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Agua y fuego

 

 

Lara Marín

 

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© Lara Marín

© Agua y fuego

 

ISBN papel: 978-84-685-2278-4

ISBN epub: 978-84-685-2280-7

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

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A mi madre, porque sin ella este sueño no se hubiese hecho realidad

 

 

 

 

 

Capítulo 1

 

 

 

Por fin aterrizó el avión en Chicago tras un día entero de viaje. Estaba exhausto a pesar de que había ido dormido casi todo el tiempo.

Desde allí, después de esperar más de 2 horas para recoger nuestro equipaje, tuvimos que coger otro avión a Des Moines -Iowa- y, con el coche que un amigo de mi padre le había llevado, fuimos a Fairfield.

Era una ciudad muy pequeña, a dos horas en coche de la capital, que, a simple vista, me pareció un lugar deprimente, nublado y con una humedad que hacía presentir que iba a llover. Lo único bueno era que la temperatura era muy suave con 24 grados. Estaba deseando instalarme en casa y aislarme en mi habitación para quitarme el dolor de cabeza que me había producido el largo y tedioso viaje.

El coche que llevaba mi padre no era muy discreto: grande, negro y con los cristales tintados. Por eso, a medida que entrábamos en Fairfield, todos los ciudadanos que estaban en la calle se giraban para mirarnos y nos señalaban. Esa situación me hizo sentir incómodo, y se lo recriminé a mi padre, porque acabábamos de llegar y ya se habían fijado en nosotros como si fuésemos unos bichos raros.

Este destino era diferente a todos los anteriores. Las otras veces fuimos siempre a grandes ciudades, y ni siquiera Des Moines, la ciudad más cercana, era una “gran” ciudad comparada con las otras en las que habíamos vivido. Al menos parecía un lugar tranquilo y agradable.

Por fin llegamos a nuestro nuevo “hogar”, parecía bastante acogedor. Era una casa sencilla, de tres plantas, con un porche y garaje. Tenía un pequeño jardín delantero con un manzano y un par de plantas y un gran jardín trasero.

Nada más entrar se veía la escalera para ir al piso de arriba, a la derecha estaba el salón, que era bastante amplio, a la izquierda la cocina, al fondo había un cuarto de baño pequeño y arriba estaban las habitaciones y un cuarto de baño más grande. No había casi muebles, pero, como en otras ocasiones, mi padre llamaría a alguna tienda o almacén de muebles de la zona para que nos amueblasen la casa. También había un sótano al que se accedía por una entrada que había fuera, pero estaba totalmente vacío.

Tenía que elegir habitación, aunque entre las tres que había no me parecía complicado. Primero miré la habitación que estaba más cerca de la escalera, era grande con las paredes grises y una ventana que daba a la parte de atrás de la casa. Seguí hacia la derecha y entré en una que estaba al fondo; era la más pequeña, con las paredes azules y una ventana muy pequeña.

La habitación que quedaba estaba en el lado contrario del pasillo. Pensaba en quedarme con la gris hasta que entré en esa habitación. Era un poco más grande que la gris y las paredes eran de color verde manzana, un color muy alegre, y tenía dos ventanas, una grande que daba a la parte delantera de la casa y otra más pequeña que daba a un lateral. Escogí esa porque no era tan deprimente como las otras, aunque necesitaba muebles porque solo tenía una cama cutre que parecía sacada de una celda de prisión. Mi padre se quedó con la gris, y la pequeña la dejamos para invitados, aunque nunca habíamos tenido uno.

Salí del baño, después de lavarme la cara para despejarme, y me fui a mi nueva habitación para deshacer las maletas. El armario era blanco y empotrado en la pared, por fuera parecía grande, pero por dentro era realmente enorme, como un vestidor; con la poca ropa que yo tenía se iba a quedar medio vacío.

—¡MIKE! —gritó mi padre a lo lejos.

—¿Qué?

—¿Puedes bajar? Han venido unas vecinas a saludarnos.

Solté la ropa que tenía en la mano sobre la cama y fui hacia las escaleras. Mientras bajaba trataba de imaginarme cómo serían las vecinas, esperaba que no fuesen las típicas señoras que te reciben con un pastel o un bizcocho.

Cuando llegué abajo y levanté la vista me quedé realmente sorprendido y, seguramente, con cara de bobo.

—¡Reacciona Michael! —bufó mi padre con ganas golpeándome en el hombro.

—Oh, perdona papá, no sé qué me ha pasado.

—Mike, ella es Cristine, y éstas son sus hijas Charlote, Lisa, y Mirabelle.

—Hola, encantado de conocerlas —balbuceé ruborizado y ellas se rieron suavemente.

Cristine era casi igual de alta que su hija mayor y delgada, aunque no excesivamente, y tenía los ojos y el pelo oscuros. No parecía tener más de treinta años. La hija mayor, Charlote, era más alta y corpulenta, tenía los ojos oscuros y vestía discreta con colores tierra y grises, como si quisiese pasar desapercibida; todo lo contrario que su hermana Lisa que tenía los ojos de un tono gris claro, no era muy alta, pero si muy delgada, y vestía ropa ajustada y de colores vivos. Todas eran muy guapas, con el pelo moreno y con la tez de un tono oliva, excepto ella.

Mirabelle era diferente, tenía la piel clara y perfecta como una muñeca de porcelana, y un pelo rubio cobrizo, rizado en las puntas, que caía largo sobre su espalda y que brillaba como la luz del sol, no sabía el color de sus ojos porque miraba al suelo, pero seguro que eran preciosos. No mostró ningún interés por hacerme caso y yo, supongo que por orgullo, también traté de no mostrar ningún interés aunque, en ocasiones, la miraba discretamente. Había algo en ella que me atraía.

Se mostraba extremadamente tímida. Cuando se fue al jardín a tomar el aire la seguí para hablar con ella, pero se mostró arrogante y distante, así que decidí pasar de ella. A la hora de la cena se fueron a su casa y mi padre y yo pedimos unas pizzas porque no habíamos tenido tiempo de ir a comprar comida.

Ya en la cama me costó dormir, no dejaba de preguntarme qué les pasaba a esas chicas conmigo y por qué me habían tratado tan mal. En todos los colegios e institutos en que había estado siempre había hecho muchos amigos, desde los más populares hasta los del club de ajedrez y, aunque nunca quise tener novia porque sabía que no iba a estar allí por mucho tiempo, muchas chicas se habían interesado por mí. Me considero un chico normal: alto, delgado, con el pelo de color castaño cobrizo y los ojos de color azul grisáceo. Es decir, ni tan guapo como para que me persigan las chicas, ni tan feo como para que pasen de mí... También daba vueltas a la diferencia física que había entre las hermanas... ¿Mirabelle sería adoptada?

Al día siguiente fui al instituto. Mi padre me llevó en su “monstruoso” coche, y yo iba encogido en el asiento del copiloto, deseando desaparecer para que nadie se diese cuenta de que yo estaba ahí dentro. Me dejó en la acera frente al instituto dándome un abrazo, menos mal que los cristales eran tintados y no nos vio nadie, «no quería más razones para que la gente me odiase» pensé. Me tragué los nervios y fui hacia el enorme edificio de ladrillo.

Mientras caminaba hacia la entrada, la gente se giraba a mirarme. Fui a Secretaría a coger mi horario y busqué a alguien que no pareciese fulminarme con la mirada para preguntarle cómo llegar a mi clase porque, para ser un instituto de una ciudad pequeña, era bastante grande.

—¡Perdona! —dije con la voz temblorosa a un chico que estaba apoyado en la pared.

—¿Eh?, ¡ah hola! Tú debes de ser Michael, el que va en un Mercedes negro.

—Bueno sí, ese debo ser yo. Quería saber dónde está la clase...

—¿Deja que me presente no?, soy Lionel Stacker, el chico que más pasta tiene por aquí. —me interrumpió y me quitó el horario de la mano para mirarlo—. Yo tengo la misma clase, te acompaño.

Fuimos hablando todo el camino, bueno más bien me interrogaba sobre mi pasado, mis gustos y el trabajo de mi padre. Mis respuestas parecieron agradarle, excepto con respecto a mi padre, puesto que yo no sabía exactamente a qué se dedicaba, y le dije que era un empresario internacional, pero que no sabía de qué. No pareció quedarse tranquilo con esa respuesta.

Seguimos andando y por fin llegamos a clase. Sólo había un asiento libre en una esquina, pero Lionel echó al chico que se sentaba a su lado para que me sentase yo. De pronto me sentí como un privilegiado, «o como el perrito faldero del matón de clase» reflexioné.

Los minutos parecían pasar lentamente, y yo me aburría mucho porque ya había estudiado lo que estábamos dando en literatura, a pesar de que iba un año por detrás de lo normal.

—¿Te aburres? —preguntó Lionel.

—Sí, bueno es que yo esto ya lo he dado en otros países.

—¿Y por qué te han retrasado un curso?

—Porque en otras asignaturas no voy tan bien y así no tengo que estresarme tanto intentando ponerme al día.

Entonces nos pusimos a hablar en voz baja y me preguntó cómo podía haber estudiado en tantos países en los que no se habla inglés, y yo, vergonzoso, le dije que sabía defenderme en varios idiomas porque mi padre me los había enseñado para poder estudiar en las escuelas a las que había ido y que, además, en la mayoría de escuelas tenían programas de apoyo a extranjeros. Esta respuesta pareció sorprenderle, porque permaneció callado el resto de la clase.

A la hora de comer, en la cafetería, recuperó la conversación tranquilamente y me comentó como iban los “grupos” en el instituto. Me habló de los deportistas, las animadoras, los del “empollones”, etc. Pero el que más me interesó fue el de las “raras” refiriéndose a mis vecinas. Asombrado le pregunté por qué las llamaban así, y me comentó que ellas nunca hablaban con nadie y siempre estaban cuchicheando.

Cuando terminó la hora de comer, dejé que Lionel y el resto de compañeros se adelantaran y me acerqué a hablar con ellas. Charlote y Lisa me saludaron cordialmente mientras que Mirabelle ni siquiera me dirigió la mirada.

Pasó el resto de la tarde y deseé volver a casa, había sido un día agotador a pesar de que no había hecho gran cosa. Mi padre estaba poco en casa así que podía hacer lo que quisiera, y me puse a ver la televisión hasta la hora de la cena, dejando la ropa tirada por el salón.

—Hola Mike —dijo mi padre al llegar a casa—. ¿Qué tal el día?

—Bien. Aunque no entiendo que le pasa a Mirabelle, la hija rubia de la vecina, conmigo —respondí refunfuñando.

—A lo mejor le gustas —me dijo riéndose a carcajadas.

Le hice un mohín y me miró confuso. Recogí la ropa que había tirado por ahí y me fui a mi habitación sin cenar a terminar los deberes y a intentar dormir.

Durante varios días la situación siguió igual. Tenía amigos con los que pasaba el rato… aunque se podría decir que tenía a Lionel y que los demás me hablaban porque me hablaba él, íbamos a jugar a los bolos, al billar, a casa de alguno a jugar a la consola…

Sin embargo, seguía siendo “el nuevo”. Me preguntaba a menudo si nunca dejarían de tratarme como el recién llegado, aquél del que se podían mofar impunemente, tirar de la mochila, dar collejas, etc. Yo tenía un año más que los alumnos de mi curso, pero eso no parecía amedrentarles.