EL VIENTO SOÑADOR

y otros relatos

Edición y selección de Mariano Villarreal

 

Abel Amutxategi

Jeffrey Ford

José Jesús García Rueda

Rubene Guirauta

Cristina Jurado

Rodolfo Martínez

Maureen F. McHugh

Tim Pratt

Mike Resnick

Ferran Varela

Caroline M. Yoachim

 

 


Primera edición: Mayo, 2018

 

© 2018, Sportula por la presente edición

© 2007, Mike Resnick por «Romance diferido»

© 2018, Ramón Peña por la traducción

© 2018, Rodolfo Martínez por «La concubina y el bárbaro»

© 2014, Tim Pratt por «Siegaespectros o La vida después de la venganza»

© 2018, David Tejera por la traducción

© 2018, Ferran Varela por «Las cadenas de la casa de Hadén»

© 2010, Caroline M. Yoachim por «La verdad del muro de piedra»

© 2018, Manu Viciano por la traducción

© 2018, Abel Amutxategi por «Rosa de Navidad»

© 2007, Jeffrey Ford por «El viento soñador»

© 2018, María Pilar San Román por la traducción

© 2018, José Jesús García Rueda por «En la isla»

© 2010, Maureen F. McHugh por «El naturalista»

© 2018, Carlos Pavón por la traducción

© 2018, Cristina Jurado por «Rojo»

© 2018, Rubene Guirauta por «El horror de Valserenosa»

 

Ilustración de portada: Hierophant. © 2018, Julie Dillon

Diseño de cubierta: Sportula

 

ISBN: 978-84-16637-75-1

D.L.: AS-01610-2018

Imprime: Ulzama

 

SPORTULA

www.sportula.es

sportula@sportula.es

 

SPORTULA y sus logos asociados son marca registrada de Rodolfo Martínez

 

Prohibida la reproducción de cualquier parte de esta publicación, así como su transmisión o almacenamiento por ningún medio, sin permiso previo de los titulares de los derechos de autor.


ÍNDICE

 

 

Presentación, Mariano Villarreal

 

Romance diferido, Mike Resnick

La concubina y el bárbaro, Rodolfo Martínez

Siegaespectros o La vida después de la venganza, Tim Pratt

Las cadenas de la casa de Hadén, Ferran Varela

La verdad del muro de piedra, Caroline M. Yoachim

Rosa de Navidad, Abel Amutxategi

El viento soñador, Jeffrey Ford

En la isla, José Jesús García Rueda

El naturalista, Maureen F. McHugh

Rojo, Cristina Jurado

El horror de Valserenosa, Rubene Guirauta


 

PRESENTACIÓN

 

 

Bienvenido/a a una nueva selección de Nova Fantástica de la editorial Sportula. Como viene siendo habitual, estas antologías intentan ofrecer un equilibrio entre la mejor narrativa breve mundial y cuentos escritos originalmente en español, para satisfacer un doble objetivo: acercar al lector hispanohablante algunos de los relatos más relevantes del panorama internacional, en traducción de los mejores especialistas, y fomentar la producción autóctona. En ambos casos se trata de historias trascendentes, altamente especulativas y de gran calidad literaria y humana, de autores/as consagrados/as pero también de nuevos valores que reclaman su propio espacio.

El presente volumen lleva por título El viento soñador y otros relatos, una antología de cuentos de fantasía y ciencia ficción. Nos hubiera gustado editar un volumen temático que incluyera, al menos, una decena de autores de fantasía de reconocido prestigio internacional, similar a nuestro último recopilatorio Dark Fantasies. Antología de fantasía oscura; sin embargo, la experiencia con esa obra nos obliga a ser prudentes y fijar un máximo de cinco cuentos de autoría extranjera. En este volumen publicamos autores veteranos como Mike Resnick, Jeffrey Ford, Rodolfo Martínez y Maureen F. McHugh, así como jóvenes talentos como Tim Pratt, Caroline M. Yoachim, Ferran Varela, Abel Amutxategi, José Jesús García Rueda, Cristina Jurado y Rubene Guirauta. La ilustración de portada corresponde a Julie Dillon, una de las artistas más reputadas de la ciencia ficción y la fantasía mundial, ganadora del premio Hugo como artista profesional en tres ocasiones, y cinco veces el premio Chesley de trece veces finalista.

El libro se edita en paralelo a otro volumen que hemos llamado Ciudad Nómada y otros relatos, una antología de ciencia ficción contemporánea en la que intentamos retomar el espíritu de la serie Terra Nova, mezclando relatos extranjeros y autóctonos a partes iguales y finalizando con una novela corta. Ambos títulos contienen una decena de narraciones de primer nivel que se complementan con un relato extra.

En esta selección el lector podrá encontrar fantásticas historias de amor en el ocaso de una vida, revisitar personajes clásicos de la literatura épica, disfrutar de una chispeante venganza ejecutada con un arma mágica, compartir la angustia de una pareja enfrentada a una pandemia global o sentir el poder evocador de los sueños. En sus páginas encontramos crudas historias de supervivencia en unos Estados Unidos de un futuro distópico, tramas que nos hablan sobre difíciles conflictos generacionales, sobre la necesidad de expiar nuestras culpas, que exploran el poder de la sangre y, por supuesto, que rinden homenaje a maestros de la talla de Bioy Casares y Lovecraft.

Hemos puesto mucho trabajo e ilusión en este libro. Esperamos sinceramente que lo disfrutes, que lo comentes, valores y sugieras nuevos cuentos con los que mejorar y hacer crecer este proyecto editorial. Contigo, Per aspera ad astra.

 

 

Mariano Villarreal

novaficcion@gmail.com

@literfan


ROMANCE DIFERIDO

Mike Resnick


 

 

 

MIKE RESNICK (Chicago, 1942) es uno de los escritores más prolíficos y galardonados en la historia del género. Ha escrito más de doscientos libros con su nombre o bajo seudónimo, entre novelas, recopilaciones, series propias y contribuciones ajenas. Ha ganado decenas de premios tanto en Estados Unidos –entre ellos cinco Hugo de alrededor de cuarenta nominaciones– como en Francia, Japón, Croacia, Polonia o España, encabeza la lista Locus de ganadores de narrativa breve de todos los tiempos y es un miembro muy querido de la comunidad de aficionados a la ciencia ficción.

Cuentos suyos han aparecido en anteriores volúmenes de la serie Nova Fantástica: «Regreso a casa» en A la deriva en el mar de las Lluvias (Sportula, 2015) y «La novia de Frankenstein» en Dark Fantasies (Sportula, 2017). Su último libro publicado en España es el recopilatorio Kirinyaga (Gigamesh, 2017), que narra en forma de parábola los intentos del hombre por preservar la cultura tradicional africana en un mundo terraformado; sumó nada menos que 67 premios y nominaciones internacionales.

«Romance diferido» (Distant Replay) describe una preciosa historia de amor en el ocaso de una vida. Fue publicado en el número de abril-mayo de 2007 en Asimov’s Science Fiction y quedó finalista de los premios Hugo y Asimov’s Readers en 2008.

La traducción es obra de Ramón Peña.


 

 

 

La vi por primera vez haciendo footing en el parque. Yo me encontraba sentado en un banco, leyendo el periódico como todas las mañanas. No le presté mucha atención, me fijé en el parecido y ya está.

La siguiente vez fue en el supermercado. Había pasado por ahí para reabastecerme de «instantáneos» (café, crema, edulcorantes) y tuve la oportunidad de fijarme mejor. Al principió pensé que los ojos me jugaban una mala pasada. No hubiera sido la primera vez, con setenta y seis años a cuestas.

Dos noches después me encontraba en Vincenzo’s Ristorante, mi italiano favorito desde hacía unos cuarenta años, y allí estaba ella otra vez. Y no solo eso, sino que tenía puesto aquel vestido azul que me gustaba tanto. Bueno, la falda era un poco más corta y las mangas tenían algo distinto, pero era el vestido.

Aquello no tenía sentido. Hacía cuatro décadas que ella no tenía ese aspecto. Llevaba muerta siete años y, si iba a regresar de la tumba, ¿por qué no había venido a mi encuentro? Después de todo, habíamos estado juntos cerca de medio siglo.

Pasé a su lado, haciendo como que iba al servicio de caballeros, y el aroma me llegó desde metro y medio. Era el mismo perfume que se había puesto cada día que habíamos vivido  juntos.

Pero ella había muerto a los sesenta y ocho, y aquí estaba, con el mismo aspecto que la primera vez que la vi. Le dediqué una sonrisa al pasar junto a su mesa. Ni me miró.

Me metí en el lavabo, me lavé la cara y me miré en el espejo. Quería asegurarme de que seguía teniendo setenta y seis años y de que el último medio siglo no había sido un sueño. Ahí estaba yo: sin demasiado pelo en la coronilla, necesitado de un corte de patillas; un ojo medio cerrado debido a un accidente isquémico transitorio que no admitía haber sufrido, salvo en esos momentos, cada vez más escasos, de sinceridad; una pequeña costra en la barbilla causada por un corte al afeitarme (no soporto esas modernas maquinillas eléctricas, aunque ya que existen hace tanto tiempo como yo, supongo que no son realmente tan modernas).

No en un día bueno tenía buena cara, y en aquel momento acababa de ver a una mujer clavada a Deirdre.

Cuando salí, ella continuaba sentada sola y comiendo el postre.

—Disculpe —dije, acercándome a la mesa—. ¿Le importa si la acompaño un momento?

Me miró como si estuviera medio loco. Entonces miró alrededor para asegurarse de que había gente en caso de que necesitara ayuda, decidió que parecía relativamente inofensivo y, finalmente, asintió fríamente con la cabeza.

—Gracias —dije—. Solo quiero decir que es usted igualita que una persona a la que conocía, incluyendo el vestido y el perfume.

Continuó mirándome fijamente, pero no respondió.

—Debería presentarme —dije, alargando el brazo—. Me llamo Walter Silverman.

—¿Qué desea? —preguntó, haciendo caso omiso de mi mano.

—¿La verdad? —dije—. Solo quería verla de cerca. Me recuerda tanto a aquella persona. —Su rostro adoptó una expresión escéptica—. No intento ligar —continué—. Demonios, tengo edad para ser su abuelo, y el personal puede confirmarle que llevo cuarenta años viniendo aquí y nunca he importunado a ningún cliente. Estoy asombrado por el parecido con alguien a quien quería muchísimo.

Su expresión se suavizó.

—Lamento haber sido grosera. —Me afectó el sonido de su voz, que sonaba como la suya—. Me llamo Deirdre.

Me tocó a mí quedarme mirando fijamente

—¿Se encuentra bien? —preguntó.

—Estoy bien —dije—. Pero la mujer a la que se parece también se llamaba Deirdre.

Volvió a endurecer la mirada.

—Permita que le muestre —dije, sacando la cartera. Extraje la foto de mi Deirdre y se la entregué.

—Es asombroso —dijo, inspeccionando la foto—. Prácticamente tenemos el mismo peinado. ¿Cuándo se tomó?

—Hace cuarenta y siete años.

—¿Murió?

Asentí con la cabeza.

—¿Era su esposa?

—Sí.

—Lo siento —dijo—. Espero no sonar como una engreída si le digo que era una mujer muy guapa, puesto que nos parecemos tanto —añadió.

—En absoluto. Vaya sra guapa. Y, como digo, incluso usaba el mismo perfume que usted.

—Es muy extraño —dijo—. Ahora comprendo porqué quería hablar conmigo.

—Me he sentido… como si de repente hubiera viajado medio siglo atrás —dije—. Hasta viste el color favorito de Deedee.

—¿Qué dijo?

—Que lleva el color…

—No. Me refiero a cómo la llamó.

—¿Deedee? —pregunté—. Era como la llamaba cariñosamente.

—Mis amigos me llaman Deedee —dijo—. Qué raro, ¿no?

—¿Puedo llamarla así? Quiero decir, si nos volvemos a encontrar.

—Claro, no nos hablemos de usted. —Se encogió de hombros—. Háblame de ti, Walter. ¿Estás jubilado?

—Desde hace doce años —dije.

—¿Tienes hijos o nietos?

—No.

—Si no trabajas y no tienes familia, ¿en qué dedicas el tiempo? —preguntó.

—Leo, veo DVDs, paseo, consulto millones de cosas que me interesan con el ordenador. —Hice una pausa dubitativa—. Espero no sonar como un chiflado, pero básicamente lo que hago es pasar el rato hasta que pueda volver a estar con Deedee.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis casados?

—Cuarenta y cinco años —respondí—. Esa foto es de un par de años antes de la boda. En aquella época los noviazgos eran largos.

—¿Trabajaba? —preguntó Deirdre—. Sé que muchas mujeres no tenían trabajo cuando erais jóvenes.

—Ilustraba libros para niños —dije—. Incluso ganó un par de premios.

—Está bien, Walter —frunció el ceño— ¿cuánto tiempo llevas estudiándome?

—¿Estudiándote? —repetí, confuso—. Te vi haciendo footing hace un par de días, y te vi mientras comías…

—¿De verdad esperas que me trague eso?

—¿Por qué no?

—Porque soy ilustradora de revistas para niños.

Demasiadas coincidencias.

—¿Cómo?

—Soy ilustradora de revistas para niños.

—¿Cómo te apellidas?

—Por qué —replicó, suspicaz.

—Dímelo —dije, un poco seco.

—Aronson.

—¡Gracias a dios!

—¿De qué estás hablando?

—El apellido de soltera de mi Deedee era Kaplan —dije—. Por unos instantes pensé que me estaba volviendo loco. Si te hubieras apellidado Kaplan hubiera estado seguro.

—Siento haber perdido los estribos —dijo Deirdre—. Todo esto está siendo… bueno… raro.

—No pretendía molestarte —dijo—. Es que es, no sé, como volver a ver a mi Deedee otra vez, joven y guapa como la recuerdo.

—¿Piensas en ella siempre así? —preguntó, curiosa—. ¿Tal como era hace cuarenta y cinco años?

Saqué otra foto, tomada el año antes de la muerte de Deedee. Tenía veinte kilos más, el cabello blanco y patas de gallo. Me quedé mirándola un rato antes de pasársela a Deirdre.

—Esta también es ella —dije—. Cuando la miraba, no veía los kilos ni los años. Creo que todas las mujeres son guapas, cada una a su manera, y mi Deedee era la más guapa de todas.

—Lástima que no tengas cincuenta años menos —dijo—. Me gustaría encontrar alguien que pensara como tú.

No supe que decir, así que no dije nada.

—¿De qué murió tu esposa? —preguntó, al fin.

—Estaba cruzando la calle y un niñato hasta las cejas de droga dobló la esquina a más de cien por hora. Ella ni se enteró. —Hice una pausa, recordando aquel día terrible—. El niñato pasó seis meses en libertad provisional y se quedó sin carné de conducir. Yo me quedé sin Deedee.

—¿Viste cómo sucedió?

—No, estaba en la tienda, pagando la compra. Pero lo escuché. Sonó como el estallido de un trueno.

—Qué terrible.

—Al menos no sufrió —dije—. Supongo que hay maneras peores. Más lentas, al menos. Casi todos mis amigos están ocupados explorándolas.

Entonces le tocó a ella quedarse sin palabras. Al cabo, miró el reloj.

—Tengo que marcharme, Walter —dijo—. Ha sido…. interesante.

—¿Sería posible volver a vernos? —propuse, esperanzado.

Me miró de una manera que parecía que había confirmado sus temores.

—No te estoy pidiendo salir —añadí a toda prisa—. Soy un carcamal. Solo me gustaría volver a hablar contigo. Sería como volver a pasar unos minutos con Deedee. —Me detuve. Casi esperaba que me dijera que le parecía de mal gusto, pero no dijo nada—. Mira, como aquí con frecuencia. ¿Qué tal si vienes dentro de una semana y charlamos mientras comemos? Yo invito. Te prometo que no te seguiré hasta casa, y estoy demasiado artrítico para hacer piececitos por debajo de la mesa.

No pudo reprimir una sonrisa al escuchar la última frase.

—De acuerdo, Walter —dijo—. Seré tu fantasma de seis a siete.

 

 

A la semana siguiente, al dar las seis, me sentía más nervioso que un colegial. Hasta me había puesto chaqueta y corbata por primera vez desde hacía meses. (Y también me había cortado en tres sitios afeitándome, pero esperaba que no se diera cuenta.)

Pasaron las seis y las seis y diez. Al fin llegó a y cuarto, con una blusa y pantalones que podían perfectamente haber pertenecido a Deedee.

—Perdón por el retraso —dijo mientras se sentaba al otro lado de la mesa—. Estaba leyendo y se me fue el santo al cielo.

—Deja que adivine —dije—. ¿Jane Austen?

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó, sorprendida.

—Era la favorita de Deedee.

—Yo no he dicho que fuera mi favorita —dijo Deirdre.

—Pero, ¿a que lo es? —insistí.

Hubo una pausa incómoda.

—Sí —dijo al fin.

Pedimos la cena. Ella, por supuesto, pidió berenjena a la parmesana: era lo que Deedee pedía siempre. Entonces sacó un par de revistas de una bolsa, una de tamaño normal y otra de dimensiones más reducidas, y me mostró algunas ilustraciones suyas.

—Son muy buenas —dije—. Especialmente esta de la niñita rubia y el caballo. Me recuerda…

—¿A algo que hizo su esposa?

—Hace mucho tiempo —asentí—. Hace años que no he pensado en aquella ilustración. Siempre me gustó, pero ella opinaba que había hecho muchas otras mejores que aquella.

—Yo también tengo mejores —dijo Deirdre—. Pero estas son las que tenía más a mano.

Hablamos un poco antes de que nos sirvieran la cena. Intenté que fueran temas generales, ya que era evidente que todos estos paralelismos con Deedee la hacían sentir incómoda. Vincenzo tenía las paredes llenas de fotos de italianos famosos: ella conocía a Frank Sinatra, Dean Martin y a Joe DiMaggio, pero pase unos minutos explicándole qué habían hecho Carmine Basilio, Eddie Arcaro y algunos otros para merecer tal honor.

—¿Sabes una cosa? —dije cuando llegaron las ensaladas—. Deedee tenía una colección muy bonita de obras de Jane Austen encuadernadas en cuero. No las he leído nunca y no hacen más que coger polvo. Me gustaría regalártelas la semana que viene.

—Oh, de ninguna manera —dijo—. Deben valer una pequeña fortuna.

—Una fortuna muy pequeña —dije—. Además, cuando me muera, acabarán en la basura, o en la beneficencia.

—No hables así de morirte —dije.

—¿Así?

—Como si fuera algo sin importancia.

—Cuanto más te acercas, menos importancia le das —dije—. No te preocupes —añadí, bromeando—. Prometo no morirme antes de acabar la cena. Pero, hablando de esos libros de Austen…

Era evidente que dudaba.

—¿Estás seguro? —dijo finalmente.

—Seguro. Y puedo darte también una colección a juego de las Brontë, si la quieres.

—Gracias, pero en realidad no me gustan.

Tenía sentido. Me parece que Deedee no había llegado ni a abrirlos.

—De acuerdo —dije—. Solo los de Austen. Los traeré la próxima semana.

Entonces frunció el ceño.

—No creo que pueda venir la próxima semana —dijo—. Mi prometido está de viaje de negocios y estoy bastante segura de que es el día que vuelve.

—¿Prometido? —repetí—. No habías hablado antes de él.

—Solo hemos hablado dos veces —respondió—. No te lo estaba ocultando.

—Bueno, me alegro por ti —dijo—. A estas alturas sabrás que creo en el matrimonio.

—Y yo, supongo —dijo.

—¿Supones?

—A ver, creo en el matrimonio. Pero no sé si creo en el matrimonio con Ron.

—¿Cómo es que estáis prometidos, entonces?

Se encogió de hombros.

—Tengo treinta y un años. Ya me tocaba. Y es buena persona.

—¿Pero? —pregunté—. Tiene que haber un «pero» por alguna parte.

—Pero no sé si quiero pasar el resto de mi vida con él. —Se detuvo, confusa—. ¿Por qué te estoy contando esto?

—No sé —respondí—. ¿Por qué crees tú?

—Tampoco lo sé —dijo—. Es que tengo la sensación de que puedo sincerarme contigo.

—Eso me halaga —dije—. En cuanto a pasar el resto de la vida con ese muchacho… demonios, ahora todo el mundo se casa y se divorcia estos días; no tiene por qué ser así.

—Tú sí que sabes cómo alegrar a una chica, Walter —dijo sarcásticamente.

—Lo siento. Tu vida privada no es de mi incumbencia. No pretendía molestar.

—Bien. ¿De qué hablamos ahora? —continuó.

Pensé en Deedee. Antes o después habíamos hablado de todo lo habido y por haber, pero su mayor pasión era el teatro.

—¿Qué trabajo te gusta más, el de Tom Stoppard o el Edward Albee?

Se le iluminó la cara, y supe que iba a pasar los diez minutos siguientes explicándome exactamente cuál era su preferido y por qué.

Por alguna razón, no me sorprendió.

 

 

Nos saltamos la semana siguiente, pero a partir de ahí nos reunimos cada semana durante los tres meses siguientes. Una vez incluso vino Ron, seguramente para asegurarse de que yo era tan viejo y feo como ella le decía. Supongo que se quedó tranquilo en ese aspecto, ya que no volvió. Parecía un joven bastante agradable y era evidente que estaba enamorado de ella.

Nos encontramos en un par de ocasiones en la librería Borders que hay cerca de mi casa y otra en Barnes & Noble, y en ambas la invité a café. Sabía que me estaba enamorando. ¡Demonios, me enamoré en el momento mismo de verla! Pero ahí es donde resultaba confuso, ya que sabía que en realidad no estaba enamorado de ella sino de la versión joven de Deedee que representaba,

Ron tuvo que marcharse otra vez de viaje de negocios. Durante su ausencia, me llevó al teatro a ver un nuevo montaje de Jumpers de Stoppard, y yo la llevé al hipódromo a asistir a un clásico menor de potrancas. La obra estuvo relativamente bien, un poco compleja pero bien interpretada; me parece que no le gustaron el ambiente y la emoción de las carreras, como no le gustaba a Deedee.

No dejaba de preguntarme si era posible que se tratara de Deedee reencarnada, pero en el fondo sabía que no; si fuera Deedee, mi Deedee, la habrían puesto aquí para mí, y esta se iba a casar con un joven llamado Ron. Además, tenía un pasado, fotos de pequeña, amigos que la conocían desde hacía hace años, y Deedee había muerto solo siete años atrás. Y, aunque no entendía lo que sucedía, sabía que no era posible que hubiera dos de ella coexistiendo a la vez. (No, nunca me pregunté por qué; simplemente sabía que era así.)

A veces, como experimento, pedía un vino, o mencionaba una obra, libro o película que sabía que a Deedee no le había gustado, y Deirdre siempre arrugaba la nariz y expresaba falta de entusiasmo.

Era asombroso. Y terrorífico, de algún modo, ya que no lograba entender por qué sucedía. No era mi Deedee. La mía había vivido su vida conmigo y esa vida había llegado a su fin. Yo era un viejo de setenta y seis años con media docena de achaques camino de la tumba. Jamás iba a intentar seducir a Deirdre y ella nunca iba a verme como algo más que un conocido excéntrico… ¿con qué fin la había conocido, pues?

De vez en cuando me venia la idea romántica de que cuando dos personas se amaban y eran tan perfectas la una para la otra como Deedee y yo, volvían a encontrarse una y otra vez. Primero eran Adán y Eva, luego Lancelot y Ginebra, más tarde Bogart y Bacall. Pero tenían que estar juntas, no podían ser un viejo y una jovencita incapaces de conectar. Yo tenía medio siglo de experiencias que no podríamos compartir, estaba seguro de que a ella le repelería que yo la tocase, y yo ya estaba en el punto en que tocarla sería lo máximo que podría hacer. De modo que tanto si era mi Deedee renacida, como otra, ¿por qué estábamos los dos en este tiempo y en este lugar?

No lo sabía.

Pero unos días más tarde descubrí que más me valía averiguarlo pronto. Al fin había salido algo en las pruebas del hospital. Me recetaron media docena de medicamentos nuevos, me dieron unas pastillas fuertes para el dolor y me aconsejaron que no hiciera planes a largo plazo.

Demonios, ni siquiera estaba del todo triste. Al menos iba a reunirme con mi Deedee; la de verdad, no su encantadora sosias.

La noche siguiente tocaba la cena semanal. Decidí no contarle nada; ¿para qué angustiarla?

Resultó que ya venía angustiada. Ron le había dado un ultimátum: poner una fecha para el enlace o romper. (Las cosas han cambiado mucho desde mis tiempos. Casi todos los de mi quinta hubieran matado por tener una novia preciosa a la que no le importara acostarse con ellos pero a la que no le gustara la idea de casarse.)

—¿Y qué vas a hacer? —pregunté, ofreciéndole apoyo.

—Ni idea —respondió—. Él me gusta, de verdad. Pero… no lo sé.

—Déjalo ir —dije.

Me miró, inquisitiva.

—Si no estás segura después de todo este tiempo —dije—, despídete de él.

Dejó escapar un hondo suspiro.

—Es todo lo que debería querer en un marido, Walter. Es atento y considerado, tenemos muchos intereses en común y tiene un buen futuro como arquitecto. —Sonrió amargamente—. Hasta me cae bien su madre.

—¿Pero?—le insté.

—Pero creo que no le quiero. —Me miró a los ojos—. Siempre pensé que lo sabría en seguida. Al menos es el mito con el que me criaron de pequeña y que reforzaron las novelas románticas que leí y las películas que vi. ¿Cómo fue contigo y tu Deedee? ¿Tuvisteis dudas alguna vez?

—Jamás —dije—. Del primer momento al último.

—Tengo treinta y un años, Walter —dijo, con tono desdichado—. Si aún no he encontrado al hombre adecuado, ¿qué probabilidades hay de que vaya a aparecer antes de los cuarenta o los sesenta? ¿Y si quiero tener un hijo? ¿Debo tenerlo con un hombre al que no amo, o con uno al que sí pero que vive a seis estados de distancia? —Suspiró, infeliz—. Tengo dos buenas amigas que se casaron con el hombre de sus sueños. Se han divorciado, las dos. Mi mejor amiga se casó con un tío agradable, al que no estaba segura de amar. Lleva felizmente casada diez años y me dice que estoy loca si dejo escapar a Ron. —Me miró a los ojos desde el otro lado de la mesa con una expresión torturada en el rostro—. Daría cualquier cosa por estar tan segura con un hombre, cualquier hombre, como lo estabas tú con Deedee.

Entonces supe por qué la había conocido y por qué los médicos me habían concedido unos meses de gracia sobre el planeta Tierra antes de pasar el resto de la eternidad debajo.

Terminamos la comida y, por primera vez, la acompañé hasta casa. Vivía en un apartamento en uno de esos edificios altos, una especie de ciudad en miniatura. No era tan sofisticado para tener portero pero ella me aseguró que tenía lo último en sistemas de seguridad. Me dio un beso en la mejilla mientras un par de vecinos que salían la miraban como si estuviera loca. Esperé a que entrara en el ascensor y volví a casa.

Cuando me levanté a la mañana siguiente decidí que era hora de ponerme manos a la obra. Al menos iba a estar en sitios familiares donde me encontraría cómodo. Me vestí y fui al hipódromo. Pasé unas cuantas horas en la tribuna junto al palo demarcatorio, donde siempre tenía la mejor vista de las carreras, sin hacer una sola apuesta, solo esperando. Más tarde, después de comer, hice la ronda por mis librerías favoritas. Pasé las dos tardes siguientes en el zoo y el museo de historia natural, en los que había pasado tantas tardes felices junto a Deedee, y la siguiente en el campo de béisbol, en la grada del jardín izquierdo. Tuve que tomarme un par de pastillas para el dolor, pero eso no me detuvo. Continué con el circuito de librerías y cafeterías por las tardes.

A la sexta noche decidí que me había cansado de comida italiana. Demonios; estaba cansado, punto. Fui al Olympus, otro restaurante que había frecuentado durante años. No parece gran cosa: no hay estatuas griegas, ni bailarinas bailando la danza del vientre, ni músicos tocando el buzuki, pero cocinan los mejores pastitsio y dolmades de la ciudad.

Y ahí lo vi.

Su cara no me llamó la atención como hizo la de Deirdre, pero es que hacía mucho tiempo que no la veía. Estaba solo. Esperé hasta que se levantó para ir al servicio y lo seguí.

—Bonita noche —dije, mientras nos lavábamos las manos.

—Si usted lo dice —respondió sin entusiasmo.

—Se respira aire puro, la luna brilla, sopla una brisa agradable y las posibilidades son infinitas —dije—. ¿Qué más se puede pedir?

—Mire, amigo —dijo con tono irritado—. Acabo de romper con mi chica y no estoy de humor para charlar, ¿vale?

—Tengo que hacerte un par de preguntas, Wally.

—¿Cómo sabe mi nombre? —inquirió.

—Tienes pinta de Wally —me encogí de hombros.

Miró en dirección a la puerta.

—¿Qué está pasando aquí? Como intente algo raro, le…

—No te preocupes —dije—. No soy más que un viejo acabado que intenta hacer una última buena acción mientras va de camino a la tumba. —Saqué una foto antigua de la cartera y se la enseñé—. ¿Te suena?

—No recuerdo haber posado para eso. —Frunció el ceño—. ¿Me la ha sacado usted?

—Un amigo. ¿Cuál es tu actor favorito?

—Humphrey Bogart. ¿Por qué? —Por supuesto. Bogie había sido mi favorito desde que era un chaval.

—Simple curiosidad. Última pregunta: ¿qué opinas de Agatha Christie?

—¿Por qué?

—Tengo curiosidad.

Me miró fijamente unos instantes y, al fin, se encogió de hombros.

—No la soporto. Los asesinatos suceden en los callejones, no en las vicarías. —Desde luego. Siempre había detestado las novelas policíacas en las que el asesinato se cometía principalmente para que el detective tuviera un cadáver.

—Buena respuesta, Wally.

—¿A qué viene esa sonrisa? —preguntó suspicaz.

—Estoy feliz.

—Me alegra que al menos uno de los dos lo esté.

—Te voy a decir una cosa —dije—. Tal vez pueda alegrarte a ti también. ¿Conoces un restaurante llamado Vincenzo’s, un pequeño local italiano a unas tres manzanas al este?

—Sí, paso por ahí de vez en cuando. ¿Por qué?

—Quiero que seas mi invitado mañana por la noche.

—Sigo queriendo saber por qué.

—Soy un viejo que no sabe en qué gastarse el dinero —dije—. ¿Por qué no me sigues la corriente?

Lo pensó un rato y, finalmente, se encogió de hombros.

—Qué demonios. Tampoco tengo ya nadie con quien cenar.

—De momento —contesté.

—¿De qué habla?

—Tú preséntate —dije. Finalmente, mientras caminaba hacia la puerta, di media vuelta y sonreí—. ¡Tengo una chica para ti!


 

LA CONCUBINA Y EL BÁRBARO

Rodolfo Martínez


 

 

 

RODOLFO MARTÍNEZ (Candás, Asturias, 1965) es, con toda probabilidad, el escritor más prolífico y galardonado del género en España. Narrador de estilo dinámico que gusta de la fusión de géneros, en su bibliografía destacan los cyberpunks La sonrisa del gato (1995) y El sueño del rey rojo (2004), la Space Opera Tierra de nadie: Jormungand (1996, premio Ignotus), y las obras de fantasía urbana Los sicarios del cielo (2005, premio Minotauro) y Fieramente humano (2011, premio Ignotus). Ha escrito varios pastiches holmesianos de corte fantástico y una serie de acción protagonizada por una especie de James Bond de un universo alternativo: El adepto de la reina (2009). Su producción breve se encuentra recogida en Callejones sin salida (2005), Laberinto de espejos (2011) y Horizonte de sucesos (2011). Es también editor del sello Sportula.

Rodolfo habla así de su relato: en «La hora del dragón», Conan promete que convertirá a Zenobia, la joven que lo ayudó a escapar de las mazmorras, en reina de Aquilonia. Howard no narró eventos posteriores de la vida del cimerio y todo lo que puede haber pasado está sujeto a especulación. Así que me dije: ¿cómo sería la relación entre ellos? Los separan casi treinta años (Conan tiene unos 44 y Zenobia es muy posible que no llegue a los 20), por no mencionar que el cimerio, bajo las capas de civilización que ha ido poniéndose en su vida adulta, sigue siendo un bárbaro y Zenobia, siendo una joven del harén real es muy posible que fuese de familia hibórea y de educación refinada. ¿Sobreviviría lo que los dos sienten el uno por el otro (fascinación adolescente por parte de ella, agradecimiento y puro deseo carnal por parte de Conan) al día a día de un matrimonio? De la respuesta a esa pregunta surge esta historia.

Una mirada moderna y cargada de profundo respeto a un mito clásico, que cuida el estilo original y la esencia del personaje al máximo.