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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Lucy Ellis

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Viaje a la felicidad, n.º 2630 - junio 2018

Título original: Kept at the Argentine’s Command

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-135-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ALEJANDRO SE fijó en ella porque era con diferencia la mujer más atractiva del avión.

Se trataba de una joven de constitución media, con unas piernas largas que cruzaba por las rodillas, y que inclinaba la cabeza sobre su lectura, lo que hacía que sus rizos negro azabache cayeran como una cortina sobre su rostro. Vestía un modelo femenino vintage con el que claramente quería proyectar un estilo muy personal.

Cuando él avanzó por el pasillo hacia su sitio, ella alzó la mirada de su libro electrónico y Alejandro descubrió que su cabello enmarcaba unos rasgos delicados; tenía una nariz respingona, grandes ojos marrones y una boca como un capullo de rosa. Sus ojos se abrieron desorbitadamente al verlo, aunque su mirada no fuera en absoluto invitadora. De hecho, la apartó al instante con timidez.

La timidez no era un problema para Alejandro. De hecho, le agradaba.

La mujer le lanzó entonces otra mirada y sus preciosos labios esbozaron una sonrisa. Él se la devolvió apenas curvando los suyos. Ella reaccionó ruborizándose y volviendo la mirada a la pantalla.

Alejandro se sintió intrigado.

En cuanto se sentó, la mujer pidió algo a la azafata, y Alejandro observó atónito cómo, durante los siguientes veinte minutos, doña Ojos Marrones mantenía a la tripulación ocupada con una sucesión de peticiones triviales: vasos de agua, una almohada, una manta… Cuando la oyó susurrar en tono furioso a una azafata, la mujer perdió todos los puntos que había ganado por ser bonita.

–No, no puedo moverme –su tono ofendido y agudo, a pesar del sexy acento francés, consiguió que Alejandro dejara a un lado su tableta.

Cuando la alterada azafata pasó a su lado, le preguntó qué pasaba.

–Un caballero mayor necesita tener fácil acceso al servicio –explicó ella–. Confiábamos en poder cambiarlo a un asiento más próximo.

Alejandro tomó su chaqueta y se levantó.

–Yo le cedo el mío –dijo, sonriendo a la azafata, que se ruborizó agradecida.

Una vez se sentó en la parte trasera del avión, Alejandro abrió de nuevo la tableta y se concentró en la pantalla.

La lectura del periódico no lo animó precisamente respecto al destino de su viaje.

Cuando uno de los más ricos magnates de Rusia se casaba con una pelirroja vedette en un castillo escocés, la noticia se publicaba en todas partes, y por lo que el novio había contado a Alejandro, la prensa ya se había instalado en los pueblos más próximos con teleobjetivos para fotografiar a los invitados famosos.

Puesto que él era uno de ellos, se había propuesto pasar lo más desapercibido posible. Por eso había decidido tomar un vuelo comercial y conducir cuatro horas desde Edimburgo hasta la costa con un día de antelación. Tenía entendido que se trataba de un viaje por un precioso paisaje y confiaba en llegar a Dunlosie de incógnito.

Dejó la tableta a un lado y se giró hacia el pasillo.

En ese momento oyó un carraspeo.

Se trataba de Ojos Marrones.

Había recorrido el pasillo; con cada paseo, su paso se había hecho más inseguro, y Alejandro sospechaba que estaba un poco ebria.

También había observado que se elevaba sobre unos zapatos de tacón color turquesa con unos ridículos lazos que le rozaban los finos tobillos.

La mujer lo miraba fijamente con sus preciosos ojos marrones y sus cuidados rizos, irritantemente bonita.

Pardon, m’sieur.

Por cómo sonó, Alejandro decidió que, efectivamente, había bebido.

–Debería tener cuidado con el alcohol, señorita. Todo el pasaje se lo agradecería.

Ella parpadeó.

–¿Pardonnez-moi?

–Me ha oído perfectamente.

La mujer se quedó un instante boquiabierta. Entonces, golpeó el suelo con un pie.

Alejandro tuvo que hacer un esfuerzo para no reírse.

–¿Por qué no se quita de en medio en lugar de molestar a la gente? –preguntó ella en un perfecto inglés.

Alejandro la miró con descaro de arriba abajo y pensó que tenía unas perfectas proporciones.

–¡Chica, eres un buen elemento! –dijo con sorna.

–¿Perdón?

–La tripulación no está a tu exclusivo servicio. ¿Por qué no te estás quietecita?

La mujer desvió la mirada.

–No sé de qué me estás hablando –masculló ella–. Muévete.

–Muéveme tú –dijo Alejandro.

Ella lo miró boquiabierta y él mismo se sorprendió porque, por regla general, no se enfrentaba a las mujeres. Y menos a niñas mimadas que necesitaban madurar.

Por un instante pensó que aquellos inmensos ojos marrones iban a llenarse de lágrimas, así que se movió. Apenas. Ella resopló y, sin mirarlo, volvió a su asiento, sin molestarse en dar las gracias. Era puro egoísmo sobre dos piernas.

Nada más llegar a su sitio, la mujer emitió un grito sofocado.

Non, no toque nada.

Al grito de protesta le siguió una parrafada en francés dirigida a la azafata que estaba intentando poner un poco de orden en el caos que la mujer había creado a su alrededor.

Varias cabezas se asomaron al pasillo.

Alejandro miró su teléfono. Ya se había cansado de aquella mujer.

Tenía un mensaje del novio:

 

Cambio de planes. Tienes que recoger a una dama de honor. Se llama Lulu Lachaille. Viene en el vuelo 338, puerta cuatro. Es una carga valiosa. Si la pierdes, Gigi me cortará las pelotas y cancelará la boda.

 

Alejandro estuvo a punto de responder «no», al tiempo que mentalmente se despedía de su apacible viaje en solitario. Las bodas eran su peor pesadilla. Pasar cuatro horas con una charlatana dama de honor, la siguiente.

Asomó la cabeza hacia el pasillo y vio que una azafata llevaba a la señorita francesa un vaso de agua y lo que parecía una pastilla.

¿Tendría dolor de cabeza? Probablemente, resaca.

Abrió el adjunto que Khaled le había mandado, aunque estaba seguro de lo que iba a encontrar.

No supo si reír o gritar.

Un ángel espectacular, de ojos oscuros, lo miraba con gesto serio desde la pantalla.

Alejandro miró con resignación hacia el fondo del pasillo. Solo había un problema: era ella.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MUÉVEME TÚ?

Lulu salió del avión furiosa y decidida a poner una reclamación a la compañía aérea.

Las mujeres no tenían por qué ser incomodadas por brutos con aire de superioridad.

Suponía que el hombre la censuraba por no haber cedido su asiento. Y por cómo la habían mirado varios pasajeros, el sentimiento era generalizado, pero ¿qué podía hacer?

La tripulación había sido advertida de su problema y habían atendido amablemente todas sus peticiones. Excepto una azafata, que evidentemente no había recibido la notificación sobre su pánico a volar, y que le había pedido que se cambiara de asiento.

La mera idea de tener que cambiar sus cosas de sitio cuando ya se había creado un espacio de seguridad a su alrededor, le había hecho sentir el mismo pánico que si le hubieran pedido que saltara del avión.

Para mientras esperaba a que saliera su equipaje, Lulu se sintió más deprimida que enfadada.

¿Qué clase de persona se negaba a ceder su asiento a un hombre mayor enfermo?

¿Habría sido mejor seguir el consejo de su madre y viajar acompañada? Pero ¿cómo iba a tener una vida normal si siempre necesitaba compañía? Era una mujer adulta, no una inválida. Se cuadró de hombros. Podía conseguirlo. Tenía que esforzarse más.

De hecho, no había dejado de hacerlo desde que había intentado romper la relación de su mejor amiga, seis meses atrás.

Había encontrado un terapeuta distinto al que le habían buscado sus padres y que la había diagnosticado correctamente. Gracias a él había descubierto que su comportamiento con Gigi había estado motivado por la ansiedad que le causaba la separación, y que era un síntoma de su enfermedad.

Por eso había decidido transformar su vida radicalmente.

Se había apuntado a un curso de diseño de vestuario y aspiraba a algo más que al mundo del cabaret.

Ese simple acto le había dado la suficiente confianza en sí misma como para decidirse a hacer aquel vuelo sola.

Pero cuando se había preparado mentalmente para ello, no había contado con la presencia de un macho desconocido arrinconándola en el pasillo cuando volvía de haber vomitado en el servicio.

La había llamado «un elemento», como si fuera defectuosa, una idea que se había esforzado por superar con su terapeuta.

Lulu notó que la mano le temblaba cuando señaló su conjunto de maletas al amable asistente del aeropuerto que se había ofrecido a ayudarla.

Mientras avanzaba hacia la salida con las maletas de ruedas, se dio cuenta de que estaba ansiosa por encontrarse con las otras dos damas de honor: Susie y Trixie. Ellas la protegerían del resto del mundo. Por aquel día, no se sentía capaz de enfrentarse a más retos.

Pero diez minutos más tarde, seguía escrutando los rostros de la gente, y preguntándose si iba a llegar a tiempo al castillo para la boda.

Había sacado el teléfono del bolso cuando una nueva oleada de viajeros la empujó y chocó de espaldas contra un cuerpo cálido y fuerte. Extremadamente fuerte y masculino, dado el tamaño y el peso de las manos que se posaron en sus hombros para estabilizarla.

Dijo algo y Lulu se quedó helada. Conocía aquella voz. Dieu, era el chulo del avión.

«¡Huye, huye!»

Pero las piernas no le respondieron. Por más que se recordó que los hombres hostiles ya no la asustaban, que la ley la protegía, siguió sintiéndose extremadamente vulnerable. Y no soportaba tener ese sentimiento cuando se esforzaba tanto por ser fuerte.

Lo que no explicó que clavara la mirada en los sensuales labios del hombre o que se fijara en lo extremadamente varonil que era la sombra que le cubría el mentón.

Lulu se recordó que no le gustaban los hombres de ese tipo. No le gustaba cómo se comportaban o que consiguieran lo que querían por medio de la intimidación. Le ponían nerviosa. Aunque aquel más que nerviosa le hacía sentir algo raro. Y era ese «algo» lo que quería apartar de su mente.

Porque era alto, con hombros anchos y un rostro fascinante de pómulos marcados, unos labios seductores y unos magnéticos ojos color ámbar que contrastaban con su piel cetrina.

Su alborotado cabello cobrizo era tan denso y sedoso que Lulu tuvo que apretar los puños para no alargar la mano y tocarlo.

No le caía bien, y él la miraba como si el sentimiento fuera mutuo.

Hola –dijo él en un tono que sonó como si le hiciera una proposición indecente–. Creo que me estás buscando.

Lulu se obligó a ignorar la respuesta automática que sintió en la parte baja del vientre al oír su voz grave y su sexy acento español.

–En absoluto.

Alejandro tuvo la tentación de encogerse de hombros y dejar que la princesita descubriera por sí sola que no estaba intentando ligar con ella, pero se recordó que su amigo le había pedido un favor.

Al ver que ella seguía mirándolo como si fuera a atacarla, le tendió la mano.

–Alejandro du Crozier.

Ella la miró como si fuera una pistola.

–Déjame en paz –dijo. Y le dio la espalda.

–Estás equivocada, Lulu –dijo entonces él.

Que la llamara por su nombre consiguió el efecto deseado. Ella se volvió tentativamente, como una criatura tímida que asomara la cabeza desde su madriguera.

–¿Por qué sabes cómo me llamo?

Alejandro se cruzó de brazos.

Soy tu conductor –dijo impasible.

Lulu lo miró horrorizada. Jamás buscaba dobles sentidos, de hecho, siempre era la última en entender los chistes verdes en el camerino del L’Oiseau Bleu, el cabaret en París en cuyo cuerpo de baile trabajaba, pero en aquel instante, aquel hombre consiguió que la palabra «conductor» adquiriera una connotación sexual.

Dio un paso atrás y tropezó con su maleta. Alejandro tuvo que sujetarla para evitar que se cayera.

–Cuidado, preciosa –dijo, acariciando con su aliento la sien de ella.

Las piernas de Lulu se volvieron gelatina. Intentó soltarse.

–¿Quieres dejarme pasar?

–Escucha, soy Alejandro du Crozier y voy a llevarte a la boda.

–¡Pero si Susie y Trixie iban a recogerme!

Nada más decirlo se dio cuenta de que debía de haberse producido un cambio de planes.

–No sé nada de esas dos mujeres. Solo sé que tengo que ocuparme de ti –por su expresión, estaba claro que no estaba particularmente contento.

Tampoco lo estaba ella, se dijo Lulu.

–No acostumbro a irme con desconocidos…

Alejandro sacó el teléfono y le enseñó el mensaje.

¿Te ha mandado Khaled por mí? –preguntó ella perpleja.

Alejandro respondió a la pregunta con la mirada de impaciencia que merecía.

–A no ser que quieras ir andando, te recomiendo que vengas conmigo –dijo él, clavando sus ojos ámbar en ella.

Sin esperar respuesta, echó a andar. Estaba claro que asumía que lo seguiría.

Lulu se quedó mirándolo. Era el hombre más grosero que había conocido. No pensaba pasar con él varias horas encerrada en un coche. Tomaría un taxi. Prefería confiar su persona a un hombre al que pagaría por hacer su trabajo, que viajar con un hombre que creía estar haciéndole un gran favor.

El dinero era el mejor aliado de una mujer. Ella lo sabía bien. No tenerlo había impedido a su madre huir de un marido violento.

Lulu alzó la barbilla. Gracias a su cuenta bancaria podría pagar su viaje al castillo de Dunlosie.

Pero cuando salió del aeropuerto, llovía, y al mirar hacia la parada de taxis, descubrió que había una larga cola de espera. Aun así, haciendo equilibrios con las maletas, la bolsa de mano y el paraguas, fue en esa dirección, resignándose a que las ruedas le salpicaran sus piernas. El hecho de que estuviera exhausta por haber tenido que enfrentarse a su ansiedad durante las dos horas del vuelo no la ayudaba. Anhelaba sentirse cómoda y caliente en un coche, quitarse los zapatos y contemplar la lluvia a través de la ventanilla.

Quizá se había precipitado al rechazar…

En ese momento vio un Jaguar rojo acercarse a la acera.

Se abrió la ventanilla del copiloto.

–Sube –ordenó Alejandro.