AUSENTES

TARA ALTEBRANDO

Tara Altebrando
Ausentes; México: Ediciones SM, 2017

Formato digital
ISBN: 978

Para Liz, a quien se llevaron muy pronto.

Las luces hieren mis ojos, Mami está llorando y no me mira.Yo estoy junto a sus caderas, con Guau-Guau entre nosotras.

Estoy usando mi piyama de mono.

Se supone que debo estar en la cama.

Pero mami y luego papi entraron en mi cuarto y encendieron la luz y dijeron: “Cariño, necesitamos hacer esto. Es importante. Luego te puedes volver a dormir enseguida”.

Papi me alzó y yo agarré a Guau-Guau, porque él va donde yo voy, especialmente si es un lugar importante.

Max no está aquí.

Max no está con su piyama de bombero.

Hoy fue su primer día verdadero en el kínder y no regresó a casa.

Yo no sé por qué y tengo miedo de preguntar si es por eso que mami ha estado llorando.

Todo comenzó en la parada del autobús.

El autobús llegó, pero Max no estaba dentro.

Yo quiero preguntar “¿Max está muerto?”, mientras papi me coloca en mi asiento en el coche.

Pero no quiero hacerlo porque aunque no sé lo que significa estar muerto, sé que es algo malo. ¿Tal vez el kínder es malo también? Quizá te llevan de allí y eso pone tristes a las mamis y los papis.

Llegamos a un lugar donde hay grandes cámaras y luces que lastiman los ojos. Enfrente hay un edificio que parece construido con legos grises.

Las luces hacen que la noche se sienta como el día.

Me hacen sentir extraña con mi piyama.

Hay hombres hablando a través de megáfonos, y hace mucho que yo no veo mi micrófono de Mimí y parece que mis juguetes han comenzado a desaparecer. ¿Se los habrá llevado Max?

Los hombres están hablando.

Como adultos con reglas.

Luego papi está justo junto a mí y a mami, con un micrófono cerca de la boca. Los suspicaces ojos de la cámara apuntan hacia nosotros.

Él está diciendo: “Por favor, devuélvannos a nuestro hijo. Devuélvannos ilesos a todos los niños”

Una mujer grita: “Mi hija dijo que se iba a ir de viaje, a la salida... ¿alguien sabe qué significa eso?”.

Y mami me mira, como si de repente hubiera recordado que me está abrazando, y yo aprieto mis muslos alrededor de ella de modo que ahora puedo inclinarme hacia el micrófono, y el mundo se tranquiliza, entonces digo: “Quiero que Max vuelva a casa”.

Mami deja escapar un sonido y yo no tengo palabras para describirlo, me acomoda entre su cuello y hombro y se abre paso entre la gente.

Guau-Guau se ha ido y yo tengo ganas de llorar.

Y lloro.

Mi padre dice: “Aquí”, y me muestra a Guau-Guau.

Lo agarro y lo abrazo y sus orejas pardas huelen a sueño y a jugo de manzana, y yo chupo mi pulgar y digo: “Guau-Guau, pensé que te había perdido”, y él tiene dos ojos que están cosidos con hilo y están bien separados y aunque yo sé que no es real, por primera vez se ve tan triste.

Tan triste que duele mirarlo.

Encuentro el hombro de mami y mi pulgar y cierro mis ojos para hacer que todo esto desaparezca.

DÍA CERO

Scarlett

Como estar desgarrada, en medio de una pesadilla. Sin aliento, en el centro de un alarido.

Sus manos se dirigieron al nudo de la venda, en la nuca. Estaba muy ajustada. Se lastimó los dedos al desatarla.

Luego, sus ojos están descubiertos.

Noche.

Calor.

Palmeras.

—¿Dónde estamos?, dijo una muchacha.

—¿Qué está ocurriendo?, dijo un muchacho.

Ella se volteó.

Vio a los demás.

Lo vio. ¿Su nombre era...? ¿Algo que empezaba con L?

Él corrió tras la camioneta, gritando “¡Detente! ¡Espera!”.

Vio una luz trasera apagada. Las ruedas rechinaron. Se ha ido.

Lucas. Su nombre era Lucas.

¿Y el de ella?

Ellos habían salido de esa camioneta blanca hacía solo un momento. Tres filas de asientos tapizados con un cuero desgarrado que se clavaba en su muslo.

Ella había pasado el día luchando contra el sueño —o algo así— y haciendo un gran esfuerzo para no arrancarse la venda de los ojos.

—¿Dónde estamos?, dijo una muchacha.

¿Sarah?...

Gritando.

¿Quién era ese? Adán —su nombre era fácil, bíblico. Marchó unos pasos. ¿Quién estaba manejando?

Ella lo estudió —su piel morena, más oscura que la de los demás—, luego su ropa.

Camisa negra.

Jeans negros.

Tenis.

Entonces, la ropa de Lucas.

¿Cicatriz? Él le estaba clavando la vista.

¿Qué cicatriz? ¿Dónde?

Oh.

Scarlett.

Su nombre era Scarlett.

—¿Estás bien? —él se acercó.

Ella revisó sus ropas. Tragó saliva para humedecer la garganta.

—¿Por qué estamos usando las mismas ropas?

—Creo que tengo un ataque de pánico —dijo Sarah—. Ay, por Dios. Por Dios. AyporDios.

—Solo cálmate —las primeras palabras de la boca de... K... K... K... Kristen.

—¿POR QUÉ DEBERÍA CALMARME? —Sarah, gritando.

Algo le punzó en la cadera a Scarlett.

Metió dos dedos en el bolsillo derecho de su jean y encontró un pedazo de papel doblado. Lo sacó. Lo desdobló.

—¿Qué es eso? —preguntó Lucas.

Líneas, aquí y allá.

—Un mapa.

Los demás hurgaron en sus bolsillos. Todos tenían mapas.

Ella vio una estrella en tinta roja sobre el suyo y que sus uñas también eran rojas: gastadas y quebradas, como con sangre derramándose por sus cutículas.

—Creo que es el mapa para llegar a mi casa —dijo Lucas—. Locust Place 33.

—El que yo tengo no me parece nada familiar —Kristen volteó una y otra vez su mapa. Tal vez el que tengo está equivocado.

Scarlett se dio vuelta. Un resbalón. Algunos vaivenes. Un portón.

Cierto pensamiento acerca de un diente quebrado, un muchacho.

¿Había sido Lucas?

No, pero...

Sus pies tenían órdenes.

Marcharon hacia el parque.

Permanecieron en el centro del asfalto chicloso.

Un viento cálido despertó un viejo balanceo. El viento rechinó y meció a un niño fantasma.

—He estado aquí, Scarlett le dijo a nadie.

Los otros la siguieron.

Ella se detuvo junto a un caballo rojo que estaba sobre un resorte elástico, de esos sobre los que uno se sienta... y se columpió.

A Sarah le invadió el pánico:

—¿Por qué no recordamos dónde vivimos?

Buena pregunta.

Mejor pregunta: ¿Por qué no recordamos... nada?

Los ojos del caballo espiaban. Los grillos chillaban. Se escuchaba el susurro del viento al azotar sobre las palmeras.

El mundo se plegaba hacia dentro.

Ni idea de cómo ella había llegado allí.

El sendero detrás de ella estaba despejado.

Ella sabía que los otros...

...y no podía pensar en lo que habían hecho antes...

...de esto.

Sintió el vacío de su mente...

...tres veces.

—Seguramente nos drogaron —dijo Adán. Él era más alto y más musculoso que Lucas, pero no tan confiable.

—¿Alguien recuerda quién iba manejando? —preguntó Lucas—. ¿O dónde estábamos cuando entramos en la camioneta? ¿Estábamos en una fiesta o algo así?

Todos negaron con la cabeza.

El viento cesó y ellos se paralizaron, como en una fotografía.

—Yo no recuerdo... nada —dijo Adán.

—Tuvo que ser una droga. Ya se disipará —dijo Lucas.

Pasó un auto junto a ellos con las luces altas y música estruendosa. Scarlett sintió cómo le latía el corazón, como si se le reacomodara.

Probablemente drogas.

Si no fuera...

...¿qué?

Sarah sacudía la cabeza.

—No entiendo qué está pasando.

Caminaba en pequeños círculos, restregándose las manos.

—Deberíamos ir a casa —dijo Lucas con el mapa en las manos—. Alguien sabrá qué está ocurriendo.

—¿Y qué pasa si es una trampa? —los ojos de Sarah se estaban hundiendo.

—¿Por qué habría de ser una trampa? —Kristen miraba como si estuviera esperando un taxi o un aventón. Cualquier cosa con tal de escaparse de ellos.

—¿Por qué debemos confiar en alguien que nos dejó aquí y nos dio estos mapas? —dijo Adán y agitó su mapa.

—No tiene sentido seguir parados aquí hablando de esto, ¿no es verdad? —Kristen se agachó, se volvió a atar la agujeta, y luego se incorporó—. Creo que los veré por allí, muchachos.

Ella comenzó a caminar, pero Lucas la detuvo:

—Espera, solo espera.

—¿Por qué?

—Necesitamos un plan —dijo él—. Creo que tenemos que darle un sentido a nuestra historia.

No hay historia alguna —dijo Kristen. La historia es que no tenemos idea de qué sucede. De modo que vámonos a casa. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Nos iremos, sí —él le soltó el brazo; ella se lo frotó. Pero volvamos a encontrarnos aquí mañana, a eso de las ocho en punto. Solo para asegurarnos de que estamos bien, de que tenemos algunas respuestas y desechar la preocupación, lo que sea.

Scarlett estaba corriendo hacia puntos muertos, dando vueltas de nuevo sobre sí misma.

Volvía a dar vueltas, una y otra vez, hacia el recuerdo de haberse subido en un globo aerostático —feliz, sin temores.

Sí. Definitivamente drogas. Eso tuvo que ser.

—Alguien tendrá que explicar... —dijo Lucas—. Alguien sabrá qué sucedió.

—¿Y qué ocurrirá si no podemos salir mañana? —las vueltas que daba Sarah seguramente la estaban mareando—. Tal vez deberíamos ir a un hospital y que nos revisaran.

—Nada de hospitales —Lucas sacudió su cabeza. Volvamos a encontrarnos aquí. Mañana a las ocho de la noche. ¿De acuerdo? Y si no podemos por alguna razón, lo intentaremos la siguiente noche, a la misma hora.

Sarah paró de dar vueltas.

Todos asintieron con sus cabezas, salvo Scarlett, quien volvió a mirar su mapa.

Esa estrella roja.

¿Era la dirección familiar o solo... genérica?

—¿Cicatriz? —preguntó Lucas.

Algo había entre ellos.

Algo... extra.

Algo... más.

—Mañana por la noche —dijo él nuevamente—. ¿De acuerdo?

Lucas

Él no podía caminar más rápido, empujaba sus pantorrillas hasta el límite, más allá de la propia definición de caminar.

No fue suficiente.

Comenzó a correr.

Lentamente al comienzo —luego un corto trote—, después más rápido, sus tenis golpeaban el pavimento recia y ruidosamente.

Más y más rápido.

La estrella roja prometía respuestas.

Alivio.

Sueño.

Pero tenía que detenerse, inclinarse, respirar, porque el mundo daba vueltas.

Estaba parado completamente quieto, pero estaba en un carrusel...

CABALLO BLANCO RIENDAS DORADAS.

UNA LENGUA ROSADA DE GOMA DE MASCAR.

Él daba vueltas mientras

EL SOL HACÍA RESPLANDECER EL OCÉANO, COMO
FUEGO BLANCO.

Él se estaba aferrando a la vida y la amaba.

Cerró los ojos, sacudió la cabeza y los brazos, volvió a caminar nuevamente, dirigiendo la mirada a un punto lejano para intentar combatir el mareo.

Eran molestos, los giros.

CARRUSEL CABALLO CARRUSEL LENGUA
CARRUSEL FUEGO BLANCO.

¿Qué carrusel?

No tenía tiempo para eso.

Arrancó de nuevo, pasó de largo por la dirección que estaba buscando y tuvo que volver a doblar, sin aliento, para encontrar la vieja casa de remolque roja.

Pero entre allí y aquí, había... ¿cómo podría llamarlo uno?

¿Un parque de esculturas?

¿Un monumento?

Cientos —no, miles— de rocas formaban una senda que sus pies comenzaron a seguir. A la derecha, el camino se dirigía hacia una pileta recolectora de agua de lluvia. A la izquierda, había algo así como un túnel, y adelante, más senderos helicoidales y escaleras y puentes. Parecía antiguo. Como sacramental.

Como edificado sobre huesos.

Quieto.

Estrella roja.

Respuestas.

Siguió caminando, luego reconoció la figura de alguien por la ladera: un hombre con un sombrero de luces que llevaba un cincel.

¿Su padre?

¿Había hecho esto?

¿Estaba aún haciéndolo?

“Papi” lo llamó: escuchó su propia incertidumbre y su confusión, y la figura en la distancia se dio vuelta. De pie, sobre una elevada plataforma de piedra, el hombre se quitó el sombrero, lo dejó caer, y echó una mirada furtiva a la noche.

—¿Ryan? —sonaba confuso.

—No. —¿Ryan era... un muchacho? ¿Un hermano? —Lucas.

—¿Es esto alguna clase de broma? —Ahora sonaba enojado.

Él comenzó a aproximarse, y Lucas gritó:

—No es una broma.

¿Por qué estaría él bromeando?

El hombre lo inspeccionó desde lo más alto de una escalera de mano con peldaños de piedra.

—Oh, por Dios, Lucas.

Y comenzó a bajar corriendo y luego se resbaló y, como en cámara lenta, dio unas volteretas y se tropezó y luego cayó al suelo —primero con la cabeza— ahí se golpeó con la piedra.

Lucas corrió hacia él:

—¡Papi!

Y se agachó para ayudarlo a levantarse.

Y le alzó la cabeza.

—¡Papi!

Y tomó entre sus manos su cabeza caliente y negra.

No. Lucas se incorporó, retrocediendo. No-no-no-no-no-no.

Después, un nuevo intento:

—¡Papi!

El murmullo de la noche: ruido de autos lejanos, ranas arbóreas, el motor de un bote. Todo sonaba como un eco dentro de él, su cuerpo vacío.

Se paró, corrió hasta la casa, golpeó la puerta hasta que se abrió.

Ryan.

Pero no era un muchacho: era un adulto.

—Llama una ambulancia —gritó Lucas—. ¡AHORA!

—¿Quién demonios... ?

—Solo hazlo.

Luego de nuevo junto al cuerpo, la oreja en la boca.

Las manos en el pecho, bombeando.

Luego, un minuto más tarde, Ryan dijo:

—¡Aléjate de él! ¿Qué hiciste?

Agarró a Lucas por la camisa y lo arrastró.

PUÑOS, BRAZOS, PIERNAS,
DOLOR EN SU MANDÍBULA.

—SoyyoLucas —entre jadeos.

Se quedaron quietos.

—¿Qué dijiste? —Ryan lo miró fijamente.

—Soy yo —dijo nuevamente—, Lucas.

¿Por qué su propio hermano no lo reconocía?

Después, unas manos nuevamente lo empujaron hacia atrás y atrás y atrás y sus huesos golpearon la piedra y Ryan dijo: —¿Dónde has estado?

Sus caras cerca una de la otra, a varios centímetros de distancia, el cráneo de Lucas apretado contra la pared y el escupitajo de Ryan en el ojo de Lucas cuando Ryan dijo:

—¿Dónde has estado?

Sus caras cerca una de la otra, a varios centímetros de distancia, el cráneo de Lucas apretado contra la pared y el escupitajo de Ryan en el ojo de Lucas cuando Ryan dijo:

—¿Dónde dices que has estado?

Lucas ahora estaba seguro de que su cabeza se quebraría.

AVERY

El teléfono sonó —el reloj parpadeó en rojo las 12:45 a.m.—, pero Avery no iba a salir de la cama para contestar el teléfono fijo. Probablemente era su padre, confundido con las zonas horarias, en el primer día de su viaje de negocios en el oeste.

Y, de todos modos, eran las vacaciones de primavera.

El plan era dormir hasta tan tarde como pudiera y luego ocupar el día junto a la alberca, mirando pasar los botes por la bahía. Practicaría para las audiciones de la próxima semana y quizás invitaría a Sam y a Emma a que viniesen a pasar el rato y nadar. Siempre que su padre estaba fuera de viaje de negocios, a Avery le gustaba fingir que su casa era solo suya. Con su madre por lo general durmiendo o yendo de compras, era muy fácil.

Su madre probablemente no hubiera siquiera escuchado el teléfono. Era una “durmiente profunda”. Con el frasco de píldoras a su lado.

Pero después, el teléfono volvió a sonar una y otra vez, Avery escuchó a su madre gruñir y luego decir:

—Hola.

Luego silencio.

Después:

—¡Oh, Dios mío!, como salido de una película de terror.

Más tarde, más “¡Oh, Dios mío!”

Avery se quitó de encima el edredón y fue al cuarto de sus padres, donde su madre estaba de rodillas llorando junto a la mesita de noche, diciendo:

—No, todavía no, debería ir. Debería prepararme.

—¿Mami? —Avery se arrodilló, preparándose para alguna clase de mala noticia sobre su padre.

¿Tal vez un avión que se estrelló? ¿Un accidente de auto?

¿Prepararse para qué?

Mami miró hacia arriba y sonrió y apretó el teléfono contra su corazón:

—Están de regreso.

Los abuelos de Avery acababan de hacer un viaje a Nueva York, pero ese asunto no ameritaba una llamada de teléfono tan temprano.

—¿Quiénes están de regreso?

—Tu hermano —dijo la madre—. Los demás —luego empujó a Avery y pasó junto a ella y dijo:

—Me voy a enfermar.

—¿Pero...?

Avery ya hacía años que había dejado de imaginarse que esto pudiera pasar alguna vez y, ciertamente, no se había figurado que sucediera de este modo: ella sujetando el cabello de su madre en tanto esta se arqueaba sin vomitar nada.

—¿Dónde están ellos? —Avery recorrió con la mirada el cuarto. La ducha goteó una vez—. ¿Cómo?

—Era Peggy —su madre se limpió la boca con el dorso de su mano—. Me dijo que Kristen apareció en la casa y que ellos están de regreso. Están bien. Ella no recuerda nada, dijo que ninguno de ellos recuerda nada, pero están bien. Aparecieron solo con la ropa puesta.

Luego, con sus ojos bien abiertos y mirada salvaje, ella dijo:

—Oh, Dios mío, no puedo creerlo. Sinceramente no puedo creerlo. ¿Tú lo crees?

Como una persona demente.

Otra vez.

Avery siguió a su madre mientras esta iba escaleras abajo y atravesaba la cocina y se detenía para arreglar su cabello ante el espejo que colgaba junto a un gran arreglo floral —en su mayor parte girasoles que Rita había cortado del patio del frente y se había ganado un regaño de su madre por eso—. Luego su madre se volteó y abrió la puerta, y Avery esperó que su hermano estuviera allí, demasiado tímido como para golpear después de tantos años.

¿Cómo se vería él? ¿Le gustaría a ella?

¿Ellos no recuerdan nada?

Él no estaba allí.

Ella y su madre se pararon fuera sobre el porche durante un rato, mirando arriba y abajo de la tranquila carretera. Finalmente, se sentaron en el escalón superior, aún en piyama, y esperaron.

Scarlett

Ella caminaba y caminaba, el pánico iba desvaneciéndose poco a poco.

Su mente era un hueco.

Pero...

...goteo

...goteo

...dentro de ella

...tenues vislumbres.

Su lazo d e s e n r o l l a d o.

Esa casa de allí tenía un pequeño estanque en el patio trasero, ella lo sabía, donde las ranas brincaban fuera... había jugado ahí con el mismo muchacho del parque.

Esa carretera conducía a la playa, desde donde había que dar una larga caminata para llegar al agua.

En el momento en que ella se detuvo donde estaba la estrella, pensó:

.

Este era el lugar donde ella vivía.

¿Había vivido?

Esta era su casa.

Una casa techada con tejas de un color amarillo pálido y erigida sobre altos pilotes de madera.

Un cerco de madera con un enrejado blanco que bajaba hacia ambos lados.

Un viejo auto color turquesa bajo el cobertizo de una cochera abierta, construido también de madera enrejada.

Puños iracundos de un rudo césped asomándose por el arenoso patio frontal.

Antes había un flamenco de plástico en ese jardín, allí en algún lugar. Justo sobre la base de esa palmera.

Pero ahora ya no estaba.

Todo el lugar parecía sacudido por una tormenta y retorcido, como si al cerrar los ojos pudiese ver vientos atroces, una lluvia diagonal.

Ella golpeó. Nada.

Volvió a golpear, con más fuerza, y se encendió una luz adentro.

Una mujer de mediana edad, con el pelo rubio recogido en una coleta, abrió la puerta. Su camisa: de color rosa subido con lazo suelto, con una diminuta linterna y las palabras BAR Y RESTAURANTE LA FAROLA grabadas en ella.

—¿En qué te puedo ayudar?

Ella era casi una extraña.

Pero su voz resultaba familiar, y su aroma —a cigarrillos y vainilla— eran agradables.

—¿Mami? —la palabra se escuchó extraña en la boca de Scarlett, confundida y ajena.

Y todo se congeló alrededor de ellas —algo así como una fotografía instantánea cósmica— y el aire comenzó a alborotarse.

La mujer se estremeció y se llevó la mano a la boca.

—¡Oh, Dios mío!, ¿Scarlett?

Luego gritó:

—¿SCARLETT?

Scarlett asintió con su cabeza, en parte queriendo negarlo y sin saber por qué.

La mujer la agarró y se fundió en un abrazo.

Luego se puso rígida y se retiró un poco, sus ojos escudriñaban el patio, la carretera.

—Entra, entra —dijo—. Antes de que alguien te vea.

Después de diez minutos, la mujer había finalmente comenzado a calmarse. Por último, terminó de llorar y de frotar la mano de Scarlett —demasiado fuerte, con su pulgar— y preguntó:

—¿Eres realmente tú? —¿Quién más podría ser?— ¿Estás bien? ¿Estás herida?, y más.

Ella estaba bien, había dicho Scarlett, una y otra vez.

No la habían lastimado.

No habían abusado de ella.

—No que yo recuerde —agregó entonces—: ese es el asunto. No recuerdo nada.

—¿Regresaron también los otros? —La mujer estaba cerrando las persianas, corriendo las cortinas.

Ahora daba nuevamente un giro.

De regreso a ese globo aerostático, con ese calor que venía de la flama y hacía que el aire fuera

Pesado, inseguro.

—¿Cómo sabes que hay otros? —preguntó Scarlett—. ¿Qué sucedió? ¿Qué está ocurriendo?

La mujer se puso rígida.

—¿Regresaron ellos o no?

—Sí, pero nadie recuerda nada. Fuimos elegidos por alguna razón. La mujer no parecía estar tan confundida.

—Bueno, eso es normal.

¿Qué quería decir con normal?

Pero entonces Scarlett miró los papeles que estaban sobre la mesa, junto al sofá donde ella estaba sentada. La revista Underground Paranormal. OVNIlogista Mensual. La cubierta de Mentes Abiertas tenía una historia llamada “ETs y religión”.

—¿Crees que nos secuestraron extraterrestres? —preguntó Scarlett.

—¿Tienes alguna idea mejor de dónde han estado todo este tiempo? —preguntó la mujer con cierta impaciencia.

Todo.

Esta.

Vez.

Una persona no acumula tantas revistas en una noche, ni siquiera en una semana.

—¿Cuánto tiempo ha pasado, exactamente? —preguntó Scarlett, lentamente, como si una serie de revelaciones encajaran en su lugar.

Ella nunca se había sentado antes en ese sillón.

Nunca había visto al gato que en algún momento salió a atisbar a hurtadillas, y que ahora estaba escondido debajo de un sillón, junto a la televisión.

—¿Tú realmente no sabes? —la mujer se estremeció con lágrimas—. ¿No lo sabes tú?

????

????Saber???????

????????????????? ¿qué?

La mujer se sentó junto a la muchacha en el sofá, y le tomó la mano nuevamente.

—Todos ustedes desaparecieron hace once años.

Scarlett retiró la mano; el cuarto giraba a su alrededor.

Un giro.

Dos.

Tres vueltas.

Cuatro.

¿Quién era esta loca?

Seissieteochodiecinueve giros.

Uno no puede estar en algún sitio durante once años y no recordar. —Siempre estuve segura de que te iban a traer de regreso. —La mujer se llevó la mano al corazón y elevó los ojos al cielo—.

Eran cerca de las 2:00 a.m., según el reloj que estaba sobre la pared del comedor, y Scarlett sintió que su cuerpo comenzaba a apagarse.

Como las luces de un edificio que van apagando, ala por ala, lámpara tras lámpara.

Piernas —tintineando— fuera.

Pulmones —tintineando— fuera.

La cabeza a punto de cerrarse...

cerrarse

cerrarse.

De repente ella solo quería dormir.

—Necesito acostarme.

La mujer dijo:

—Por supuesto. —Luego se enjugó las lágrimas y dijo que tenía que llamar a algunas personas, para contarles las noticias.

—Steve nunca va a creerlo —murmuró. Luego se fue a su recámara con su teléfono celular.

Scarlett se tiró sobre el sillón, pero este olía a gato, así que se levantó y bajó al otro pequeño vestíbulo, donde ella sabía que había estado su habitación.

Y aún estaba ahí.

¿Exactamente como ella la había dejado?

La lámina de tamaño natural de Glinda, la bruja buena, era de su fiesta de quinto cumpleaños, aquella con temas de El Mago de Oz.

El dosel colgante de color púrpura de su cama adornado con mariposas y moños que creaba un pequeño escondrijo en un rincón.

Las estampas de Mi Pequeño Pony sobre la pared.

Parecían familiares.

Le encantaba el sentimiento que experimentó.

Quería correr.

Scarlett se estiró sobre un edredón estampado con dibujos de pastelitos, de espaldas, con los dedos enlazados sobre su vientre, como si estuviera en su propio ataúd.

Un móvil hecho de alambre y estampas de abultadas princesas de plástico colgaba del cielorraso.

Ella fijó la vista en él e intentó recordar algo.

Trató de recordar algo o todo.

Largas rayas azules, verdes rojas y amarillas, entre franjas negras.

El sentimiento de flotar lejos, posiblemente para siempre.

La maravilla de todo eso, de una mirada a ojo de pájaro.

Incapaz de dormir después de unos veinte minutos de estar tendida allí, y yendo a la deriva por el cielo...

Debajo, un río.

¿O...?

Se levantó, bajó al vestíbulo, atravesó la sala, y salió a la terraza desde el comedor. La playa —el golfo— parecía susurrar una invitación, así que bajó y atravesó el patio y el portón y se detuvo fuera sobre la arena, que se sentía fresca y agradable debajo de sus pies desnudos. Abajo y hacia la derecha, se veía en la línea costera el arcoíris y los hoteles que despedían luces de colores en la noche. El boom-boom-boom de una lejana fiesta la tentó. Podría correr hasta allí —en esa dirección— hasta dar con la fiesta.

Encontrarlo a él.

Esperar.

¿A quién?

Lucas.

O podría sumergirse, perderse en la muchedumbre como si perteneciera a ese lugar, tal vez desaparecer de nuevo a través de alguna trampa en la pista de baile.

El agua estaba quieta, como si fuera un lago. Al poner los pies dentro del oleaje cálido, ella vio los pulgares de sus pies.

¿Cuándo había sentido el océano por última vez?

¿Once años?

Luego elevó la vista hacia las estrellas.

¿Extraterrestres?

¿En verdad?

Tantas estrellas.

Ella no creía que hubiera ido a algún lugar, pero ella-no-sabía-demasiado.

No era sorprendente que su madre hiciera tantas preguntas extrañas: “¿Puedo revisarte para ver si tienes cicatrices?” “¿Todavía eres virgen?”; probablemente otras personas lo hicieran también. Puede que hubiera algunas respuestas. A su tiempo.

O tal vez era mejor olvidar.

¿Por qué no sentía que este fuera un final feliz?

No hay lugar como la casa, incluso si esta huele a caspa de gato y cenizas y desesperación.

¿Correcto?

Lucas

Primero llegaron la ambulancia y las patrullas, entonces la mala noticia se confirmó —su padre estaba muerto— y a continuación las preguntas.

—¿Tienes una identificación?

LOS BOLSILLOS VACÍOS. NINGUNA.

—¿Recién te dejaron ir?

CAMIONETA. VENDA EN LOS OJOS. LUZ TRASERA.

— ¿Y los otros están de regreso también?

SCARLETT. SCARLETT. CICATRIZ.

—¿Qué quieres decir con que no recuerdas?

CARRUSEL. PLAYA. CABALLO.
GIROS.

La parte trasera del auto de la policía al menos estaba tranquila mientras circulaban por la ciudad —la Playa Fort Myers, Florida, él lo había discernido mediante los carteles—. Las aceras colmadas de universitarios que andaban de cantina en cantina. Los autos se arrastraban a través del cruce principal de la ciudad, incluso a las 2:00 a.m.

Se habían detenido frente a un envejecido hotel llamado la Torre Tiki, donde los valets parking lucían guirnaldas de flores al estilo hawaiano, postes con tótems flanqueaban una fuente iluminada con reflectores azules y verdes. Un grupo de muchachas en un convertible blanco estaba atorado en el mismo tránsito, pero en la dirección opuesta. Todas tenían largas coletas, y bikinis bajo sus camisetas sin mangas, y estaban cantando —ebriamente— siguiendo una canción pop que Lucas no conocía. Dos muchachos que caminaban por la acera opuesta, con gorras rojas de plástico en sus manos, se detuvieron y uno de ellos gritó: “¡Señoritas! ¿Dónde es la fiesta?”.

De modo que esto es lo que él se había estado perdiendo.

Once años, los polis habían dicho.

Dos tercios de su vida.

Esto no tenía ningún sentido.

El auto comenzó a moverse nuevamente y pasó por un gran tobogán de agua, inflable, sobre el costado de la carretera que daba a la playa, y luego un montón de tiendas para turistas, y restaurantes, y bares, y lugares de médiums, y salones de masaje, y luego, finalmente, subieron y treparon a un empinado puente con arcos. La vista desde el asiento trasero se convirtió en techos y dársenas distantes, y entonces Lucas cerró sus ojos; había una camisa en una de las vitrinas de la tienda que tenía esta leyenda: EL SOL SALIÓ, LAS PISTOLAS APARECIERON.

¿Qué quería decir eso?

A medida que aumentaba la velocidad del auto aspiró profundamente y varias veces el aire cálido, salino.

Él se sentía libre.

Ese sentimiento era nuevo.

¿O tal vez antiguo?

Notó que su cuerpo se preparaba para llorar, pero también sintió que algo en su interior luchaba contra ese impulso.

¿Por qué tanta lucha?

Su padre estaba muerto.

¿Por qué no llorar?

El coche se detuvo, se abrió la puerta, y él fue empujado hacia dentro del recinto policial, y luego escoltado a través de la sala principal. Todos los ojos sobre él. La mayoría de ellos... ¿qué? ¿Desconfiados? ¿Confundidos? ¿Sorprendidos?

Lo dejaron solo en un cuarto.

Cerrado con llave, por cierto.

¿Estaba acostumbrado a estar encerrado? ¿Acostumbrado a estar solo?

Él debió ser un prisionero.

¿Correcto?

¿Durante once años?

El cuarto comenzó a dar vueltas; por lo tanto, él se sentó.

EL CABALLO. DIENTES AMARILLENTOS, ASTILLADOS.

Él dejó caer la cabeza sobre la mesa, primero la frente, oyó el “clic” de la puerta que se abría.

—¿Estás bien aquí?

—Lo estaré —dijo Lucas— cuando pueda dormir un poco.

Y tenga algunas respuestas.

—¿Respuestas?

—Respuestas —Lucas levantó la mirada.

Un detective de mediana edad que se había rasurado lo que obviamente era una cabeza con profundas entradas estaba sentado frente a él. Era más delgado de lo que parecía, saludable, y algo en relación con su boca parecía británico, pero él no tenía acento alguno.

—Nunca pensé que vería el día —dijo el detective.

—¿Qué día es ese? —preguntó Lucas.

—Soy Mick Chambers. Fui el investigador principal cuando todos ustedes se perdieron —cruzó sus manos sobre la mesa frente a Lucas—. Creí que todos estaban, ya sabes... muertos.

Lucas estiró su mano y checó su pulso sobre la muñeca con dos dedos extendidos.

—No estoy muerto.

—Sí —Chambers sacudió la cabeza y sonrió—, lo veo. —Luego, se inclinó hacia adelante, aclaró su garganta—. ¿Todo este asunto? ¿La Partida? Arruinó mi vida demasiado.

—¿Y se supone que es mi problema? —Lucas no tuvo que poner de nuevo sus dedos sobre su muñeca para saber que su pulso se estaba acelerando con la irritación; los polis en la escena la habían llamado también así —La Partida—, justo antes de esposarlo. ¿Le darían también a todo ese lío un nombre capcioso? ¿“El Esposamiento”?

—No —dijo Chambers desapasionadamente—. Pero todo esto es muy extraño.

—¿Aquí tienes fama de ser maestro de lo obvio? —Ahora él podía sentir el golpeteo en sus muñecas, la sangre hervía desde adentro hacia afuera.

Chambers volvió a sonreír. Esta vez más abiertamente.

—Escucha, Lucas, no hace falta que yo te agrade. Sinceramente nada me puede importar menos. Pero dentro de unos diez segundos unos muchachos estarán azotando la puerta. El FBI. Muchachos más jóvenes. Gente más ansiosa. Tal vez finalmente yo no dirija este caso y no hay demasiado que pueda hacer al respecto, así que solo déjame preguntarte algo.

—Proceda —dijo Lucas.

—¿Si tú fueras yo, y hace más de diez años un puñado de niños hubieran sido secuestrados, y cuando regresaran hubieran dicho que no recordaban nada en absoluto, les creerías?

Él se imaginó a los demás.

Se preguntó si a Scarlett la habían recibido mejor en su casa.

¿Cómo no podría ser así?

¿Era ella su... novia?

—¿Lo creerías? —lo presionó Chambers.

—Probablemente no.

—Y si uno de ellos hubiera estado en la escena de un accidente, en el que además su padre murió la mismísima noche en que ocurrió su regreso, ¿creerías que fue un accidente?

El sentimiento de libertad había desaparecido oficialmente ahora.

—Yo no maté a mi padre.

Luego, alzando la voz: —¿Por qué mataría a mi padre?

—Podrías tener tus razones. No tengo ni idea de quién eres realmente.

Yo —Lucas se inclinó hacia adelante— soy la persona que va a descubrir qué sucedió, quien va a averiguar quién hizo esto. —Su sangre pareció congelarse ante esta idea.

—¿Oh, sí? —Chambers se paró—. Bueno, eso está bien. Asegúrate de echarme una llamada cuando lo tengas todo solucionado.

Los golpes en la puerta llegaron justo antes de que esta se abriera, y dos hombres hicieron refulgir sus placas.

—Es todo suyo —dijo Chambers y se marchó.

AVERY

Avery jaló la palanca del WC —había demorado tanto como pudo en el porche—, y se lavó las manos, luego se detuvo en el pasillo afuera del Santuario, entonces decidió llamar a Sam, que era su novio. ¿Por qué estaba ella siempre acordándose de eso? Tal vez necesitara acordarse de ello porque él fue su primer novio real y el concepto aún estaba fresco. Más probablemente, había otra razón, pero no estaba lista para admitir eso todavía. Podría ser que él no se reportara tan tarde —¿o era tan temprano?—, pero esta era una de esas cuestiones por las que despiertas a la gente. Especialmente a tu novio.

Mientras el teléfono sonaba, ella entró al cuarto de su hermano y se tendió sobre el cubrecama con la figura de Scooby-Doo. Evidentemente, ella había amado esa caricatura —y supuestamente la había visto con él, pero no lo recordaba; cuando volvió a ver algunos episodios hace unos años, Shaggy le parecía muy latoso.

—Hola —dijo Sam somnoliento.

—Hola —dijo ella bajo un cielo de constelaciones que resplandecían en la noche.

—¿Está todo bien?

—Están de regreso —ella había descubierto la Osa Mayor en el cielorraso—. Mi hermano y los otros chicos.

—¡¿Qué?! —de repente se despertó por completo.

—Bueno, él no ha vuelto —y allí la Osa Mayor—. Aún no, pero hemos oído que están de vuelta.

—No es posible —dijo él.

—Lo sé. —La cama tenía ese olor a soledad—. Mi madre está sentada en las escaleras del frente. Esperando. Oí que ellos no recuerdan nada.

—¿Cómo puede ser eso posible? —dijo Sam.

—No tengo idea. Todo es muy... loco. ¿Verdad?

Sam se había mudado a Fort Myers hacía unos pocos años, de modo que él no comprendía lo loco que era ese lugar, pues no vivió en él del modo en el que otros lo habían hecho. No de la forma en que lo habían hecho ella y Ryan. Sam había visto las películas, pero eso era todo.

Avery, por cierto, no recordaba gran cosa acerca del día en que todo había sucedido; solo tenía cuatro años. Pero a la larga, ella aprendió todo lo que tenía que saber.

Para comenzar, sus padres le habían dado interminables pláticas acerca de los extraños —todavía lo hacían— y de por qué ella debía cuidarse de ellos: para terminar como su hermano —secuestrada y como rehén de algún loco o, peor, asesinada o vendida en algún mercado extranjero como esclava sexual—, ¿quería ella eso? “Y, perdón, Ave, no podemos endulzarte las cosas. Esta es tu realidad. El mundo es un lugar horrible. Puede que Bogeyman y Slender Man no existan, pero hay cosas peores en la realidad a las que hay que temerles. Y no solo armas e ISIS, sino gente que aunque parece tranquila, está transtornada y puede capturar a un grupo de niños y hacerlos desaparecer.

Cuando ella tuvo la edad suficiente para meterse a internet, supo del pequeño autobús que unas pocas personas habían visto detrás de la escuela ese día y del cual la compañía de autobuses declaró no tener conocimiento alguno. Ella había leído acerca de las partidas de búsqueda en las playas y los pantanos cercanos, las acusaciones contra el guardia de seguridad de la escuela, las demandas asentadas contra el distrito escolar y la compañía de autobuses (sus padres habían iniciado los reclamos), y del suicidio, unas semanas después, del director de la escuela. Ella también había leído incontables perfiles de la vida y los gustos de cada uno de los niños, los cuales decían cosas tontas, como cuánto amaban la música y los deportes y los campos de juegos y las princesas y a todas esas personalidades deslumbrantes.

¡Por supuesto que lo hacían!

¡TENÍAN CINCO AÑOS!

Avery había estado en la televisión el día que aquello sucedió. Había visto ese segmento televisivo de noticias, luego nunca más: ella con cuatro años aferrada a su alguna vez amado Guau-Guau y diciendo “Realmente quiero que Max regrese a casa”.

Brutal.

Ahora ella estaba impaciente porque él se llevara bien con Guau-Guau.

—¿Qué crees que le esté llevando tanto tiempo? —dijo ella, y supo que eso sonaba ridículo.

Scarlett

De regreso a la terraza, la mujer —su madre, su madre— la estaba esperando, en piyama.

—La noche anterior a que desapareciste —dijo—, me comentaste que te ibas a ir de viaje. Tus palabras exactas fueron que te ibas a ir a “La Partida”. ¿Recuerdas eso?

Scarlett cerró sus ojos

—No lo recuerdo —abrió sus ojos—. ¿Y simplemente desaparecimos? ¿De qué manera...? ¿Cómo? ¿Nos buscaron?

—Por supuesto —ahora miraba tensa, a la defensiva—. Era el primer día verdadero en el kínder.

—¿Qué significa eso de “día verdadero”?

—El comienzo del curso fue escalonado. Cada día ingresaban niños nuevos. De modo que ese fue el primer día en que todos los niños del kínder estuvieron juntos allí.

—¿Y?

—Y al final del día, tú no estabas en el autobús donde se suponía que debías estar. La gente dijo que había un autobús en la escuela —uno pequeño, un autobús compacto—, y que todos habían subido en él, pero nunca lo encontraron. Yo inmediatamente supe que había algo más. Algunas personas dijeron haber visto una nave cerca de Venice.

—¿Una nave espacial?

—Sí, señorita.

El viento hacía volar algunos mechones de cabello de Scarlett hacia su boca, y ella se los retiró.

—¿Hay más personas que piensan eso? ¿Extraterrestres?

—Cada uno tiene sus propias ideas. Vamos. Te mostraré.

Pronto quedaron esparcidos algunos periódicos sobre la mesa del comedor. Todos con artículos acerca del misterioso secuestro; la primera línea de muchos de ellos decía: “Solo unos meses después de que una balacera en una escuela arrebató la vida a quince niños, una nueva tragedia ha sacudido la ciudad de Fort Myers Beach”.

Horrible.

Pero no era su problema.

En una foto, ella se reconoció, más joven, entre las “Víctimas de La Partida”

¿La llamaron ellos “La Partida”?

La mujer

Su madre asintió y le mostró una página brillante de una revista. —Por lo que tú dices, sí.

Leyendo la página... dirigida por... protagonizada.

—¿Hubo una película?

—Ha habido un par. Ninguna de ellas buena, por cierto. Scarlett se tomó su cabello, jaló de él.

—¡Teníamos cinco años! Nosotros no nos fuimos.

La... madre fijó la vista en ella durante un minuto, luego se le acercó y puso una palma sobre su mejilla.

—Siempre supe que me devolverían a mi niña.

Bajamos de una camioneta anoche. Una camioneta —dijo Scarlett lentamente.

Su madre retiró la mano.

—Deberías descansar. —Luego comenzó a juntar los artículos periodísticos y los volvió a guardar en un fólder y los dejó en la cocina. Pero Scarlett volvió a mirar esas fotos de las víctimas...

... y a contar,

y...

—Espera.

Seis fotos.

Una de ella.

Luego Lucas.

Kristen.

Sarah.

Adán.

Ella señaló la última.

Más confundida de lo que había estado antes.

—¿Quién es Max Godard?

Lucas

Él ni siquiera hubiera querido regresar a la casa, pero allí fue donde los agentes de la policía lo dejaron, y no tenía ninguna idea mejor.

Una luz con sensor por encima de la puerta del frente lo detectó y se encendió, las mariposas nocturnas parecieron materializarse solo para revolotear en esta luz.

La puerta estaba cerrada con llave, y todas las luces interiores estaban apagadas.

Golpeó a la puerta.

Luego, como no pasaba nada, nuevamente, con más fuerza.

Después de nuevo.

Había tres autos estacionados junto a la casa.

Llamó una vez más y la puerta se abrió.

Ella tenía cabello rubio y sus ojos estaban demasiado separados y su playera —lo único que ella estaba vistiendo, piernas largas y bronceadas— decía LAS MORENAS SE DIVIERTEN MÁS. Ella fijó su vista en él por un rato, y luego gritó:

—¿Ryan?

Ellos esperaron.

Una mariposa nocturna voló hacia ella e hizo que agachara súbitamente su cabeza.

—De modo que eres el hermano.

—¿Y tú eres...? —dijo él.

—La novia. —Su mirada era impávida, desconcertada, realmente—. Miranda.

—¿Crees que podría entrar? —preguntó él.

—No lo sé... —Luego alzó su voz.

—¿Ryan?

Una voz desde el vestíbulo:

Déjalo entrar.

Lucas caminó detrás de ella y hacia dentro de la estancia justo cuando Ryan aparecía y se sentaba en el sillón. Lucas se sentó en el otro extremo. Miranda se sentó entre ellos.

—Ni siquiera sé qué decir —Ryan se restregó el rostro con ambas palmas—. ¿Qué sucedió? ¿Escapaste? ¿Qué?

Lucas reflejó el gesto de su hermano.

—Supongo que nos dejaron ir. Había una camioneta que nos dejó salir. Teníamos mapas para ayudarnos a llegar a casa.

—¿Por qué ahora? —Ryan sacudía la cabeza—. ¿Dónde estaban? ¿Quiénes los tenían?

—No lo sé. No recuerdo nada. —Lucas miró a su hermano durante un largo minuto y a través de los ojos de Ryan percibió el mismo exacto color y la inclinación que los que él veía reflejados en el espejo, aunque no recordara la última vez que se había mirado al espejo.

—Bien, ¿quién iba manejando la camioneta? —preguntó Miranda.

—¡No lo sé! No lo puedo explicar. Es como si hubiésemos despertado en la camioneta justo antes de bajar.

Ryan lo estaba mirando. Luego dijo:

—No tengo la menor idea de qué decirte. Esto suena irreal. Y ahora nuestro padre...

Papá.

Muerto.

Ni siquiera sabía cómo sentirse.

Perder algo que ya se había perdido.

—Yo no lo maté —dijo Lucas—. Tienes que creer eso.

—Yo no sé qué creer —dijo Ryan, cubriéndose ahora su cara con las manos, sacudiendo su cabeza—. Esto es... demencial. —Luego levantó la vista y dijo—: Verdaderamente, ¿a quién puedo siquiera llamar... y qué les diré? “Hay buenas noticias y malas noticias. Lucas regresó, pero papá está muerto”. Miró hacia arriba y luego agregó: —Los padres de papá están muertos. Los padres de mamá están muertos. Ellos eran hijos únicos. De modo que tengo que tachar “Hacer llamadas” de la lista.

—¿No tenían ellos a nadie?

—Mañana iré a practicarme unos cuantos exámenes, a lo mejor alguien puede resolver qué está sucediendo. —Lucas se inclinó hacia adelante, su cabeza volteada hacia abajo, los mareos que empezaban nuevamente.

CARRUSEL OCÉANO CABALLO DORADO DIENTES.

Él tuvo que pasar por eso, o dejar que lo llevaran a cabo.

—Tomaron muestras de mi sangre y todo eso, para checar si había drogas en mi organismo. Porque yo, por cierto, tengo una imagen realmente vívida clavada en la cabeza, y no sé si fue una alucinación o qué está sucediendo.

—¿Qué? —Miranda se sorprendió. ¿Qué es?

VUELTAS Y VUELTAS.

Subido en un carrusel junto al océano.

Ryan se paró.

—¿Recuerdas haber subido a un carrusel? ¿Pero no quién te tuvo retenido durante once años? ¿Y qué hay de mí? ¿Me recuerdas?

LUCHANDO BEISBOL FORCEJEANDO CORRIENDO RANAS
NIÑOS SOL.

—¿Recuerdas a mamá?

SONRIENDO

LENTES DE SOL

DIENTES BLANCOS

PIEL PECOSA

CABELLO NEGRO.

—¿Y a mami muriéndose?

METAL. MARCAS DE CALAMAR.

SIRENAS.

—¿Te acuerdas de papá? Porque yo apenas lo recuerdo antes de que se hundiera en su dedicación a las rocas.

Lucas no podía articular una respuesta.

Las rocas.

Lo más profundo.

Fuera de él.

DIENTES DE CABALLO QUE NECESITAN CEPILLARSE.

—¿Qué es eso? —preguntó Lucas—. Las rocas.

—Es Opus 6. El trabajo de toda una vida de papá. Su “Canción para los desaparecidos”. Él dijo que iba a seguir construyéndolo como un homenaje, hasta que todos estuvieran de vuelta.

—No comprendo —dijo Lucas, recordando que su padre había sido un constructor algo interesado en la escultura—. ¿Seis?

—Para ustedes seis.

—No. —Como si alguien estuviera haciendo girar manualmente su cerebro—. Cinco.

—¿Quién no regresó? —preguntó Ryan.

—¿Cómo podría yo saberlo? —Lucas casi gritaba.

—Esto mejora a cada minuto. —Ryan sacudió la cabeza y se paró—. Siempre pensé que estaría muy feliz de verte. —Y salió del cuarto.

Después de un momento, Miranda dijo:

—Ya regresará. —Lucas alzó la cabeza.

Ella se dio vuelta para enfrentarlo directamente, le clavó la vista como si lo estuviera viendo a través del cristal de una vitrina en una exposición.

—¿En verdad no recuerdas nada?

Ella agitó su mano frente a la cara de él, como si pudiera despertarlo de un trance.

—Te traeré sábanas —dijo finalmente—. Hay un cuarto bajo ese vestíbulo.

—Gracias —dijo él—. Necesito una ducha.

—Hay toallas en el estante que está detrás de la puerta. —Ella se retiró.

El agua no estaba suficientemente caliente como para llevarse todo lo que había pasado en el día.

La piel a la altura del hueso de su cadera derecha le ardía con el chorro de la regadera.

Él bajó la mirada.

Vio sangre.

Tinta negra.

Una piel enojada, hinchada.

Tenía que sentarse, pues le dio miedo perder el conocimiento.

Tenía que respirar profundamente varias veces.

Luego volvió a mirar.

Y vio esto: