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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2007 Barbara Hannay

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Del odio al amor, n.º 2121 - abril 2018

Título original: In the Heart of the Outback…

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-179-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

EL HOMBRE estaba a medio metro de Fiona y su aspecto era tan atormentado y desolado como los sentimientos de ella: estaba demasiado sorprendida para llorar y demasiado aturdida para sentir dolor.

Él, que llevaba puesto un chubasquero, oscuro y brillante por la lluvia que le había caído, estaba inmóvil en medio de la bulliciosa sala de urgencias, ajeno a la actividad que se desarrollaba a su alrededor.

Tenía la piel de ese tono bronceado de un hombre de campo, pero el susto le había dejado pálido. Sus ojos eran oscuros e inexpresivos, y aunque era alto y musculoso tenía los hombros caídos y el pecho hundido, como si le hubieran sacado el aire.

Llevaba un oso de peluche en la mano, también empapado de lluvia.

Fiona bajó la vista y vio que el bajo de sus vaqueros y sus botas de montar estaban manchados de barro, y se preguntó dónde habría estado cuando lo habían llamado para que fuera al hospital. Se lo imaginó trabajando en los embarrados corralones, dejando de lado cualquier tarea que tuviera entre manos; del mismo modo que ella había abandonado una reunión del consejo en Sydney cuando la policía se había puesto en contacto con ella.

En su rostro vio una expresión de horror que parecía decir que también había recibido una terrible noticia. Sintió su congoja, tan profunda, tan inesperada y tan terrible como la suya propia; y su sufrimiento pareció duplicar la ansiedad que ella sentía por Jamie.

Una enfermera se acercó a él.

–¿Señor Drummond?

No respondió a la primera, y la enfermera lo intentó de nuevo subiendo el tono de voz.

–¿Señor Drummond?

Le tocó en el codo y él se volvió con severidad, con el rostro fiero y amenazador y la mandíbula rígida de la tensión. La enfermera le habló en voz baja, y Fiona los vio alejarse por la sala.

Al desaparecer de su vista, se quedó a solas con su propia y dilatada pesadilla.

Subió un poco el puño de la manga de la camisa y miró su reloj. Habían pasado cuatro horas desde que había recibido la espantosa noticia del accidente en una remota carretera de las llanuras de Queensland.

–Siento informarle de que una de las víctimas es James Angus McLaren, de Gundarra –le había dicho el sargento–. Creo que es pariente suyo.

Jamie, su hermano, había sido llevado en helicóptero al Townsville Hospital, y su vida pendía en ese momento de un hilo.

El shock no le había permitido pensar; pero Rex Hartley, el socio principal de la empresa, se había mostrado instantáneamente comprensivo.

–Toma el avión de la empresa –le había insistido cuando la había visto, pálida y frenética, tratando de reservar un vuelo al norte–. Necesitas llegar allí lo antes posible.

Pero cuando había llegado a esa sala de urgencias, a Jamie ya se lo habían llevado al quirófano y la operación había comenzado.

Desde entonces, Fiona se había estado paseando por aquellos pasillos que apestaban a desinfectante envuelta en un aturdimiento de ansiedad, confusa y temblorosa, muerta de miedo y con un vacío de terror por dentro.

Pero se negaba a imaginarse lo peor. Jamie saldría de aquélla; siempre salía de todas.

Su hermano pequeño era como un gato, que tenía siete vidas. Su niñez había estado sembrada de incontables accidentes; pero siempre había salido de cada uno de los percances más fuerte y audaz que nunca. Jamie era invencible. Y de mayor había pilotado Boeings 747 por todo el mundo.

–¿Perdone, es usted Fiona McLaren?

Fiona pegó un respingo y se dio la vuelta. Cuando vio a una mujer de aspecto cansado con una bata blanca y un estetoscopio al cuello, un miedo cerval se apoderó de ella. Estaba a punto de escuchar la noticia de cómo había muerto su hermano, y el corazón empezó a latirle sin piedad.

La doctora se presentó, pero Fiona ni siquiera oyó su nombre. Lo único que oyó fue lo que le dijo después.

–Lo siento, señorita McLaren. Hemos hecho todo lo que hemos podido; pero las lesiones de su hermano eran demasiado graves.

–No.

Fiona susurró la negativa, pero por dentro gritó, y ese intenso y desgarrador gemido reverberó en su interior. No, no, no, no… ¡No!

Jamie no podía estar muerto. No era posible. Su mente no aceptaba que se hubiera marchado. No podía asimilarlo.

Se quedó mirando desconsoladamente el rostro pálido y pecoso de la doctora, esperando que la mujer le aclarara el error, que se disculpara por confundirla. Aquello no era más que una terrible pesadilla. Enseguida se despertaría y se daría cuenta de que esas angustiosas cuatro horas no habían sido más que una larga y cruel pesadilla.

–Había una mujer en el coche. Tessa Drummond. ¿La conocía?

–¿Una mujer? –Fiona frunció el ceño, tratando de pensar a derechas–. No, en absoluto.

Jamie se había mudado a Gundarra hacía dos meses, y no le había hablado mucho de la gente que había conocido.

La doctora desvió la mirada y suspiró.

–Me temo que a ella tampoco hemos podido salvarla.

Fiona sintió una debilidad en las piernas sólo de pensar que su hermano podría haber causado otra muerte. Al tiempo que esa terrible posibilidad empezaba a tomar forma en su pensamiento, alguien le echó un brazo por los hombros.

–Es un shock terrible para usted.

Fiona asintió con sumisión, y fue conducida hasta una silla que se hallaba junto a un refrigerador de agua.

–Al menos puedo darle una buena noticia –dijo la doctora con delicadeza mientras le ofrecía un vaso de agua–. La niña se recuperará.

Fiona la miró con expresión perdida.

–¿Qué niña?

La otra mujer frunció el ceño.

–La niña que iba sentada detrás –le dijo con los ojos entrecerrados–. Llevaba puesto el cinturón de seguridad, gracias a Dios. Tiene contusiones, pero salvo eso no tiene ni un rasguño.

–No sé nada de ella –protestó Fiona–. No sé nada de ninguno de los acompañantes. Yo… Supongo que debían de ser amigos de Jamie.

La doctora frunció el ceño de nuevo.

–No hubo tiempo de hacer preguntas. Lo siento, supuse que… El grupo sanguíneo de la niña es idéntico al de su hermano, y yo…

Dejó de hablar, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que había hablado demasiado. Apretó sus pálidos labios y miró hacia el pasillo.

Fiona recordó al hombre que había visto allí momentos antes, el de aspecto aterrorizado, el que llevaba el oso de peluche en la mano.

¿Sería el padre de la niña?

Sintió una inesperada necesidad de explicarlo.

–Jamie no tiene… –vaciló, pero no fue capaz de decir «no tenía»–. No tiene hijos.

Y entonces pensó que Jamie no tendría la oportunidad de ser padre, y no pudo soportarlo. El cuerpo se le encogió y se echó a llorar.

 

 

Byrne Drummond se apoyó en el travesaño de metal de la cuna del hospital y colocó el osito de peluche junto a su hija.

–Eh, Scamp –dijo a pesar de la emoción que le atenazaba la voz–. Te he traído a Dunkum.

Con cuidado, colocó el juguete bajo la sábana que la cubría, pero no hubo ni un movimiento de respuesta.

Byrne pestañeó para no llorar. Su robusta Scamp tenía un aspecto vulnerable allí en aquel marco estéril, en aquel lugar tan ordenado, tan limpio y desinfectado.

¿Dónde estaban los coloretes de sus mofletes? ¿Y cómo habían conseguido las enfermeras repeinarla de ese modo? En casa, en Coolaroo, su Scamp nunca se había quedado quieta el tiempo suficiente para que Tessa le terminara de cepillar el pelo.

Había que verla en ese momento, tan pequeña, tan sola.

Sus dedos callosos se deslizaron por su mejilla pálida y rolliza, y sintió un alivio instantáneo. Su hija estaba caliente como un pájaro recién nacido, y su piel era muy suave. Presionó suavemente su pecho con el dorso de los dedos y sintió los frágiles huesos de las costillas y el valiente latido de su corazón. Era cierto, entonces. Su hija estaba caliente, estaba viva.

A pesar de lo que le habían dicho los médicos, que su hija sólo tenía unas contusiones y que la dejaban en el hospital en observación, él no se lo había creído. Después de ver a Tessa…

Ay, Dios. Tessa.

Un gemido espeluznante brotó de su garganta. Vio de nuevo la grotesca imagen de su bella esposa tal y como había estado cuando le habían llevado a él a verla; cuando una desolación cruel se había apoderado de él. Era el peor dolor que podría haber sentido en su vida.

Un dolor insoportable.

Se obligó a agarrarse a la cuna. A través de sus lágrimas miró con desesperado desconsuelo el rostro inocente de su hija que dormía. Pobre Scamp, que se había quedado sin madre.

Si al menos pudiera evitarle la terrible verdad que la esperaba cuando se despertara…

 

 

Era media tarde cuando Fiona terminó con la policía. No tenía hambre, todo lo contrario, pero había una cafetería en el complejo hospitalario, y como no se le ocurría nada más que hacer, fue allí y pidió un café y un sándwich. Sin embargo, se sintió tan triste que no fue capaz de probar ni el sándwich ni el café.

Se dijo que debía pensar en algo práctico que hacer para no pensar en los malos recuerdos; que debía ocuparse con algo.

Casi en ese mismo momento, sonó el móvil, que rápidamente sacó del bolsillo lateral del bolso.

La llamaba su asistente personal, Samantha, para ver qué tal iba.

–Regularcillo.

Fiona trató de infundir un poco de ánimo en su voz, y le contó a Sam los detalles que le había dado la policía. Supuestamente, Jamie llevaba a la madre y a la hija de una propiedad vecina en su coche. El coche de la mujer se había estropeado y él se había ofrecido a llevarlas a casa. Pero al tomar una curva en una carretera estrecha de la llanura se había topado con una enorme manada de vacas que cruzaba la carretera.

Hablar de ello le resultaba beneficioso. Fiona era la única hermana de Jamie; sus padres habían muerto los dos y se sentía tan terriblemente sola…

–¿Cómo van las cosas en la oficina? –le preguntó entonces.

–Una locura, como siempre. Pero Rex me ha pedido que te dijera que te tomes todo el tiempo necesario para atender los asuntos de tu hermano. El jet Lear está totalmente a tu disposición.

–Me alegra saberlo. Gracias. ¿Algo más?

–Bueno… Southern Developments no me han dejado en paz en toda la mañana. Quieren asegurarse de que vas a llevarles la contabilidad.

Fiona suspiró.

–Tienes que explicarles que tanto Rex como yo supervisamos el trabajo que hacemos para nuestros clientes más importantes, y esto es una sociedad. Rex me representa a mí, y yo a él. Déjaselo muy claro.

Después de colgar Sam, Fiona no sabía qué más hacer. Se dijo que debía pensar, que debía pensar para no hundirse.

Normalmente se enorgullecía de ser una persona tranquila, que se adaptaba a cualquier situación de crisis. Pero eso era distinto. Se trataba de Jamie. Se sentó y miró sin ver el póster, sin fijarse siquiera en lo que anunciaba.

No dejaba de darle vueltas a lo que le había dicho la policía, como un buitre buscando entre la basura. Lo que más la obsesionaba era el comentario del sargento de la policía de que un conductor experimentado debería haber podido evitar esa colisión en particular. Aparentemente, el conductor del camión de ganado había jurado y perjurado que había habido sitio suficiente para los dos vehículos. Al contar los hechos, el hombre había implicado que Jamie debía de haberle pisado bastante al acelerador. O que habría ido distraído.

Fiona no podía imaginarse a su hermano actuando de un modo tan temerario, sobre todo llevando a más gente en el coche. ¿Entonces, le habría distraído alguien? ¿La mujer? ¿La niña?

Las posibles respuestas a esas preguntas la concomían, pero sabía que sería inútil tratar de buscar una explicación. Nadie sabría jamás lo que había ocurrido exactamente.

Pensó de nuevo en el hombre que había visto en el hospital, tan aturdido y desconsolado, agarrado al osito, y pensó en su niña, la única superviviente.

Byrne Drummond había perdido a su esposa, la pequeña a su madre. El accidente había destrozado la familia.

Y era bastante posible que Jamie hubiera sido el responsable.

Con los codos sobre la mesa, Fiona se apretó los ojos con los dedos para contener las lágrimas. Perder a Jamie era horrible; pero sólo pensar en esa familia y en la niña que se había quedado sin madre la agobiaba. Recordó la muerte de su padre y cómo su madre no había podido seguir viviendo tras ese suceso. Desde ese momento Fiona se había visto obligada a ser fuerte, y como había sido como una madre para su hermano pequeño, siempre se había sentido responsable de Jamie.

En ese momento, aunque sabía que no era muy racional, no podía evitar sentir cierta responsabilidad por el accidente. Había escuchado también la acusación velada en la voz del policía, y sólo de pensarlo el ambiente de la cafetería pareció solidificarse a su alrededor, haciéndolo casi irrespirable.

Se puso de pie, pagó el café y el sándwich y salió del local. Pero no se sintió mejor mientras pasaba a toda prisa delante de las tiendas del hospital. Al pasar delante de una floristería, Fiona retrocedió unos pasos y se fijó en los arreglos florales del escaparate; entonces se asomó y vio unos peluches en una estantería de la tienda.

Tomó una decisión rápida, e inmediatamente se sintió un poco mejor.

 

 

–Riley está mucho más contenta esta tarde. Está sentada y aburriéndose. Estoy segura de que le encantaría tener una visita.

La hermana encargada del pabellón infantil parecía muy contenta mientras dirigía a Fiona hacia la habitación de Riley Drummond, cuyas paredes estaban decoradas con coloridos dibujos de animales de circo.

La pequeña estaba sentada en una cuna, con un oso de peluche bajo el brazo y un libro de ilustraciones sobre las rodillas.

Con una cera gruesa garabateaba un dibujo de un payaso, sin importarle si se salía o no al colorear. Levantó la vista cuando Fiona se acercó a ella nerviosamente.

Tenía el pelo castaño y liso, los ojos marrones y redondeados, y la carita regordeta. Durante unos instantes, Fiona experimentó una sensación de déjà vu, como si hubiera visto esa cara en algún sitio.

Pero eso era imposible. Estaba agotada, y su imaginación, afectada por sus tumultuosas emociones, le estaba jugando una mala pasada.

Pero no podía quedarse allí pensando en esas cosas; la niña esperaba con expectación a que ella le dijera algo.

–Hola, Riley –empezó a decir Fiona con voz temblorosa.

La niña la miró con seriedad.

–Hola –respondió.

A Fiona le pesó no tener experiencia con niños pequeños. Nunca se había interesado cuando sus amigas hablaban con sus niños.

–¿Quién eres? –dijo la niña.

–Soy Fiona. ¿Cómo te encuentras?

Riley se encogió de hombros.

–Un poco cansada –se le abrió la boca con un bostezo enorme–. ¿Va a venir pronto mi papá?

–¿Tu papá?

Pensó en el hombre de la sala de urgencias y sintió un escalofrío inexplicable. ¿Sería por miedo? ¿O por lástima, tal vez?

–No estoy segura de dónde está –añadió Fiona–. Él… a lo mejor está ocupado.

Riley hizo un mohín, y Fiona aguantó la respiración, preguntándose si la niña mencionaría a su madre. Se estremeció de nuevo, diciéndose para sus adentros que tal vez esa visita hubiera sido una idea nefasta. Teniendo en cuenta que ya no sabía ni qué decir.

–Tu padre seguramente viene de camino –corrigió.

–¿Puede llevarme a casa ya?

–Mmm… Me parece que tendrás que preguntárselo a una enfermera –respondió–. ¿Dónde vives? –le preguntó, buscando un tema de conversación menos arriesgado.

–En Coolaroo.

Riley sonrió al mirar a Fiona. Sus grandes ojos marrones expresaban una confianza enternecedora, y Fiona sintió compasión por ella. Retiró una silla y la acercó a la cuna para sentarse; entonces abrió una bolsa de plástico de una tienda.

–Te he traído a este chico para que le haga compañía a tu oso de peluche –le pasó un peluche peludo de rayas marrones y verdes con pelo.

No era muy bonito, más bien lo contrario, pero por alguna razón a Fiona le había gustado cuando lo había visto en la estantería de la floristería.

Riley, que Dios la bendijera, sonrió al muñeco y seguidamente se echó a reír mientras le apretaba la nariz.

–Es muy gracioso. ¿Qué es?

–Creo que es un dinosaurio.

La pequeña emitió un sonido mezcla de rugido y risotada.

–¿Cómo se llama?

–Todavía no tiene nombre. ¿Cómo se llama tu osito?

–Dunkum.

–¿Duncan?

–No. Dunkum –insistió Riley, enfatizando la eme.

–Dunkum. Qué nombre más bonito. ¿Se lo pusiste tú?

Ella asintió y sonrió de nuevo con suficiencia.

–Qué original.

La niña tenía los ojos brillantes, con una mezcla de felicidad y picardía. Tomó el dinosaurio y lo aplastó contra la cara del osito.

–Se están dando un beso, diciéndose hola –le explicó con una sonrisa adorable–. Dile hola a Athengar, Dunkum.

Miró a Fiona con expectación, quien se dio cuenta con consternación de que la niña esperaba de ella que participara en el juego.

–Hola, Athengar –consiguió decir Fiona con voz un poco chillona, un sonido tan ajeno que apenas podía creer que hubiera salido de su boca.

Pero Riley le sonrió con aprobación, y Fiona sintió una oleada de placer, el mismo placer que solía experimentar cuando cerraba un buen trato de negocios. Después de todo, aquél era el primer intento de jugar con un niño. Y, de momento, no pensó en Jamie.