Con amor para Mike, quien fue tan amable de prestar a

Henry su corazón alado, y también para el señor C’mere,

toda una fiera y el mejor gato del mundo.

“Enamorarse es crear una religión cuyo Dios es falible.”

—Jorge Luis Borges, El encuentro en un sueño

 

“Nena, nosotros podemos elegir, ¿sabes?

No somos amibas.”

—John Hiatt, Thing Called Love

 

 

 

“Los humanos excavan y entierran cosas”, pensó el gato, “igual que los perros”.

El día en que llegó la niña, había hombres cavando de nuevo en el bosque, abajo de la casa. El gato aguardó paciente en la loma pues esperaba que le desenterraran un topo para cenar. Cuando terminaron de cavar el hoyo, el coche largo y negro se escabulló como culebra ratonera por el camino, serpenteando por entre las flores silvestres y los aparatos que el dueño de la casa tenía en los campos. Unos individuos, vestidos de negro como cuervos, deslizaron una larga caja por la cajuela, la cargaron en hombros por la colina arbolada y la plantaron en el pequeño jardín de piedras.

El gato ya había visto antes este ritual perruno: primero, mucho tiempo atrás, cuando era apenas un gatito y la pareja de ancianos vivía en la granja. La anciana le dejaba platos con leche a la entrada de la casa, pero los platos dejaron de aparecer después de que enterraron la primera caja. Posteriormente, el anciano desapareció cuando los cuervos enterraron una segunda caja junto a la primera. Luego llegó el hombre que ahora vivía en la casa, y las excavaciones y entierros se interrumpieron hasta el verano anterior, cuando llegaron los cuervos y ayudaron al hombre a poner una tercera caja bajo tierra.

El gato volteó al oír el crujido de la grava y vio cómo el coche negro serpenteaba por el campo. Al igual que antes, unos hombres ataviados de negro cargaron una larga caja por la colina, la hundieron en la tierra con la ayuda de unas cuerdas y luego dejaron que los enterradores llenaran el hoyo como si fueran perros que entierran un enorme hueso.

Cuando ya todos se habían ido, el gato bajó de la colina, se coló por debajo de la cerca y saltó al montículo de lodo. Justo arriba de él, un cardenal con su plumaje rojo cantaba para atraer una pareja y una ardilla se lanzaba de rama en rama en el follaje de los árboles. El gato respiró aquella rara tranquilidad. El hombre —grande, gruñón y con tierra en la nariz— se había alejado en coche antes del amanecer. Años atrás, cuando el hombre había llegado con sus máquinas chillonas y unos montones de metal que retumbaban en el remolque de su camioneta, el gato había huido al bosque. Ahora, más viejo y lento, se aprovechaba de las manías de aquel hombre.

Es cierto que el hombre perturbaba el silencio, martillaba y golpeteaba en su taller, encendía fogatas y echaba chispas, forjaba enormes y retorcidas criaturas que perseguían sus colas cuando el viento las provocaba. Mientras trabajaba, él ladraba, maldecía, arrojaba sus herramientas por todo el patio y solo se callaba cuando dormía, lo cual era raro.

Pero el hombre se mantenía lejos del bosque que el gato tanto amaba, evitaba el arroyo frío y refrescante, prefería quedarse en la parte sur y no desyerbaba la maleza donde el gato cazaba y se escondía cuando los mapaches, los cazadores o el niño salvaje se colaban en aquellas tierras. Lo mejor de todo era que el hombre dejaba abierto el sótano de la casa, por lo que el gato dormía bajo la caldera en el invierno y se acostaba sobre la tierra fresca en los días calurosos del verano. Pero desde la luna pasada, el hombre y su ayudante habían empezado a arreglar y podar el lugar, y el gato presintió que su vida estaba a punto de cambiar.

Escuchó la camioneta del hombre rugir por el camino, y poco después, el susurro de las hojas sobre él. Se escondió detrás de una piedra. Una niña —pequeña y de cabellos desordenados, con ojos grandes y curiosos— esperaba en la cuesta, iluminada por un rayo de sol. Ella esperó un poco más, pero al oír que el hombre la llamaba, atravesó el campo para volver a la casa.

El gato la siguió de lejos, escondido entre la hierba. Ella le hizo al hombre una seña con la mano en la entrada de la granja, y asustó a una bandada de jilgueros que comían de los retoños de las flores silvestres. Los pájaros levantaron el vuelo en una explosión de gorjeos, y la mirada de asombro de la niña los siguió en su vuelo. Ella contempló el paisaje tal como lo haría el gato: el viento que se eleva, las nubes que se unen, un cambio en el aire. Las señales exteriores de que ella notaba estas cosas eran sutiles, pero él las percibió. Una apertura en las fosas nasales, un sacudimiento en la oreja, un ligero cambio en los amplios ojos. Ella parecía una vagabunda, una criatura sola en el mundo, igual que él. A él le gustaba cómo la niña reconocía al hombre pero se mantenía lejos. “¡Muy felino de su parte!”, pensó él. “¡Muy gatuno!”.

El hombre entró a la casa, sudoroso y jadeante. Explosiones, golpes y zumbidos salieron de las ventanas abiertas del segundo piso e irritaron el día. El hombre daba vueltas frente a la ventana de un lado a otro mientras jadeaba, resoplaba, maldecía y cargaba leños, como si sintiera todo un bosque dentro de su casa.

La niña lo llamó.

—¿Estás bien, tío Henry? ¿Quieres que llame al 911?

El hombre respondió a gritos:

—¡Estoy bien! ¡Esta casa está que se cae de vieja! ¡Es poco adecuada para un hombre y mucho peor para una niña!

—Yo podría ayudarte, si quieres. Sé reparar cosas.

—¡No seas tonta! —gritó el hombre y volvió a su trabajo.

La niña entró decidida al campo y, con los dos puños, arrancó de raíz flores silvestres mientras murmuraba:

—¿Tonta? ¡Ya casi cumplo doce años y todavía tengo que batallar con adultos que son demasiado tontos para ver que puedo cuidarme sola! ¡Me las arreglé bien con una mamá loca y sin papá, y no lo necesito!

El gato entendió con cada poro de su ser lo que ella quería decir y la siguió de regreso por el campo, atraído como la sed atrae al agua. El viento arreciaba y el cabello volaba alrededor de su cara enojada. Furiosa, bajó de la pendiente por la colina y entró en el bosque, pero cuando pasó por la pequeña cerca, se quedó cada vez más quieta y seria. Colocó un puñado de flores sobre el montículo de tierra y otro sobre una piedra labrada que había a un lado.

—Hola, papá —le dijo a la piedra—, lamento que nunca nos hayamos conocido. Y a la tierra recién cavada, le dijo: Adiós, mamá. Se cumplió tu deseo.

El aire se sentía pesado y fresco, y olía a lluvia. Los vientos sacudían la copa de los árboles, sonaban los truenos y los rayos tapizaban el cielo. Sin miedo, la niña recorrió el campo abierto y refunfuñó por cada una de las acciones de aquel hombre mientras el gato la seguía en secreto. Cerca de la casa, se detuvo y levantó la nariz, como si percibiera su aroma en el aire. Miró directo hacia su escondite y entonces se dio la vuelta de repente y corrió hacia dentro. La puerta de malla se cerró de golpe, y en ese momento empezó a llover a cántaros.