William Shakespeare

Hamlet

Traducción e introducción de David Cerdá

EDICIONES RIALP, S. A.

© 2018 de la versión española por DAVID CERDÁ

by EDICIONES RIALP, S. A.

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ISBN: 978-84-321-4921-4

SUMARIO

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

INTRODUCCIÓN. EL IMPACTO UNIVERSAL DE HAMLET

DRAMATIS PERSONAE

ACTO I

ESCENA I

ESCENA II

ESCENA III

ESCENA IV

ESCENA V

ACTO II

ESCENA I

ESCENA II

ACTO III

ESCENA I

ESCENA II

ESCENA III

ESCENA IV

ACTO IV

ESCENA I

ESCENA II

ESCENA III

ESCENA IV

ESCENA V

ESCENA VI

ESCENA VII

ACTO V

ESCENA I

ESCENA II

WILLIAM SHAKESPEARE

INTRODUCCIÓN

EL IMPACTO UNIVERSAL DE HAMLET

SE CALCULA QUE CADA AÑO se publican alrededor de medio millar de obras en torno a Hamlet: traducciones (con sus prefacios y estudios preliminares), adaptaciones para el público más joven, obras críticas u otros textos directamente inspirados en el original shakespeariano. Dickens, Melville, Goethe, Faulkner y muchos otros abordaron el drama, de un modo u otro, en sus novelas. Diversos dramaturgos, como Chéjov o Tom Stoppard, elaboraron tramas a partir del original o citaron partes de la obra, y poetas como T.S. Eliot se apropiaron de líneas completas del texto. Son innumerables las piezas literarias, series de televisión y manifestaciones lúdicas y artísticas de todo tipo en las que se siguen citando sus líneas más celebradas. La obra cuenta, incluso, desde 1979, con una revista internacional de investigación, Hamlet Studies. La escuela psicoanalítica (Sigmund Freud, Jacques Lacan, Ernest Jones) se ha ocupado repetidamente de la psique del protagonista, en quien cree detectar variadas neurosis. El cine también se ha rendido a sus encantos: Laurence Olivier, John Gielguld, Franco Zefirelli y Kenneth Branagh, entre otros, han producido Hamlets para la pantalla; Akira Kurosawa (que la adaptó en Los canallas duermen en paz) y Ernest Lubitsch (Ser o no ser) fueron igualmente cautivados por la obra. También filmó la trama Grigori Kozintsev, en una alabada versión en ruso, con traducción de Boris Pasternak y música de Dimitri Shostakovich. Se han compuesto al menos veintiséis óperas a partir de la tragedia del príncipe de Dinamarca. Y ni el mundo Disney o los musicales (véase El rey león), el cómic, la música punk, los videojuegos o la publicidad han escapado al influjo de este insuperable drama.

Jesús de Nazaret, Ulises de Ítaca y Hamlet de Elsinor: no hay figuras más citadas en la cultura occidental. Claude C.H. Williamson sostuvo que Hamlet es «el Mona Lisa de la literatura». En El idiota en la familia, de Sartre, se dice: «Pasan los hamlets, pero Hamlet permanece». Siendo una historia de espectros y venganza —temas que, a priori, han perdido buena parte de su aguijón en el siglo XXI—, ¿cómo es que la obra nos sigue conmoviendo de este modo, dando muestras de ser sencillamente inagotable? ¿Cómo es posible que una tragedia que, como señalaba Goethe en su Wilhelm Meister, «está llena de cosas que no conciertan», nos resulte tan redonda e incontestable? Harold Bloom la califica de obra «equívoca» en su ensayo sobre El canon occidental; Eliot fue más allá y sostuvo que resultaba fallida. Pero ambos reconocen que los «huecos» de Hamlet son esenciales para que proliferen sus dilemas, y por lo tanto cruciales para que la obra nos induzca a reflexionar y especular, haciendo, en el proceso, nuestra la historia. ¿Y si todas sus perplejidades, la riqueza de sus preguntas y su poliédrica forma son las que infunden la obra de una vida sin fin, explicando en buena parte su intemporal atractivo?

Es rara la obra inmensa que no se sustenta en un protagonista descomunal; este es claramente el caso de Hamlet. ¿Qué hace del príncipe de Dinamarca un personaje universal como Ulises o Jean Valjean? No es posible despachar la cuestión en unas pocas líneas. Destaquemos, no obstante, un aspecto que pudiera sintetizar el resto: su extraordinaria humanidad. Quiere decirse con esto que el personaje rezuma realidad por los cuatro costados. Cada arrebato que sufre Hamlet se nos antoja cercano en su emocionalidad, y cada vez que vacila o se contradice nos recuerda a los humanos vivientes que hemos conocido. Manipula y es leal, es irónico, sensible e hiriente, misógino y honrado, civilizado y brutal, quiere a su madre y a ratos parece que no amase a nadie; nos resulta dolorosamente humano, un semejante, un alter ego.

Hamlet representa también el idealismo quebrado: el descubrimiento de que el mundo no se ajusta a nuestros esquemas preestablecidos. Recibe un baño espeluznante de realidad y ya no puede ser el pulcro y dicharachero estudiante que era. Aún peor: no es ni quien pensaba ser, y ha perdido el control sobre su propia vida. Cuanto le acontece dibuja un camino iniciático a una madurez necesaria, pero sombría. El corolario de tantos desencantamientos queda plasmado en los soliloquios, en los que se hostiga, trata de entenderse y se pregunta si la vida merece ser vivida. Esta es la nube que se cierne sobre Hamlet durante toda la obra; su celebérrimo monólogo («To be or not to be») es solo una cumbre parcial, por hondura y belleza, de esta omnipresente cuestión.

Pero Hamlet es mucho más que eso. Es el ser noble y admirado por un pueblo al que las circunstancias ponen en la tesitura de tener que conducirse brutalmente. Es, también, el hombre desposeído por excelencia: desposeído de su padre, también de su madre, de un modo complejo e inquietante que cada lector interpreta de un modo distinto, desposeído de su lugar natural en la corte y de la vida de estudiante que tal vez ansiaba llevar. Hamlet es el ser desplazado por antonomasia, y cada uno de los empellones que recibe es un desafío a su entereza y su estabilidad.

Las vacilaciones hamletianas son tan acabadas y hermosas que se han convertido en un lugar común de la iconografía universal. También el modo en el que posterga; aunque basta una sola lectura de la obra para darse cuenta de las mil aristas que tiene dicho postergar. Hay al fondo una cuestión de enfoque dramático. Entre las grandes innovaciones de Shakespeare destaca esta, tan poderosa en el presente drama: deja a un lado el interés de la peripecia, de la circunstancia externa, y se centra en la lucha interior de los personajes. A Shakes­peare le interesan la voluntad y el carácter de sus personajes, y no su agilidad o sus músculos. Gracias a eso consigue que el lector y el espectador compartan esa interioridad hamletiana que esta cuajada de dudas, razonamientos, emociones y giros de la conciencia; y vivimos todo ello como si fuera en carne propia.

Todas las obras, incluso las geniales y cimeras, tienen sus altibajos. Es difícil decir lo mismo de Hamlet. Cada diálogo y cada discurso resplandece como un fragmento absolutamente mollar. Cuesta restarle una palabra; es como si hubiese una premura en cada personaje que dispusiese el todo de un modo radicalmente anti-trivial. Por eso no se entiende la tesis de Eliot: que carezca de sentido que el protagonista postergue lo que el Espectro le pide, y, a la vez, que si hiciera lo esperado la obra concluiría enseguida. Eliot creía que no había impedimentos plausibles para que el joven príncipe ejecutase su venganza; que, o bien Shakespeare dejó en la oscuridad sus motivos, o tales motivos eran oscuros incluso para él. La crítica tiene un barniz pre-moderno, pues confunde la psique de un ser de carne y hueso con la forma en que vive un personaje dramático. Por lo demás, de entre los millones de personas que han contemplado una representación de Hamlet o han leído la obra, deben ser muy pocos los que se apunten a la teoría del sinsentido. Acaso esa sea otra de sus grandezas: lo problemático, desconcertante y, aun así, veraz y comprensible, que el personaje resulta.

Salvador de Madariaga dijo que esta obra es hamletcéntrica; un protagonismo absoluto que los anglosajones han sancionado con una feliz expresión sobre lo imposible: Hamlet without the prince of Denmark. Con mil quinientas líneas en su haber, el papel del príncipe es tan desaforado que pocos grandes actores (según juicio ajeno o concepto propio) se han resistido a representarlo. La obra constituye un gran estudio de un individuo; pero Shakespeare no lo deja solo. Tal vez, precisamente, por el desproporcionado peso de su protagonista, lo rodea de multitud de singulares personajes, componiendo uno de sus dramatis personae más extensos.

La capacidad de Shakespeare para adentrarse en las profundidades del hombre no tiene igual. Como explica Victor Hugo, «el fuero interno del hombre le pertenece a Shakespeare. Saca de la conciencia todo lo que tiene de improviso. Pocos poetas le superan en esta investigación psíquica. Muchas de las más extrañas particularidades del alma humana están señaladas por él». No obstante, la obra no es una mera sucesión de introspecciones. Suceden tantas cosas, y son tantos los tipos humanos expuestos, que es virtualmente imposible no encontrar en ella algo con lo que el lector o el espectador no se entusiasme. Como escribía Samuel Johnson, que la editó hace tres siglos, «si hubiera que definir cada obra de Shakespeare por la particular excelencia que la distingue de las demás, reservaríamos para la tragedia de Hamlet el elogio de la variedad». No es solo una inmensa obra de teatro: es una investigación antropológica, una reflexión política, un agudo análisis sobre el amor, la venganza y otros sentimientos, una elucubración metafísica, una cavilación profunda sobre la muerte, un hito de la psicología, una cumbre de la literatura universal, y todavía mucho más.

Toda gran obra de arte trasciende las circunstancias históricas en las que fue escrita: pulsa una serie de registros humanos universales de un modo sublime, y ambas características, la riqueza y profundidad de las temáticas aludidas y la belleza y maestría artística de su factura, le aseguran un puesto en la reflexión que tiene lugar en el porvenir. ¿Quién es Hamlet? Borges dijo que no era nadie, y que lo éramos todos. En consecuencia, cada cual tiene su retrato y su juicio sobre el príncipe, sus explicaciones, sus excusas, y su veredicto final.

En su libro sobre Shakespeare, Terry Eagleton comenta que es difícil leerle sin sentir que de algún modo estaba familiarizado con los escritos de Hegel, Nietzsche, Freud, Wittgenstein y Derrida. Y Ortega, en sus Meditaciones del Quijote, señala que «confrontado con Cervantes, parece Shakespeare un ideólogo. Nunca falta en Shakespeare como un contrapunto reflexivo, una sutil línea de conceptos en que la comprensión se apoya». Hay quien disputa el orden de grandeza de la obra y lo sitúa por debajo de El rey Lear; pero el vigor filosófico y la incidencia cultural de Hamlet es mayor en varios órdenes de magnitud. Ha dado lugar, incluso, a una postura ante la vida, el hamletismo, que cuenta también con verbo propio, hamletizar, verbo que fue usado por los románticos para fustigar a los intelectuales por su inacción.

Las épocas y latitudes varían, y, con ellas, la interpretación de las grandes obras. El valor del canon está en su complejidad, su riqueza, su fuerza y su hermosura; su permanencia nos depara pensamientos fértiles porque nosotros no paramos de cambiar, y el canon es una referencia fija. Pocas obras están más indiscutiblemente en dicho canon que Hamlet. Una inmensa mayoría tiene la impresión de haberla leído sin haberlo hecho, y acaso esa sea la indiscutible marca de las obras maestras de la literatura universal.

EL ORIGEN DE LA HISTORIA

Tanto en su tiempo, como en siglos posteriores, recibió Shakespeare lacerantes críticas por su supuesta falta de originalidad: por construir sus dramas sobre historias ajenas. Es un reproche que a él difícilmente le habría molestado, porque era parte de su método específico de escritura, que consistía en tomar obras mediocres preexistentes y reescribirlas sin cesar. En este caso, se basó parcialmente en una obra que los estudiosos denominan Ur-Hamlet, compuesta supuestamente por Thomas Kyd y jamás impresa. Kyd fue el autor de La tragedia española, con la que obtuvo un espectacular éxito, y en la que también había una venganza, un protagonista que se fingía loco, un espectro que exhortaba —«¡Acuérdate de mí!»—, y una obra dentro de la obra.

Por supuesto, tampoco Kyd ideó la historia. La leyenda original estaba en una crónica latina de Saxo Grammaticus —Historiae Danicae—, que data de los siglos XII-XIII; la hallamos impresa en París en 1514. En ella, el autor nos habla en latín de un príncipe, Amlethus, que ha de fingir para vengar a su padre, muerto a manos del hermano de este, Feng, que ha desposado a su madre, Gerutha. En esta obra, tras acabar con su tío, Amlethus es aclamado como nuevo rey. En 1570, François de Belleforest, poeta y traductor renacentista asiduo en la corte de Margarita de Navarra, tradujo a Saxo fidedignamente en sus Histoires Tragiques, aumentando la historia (con la incorporación de Laertes y Fortimbrás y los actores, entre otros elementos) e introduciendo las primeras trazas, aún muy básicas, de la melancolía hamletiana. Es a partir de Belleforest que Kyd hubo de urdir su tragedia.

Shakespeare no era un inventor de tramas, sino un dramaturgo excepcional, y un escritor sin igual. Alteraba, por supuesto, las tramas que tomaba prestadas (una costumbre, por lo demás, muy habitual en el teatro isabelino), adoptando nuevos finales y aportando giros convenientes al desarrollo de los personajes que, bajo su ala, crecían y ganaban extraordinariamente en complejidad. Tomaba el Yago de Giambattista Giraldi o el Macbeth de Raphael Holinshed y les insuflaba una nueva vida, plagada de matices. Era un artista teatral y literario como no ha habido otro, y un psicólogo de una agudeza sobrecogedora. Pero fabular tramas no era, definitivamente, la baza que él jugaba. No le importaba usar el odre de otros para recoger su propio vino.

Shakespeare dirigía la escena y actuaba; especialmente bien, según diversas fuentes. Las tablas, y no un apartado estudio, eran su elemento natural. Escribía para una compañía, y lo hacía ejerciendo un control escénico casi absoluto. Pensaba constantemente en el espectador, que conocía como nadie. En consecuencia, mejoraba constantemente sus obras; el manuscrito inicial mutaba y crecía con cada representación. El talento actoral con el que se topaba influía en sus personajes; le gustaba dar rienda suelta a los que, a su juicio, se lo ganaban.

Shakespeare se ocupa de Hamlet en un momento en el que ya ha demostrado su dominio absoluto de la comedia. Añade específicamente de su cosecha a los sepultureros y los piratas; también la importancia del Espectro; y, sobre todo, la compleja personalidad del protagonista. Como expone Harold Bloom en La invención de lo humano, «ningún autor del mundo compite con Shakespeare en la creación aparente de la personalidad».

LAS VERSIONES DEL TEXTO SHAKESPERIANO

No existen manuscritos firmados de las obras de Shakespeare. En el caso de Hamlet, contamos con tres versiones fundamentales en las que apoyarnos, que conforman, como explica Ángel Luis Pujante, una especie de palimpsesto en el que se hallan las huellas del autor, sus contemporáneos y los editores modernos. Los vericuetos, y la historia real de las ediciones de Hamlet, a la que brillantes estudiosos han dedicado casi una vida, daría para un libro en sí mismo.

Q1, el «Primer Quarto», fue impreso en 1603, pero una inscripción en el Stationers’ Register da a entender que la obra ya se había representado en julio del año anterior. Es más que posible que fuese una transcripción realizada por alguien que tomó notas durante una de las representaciones. Los errores y corrupciones que contiene esta versión, de la que solo se conservan dos copias, han propiciado su sobrenombre: el «mal Quarto». Q2 es de 1604-1605. Es la versión más amplia (doblando prácticamente a Q1), y posiblemente la más genuina de la obra. El tercer texto es el llamado First Folio: el incluido en la primera edición, por parte de John Heminges y Henry Condell en 1623, de treinta y seis de las obras de Shakespeare. La mayor autoridad concedida a Q2, frente a F, se funda en su mayor relación con los borradores de trabajo del autor, los llamados foul papers. F provendría de una transcripción de estos foul papers; Q2, de los originales; en Q1 habrían participado aún más intermediarios. Q1 fue supuestamente consultado al preparar Q2, y su utilidad reconocida es, por encima de todo, esa: conocer la genealogía de Q2, además de acercarnos a la obra tal y como la compañía de Shakespeare la representó. Tanto Q2 como F son los textos más extensos del canon shakespeariano, y sobrepasan con creces lo que solía representarse en The Globe.

No existe, en todo caso, una teoría definitiva sobre el engarce entre Q1, Q2 y F. Algunos autores entienden que Q1 es una reconstrucción, en vez de una versión más antigua. Lo cierto es que Q2 parece solventar algunas debilidades de la trama que aparecen a Q1; por ejemplo, todo lo relativo al viaje ultramarino del protagonista. En términos generales, el Hamlet de Q2 parece ser más joven y algo menos reflexivo que el de Q1, aunque su esencia es la misma. El menor metraje de la primera versión también invita a esta conclusión.

Q2, pese a ser la referencia, no es lo que hoy uno entregaría a un editor. Publicar sus obras no entraba en los planes iniciales de Shakespeare, como no entraba en los de sus contemporáneos. Adicionalmente, esta versión contiene pasajes que el propio Shakespeare habría marcado para ser eliminados. En cuanto a F, es más teatral, menos literario que Q2; se deja en el camino el importante monólogo del acto iv, y algunas meditaciones jugosas del protagonista antes de toparse con el Espectro. También tiene algunos añadidos actorales, expresiones que nada aportan al lector. Jesús Tronch Pérez, en su portentoso estudio comparativo (A Synoptic Hamlet), señala hasta un millar de variaciones en palabras y frases entre Q2 y F.

La tradición de «fundir» las distintas versiones del texto en la edición data de 1709 (Nicholas Rowe). Hasta 1823, cuando se descubre Q1, los Hamlet existentes parten de Q2 y realizan correcciones con F o viceversa. Tras dicha fecha, se hacen ocasionales añadidos de Q1. El problema de base —lo explica Harold Jenkins en una edición Arden antológica de 1982, fruto de tres decenios de trabajo— es que Q2, pese a ser la versión más cercana a lo que pretendía el autor, resulta oscura en ciertos pasajes que tampoco están representados en los otros dos textos. Por su parte, F contiene tanto pasajes auténticos que no están en Q2 como añadidos espurios. Para complicar más las cosas, F, pese a ser un texto «corregido», posee también corrupciones del original que resultan indeseables. Como resultado de este galimatías, es frecuente que toda edición incluya extractos que, perteneciendo a Shakespeare, jamás fueron puestos en escena en vida de este.

En la presente edición se ha tomado como base textual la tercera versión de la edición Arden de la obra a cargo de Ann Thompson y Neil Taylor, publicada por vez primera en 2006, que pivota en torno a Q2 (si bien aporta las tres versiones en un doble volumen). De hecho, nos hemos ceñido a Q2, con dos mínimas adiciones provenientes de F: la elocuente treintena de líneas en las que Hamlet discute con Guildenstern y Rosencrantz sobre «esa prisión, Dinamarca» (Acto II, Escena II), y otras trece líneas en las que Hamlet explica su peculiar sentimiento frente a Laertes a raíz de todo lo ocurrido (Acto v, Escena II). En cualquier caso, Q1 y F han estado presentes, pues sus variantes, que el texto de Arden refiere a pie de página, son de indudable utilidad a la hora de modular la traducción y vivificar la experiencia del lector (y, eventualmente, ofrecer indicaciones escenográficas).

Nuestra intención no ha sido ofrecer la versión «más fiel a las intenciones del autor», ni la más «purista», sea lo que sea que ambas cosas signifiquen, dado que tales extremos distan de estar claros para los propios académicos. No hay, en definitiva, dos Hamlet iguales, tantos menos dos Hamlet traducidos. Esta traducción no renuncia, desde luego, al rigor crítico; pero puesto que su destinatario principal es el lector común, y no el estudioso, no cargará el volumen con la exposición exhaustiva de las decisiones tomadas al trasladar el texto a nuestro idioma, ni desmenuzará el porqué de dichas decisiones. Se toma, eso sí, la licencia que ya se tomasen, en sus clásicas traducciones, Luis Astrana y José María Valverde: transmitir el texto en prosa. Fue Heine quien dijo —lo cita José Roviralta, traductor de la obra a principios del siglo pasado— que «una versión en prosa, reproduciendo más fácilmente y sin atavío alguno la pureza sencilla y natural de ciertos pasajes, merece indudablemente por dicho motivo la preferencia sobre la traducción en verso»; una opinión que, en lo esencial, compartimos.

De lo que se trata es de disfrutar de la prodigiosa pluma del Bardo, de la fascinante trama y sus ricos personajes, y de los innumerables temas para la reflexión que suscita esta inmortal tragedia, que forma «un todo extraordinario y monstruoso», al decir de su primer traductor al castellano, Leandro Fernández de Moratín. A la vuelta de la misma les invitamos a desgranar, junto a tres personajes que les presentaremos en su momento, algunos de estos temas, con el fin de alargar el placer de la lectura. Será una buena ocasión para repasar lo que algunos autores perspicaces han dicho sobre la obra, pensar con esta, destapar algunos de sus supuestos, y explicar algunos de los factores, personales de Shakespeare y generales de su tiempo, que condicionan el desarrollo del drama.

Pero eso será después de saber de nuestro príncipe de Dinamarca. Bienvenidos a esta representación sublime, esta trágica oda al destino, la inteligencia, los enigmas y las pasiones, a esta impresionante puesta en escena de lo mejor y lo peor que habita en el ser humano. Es momento de que se alce el telón.

David Cerdá