa en abundancia –repuso Verity.

–Ah, nosotros, los flemáticos y prosaicos ingleses –suspiró–. Me desilusiona usted. Venga a la mesa.

–Entonces ¿le gustan las mujeres de temperamento fuerte, milord? –preguntó ella mientras se sentaban.

–Eso depende absolutamente de la dama en cuestión –contestó Julian–. Si creo que puede derivarse algún placer de su doma, entonces sí, indudablemente –tomó la botella de vino que había sobre la mesa, la descorchó y procedió a llenar sendas copas.

Mientras estaba ocupado, Verity lo miró con detenimiento por primera vez desde que habían salido del teatro. Era guapo casi hasta un punto aterrador, aunque le habría resultad difícil precisar por qué resultaba temible su belleza. Quizá fueran su arrogancia o su aplomo, más que su apostura, lo que la hacía desear volver al camerino y rehusar la invitación. Parecían estar completamente solos, a pesar de que dos camareros les habían llevado la comida y estaban disponiéndola sobre la mesa. O quizá fuera su atractivo sensual y la certeza de que la deseaba.

Julian levantó su copa y extendió el brazo hacia ella.

–Por una amistad nueva –dijo, mirándola a los ojos a la luz trémula de las velas–. Para que prospere.

Ella sonrió, tocó el borde de la copa del vizconde con la suya y bebió. Sintió alivio al comprobar que su mano no temblaba, pero se sintió casi como si hubiera tomado una decisión o sellado un pacto.

–¿Cenamos? –sugirió él cuando los camareros se retiraron y cerraron la puerta. Señaló los platos de fiambre y verduras, la cesta de pan fresco y el cuenco de frutas.

Verity se dio cuenta de pronto de que tenía hambre, pero no sabía si podría comer. Se sirvió una porción modesta.

–Dígame, señorita Heyward –comenzó el vizconde mientras la veía untar un panecillo con mantequilla–, ¿es siempre tan parlanchina?

Ella se detuvo y volvió a mirarlo sin querer. Le gustaba conversar, como a la mayoría de las mujeres de su clase social, pero ignoraba qué temas convenía tratar en una ocasión semejante. Nunca había cenado tête-à-tête con un caballero, ni había estado a solas con un hombre bajo ninguna circunstancia, más allá de media hora y en un lugar donde pudiera verla fácilmente una carabina.

–¿De qué desea que le hable, milord? –preguntó con genuino interés.

Él la miró unos instantes con expresión divertida.

–¿De sombreros? –preguntó–. ¿De joyas? ¿De su última expedición de compras?

Así pues, no tenía en gran estima la inteligencia de las mujeres. O quizá de las mujeres como ella. De su tipo.

–Pero ¿de qué desea usted que le hable, milord? –insistió antes de dar un mordisco al panecillo.

Él pareció aún más divertido.

–De usted –contestó sin vacilar–. Hábleme de usted, señorita Heyward. Empiece por su acento. No consigo situar su procedencia. ¿De dónde es?

Para sus horas de trabajo, Verity había adoptado un acento que le permitía disimular el hecho de que había nacido en una familia de origen noble y había recibido una educación esmerada.

–Los acentos se me pegan muy fácilmente –mintió–. Y he vivido en muchos sitios. Supongo que hay un rastro de todos ellos en mi forma de hablar.

–Y para complicar las cosas –repuso él–, alguien le ha dado clases de dicción.

–Desde luego –sonrió–. Incluso siendo bailarina debe una aprender a no asesinar la lengua inglesa cada vez que habla, milord. Si una espera progresar en su oficio, claro.

Julian la miró en silencio unos instantes, con el tenedor suspendido a medio camino de la boca. Verity sintió que se sonrojaba. ¿En qué oficio se imaginaba él que quería prosperar?

–En efecto –contestó el vizconde con voz aterciopelada, y se llevó el tenedor a la boca–. Pero ¿qué sitios son ésos? Dígame dónde ha vivido. Hábleme de su familia. Vamos, no podemos limitarnos a mascar la comida en silencio, ¿sabe? No hay nada peor para deshacer la compostura.

Su vida parecía haberse convertido en un cúmulo de mentiras. En ambos mundos tenía que ocultar la verdad. A veces activamente, lo cual suponía la invención de una patraña tras otra. Conocía hasta cierto punto dos lugares: el pueblecito del condado de Somerset en el que había vivido durante veintidós años, y Londres, donde vivía desde hacía dos meses. Habló, sin embargo, de Irlanda, recurriendo a las historias que le contaba su abuela materna cuando era una niña; de la ciudad de York, donde una vecina amiga suya había vivido una temporada, y de un par de sitios más sobre los que había leído.

Confiaba fervientemente en que el vizconde no conociera bien ninguno de esos lugares. Inventó una familia ficticia: un padre herrero, una madre afectuosa muerta hacía cinco años, tres hermanos y tres hermanas, todos ellos mucho más jóvenes que ella.

–¿Vino a Londres buscando fortuna? –preguntó él–. ¿No ha bailado en ningún otro sitio?

Verity vaciló, pero no quería que el vizconde la considerara inexperta, fácil de manipular.

–Claro que sí –contestó–. Varios años, milord –sonrió mirándolo a los ojos mientras tomaba una pera del frutero–. Pero, ya se sabe, al final todos los caminos conducen a Londres.

Se sobresaltó ante la mirada de puro deseo que vio arder un instante en los ojos de Julian al seguir el movimiento de su mano. Pero aquella mirada quedó velada de inmediato detrás de los párpados indolentes y una sonrisa ligeramente burlona.

–Claro, claro –dijo con voz queda–. Y quienes pasamos la mayor parte de nuestro tiempo aquí nos beneficiamos encantados de la experiencia en artes diversas que personas como usted adquieren en otros sitios.

Verity mantuvo los ojos fijos en la pera que estaba pelando. Descubrió con desaliento que era muy jugosa. Pronto tuvo las manos manchadas de jugo. Y su corazón latía con violencia. De pronto, inexplicablemente, tenía la impresión de haberse adentrado en terreno peligroso. El aire parecía crepitar a su alrededor. Se lamió los labios y no se le ocurrió cómo responder.

La voz de Julian sonó divertida cuando volvió a tomar la palabra:

–Habiéndola pelado, señorita Heyward –dijo–, está usted obligada a comérsela, ¿sabe? Sería un crimen desperdiciar una pieza tan excelente.

Ella se llevó a la boca una mitad de la pera y mordió. El jugo chorreó hasta el plato y un poco goteó por su barbilla. Verity echó mano de la servilleta, azorada, consciente de que él la estaba observando. Pero antes de que pudiera agarrarla, el vizconde alargó el brazo y con uno de sus largos dedos recogió la gota de zumo que estaba a punto de manchar su vestido. Verity levantó los ojos, sobresaltada, y vio que se llevaba el dedo a la boca y se tocaba la lengua. Mientras tanto no apartó los ojos de ella.

Verity sintió una aguda punzada en el vientre y entre los muslos. Notó que un arrebato de rubor cubría sus mejillas. Se sentía como si hubiera corrido una milla cuesta arriba.

–Muy dulce –murmuró él.

Ella se levantó de un salto, empujando la silla con las corvas. Enseguida lamentó haberlo hecho. Notaba flojas las piernas. Se acercó de nuevo a la chimenea y estiró las manos como si quisiera calentárselas, a pesar de estar acalorada.

En medio del silencio que siguió, respiró hondo varias veces para calmarse. Luego vio por el rabillo del ojo que él se acercaba al otro lado del hogar y apoyaba un brazo sobre la alta repisa de la chimenea. La estaba mirando. Había llegado el momento, se dijo Verity. Ella misma lo había precipitado. Un instante después le sería formulada la pregunta y tendría que contestar. Pero seguía ignorando cuál sería la respuesta. O quizá sí lo sabía. Quizá sólo se estaba engañando a sí misma, haciéndose creer que todavía tenía elección. Había tomado una decisión en el camerino. No, antes incluso. Aquello era una taberna, parte de una posada. Sin duda el vizconde había apalabrado un aposento, así como un comedor privado. Unos minutos después…

¿Qué se sentiría? Ni siquiera sabía qué debía esperar exactamente. Los hechos elementales, sí, desde luego…

–Señorita Heyward –dijo él, sobresaltándola de nuevo–, ¿qué planes tiene para Navidad?

Volvió la cabeza para mirarlo. ¿Para Navidad? Faltaba una semana y media. Pasaría las fiestas con su familia, claro. Sería su primera Navidad lejos de casa, la primera sin sus amigos y vecinos de siempre. Pero al menos se tenían aún las unas a las otras y seguían juntas. Habían decidido darse el lujo de comprar un ganso y celebrar el día haciéndose los pequeños regalos que pudieran permitirse. La Navidad había sido siempre su época preferida del año. De algún modo restablecía la esperanza y le recordaba las cosas verdaderamente importantes de la vida: la familia, el amor y el desprendimiento para con los demás.

El desprendimiento…

–¿Tiene planes? –insistió él.

No podía decirle que iba a pasar las fiestas en casa, con su gran familia, en la herrería de Somerset. Sacudió la cabeza.

–Tengo previsto pasar una semana tranquila en el condado de Norfolk, con un amigo y su, eh, su dama –añadió el vizconde–. ¿Consideraría usted acompañarme?

Una semana tranquila. Un amigo y su dama. Verity entendía, desde luego, a qué se refería y a qué la estaba invitando. Si decía que sí, pensó, la suerte estaría echada. Se zambulliría irrevocablemente en un mundo del que le sería imposible volver. Una vez deshonrada, no recuperaría jamás su virtud, ni su honor.

Si aceptaba, pasaría la Navidad lejos de casa por primera vez. Lejos de mamá y de Chastity. Una semana entera. ¿Merecía la pena tamaño sacrificio? Eso por no hablar del sacrificio de su persona.

Él pareció leerle el pensamiento.

–Quinientas libras, señorita Heyward –dijo en voz baja–. Por una semana.

¿Quinientas libras? Se le quedó la boca seca. Era una suma colosal. ¿Sabía él lo que suponían quinientas libras para alguien como ella? Claro que lo sabía. Eran una tentación irresistible.

A cambio de una semana de servicios. Siete noches. Siete, cuando una sola le parecía insoportable. Pero una vez pasada la primera, las otras seis apenas importarían.

Chastity tenía que volver a visitar al médico. Necesitaba más medicinas. Si moría porque no podían permitirse el tratamiento adecuado para su enfermedad, ¿cómo se sentiría, se preguntó, sabiendo que había estado en su mano conseguir el dinero necesario? ¿Qué acababa de decirse acerca de la Navidad?

El desprendimiento para con los demás…

Sonrió mirando el fuego.

–Sería muy agradable, milord –dijo, y escuchó con cierto asombro las palabras que salieron inopinadamente de su boca–, siempre y cuando me pague por adelantado.

Volvió la cabeza para mirarlo al ver que no contestaba de inmediato. Seguía con el codo apoyado en la repisa de la chimenea y su puño cerrado descansaba contra su boca. Sus ojos tenían una expresión divertida.

–Podemos llegar a un acuerdo, desde luego –contestó–. ¿La mitad antes de marchar y la otra mitad cuando regresemos?

Ella asintió con la cabeza. Doscientas cincuenta libras antes incluso de salir de Londres. Una vez aceptado el pago, se habría arrinconado a sí misma. No podría negarse a cumplir su parte del trato. Intentó tragar saliva, pero la sequedad de su boca se lo impidió.

–Espléndido –dijo él con energía–. Vamos, es tarde. La acompañaré a casa.

Entonces ¿esa noche iba a escapar? Por una parte sintió un alivio que la hizo desfallecer. Por otra, estaba extrañamente desilusionada. Lo peor podría haber pasado en una hora si, como esperaba, él hubiera reservado una habitación y la hubiera invitado a acompañarlo. Sentía un profundo temor al pensar en la primera vez. Imaginaba, ingenuamente quizá, que después de aquello, una vez consumado el hecho, deshonrada ya sin remedio, cuando supiera lo que se sentía, le sería más fácil repetirlo. Sin embargo, parecía que tendría que esperar hasta que partieran rumbo al condado de Norfolk para consumar su caída.

Él había agarrado su manto y se lo estaba poniendo sobre los hombros. Verity volvió en sí de repente, dándose cuenta de lo que acababa de decir.

–No, gracias, milord –contestó–. Prefiero volver sola a casa. ¿Tendría la amabilidad de llamar un coche de punto?

Él le hizo darse la vuelta y, apartándole las manos, le abrochó los botones del manto. Una vez completada la tarea, la miró a los ojos.

–¿Va a hacerse la esquiva hasta el final, señorita Heyward? –preguntó–. ¿O es que hay alguien en casa y usted prefiere que no me vea?

Estaba claro lo que quería dar a entender. Y tenía razón, naturalmente, aunque no hubiera acertado del todo. Verity le sonrió.

–Le he prometido una semana, milord –dijo–. Y deduzco que esa semana no empieza esta noche, ¿no es así?

–En efecto –contestó él–. Tendrá su coche de punto y podrá, por tanto, guardar sus secretos. Creo de todo corazón que estas navidades van a ser más… interesantes que de costumbre.

–Confío en que esté en lo cierto, milord –repuso ella con toda la indiferencia de que fue capaz, y se encaminó hacia la puerta.

Capítulo 3

Julian tenía frío, estaba cansado y de mal humor cuando el pabellón de caza de Bertrand Hollander apareció por fin ante su vista al ponerse el sol, una tarde particularmente gris y tristona, dos días antes de Navidad. Se sentiría mucho mejor, se dijo, una vez dentro, cuando pudiera disfrutar de un buen fuego y un poco de coñac y regodearse pensando en la noche que tenía por delante. Pero, de momento, no lograba convencerse de que aquella Navidad iba a ser un puro deleite.

Había recorrido a caballo todo el trayecto desde Londres, a pesar de que en su cómodo y bien engrasado carruaje viajaba una sola persona. Esa mañana le había parecido buena idea: ella se sentiría intrigada al verlo cabalgar más allá de las ventanillas del carruaje, y él se reconfortaría pensando en reunirse con ella en algún momento de la tarde. Pero a mediodía, cuando habían parado para comer y cambiar de monturas, la señorita Blanche Heyward lo había exasperado notablemente. No, eso era quedarse muy corto. Le había puesto de un humor de perros.

Y todo por una chuchería de nada, por un mísero puñado de oro.

Julian pensaba dárselo por Navidad. Quizá fuera innecesario darle un regalo, dado que iba a pagarle muy bien por sus servicios. Pero para él la Navidad había sido siempre época de regalos, y sabía que iba a echar de menos Conway y sus celebraciones de costumbre. Así pues, le había comprado un regalo y había invertido en elegirlo mucho más tiempo del que solía gastar escogiendo algún obsequio para sus amantes. Dejándose llevar por su instinto había evitado, además, el brillo chillón de las piedras preciosas.

Movido por un impulso, había resuelto dárselo en el encantador escenario del salón de la posada en la que habían comido, en vez de esperar al día de Navidad. Ella, sin embargo, se había limitado a mirar la caja que le ofrecía y no había hecho ademán de agarrarla.

–¿Qué es? –había preguntado con la serena dignidad que Julian empezaba a reconocer como uno de los rasgos de su carácter.

–¿Por qué no lo ve usted misma? –había sugerido él–. Es un regalo de Navidad anticipado.

–No es necesario –ella lo había mirado a los ojos–. Me paga usted muy bien, milord, por lo que voy a darle a cambio.

Sus palabras le habían producido una incómoda tensión en la entrepierna, aunque no estaba del todo seguro de que esa fuera su intención al pronunciarlas. Había sentido, por otro lado, una primera punzada de enojo. ¿Iba a mantenerlo así, con la mano tendida, como un tonto, hasta que se le enfriara la comida? Al final, ella había extendido lentamente la mano, había tomado la caja y la había abierto. Julian la había mirado casi con ansiedad. ¿Había cometido un error al no elegir diamantes o rubíes, o esmeraldas, quizá?

Ella se había quedado mirando la caja largo rato sin decir nada ni moverse para tocar su contenido.

–Es la estrella de Belén –había dicho por fin.

Era una estrella, sí, una estrella de oro en una cadena de oro. Pero a Julian no se le había ocurrido que fuera la estrella de la Navidad. La descripción, sin embargo, parecía acertada.

–Sí –había dicho, y se había despreciado por lo que había preguntado a continuación, pero las palabras se le habían escapado sin que pudiera impedirlo–. ¿Le gusta?

–Su sitio está en el cielo –había respondido ella tras un largo silencio durante el cual había seguido mirando el colgante como si se hubiera olvidado de Julian y de cuanto la rodeaba–. Como símbolo de esperanza. Como señal para todos aquellos que buscan el significado de su vida. Como meta en la búsqueda de la sabiduría.

¡Santo Dios! Julian se había quedado sin habla.

Ella había levantado la vista y lo había mirado directamente con aquellos espléndidos ojos de color esmeralda.

–No debería poder comprarse con dinero, milord –había dicho–. No es un regalo adecuado de una persona como usted para una persona como yo.

Julian le había sostenido la mirada con una ceja levantada mientras intentaba dominar su furia. ¿De una persona como él? ¿Qué demonios quería dar a entender?

–¿He de entender, señorita Heyward que no le gusta mi regalo? –había preguntado, impregnando su voz de todo el hastío de que fue capaz–. Dios mío, debería haberle dicho a mi criado que escogiera una pulsera de diamantes en vez de esto. Lo informaré de que está usted de acuerdo conmigo en que tiene un gusto execrable.

Ella lo había mirado a los ojos unos segundos más. No parecía ofendida por su desaire.

–Lo siento –había dicho de pronto, sorprendiéndolo–. Le he ofendido. Es muy bonito, milord, y demuestra que tiene usted un gusto impecable. Gracias –había cerrado la caja y la había guardado en su bolsito.

Habían seguido comiendo en silencio y Julian había tenido de pronto la sensación de estar comiendo paja.