minibian138.jpg

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Harlequin Books S.A.

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una esposa para el jeque, n.º 138 - marzo 2018

Título original: Married for the Sheikh’s Duty

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-872-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Cuáles son los requisitos que le pide de una novia, jeque Al-Ghamdi?

El jeque Zayn Al-Ghamdi miró sin verlo el monitor que tenía en la pared de su despacho. Fue a hablar, pero no dijo nada. Sabía desde hacía tiempo que estaba llegando el momento de asentar la cabeza y casarse. Desde niño le habían inculcado la idea de que algún día se casaría con una mujer que sería una buena esposa para él y una buena jequesa para su país.

Naturalmente, sería sobre todo una imagen cuidadosamente creada y supervisada para que complaciera a su pueblo. También había aprendido, con el ejemplo de sus padres, que ella tendría un papel secundario incluso en la vida de él. Su deber principal sería tener hijos y continuar la dinastía de la familia Al-Ghamdi.

La semana anterior, cuando Benjamin los reunió, a él y a otros tres hombres, a raíz del artículo que se había publicado en Celebrity Spy!, él fue quien propuso que se casaran y tuvieran herederos para solucionar sus problemas. Aquellos tres hombres: Benjamin Carter, Dante Mancini y Xander Trakas, sus rivales durante muchos años y que se habían convertido en aliados a regañadientes, lo miraron como si le hubiesen salido cuernos y rabo, hasta que comprendieron que su idea tenía sentido.

Sin embargo, cuando oyó la pregunta que le había hecho Elizabeth Young, la casamentera multimillonaria que le había recomendado Xander, se sintió desconcertado. Le sacaba de quicio que una revista sensacionalista y carroñera lo metiera en vereda en la ínfima parte de su vida que podía controlar. No obstante, la imagen de los cuatro había quedado muy dañada por culpa de ese artículo. Sus padres, aunque se habían retirado de la vida pública, lo habían reprendido por su imagen y las repercusiones de cada detalle de su vida, por mínimo que fuera, en el ambiente político de Khaleej.

Peor aún, la familia política de su hermana Mirah estaba hablando de cancelar la boda. Era muy conservadora y creía que él no tenía derecho a ningún tipo de vida, pero mucho menos a la vida disoluta que dejaba entrever el artículo. Sin embargo, eso era inaceptable. Su hermana, diez años menor que él, había sido como un rayo de sol en una vida solitaria por la actitud fría y distante de sus padres y la rigurosa preparación para su vida política. De no haber sido por Mirah, él no habría conocido la alegría verdadera, no habría tenido la más mínima compañía.

–Jeque Al-Ghamdi…

–Mi novia tiene que ser joven y atractiva. Lo bastante atractiva para que pueda mirarla durante cinco décadas y lo bastante sana para que pueda tener hijos. No puede llegar a los treinta años, ni acercarse.

La señorita Young tomó nota de todo, pero Zayn vio que fruncía el ceño.

–¿Hay algún inconveniente, señorita Young?

–Alteza, las mujeres pueden llegar a tener hijos incluso a la edad tan avanzada de treinta años –contestó ella sin disimular la sorna.

–Sí, pero las mujeres que tienen cerca de treinta años también tienen ideas muy arraigadas, señorita Young, y no serán maleables. Además, es posible que yo tampoco cumpla sus expectativas de hombre ideal.

La mujer no resopló, pero Zayn tuvo la sensación de que le habría gustado hacerlo.

–Una mujer que tenga ambiciones profesionales no servirá –siguió él–. Tendrá que entender que su papel en la vida será ser un complemento mío.

–Entonces, tiene que ser hermosa pero no inteligente.

–Sí. También tiene que ser virgen.

Los ojos de la señorita Young reflejaron indignación.

–Eso es de bárbaros.

–Es la única manera de garantizar que no surgirán escándalos o motivos de vergüenza en el futuro.

–La virginidad no es necesaria. Comprobamos minuciosamente sus pasados antes de buscar parejas que se adapten a los requisitos.

–Los exnovios y examantes se las apañan para aparecer en la vida de uno y causar el mayor lío posible. Me gustaría evitar cualquier escándalo relativo a mi jequesa y su pasado. Esto lo garantiza.

–Guapa, joven, maleable, no especialmente inteligente y virgen. No sé si es el encargo más fácil o más complicado que he tenido, alteza.

–¿Está diciéndome que no puede encontrar una mujer que cumpla esos requisitos, señorita Young?

–Claro que puedo, alteza, pero me preguntaba si el amor tenía algo que decir.

–Usted trabaja de… intermediaria para multimillonarios, señorita Young, ¿ha tenido algo que decir alguna vez?

–Tenía curiosidad por saber su opinión.

–Una idea ridícula y fantasiosa no hará que mi matrimonio salga bien. Busco una esposa que se pliegue ante mi superioridad en todos los aspectos de la vida y sea una aportación positiva a mi vida política.

–¿Una especie de accesorio?

–El accesorio prefecto, si lo prefiere.

Él cortó la llamaba, divertido por el brillo de rabia que había visto en los ojos de la señorita Young. Hacía mucho tiempo que sabía que eso era lo único que podía ser una esposa para un hombre como él.

 

 

Dos semanas más tarde

 

Amalia Christensen, a pesar de su vida cuidadosamente trazada, jamás habría podido imaginarse que un día, caluroso como el infierno, estaría esperando en las oficinas administrativas del jeque Zayn Al-Ghamdi. Miraba las impresionantes cúpulas y los vestíbulos decorados con oro puro del gran palacio de Khaleej, el país de origen de su propio padre. Muchas cosas habían cambiado en Khaleej durante el tiempo que había vivido con su madre en Escandinavia, y para bien. Khaleej, con unas infraestructuras comparables a las de cualquier país occidental y con una presencia reciente en el mundo financiero de todo el mundo, era una mezcla de arte, tradición y tecnología.

De no haber sido por la preocupación por su gemelo Aslam, que le atenazaba las entrañas, habría estado sacando fotos a diestro y siniestro y publicándolas en Instagram. El palacio, de color ocre, con torres y cúpulas, en el centro de una enorme extensión de jardines con una playa de arena dorada en un lado, era un festín para la vista. Sin embargo, durante todos los años que había anhelado visitar Khaleej, no se había imaginado que lo haría tan a la desesperada. La belleza de Khaleej y el reencuentro con sus raíces estaban vacíos, no tenían sentido sin Aslam. Si hubiese ido el año anterior, si hubiese entendido lo enfadado e inquieto que estaba Aslam…

Después de una breve visita a Aslam, quien le había contado toda la historia desde la cárcel, después de algunas conversaciones monosilábicas con su padre, todavía llevaban diez años sin hablarse, después de haber recurrido a los amigos de Aslam y de haber sabido cosas sobre el instigador de toda la aventura y, para terminar, después de haberle pedido a Massimiliano, su jefe, que utilizara todos sus contactos para que le concertaran esa reunión, había tardado dos meses desde su llegada a Sintar, la capital de Khaleej, para que la recibiera un funcionario del palacio.

Massi se había reído y le había preguntado si así recuperaría a la mejor secretaria de dirección que había tenido. Ella, contenta porque no la había despedido durante el largo permiso, le había prometido que volvería pronto. Por mucho que echara de menos su profesión y le doliera el perjuicio para sus ahorros, no podía marcharse hasta que Aslam estuviese libre.

El sonido del mar al romper en la playa de arena blanca que veía a su derecha resaltaba el elocuente silencio del pasillo. Le habían dicho que el palacio solía ser un hervidero de actividad, pero el vestíbulo era un remanso de paz. No se olvidaba de que el funcionario le había dicho, en medio de una perorata, que la cita se había concertado para ese día concreto, pero tampoco había casi empleados. ¿Qué estaba pasando?

Nunca había sido monárquica, pero el artículo sobre los cuatro solteros le había despertado interés. Al parecer, el jeque llevaba una vida privada muy… animada y alejada de los conservadores medios de comunicación de su país y de la ardua vida que le exigía su poderosa posición. Además, había visto todos los artículos que habían seguido a aquel primer artículo y que habían cuestionado la dedicación del jeque Zayn a gobernar Khaleej, a los ideales conservadores de casi todo su gabinete y a su propia imagen ante su pueblo.

Volvió a mirar el reloj y se levantó del cómodo sofá. Las rodillas le crujieron por haber estado sentada tanto tiempo. Las teselas doradas de los mosaicos le guiñaron los ojos. Miró fugazmente hacia atrás, vio que no había ningún vigilante de seguridad y atravesó un arco para entrar en un pasillo largo que parecía sacado de una novela de fantasía.

Notó una corriente de calor y se dio cuenta de que el pasillo se abría a un patio por la izquierda. El mármol blanco e inmaculado resplandecía a lo largo de un kilómetro o más. Con un arrebato muy impropio de ella, se quitó los mocasines. Sintió la frescura del mármol en las recalentadas plantas de los pies y una delicada brisa que le llegó de la bahía, y todo ese entorno tan bello la sosegó por dentro.

En las tres horas y media que habían pasado desde que el agobiado funcionario le había pedido que esperara, sin contar la hora que había estado en recepción hasta que había aparecido ese funcionario, había comprobado que se repetía un esquema: cada media hora se producía un revuelo en la recepción y unos invitados llegaban a esa ala del palacio en medio del mayor secreto y grandes medidas de seguridad. En cada grupo había una mujer elegantemente vestida y peinada, como una abeja reina en el centro del enjambre.

¿Eran invitadas del jeque?

Mientras paseaba por el patio con fuentes y palmeras, se preguntó por qué llevaban mujeres al palacio. Podrían ser aspirantes a entrar en el harén, era posible que el jeque hubiese decidido que tenía que llevar la diversión más cerca de su casa después de que los medios de comunicación de todo el mundo hubiesen sacado a la luz sus actividades… extralaborales. Resopló. Ni siquiera ese jeque playboy podía justificar un harén en esos tiempos.

También era posible que estuviese montando un club de striptease para su uso personal en Sintar y fuesen mujeres de todo el mundo en lo más álgido de sus carreras como bailarinas de barra. Al fin y al cabo, ¿un club de striptease no era lo más parecido a un harén moderno? No cambiaría gran cosa porque, según Celebrity Spy!, el jeque tenía un apetito sexual insaciable…

Quizá fuesen reinas y princesas de todo el mundo que asistían a un banquete que ofrecía la familia real. Había leído en algún sitio que la hermana del jeque iba a casarse pronto, y eso significaría que el hombre que había prometido recibirla estaría ocupado con los detalles del banquete y tardaría horas en aparecer.

Esa segunda posibilidad la tranquilizó, pero no podía marcharse hasta que hubiese hablado con él sobre Aslam y la acusación falsa de posesión de drogas mientras que el verdadero culpable estaba viviendo a cuerpo de rey. Cuando el funcionario del palacio accedió a verla, supo que había tomado el camino acertado y que alguien en las más altas esferas tenía que saber que esas drogas no eran de Aslam.

Miró hacia atrás, hacia el arco, y se dio cuenta de que se había alejado bastante. Entonces, oyó una conversación acalorada en el patio, a su izquierda, y se le pusieron los pelos de punta. Asustada, abrió la primera puerta que encontró a su derecha y entró. No veía nada y extendió los brazos hasta que encontró una pared. Parpadeó varias veces y tardó unos segundos en poder ver la habitación. Entonces, se le encogió el estómago.

La habitación no era tan oscura como había creído al principio. Había una claraboya en el fondo de la enorme habitación y la luz dorada iluminaba a un hombre que estaba sentado en una silla parecida a un trono con tapicería dorada y patas con forma de garra, como si fuese un rey. Sintió un escalofrío por la espalda. Los ojos marrón claro miraron primero a los mocasines que llevaba en la mano y a los pies descalzos después.

–¿Por qué lleva los zapatos en la mano?

Amalia dejó caer los mocasines y el corazón le cayó detrás. Ese hombre, al contrario que todos los empleados que la habían atendido, hablaba inglés con un acento aristocrático y el tono de barítono hacía que las palabras cayeran sobre ella como gotas de agua helada sobre la piel recalentada. Podía notar su mirada clavada en la boca aunque no lo mirara directamente.

–Yo… Yo salí a este patio y hacía demasiado calor.

–Ya veo que está demasiado acalorada.

Ella levantó la mirada por el comentario irónico y vio unos ojos marrones, inteligentes, autoritarios y con un brillo burlón bajo unas tupidas pestaña y cejas negras.

–¿Por qué ha salido al patio? –añadió él.

La pregunta hizo que la lengua se le separara del paladar y se le desatara.

–Me cansé de esperar. Si hubiese seguido sentada, el trasero se me habría quedado plano de tanto…

–Espero que nuestro mobiliario no haya causado ningún daño irreparable a su… trasero.

Ella se llevó una mano a esa parte de su anatomía.

–Con mi presupuesto, ya me cuesta bastante encontrar ropa que me siente bien, por mi altura y, efectivamente, un trasero plano no está bien, pero no, no le ha pasado nada.

Entonces, justo después de decirlo, se dio cuenta de que la conversación era absurda. Sintió que el bochorno le subía por el cuello y le taponaba la garganta. Deseó tener un genio a mano, como en las complicadas historias de su padre, que le hiciera desaparecer o, al menos, que le permitiera volver a empezar esa conversación.

–No quería interrumpir…

–No hace falta que se disculpe –Amalia tuvo que morderse la lengua para no replicar que no se había disculpado–. El proceso está alargándose más de lo que debería.

Lo dijo con cierto fastidio, y podría haber sido una disculpa, pero estaba segura de que él no había querido que lo fuera.

Se puso los mocasines, se llevó una mano al abdomen como si quisiera aliviar el cosquilleo que sentía ahí y se pasó la otra por el pelo. Dejó escapar un suspiro de alivio cuando se dio cuenta de que la coleta seguía en su sitio. Levantó la mirada después de cerciorarse de que todo estaba intacto y, con el corazón acelerado, se dio cuenta de que ese hombre dominaba absolutamente todo lo que había en esa habitación, incluso el aire que tanto le costaba respirar a ella, pero su poder emanaba de su piel, no de sus ropajes, de la habitación o del trono. Parecía un rey porque era un maldito rey o, para ser exactos, su alteza real el jeque Zayn Al-Ghamdi de Khaleej. Un estadista brillante y, según Celebrity Spy!, un playboy al que le gustaban los coches veloces, la tecnología veloz y la mujeres veloces.

Lo primero que pensó fue farfullar una disculpa y salir corriendo de esa habitación. Si salía al pasillo interminable y llegaba a la zona de recepción, podría perderse y escabullirse fuera del palacio. Sin embargo, se obligó a serenarse y pensarlo mejor.

Era el jeque, el hombre todopoderoso, el hombre responsable, aunque fuese indirectamente, de que Aslam estuviese encarcelado injustamente. ¿Qué posibilidades tenía de que volviese a concederle una audiencia?

Se quedó sin respiración cuando él se levantó, cruzó la habitación a lo ancho y se apoyó en una mesa de roble inmensa. A su derecha tenía una zona de reposo con una chaise longue, aunque reposar parecía una actividad demasiado tranquila para él. La energía de ese hombre, su presencia imponente, llenaban la habitación y la presionaban por todos lados, como si exigiera reconocimiento y aceptación.

Vio un juego de té de plata en una mesilla y se dio cuenta de que tenía la garganta seca. Él, como si ella lo hubiese pedido en voz alta, fue hasta la mesilla, sirvió un granizado de menta y limón, y se acercó a ella. Se le multiplicó la sensación de estar abrumada. Olía a sándalo e irradiaba calor como si tuviera un horno por dentro. Aunque quizá ella estuviese sintiendo ese calor y él no irradiaba nada. No paraba de sentir sensaciones que no le gustaban y no podía dominar y se quedó quieta y estremecida por dentro. ¿Dónde estaba la Amalia superimperturbable de la que dependía Massi? ¿Dónde estaba la mujer que sus colegas y compañeros de trabajo llamaban «la calma en medio de la tormenta»?

–Beba. Los forasteros se olvidan de que el calor es incesante aunque no estén sudando.

Su orden fue desdeñosa, arrogante y exageradamente paciente.

–No soy una forastera.

–No parece una mujer de mi país –replicó él, mirándola de arriba abajo.

Ella tomó el vaso y se bebió el granizado de un sorbo. Estaba frío y le refrescó la garganta. Incluso, sintió mejor la cabeza. Bajó el vaso y se preguntó si la teoría de ese hombre sería cierta. La verdad era que había estado dando vueltas durante casi veinte minutos. ¿Habría perdido la compostura por el calor que había pasado durante ese tiempo? Más segura por ese argumento, le tendió el vaso para devolvérselo.

–Gracias, lo necesitaba.

Él no se movió. Ni tomó el vaso ni dijo nada. Amalia levantó la mirada lentamente y vio al que tenía que ser el ejemplar de virilidad más imponente del planeta. Entonces, comprendió que sus teorías sobre el calor y la deshidratación que la alteraban eran solo eso, unas teorías con cierta parte de engaño a sí misma. Los ventanales que tenía detrás iluminaban su rostro con la cantidad justa de luz dorada, como si también cumplieran la voluntad de ese hombre.

Arqueó una ceja con la mirada clavada en la cara de ella. Fue un gesto cargado de sarcasmo sombrío. ¿Sería porque le había devuelto el vaso como si fuese un sirviente?

Tenía unas pestañas tupidas y curvas que le velaban la expresión, una táctica que, con toda certeza, emplearía para intimidar a la gente. La luz daba un tono dorado a sus ojos marrones, los ojos de un felino depredador. La mandíbula cuadrada, áspera por la barba incipiente, se acomodaba debajo de unos pómulos prominentes y de una nariz recta que le daba una dureza que no le gustaba. Su boca era grande y con labios finos, una boca entregada a la pasión. Esa idea tan rara hizo que sintiera un escalofrío por la espina dorsal.

Amalia era alta, medía casi un metro y ochenta centímetros, pero él le sacaba diez centímetros como poco y tenía el cuello del mismo tono resplandeciente que la cara, de un color dorado oscuro como el del metal que los habitantes de Khaleej habían empleado hacía varios siglos. Su padre había tenido un cuchillo pequeño con una empuñadura que brillaba como el tono de su piel.

Le puso un dedo debajo de la barbilla y le levantó la cara.

–Su evaluación ha sido muy minuciosa después de haberse alterado tanto –comentó él.

Amalia notó el calor en las mejillas.

–No estaba alterada.

–¿No? –él volvió a arquear la ceja–. Muchas mujeres pierden la compostura cuando me ven.

–Además –siguió ella–, parece un hombre al que hay que mirar a los ojos, alteza.

Los ojos implacables de él dejaron escapar un destello burlón.

–Decir eso es una osadía. ¿Cómo se llama?

–Señorita Christensen.

–¿Sus padres no le pusieron un nombre de pila?

Ella no quería decírselo, aunque era la cosa más rara que había sentido en su vida. Él esperó y el silencio fue alargándose.

–Amalia Christensen –contestó ella por fin–. Estaba deshidratada. Ya me he repuesto otra vez.

Como una cobarde, se alejó de la imponente presencia de ese hombre, fue de un lado a otro por la habitación y le atenazó el recuerdo de una de las historias que le había contado su padre sobre la historia de Khaleej. Una daga curva, casi del tamaño de su antebrazo, estaba colgada de la pared por encima de una tela color beis y la luz del atardecer se reflejaba en su hoja metálica. Pasó los dedos respetuosamente por la empuñadura.

Efectivamente, no podía pasar por alto la presencia desquiciante de ese hombre. Era como intentar pasar por alto la presencia de un león que estaba sentado a seis metros y la miraba como si fuese su próxima comida. Tampoco podía dominar el pánico creciente porque sabía que cuanto más tardara en explicarse, más iba a costarle convencerlo para que ayudara a Aslam.

El olor y la calidez de él le acariciaron los sentidos.

–Es un khanjar del siglo quince, ¿verdad? –comentó ella para aliviar la tensión–. Los hombres lo llevaban en el cinturón y era un símbolo de categoría, de valor y destreza.

–Sí, entre otras cosas –contestó él con cierta ironía.

–Dicho con palabras modernas, un símbolo de su virilidad –añadió ella con doble sentido.

No tenían ni que mirarse para que esa cualidad casi tangible se creara alrededor de ellos. ¿Era atracción o el corazón se le había desbocado por el miedo a las consecuencias de su fingimiento?

–Ahora son objetos decorativos –concluyó Amalia.

Él la miró sin disimular la sorpresa, pero ella siguió mirando al frente. No podía librarse de la sensación que tenía en las entrañas.

–¿Ha estudiado la historia de Khaleej para preparar esta entrevista? –preguntó él con cierto tono de curiosidad en la voz–. Tengo que reconocer que me sorprende y admira. Conocer Khaleej y sus costumbres es un punto muy grande a su favor.

¿Una entrevista? ¿Era para un empleo con él?

Por primera vez en dos meses, la suerte le sonreía. Si era para un puesto de empleada en el palacio, más cerca del propio jeque, mucho mejor todavía. Quizá no tuviese que soltarle la verdad en ese momento con el riesgo de molestarlo, pero ¿esperar empeoraría las cosas para Aslam? ¿Qué era lo mejor?

–Sin embargo, la señorita Young no me ha mandado una carpeta de usted.

Amalia, que estaba poniéndose roja, sacó el teléfono del bolso.

–Puedo mandarle mi currículum en un minuto.

–No, eso es demasiado… raro hasta para mí.

¿De qué estaba hablando ese hombre?

–Hábleme de usted. Me produce curiosidad que la señorita Young la haya elegido cuando está claro que no tiene contacto con la realeza ni ninguna de las otras… características.

¿Contacto con la realeza? ¿Qué empleo era ese que las candidatas tenían que tener contacto con la realeza?

–La verdad es que no me he preparado para la entrevista.

Decidió que iba a decirle la verdad poco a poco para ver cómo reaccionaba. Tenía que hacerse una idea de qué tipo de hombre era, si era justo e imparcial o era como su primo.

–Nací aquí, en Khaleej, y viví aquí hasta los trece años. Mi… Mi padre es historiador en la Universidad de Sintar y experto en objetos antiguos. Él… –se le formó un nudo en la garganta y le costó seguir–. Aslam, mi hermano gemelo, y yo… Nuestro pasatiempo favorito era sentarnos en su despacho y escuchar sus historias largas y enrevesadas sobre Khaleej. Es… era un contador de historias fantástico.