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PAPELES DEL TIEMPO

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

HISTORIA DEL IMPERIO RUSO

BAJO EL REINADO DE PEDRO EL GRANDE

Voltaire




Traducción de Cristina Ridruejo Ramos


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Número 12

© Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5

Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (MADRID)

machadolibros@machadolibros.com

www.machadolibros.com

ISBN: 978-84-9114-164-8

Índice

Nota de la traductora

Prefacio histórico y crítico

Tomo I

Introducción

Capítulo I. Descripción de Rusia

Capítulo II. Continuación de la descripción de Rusia. Población, finanzas, ejércitos, costumbres, religión. Estado de Rusia antes de Pedro el Grande

Capítulo III. De los ancestros de Pedro el Grande

Capítulo IV. Iván y Pedro. La terrible sedición de la milicia de los strieltsí

Capítulo V. Gobierno de la princesa Sofía. Singular querella religiosa. Conspiración

Capítulo VI. Reinado de Pedro Primero. Comienzo de la gran reforma

Capítulo VII. Congreso y tratado con los chinos

Capítulo VIII. Expedición hacia el Palus Maeotis. Conquista de Azov. El zar envía a jóvenes a instruirse en el extranjero

Capítulo IX. Los viajes de Pedro el Grande

Capítulo X. Conjura castigada. Abolición de la milicia de los strieltsí. Cambios en los usos, las costumbres, el Estado y la Iglesia

Capítulo XI. Guerra contra Suecia. Batalla de Narva

Capítulo XII. Remedios tras la batalla de Narva; el desastre, completamente reparado. Conquista de Pedro junto a Narva. Sus trabajos en su imperio. La que fue después emperatriz, capturada en el saqueo a una ciudad

Capítulo XIII. Reformas en Moscú. Nuevos éxitos. Fundación de Petersburgo. Pedro toma Narva, etcétera

Capítulo XIV. Toda Ingria en manos de Pedro el Grande, mientras Carlos XII triunfa allende. Ascenso de Ménshikov. Petersburgo, en seguridad. Los proyectos siguen ejecutándose a pesar de las victorias de Carlos

Capítulo XV. En tanto que Pedro mantiene sus conquistas y civiliza sus Estados, su enemigo Carlos XII gana batallas, domina Polonia y Sajonia. Augusto, a pesar de una victoria rusa, obedece a Carlos XII, renuncia a la Corona y entrega a Patkul, embajador del zar. Ejecución de Patkul condenado a la rueda

Capítulo XVI. Se pretende erigir un tercer rey en Polonia. Carlos XII parte de Sajonia con un ejército floreciente, atraviesa Polonia como vencedor. Crueldades ejercidas. Conducta del zar. Éxito de Carlos, que avanza por fin en Rusia

Capítulo XVII. Carlos XII atraviesa el Boristeno, se adentra en Ucrania; medidas equivocadas. Uno de sus ejércitos derrotado por Pedro el Grande, sus municiones perdidas. Avance de Carlos en los yermos; aventuras en Ucrania

Capítulo XVIII. La batalla de Poltava

Capítulo XIX. Consecuencias de la victoria de Poltava. Carlos XII refugiado en Turquía; Augusto destronado por Carlos. Regreso a sus Estados. Conquistas de Pedro el Grande

Tomo II

Capítulo I. Campaña del Prut

Capítulo II. Consecuencias del asunto del Prut

Capítulo III. Casamiento del zarévich. Declaración oficial del casamiento de Pedro y Catalina, que reconoce a su hermano

Capítulo IV. Toma de Stettin. Desembarco en Finlandia. Acontecimientos de 1712

Capítulo V. Triunfos de Pedro el Grande. Regreso de Carlos XII a sus Estados

Capítulo VI. Estado de Europa al regreso de Carlos XII. Sitio de Stralsund

Capítulo VII. Conquista de Wismar. Nuevos viajes del zar

Capítulo VIII. Continuación de los viajes de Pedro el Grande. Conspiración de Goertz. Recepción de Pedro en Francia

Capítulo IX. Regreso del zar a sus Estados. Su política; sus ocupaciones

Capítulo X. Condena del príncipe Alexéi Petróvich

Capítulo XI. Trabajos y fundaciones hacia el año 1718 y siguientes

Capítulo XII. Del comercio

Capítulo XIII. De las leyes

Capítulo XIV. De la religión

Capítulo XV. De las negociaciones de Aland; de la muerte de Carlos XII, etcétera. De la Paz de Nystad

Capítulo XVI. De las conquistas en Persia

Capítulo XVII. Coronación y consagración de la emperatriz Catalina Primera. Muerte de Pedro el Grande

Anexos

Documentos originales según las traducciones realizadas entonces por orden de Pedro I

Índice onomástico

Ilustraciones

Nota de la traductora

En la versión original de Voltaire los nombres de los personajes y lugares rusos se hallan transcritos al francés. A la hora de traducir se ha recurrido al original ruso y se ha transcrito directamente al español, con excepción de los téminos que ya cuentan con una versión española. Al no existir en español un criterio único aceptado para la transcripción del cirílico, habitualmente coexisten diferentes variantes ortográficas de una misma palabra; en tales casos se ha optado por la versión más cercana al original, o por la más extendida en caso de haber gran diferencia de aceptación entre unas y otras.

Por otra parte, como señala el propio Voltaire, el desconocimiento del Imperio Ruso era muy grande en la época, y la relación cultural había sido nula o muy escasa; tampoco existía aún en francés un criterio establecido para la transliteración del alfabeto cirílico al latino. Por todo ello en ocasiones se da una vacilación, y el mismo nombre aparece escrito de diferentes maneras a lo largo del libro; por ejemplo el patronímico Fiódorovich aparece transcrito como «Federovits» o como «Foedorovitz»; el príncipe Romodanovski aparece mencionado como «Romadonouski» «Romadanosky» y «Romadonoski». En dichas situaciones se ha unificado la grafía.

En contadas ocasiones Voltaire escribe un nombre en su versión francesa y añade una nota al pie con una versión más cercana al ruso. Dado que en todo el libro los nombres han sido transcritos sistemáticamente del ruso, éstos también lo han sido, prescindiendo por tanto de dichas notas. Por ejemplo el zar Iván III Vasílievich es nombrado por Voltaire Ivan Basilovis. El autor añade la siguiente nota al pie: «En ruso, Iwan Wassiliewitsch». Al transcribir el nombre directamente del ruso, dicha nota resulta innecesaria en la lectura; sin embargo reproducimos aquí las notas de Voltaire omitidas:

Iván Vasílievich; escrito por V.: Ivan Basilovis; NOTA: «en ruso, Iwan Wassiliewitsch».

Voróniezh; escrito por V.: Véronise; NOTA: «En Rusia se escribe y se pronuncia Voronesteh».

Irtish; escrito por V: Irtis; NOTA: «en ruso, Istisch».

Romanov; escrito por V.: Romano; NOTA: «Los rusos lo escriben Romanow; los franceses no emplean la W; se pronuncia también Romanof».

Matvéyev; escrito por V.: Maffeu; NOTA: “O bien Matheof, en nuestra lengua es Matthieu».

Sheremétiev; escrito por V: Sheremeto (en el tomo II Sheremetof ); NOTA: «Sheremetow, o Sheremetof, o, siguiendo otra ortografía, Czeremetoff».

Vabich; escrito por V: Vabis; NOTA: «en ruso, Bibitsch».

Mogilev; escrito por V: Mohilo; NOTA: «en ruso, Mogilev».

Sozh; escrito por V: Sossa; NOTA: «en ruso, Soeza».

En cuanto a los nombres de pila de personajes de la nobleza (Carlos XII de Suecia, Federico I de Prusia, Pedro el Grande, etc.), en general se han traducido al español, siguiendo la costumbre establecida, y siguiendo también a Voltaire, que los traduce al francés.

I

Prefacio histórico y crítico

I

Cuando, a principios del siglo en que nos hallamos, el zar Pedro ponía los cimientos de Petersburgo –o más bien de su imperio–, nadie preveía su éxito. Aquel que hubiera imaginado entonces que un soberano de Rusia podría enviar estandartes victoriosos a los Dardanelos, subyugar Crimea, expulsar a los turcos de cuatro grandes provincias, dominar el Mar Negro, instaurar la Corte más brillante de toda Europa y hacer florecer todas las artes en medio de la guerra, aquel que lo hubiera dicho no habría sido considerado más que un visionario.

Pero más fehacientemente visionario es el escritor que predijo, en 1762, en no sé qué contrato social o insocial, que el Imperio de Rusia iba a desmoronarse. Dice textualmente: «Los tártaros, súbditos o vecinos suyos, se convertirán en sus soberanos y en los nuestros: es algo que me parece infalible»1.

Extraña manía es la de un pícaro que se dirige a los soberanos como su señor, y que predice infaliblemente la próxima caída de los imperios desde el fondo del tonel desde el que predica, el cual cree que perteneció a Diógenes antes que a él. Los sorprendentes progresos de la emperatriz Catalina II y de la nación rusa son una prueba bastante rotunda de que Pedro el Grande construyó sobre unos cimientos firmes y duraderos.

Es incluso, de todos los legisladores desde Mahoma, aquel cuyo pueblo más se ha destacado después de él. Los rómulos y los teseos distan mucho de estar a su altura.

Una prueba muy hermosa de que todo lo que hay en Rusia se debe a Pedro el Grande es lo que ocurrió en la ceremonia de Acción de Gracias ofrecida a Dios en la catedral de Petersburgo, según la costumbre, con motivo de la victoria del príncipe Orlov, que incendió toda la flota otomana en 1770. El predicador, llamado Platón –y digno de ese nombre–, se bajó en medio de su discurso del púlpito desde el que hablaba, fue hasta la tumba de Pedro el Grande y, abrazando la estatua de ese fundador, dijo: «Tú eres el que ha logrado esta victoria, tú fuiste quien construyó el primer barco en nuestro país, etc., etc.» Esta anécdota, que ya hemos referido en otros lugares, y que encandilará a la más lejana posteridad, es, junto con la conducta de muchos oficiales rusos, un ejemplo de lo sublime.

El conde de Shuvalov, chambelán de la emperatriz Isabel y quizás el hombre más instruido del imperio, tuvo a bien, en 1759, hacer llegar al historiador de Pedro los documentos auténticos necesarios; no hemos escrito más que en base a ellos.

II

Existen entre el público varias supuestas Historias de Pedro el Grande. La mayoría de ellas han sido compuestas a partir de gacetas. La impresa en Ámsterdam en cuatro volúmenes, firmada con el nombre de «boyardo Nestesuranoy», es uno de esos fraudes tipográficos harto comunes. Lo son igualmente las Memorias de España suscritas por Don Juan de Colmenar y la Historia de Luis XIV, compuesta por el jesuita La Motte en base a las supuestas memorias de un ministro atribuidas a La Martinière. Lo son la Historia del príncipe Eugenio, la del conde de Bonneval y tantas otras.

De esta manera se ha puesto el arte de la imprenta al servicio del más despreciable de los comercios. Una librería de Holanda encarga un libro como un manufacturero encarga la fabricación de paños. Y, desgraciadamente, existen escritores a los que la necesidad fuerza a vender sus penas a estos mercaderes, como obreros a sueldo. De ahí todos esos panegíricos y libelos difamatorios que abruman al público: es uno de los vicios más vergonzosos de nuestro siglo.

Nunca la Historia tuvo tanta necesidad de pruebas auténticas como en nuestros días, en los que se trafica tan insolentemente con la mentira. El autor que ofrece al público la Historia de Rusia bajo el reinado de Pedro el Grande es el mismo que escribió hace treinta años la Historia de Carlos XII, basada en las memorias de varios personajes públicos que habían vivido mucho tiempo junto a dicho monarca. La presente Historia es una confirmación y un complemento de la primera.

Nos creemos obligados aquí, por respeto al público y a la verdad, a poner al día un testimonio irrecusable que mostrará la credibilidad que hay que acordarle a la Historia de Carlos XII. No hace mucho, el rey de Polonia, duque de Lorena, se hacía leer esa obra en Commercy; le chocó tanto la veracidad de tantos hechos de los que había sido testigo, y lo indignó tanto el atrevimiento con el que se rebatieron en algunos libelos y periódicos, que quiso reforzar mediante su testimonio la credibilidad que merece el historiador; y no pudiendo escribirlo él mismo, ordenó a uno de sus oficiales mayores la redacción de un acta auténtica.

Ese acta, enviada al autor, le causó una sorpresa tanto más grata por venir de un rey tan instruido en esos acontecimientos como el mismo Carlos XII, y que de hecho es conocido en Europa tanto por su amor a la verdad como por su beneficencia.

Tenemos también multitud de testimonios igualmente auténticos sobre la Historia del siglo de Luis XIV2, obra no menos verídica ni importante, imbuida de amor por la patria, pero en la cual ese espíritu de patriotismo no ha restado nada a la verdad, y no ha exagerado el bien ni disfrazado el mal; se trata de una obra compuesta sin buscar interés alguno, sin temor y sin esperanza, por un hombre cuya situación exime de adular a nadie.

Hay pocas citas en El siglo de Luis XIV, ya que los acontecimientos de los primeros años son conocidos de todos y sólo había necesidad de ponerlos al día, y de los últimos acontecimientos ha sido testigo el autor. Por el contrario, siempre se cita la fuente en la Historia del Imperio de Rusia, y el primero de esos testigos es el propio Pedro el Grande.

III

No nos hemos afanado en esta Historia de Pedro el Grande en buscar en vano el origen de la mayoría de los pueblos que componen el inmenso Imperio de Rusia, desde Kamchatka hasta el Mar Báltico. Es extraña empresa el querer probar con documentos auténticos que los hunos vinieron en tiempos lejanos del norte de la China, en Siberia, y que los propios chinos son una colonia de los egipcios. Sé que filósofos de gran valía han creído ver algunas conformidades entre estos pueblos, pero se ha abusado de sus dudas; se ha querido convertir en certidumbres sus conjeturas3.

He aquí, por ejemplo, de qué manera se demuestra hoy en día que los egipcios son los padres de los chinos. Un anciano ha contado que el egipcio Sesostris fue hasta el Ganges, y si fue hacia el Ganges, bien pudo ir a la China, que está muy lejos del Ganges; luego fue. La China entonces no estaba poblada en absoluto; luego está claro que Sesostris la pobló. Los egipcios en sus fiestas encienden candelas, los chinos tienen linternas; luego no se puede dudar de que los chinos sean una colonia de Egipto. Además, los egipcios tienen un gran río, los chinos también; por último es evidente que los primeros reyes de la China llevaron nombres de antiguos reyes de Egipto, puesto que en el apellido Yu se pueden encontrar caracteres que ordenados de otro modo forman la palabra Menes. Luego es incontestable que el emperador Yu tomó su nombre de Menes, rey de Egipto, y el emperador Ki es evidentemente el rey Atoes, cambiando la «k» por «a», y la «i» por «toes».

Pero si un sabio de Tobolsk o de Pekín hubiera leído alguno de nuestros libros, podría probar de una manera más demostrativa que venimos de los troyanos. He aquí cómo podría hacerlo, y cómo asombraría a su país con sus averiguaciones. Los libros más antiguos, diría, y los más respetados en el pequeño país de Occidente llamado Francia, son los romanos: están escritos en una lengua pura, derivada de los antiguos romanos, que nunca han mentido. Y más de veinte de esos libros auténticos declaran que Francus, fundador de la monarquía de los francos, era hijo de Héctor; el nombre de Héctor se ha conservado desde entonces en la nación, e incluso en este siglo, uno de sus generales más grandes se llamaba Héctor de Villars.

Las naciones vecinas han reconocido tan unánimemente esta verdad, que Ariosto, uno de los italianos más sabios, reconoce en su «Roland» que los caballeros de Carlomagno combatían por el casco de Héctor. Por último, una prueba irrefutable es que los antiguos francos, para perpetuar la memoria de los troyanos, sus padres, fundaron una nueva ciudad de Troya en Champaña; y estos nuevos troyanos han conservado siempre tal aversión por los griegos, sus enemigos, que no hay hoy en día ni cuatro de esos champañeses que quieran aprender el griego; ni siquiera han querido nunca acoger jesuitas en su región, y se debe probablemente a que habían oído decir que algunos jesuitas explicaban antiguamente Homero a sus jóvenes estudiantes.

Con seguridad tales razonamientos causarían un gran efecto en Pekín y en Tobolsk. Pero otro sabio echaría abajo el edificio probando que los parisinos descienden de los griegos, pues, diría, el primer presidente de un tribunal de París se llamaba Achille Du Harlai. Ciertamente, Achille proviene del Aquiles griego, y Harlai viene de Aristos, cambiando «istos» por «lai». Los Campos Elíseos que están a las puertas de la ciudad y el monte Olimpo que se puede ver cerca de Mézières son monumentos frente a los que la más firme incredulidad se doblega. De hecho, todas las costumbres de Atenas se conservan en París: se juzgan las tragedias y las comedias con la misma ligereza con que lo hacían los atenienses; los generales del ejército son coronados en teatros como en Atenas; por último, el mariscal De Saxe recibió de manos de una actriz una corona que nunca le hubieran dado en una catedral. Los parisinos tienen Academias que provienen de las de Atenas, una Iglesia, una liturgia, parroquias, diócesis, todas ellas invenciones griegas, palabras del griego; las enfermedades de los parisinos son griegas, apoplexia, ptísis, perineumonía, caquexia, disentería, celos, etc. Hay que reconocer que ese mismo sentimiento haría que se tambalease la autoridad del sabio que había demostrado antes que somos una colonia troyana. Estas dos opiniones aún serían combatidas por otros serios estudiosos de la Antigüedad; unos harían ver que somos egipcios, visto que el culto a Isis se estableció en el pueblo de Issy, entre París y Versalles. Otros probarían que somos árabes, como testimonian las palabras almanaque, alambique, álgebra, almirante. Los sabios chinos y siberianos tendrían grandes dificultades para decidir, y por fin nos dejarían simplemente como lo que somos.

Parece que hay que atenerse a esta incertidumbre sobre el origen de las naciones. Ocurre con los pueblos lo mismo que con las familias: varios barones alemanes aseguran descender por línea directa de Arminius; se compuso para Mahoma una genealogía según la cual desciende de Abraham y de Agar. Del mismo modo, los antiguos zares de Rusia proceden de Bela, rey de Hungría; Bela de Atila, Atila de Turck, padre de los hunos, y Turck era hijo de Jafet. Su hermano Rus fundó el trono de Rusia; otro hermano llamado Cam estableció su poderío hacia el Volga. Todos los hijos de Jafet eran, como todo el mundo sabe, nietos de Noé, cuyos tres hijos fueron rápidamente a establecerse a miles de leguas los unos de los otros, por miedo a ayudarse mutuamente, y probablemente hicieron con sus hermanas millones de habitantes en pocos años.

Muchos personajes serios han seguido exactamente estas filiaciones, con la misma sagacidad con la que han descubierto que los japoneses poblaron el Perú. La Historia se ha escrito durante mucho tiempo en este estilo, que no es el del presidente De Thou y ni el de Rapin de Thoiras.

IV

Si hay que estar en guardia frente a los historiadores que se remontan a la Torre de Babel y al diluvio, no hay que estarlo menos frente a los historiadores que detallan toda la Historia Moderna, que se adentran en todos los secretos de los ministros, que desgraciadamente ofrecen la relación exacta de todas las batallas cuyos generales con dificultad hubieran podido rendir cuenta.

Desde el comienzo del nuevo siglo, han tenido lugar en Europa cerca de doscientos grandes combates, la mayoría de ellos más mortíferos que las batallas de Arbelas y de Farsala; pero muy pocos han tenido grandes consecuencias, por ello se han perdido para la posteridad. Si no hubiera más que un libro en el mundo, los niños sabrían de memoria todas sus líneas, se contarían todas sus sílabas; si no hubiera más que una batalla, el nombre de cada soldado sería conocido, y su genealogía pasaría a la posteridad. Pero en esta larga sucesión de guerras sangrientas a las que se libran los príncipes cristianos, todos los antiguos intereses han cambiado, eclipsados por los nuevos. Las batallas de hace veinte años son olvidadas a favor de las de hoy en día. Como en París las noticias de ayer son ahogadas por las de hoy, y éstas a su vez por las de mañana, y casi todos los acontecimientos se empujan los unos a los otros hacia el eterno olvido. Es una reflexión que no se hace a menudo. Sirve para aplacar las desgracias que se sufren, muestra la insignificancia de las cosas humanas. Sólo restan para fijar la atención de los hombres las asombrosas revoluciones que han cambiado las costumbres y las leyes de los grandes Estados. Y es por este motivo por lo que la historia de Pedro el Grande merece ser conocida.

Si nos hemos extendido en exceso en algunos detalles de combates y de la toma de ciudades que se parecen mucho a otros combates y a otros sitios, nos disculpamos ante el lector filósofo; no tenemos más excusa que la de que esos pequeños hechos están ligados a los grandes y, por lo tanto, están necesariamente unidos.

Hemos refutado a Norberg en los casos que nos parecen más importantes, y lo hemos dejado errar impunemente en los detalles.

V

Hemos hecho la historia de Pedro el Grande más breve y completa que hemos podido. Hay historias de pequeñas provincias, de pequeñas ciudades, de abadías e incluso de monjes, en varios volúmenes in folio; las memorias de un abad retirado varios años en España, donde no hizo prácticamente nada, ocupan siete tomos; uno sólo ha bastado para la vida de Alejandro.

Es posible que haya aún hombres-niños que prefieran las fábulas de los Osiris, los Bacos, los Hércules, los Teseos consagrados por la Antigüedad, a la historia real de un príncipe moderno, ya sea porque los nombres antiguos de Osiris y Hércules deleitan más al oído que el de Pedro, ya sea porque los gigantes y los leones abatidos agradan más a una imaginación débil que las leyes y las empresas útiles. Sin embargo, hay que reconocer que la derrota del gigante de Epidauro y del ladrón Sinnis, y el combate contra la trucha de Crommion, no se pueden igualar a los logros del que venció a Carlos XII, el fundador de Petersburgo, el legislador de un imperio temible.

Los antiguos nos han enseñado a pensar, es cierto. Pero sería extraño preferir al escita Anacarsis por ser antiguo, al escita moderno4, que ha civilizado a tantos pueblos. No vemos que el legislador de Rusia tenga que inclinarse ante Licurgo y Solón. Las leyes del primero, que recomiendan el amor por los muchachos a los burgueses de Atenas y se lo prohíben a los esclavos, y las leyes del segundo, que ordenan a las muchachas combatir desnudas a golpes en la plaza pública, ¿son acaso preferibles a las leyes de aquel que ha formado a los hombres y a las mujeres en la sociedad, que ha creado la disciplina militar en tierra y mar, que ha abierto su país al desarrollo de todas las artes?

Esta Historia contiene su vida pública, la que ha sido útil, y no su vida privada, sobre la que no hay más que algunas anécdotas, bastante conocidas de hecho. No es en absoluto asunto de un extranjero el desvelar los secretos de su gabinete, de su dormitorio y de su mesa. Si alguien hubiera podido ofrecer esas memorias, habría sido un príncipe Ménshikov, un general Sheremétiev, que lo vieron tanto tiempo en la intimidad; ellos no lo hicieron, y todo lo que hoy en día no se basa más que en habladurías, no merece ningún crédito. Las personas de espíritu honesto prefieren ver a un gran hombre trabajar veinticinco años por el bien de un vasto imperio, a conocer de manera bastante incierta lo que ese gran hombre tiene en común con el vulgo de su país.

VI

Si no se trata más que de estilo, de crítica, de pequeños intereses de autor, hay que dejar ladrar a los escritorcillos de folletos. Nos volveríamos casi tan ridículos como ellos, si perdiéramos el tiempo en contestarles, o incluso en leerlos. Pero, cuando se trata de hechos importantes, en ocasiones es necesario que la verdad se rebaje a contestar para confundir las mentiras de hombres despreciables; su oprobio no debe impedir que la verdad se explique, de igual modo que la bajeza de un criminal perteneciente a la escoria del pueblo no impide que la justicia actúe contra él. Es por este doble motivo por lo que nos hemos visto obligados a silenciar al culpable ignorante que había corrompido la Historia del siglo de Luis XIV mediante notas tan absurdas como calumniosas, en las que ultrajaba brutalmente a una rama de la casa de Francia y a toda la casa real de Austria, así como a cien familias ilustres de Europa cuyas antecámaras le eran tan desconocidas como los hechos que osaba falsificar.

Un gran inconveniente ligado al arte de la imprenta es la triste facilidad que tiene para publicar imposturas y calumnias.

Tanto el sacerdote Le Vassor como el jesuita La Motte, el uno mendigo en Inglaterra y el otro en Holanda, escribieron Historia para ganarse el pan: uno escogió como objeto de su sátira al rey de Francia Luis XIII, y el otro tomó como objetivo a Luis XIV. Su calidad de apóstatas no debería propiciarles el crédito público; sin embargo, es un placer ver con qué confianza ambos anuncian hallarse en posesión de la verdad, repitiendo sin cesar esta máxima: que hay que osar decir todo lo que es cierto. Deberían añadir que hay que empezar por estar instruido en ello. Su máxima, en boca de ellos, es su propia condena; pero la máxima en sí misma bien merece ser examinada, puesto que se ha convertido en la excusa de todas las sátiras.

Toda verdad pública, importante y útil, debe ser dicha sin duda. Pero si existe alguna anécdota odiosa sobre un príncipe, si en su intimidad éste se ha librado, como tantos particulares, a debilidades humanas conocidas quizás por uno o dos confidentes, ¿quién os ha encargado revelar al público lo que esos dos confidentes no debían revelar a nadie? Quiero que descubráis ese misterio: ¿por qué rasgáis el velo con que todo hombre tiene derecho a cubrirse en el secreto de su casa? ¿Y por qué razón publicáis ese escándalo? Para complacer la curiosidad de los hombres, respondéis, para agradar a su maldad, para vender mi libro, que sin eso no sería leído. No sois más que un sátiro, un creador de libelos que vende murmuraciones, y no un historiador.

Si esa debilidad de un hombre público, si ese vicio secreto que queréis dar a conocer ha influido en los asuntos públicos; si ha hecho perder una batalla o afectado a las finanzas del Estado, si ha hecho desgraciados a los ciudadanos, entonces debéis hablar: vuestro deber es desvelar ese pequeño resorte oculto que ha causado grandes acontecimientos; más allá de esto, debéis callar. Que ninguna verdad sea ocultada es una máxima que puede tener algunas excepciones. Pero he aquí una que no admite excepción alguna: no transmitas a la posteridad más que lo que es digno de la posteridad.

VII

Además de la mentira en los hechos, existe también la mentira en los retratos. Este furor de atestar una historia de retratos empezó en Francia en las novelas. Fue Clélie quien puso de moda esta manía. Sarrazin, en los comienzos del buen gusto, hizo la historia de la conspiración de Valstein, quien jamás había conspirado. Al hacer el retrato de Valstein, al que no había visto nunca, no hace más que transcribir casi todo lo que Salustio dijo de Catilina, a quien Salustio sí había visto. Es escribir la Historia pretendiendo ser ingenioso; y quien quiere hacer demasiado alarde de su ingenio no consigue más que mostrarlo, lo cual no es gran cosa.

Convino al cardenal De Retz retratar a los principales personajes de su tiempo con quienes había tratado, y que habían sido amigos o enemigos suyos. No los pintó sin duda con esos colores deslucidos con que ilumina Maimbourg en sus historias romanescas a los príncipes de tiempos pasados. Pero, ¿fue acaso un pintor fiel? La pasión, el gusto por la singularidad ¿no confundían su pincel? ¿Debía, por ejemplo, expresarse así sobre la reina madre de Luis XIV?: «Tenía esa especie de agudeza que le era necesaria para no parecer estúpida a ojos de los que no la conocían; más acritud que nobleza, más nobleza que grandeza, más maneras que fondo, más afán por el dinero que liberalismo, más liberalismo que interés, más por el interés que desinteresada, más apego que pasión, más severidad que orgullo, más intención de ser piadosa que piedad, más obstinación que firmeza, y más incapacidad que todo lo dicho anteriormente».

Hay que reconocer que la oscuridad de estas expresiones, la cantidad de antítesis y de comparativos, y el tono burlesco de este retrato tan indigno de la Historia no deben agradar a las buenas personas. Los amantes de la verdad desconfían de la veracidad de este retrato, comparándolo con la conducta de la reina, y los corazones virtuosos se rebelan ante la acritud y el desprecio que el historiador despliega al hablar de una princesa que lo colmó de favores, y de igual manera se indignan al ver cómo un arzobispo hace estallar una guerra civil, como reconoce, por el mero placer de hacerlo.

Si hay que desconfiar de estos retratos realizados por los que se hallaban tan cercanos como para trazarlos con acierto, ¿cómo se puede creer en la palabra de un historiador que asegura conocer a un príncipe que ha vivido a seiscientas leguas de él? Es necesario en ese caso retratarlo por sus actos, y dejar a los que han vivido largo tiempo junto a su persona el cometido de decir el resto.

Las arengas son otra especie de mentira oratoria que los historiadores se han permitido en otro tiempo; ponían en boca de sus héroes lo que hubieran podido decir. Se podían tomar esta libertad especialmente con un personaje perteneciente a un tiempo remoto. Pero hoy en día estas ficciones ya no se toleran, se exige bastante más; ya que si se pusiera en boca de un príncipe una arenga que no hubiera pronunciado, se consideraría al historiador ampuloso.

La tercera clase de mentira es la más burda de todas, pero fue durante mucho tiempo la más cautivadora: se trata de lo fantástico. Domina en todas las historias antiguas, sin una sola excepción.

Se encuentran predicciones incluso en la Historia de Carlos XII de Norberg; pero no se ven en ninguno de nuestros historiadores sensatos que han escrito en este siglo: los signos, los prodigios y las apariciones se han devuelto a la fábula.

La Historia tenía la necesidad de ser iluminada por la Filosofía.

VIII

Hay un importante artículo que puede ser de interés para las dignidades de las Coronas. Olearius, que en 1634 acompañó a los enviados de Holstein a Rusia y a Persia, refiere en el libro tercero de su historia que el zar Iván III Vasílievich había desterrado a Siberia a un embajador del emperador; es un hecho del cual no ha hablado nunca, que yo sepa, ningún otro historiador. No es verosímil que el emperador sufriera una violación del derecho de gentes tan extraordinaria y tan ultrajante.

El propio Olearius dice en otro lugar: «Partimos el trece de febrero, en compañía de cierto embajador de Francia llamado Charles de Talleyrand, príncipe de Challais, etc. Luis lo había enviado con Jacques Roussel en embajada a Turquía y a Moscovia, pero su compañero rindió tan malos oficios con el patriarca que el gran duque lo desterró a Siberia».

En el libro tercero dice que ese embajador, el príncipe de Challais, y el llamado Roussel, su compañero, que era comerciante, eran enviados de Enrique IV. Es muy probable que Enrique IV, que murió en 1610, no enviase embajada alguna a Moscovia en 1634. Si Luis XIII hubiera enviado como embajador a un hombre de una casa tan ilustre como la de Talleyrand, no le hubiera asignado por compañero a un comerciante; Europa tendría conocimiento de esa embajada, y el singular ultraje hecho al rey de Francia hubiera sido aún más sonado.

Habiendo cuestionado este hecho increíble, y viendo que la fábula de Olearius había adquirido un cierto crédito, me creí obligado a pedir aclaraciones al Archivo de Asuntos Exteriores de Francia. Eso es lo que dio lugar al desprecio de Olearius.

Efectivamente hubo un hombre de la casa de Talleyrand que, apasionado por los viajes, llegó hasta Turquía, sin prevenir a su familia y sin solicitar cartas de recomendación. Se encontró con un comerciante holandés llamado Roussel, que era representante de una compañía de negocios y que tenía alguna relación con el Gobierno de Francia. El marqués de Talleyrand se unió a él para visitar Persia y, habiendo reñido por el camino con su compañero de viaje, Roussel lo calumnió ante el patriarca de Moscú: fue enviado a Siberia. Encontró el modo de avisar a su familia y, al cabo de tres años, el Secretario de Estado, Sr. Desnoyers, obtuvo su libertad de la Corte de Moscú.

He aquí el hecho puesto al día; no es digno de entrar en la Historia más que en cuanto a que pone en guardia contra la prodigiosa cantidad de anécdotas de este género que refieren los viajeros.

Hay errores históricos, y hay mentiras históricas. Lo que refiere Olearius no es más que un error; pero cuando se dice que un zar ordenó clavar el sombrero de un embajador a su cabeza, se trata de una mentira. Equivocarse en el número o la fuerza de los buques de un ejército naval, o darle a una comarca más o menos extensión, no son más que errores, y errores muy perdonables. Los que repiten las antiguas fábulas, de las que estaban impregnados los orígenes de todas las naciones, pueden ser acusados de una debilidad común a todos los autores de la Antigüedad: no se trata de mentir, sino concretamente de transcribir cuentos.

La negligencia nos somete también a muchas faltas que no se pueden considerar mentiras. Si en la nueva Geografía de Hubner encontramos que los límites de Europa se hallan en el lugar donde el río Obi desemboca en el Mar Negro, y que Europa tiene treinta millones de habitantes, he ahí descuidos que cualquier lector instruido puede rectificar. Esa Geografía a menudo presenta ciudades grandes, fortificadas y pobladas, que ya no son más que pueblos casi desiertos; es fácil percibir entonces que el tiempo lo ha cambiado todo: el autor ha consultado a los antiguos, y lo que era cierto en su tiempo ya no lo es hoy en día.

Hay errores también en las conclusiones que se extraen. Pedro el Grande abolió el Patriarcado. Hubner añade que se nombró patriarca a sí mismo. Las supuestas anécdotas de Rusia van más lejos, y dicen que Pedro ofició como Pontífice. De este modo, de un hecho probado se extraen conclusiones erróneas, lo cual no es sino harto común.

Lo que he llamado mentira histórica es aún más común: se trata de lo que la adulación, la sátira o el insensato amor por lo fantástico llevan a inventar. El historiador que alaba a un tirano para agradar a una familia poderosa es un cobarde; aquel que pretende deslucir la memoria de un buen príncipe es un monstruo; y el novelista que hace pasar por verdades sus imaginaciones es despreciado. Aquel que antiguamente hacía que naciones enteras respetaran sus fábulas no sería leído hoy en día ni por el último de los hombres.

Hay críticos que son aún más mentirosos, que alteran ciertos pasajes o que no los entienden; que, inspirados por la envidia, escriben con ignorancia contra obras útiles: son serpientes que roen la lima, hay que dejarlas hacer5.

Notas al pie

1 J. J. Rousseau: El contrato social, libro II, capítulo VIII. (N. de la T.).

2 El siglo de Luis XIV, publicado por Voltaire ocho años antes que el primer tomo de este volumen, en 1751. (N. de la T.)

3 En 1759, año en que vio la luz el primer tomo de la Historia del Imperio de Rusia, se publicó en Francia un libro titulado Memoria en la que se demuestra que los chinos son una colonia egipcia, de De Guignes. (N. de la T.)

4 Voltaire emplea el término «escita» para referirse a Pedro el Grande, aludiendo a la Escitia de la Antigüedad, que se extendía al norte del Mar Negro a lo largo de las estepas rusas. (N. de la T.)

5 Alusión a la fábula de Lafontaine titulada «La serpiente y la lima» en la que una serpiente intenta roer una lima de acero, la cual, consciente de su fortaleza frente a la serpiente, no se preocupa por ella y la deja hacer. La fábula termina con las siguientes palabras: «Esto vale para aquellos espíritus de última categoría, que, sin servir para nada valioso, tratan sólo de morder, aunque en vano. ¿Creéis, ¡oh necios!, que vuestros dientes dejarán sus huellas en tantas obras inmortales? Son para vosotros de bronce, de acero, de diamante! Editorial Losada, 2005. (Traducción de Juan y José Bérgua.) (N. de la T.)

TOMO I

Introducción

En los primeros años del siglo en que nos hallamos, el vulgo no conocía en el Norte más héroe que Carlos XII. Su valor personal, más propio de un soldado que de un rey, y el esplendor de sus victorias –e incluso de sus derrotas– impresionaban a todos, cuyos ojos se fijan con facilidad en estos grandes acontecimientos, y no ven las labores largas y útiles. Los extranjeros dudaban entonces incluso de que las empresas del zar Pedro el Grande pudieran sostenerse; han subsistido y se han perfeccionado, especialmente bajo la emperatriz Isabel, su hija. Ese imperio se cuenta hoy en día entre los estados más florecientes, y Pedro está al nivel de los más grandes legisladores. Aunque, desde el punto de vista de los sabios, sus empresas no tuvieran necesidad de triunfar, sus éxitos han afirmado por siempre su gloria. Hoy en día se considera que Carlos XII merecería ser el primer soldado de Pedro el Grande. El primero no ha dejado más que ruinas, el otro es un fundador en toda regla. Osé mantener casi la misma opinión hace treinta años, cuando escribí la Historia de Carlos. Las memorias que me suministran hoy sobre Rusia me ponen en la situación de dar a conocer este imperio, cuyos pueblos son tan antiguos, y en el que las leyes, las costumbres y las artes son de nueva creación.

Capítulo I

Descripción de Rusia

El Imperio Ruso es el más vasto del universo. Se extiende de Occidente a Oriente por un espacio de más de dos mil leguas comunes de Francia, y de norte a sur se cuentan más de ochocientas leguas en su mayor anchura. Sus confines son Polonia y el Mar Glacial; limita con Suecia y con la China. Su extensión, desde la isla de Dago, al occidente de Livonia, hasta sus lindes más orientales, comprende cerca de ciento setenta grados; de manera que cuando es mediodía en Occidente, al Oriente del imperio es casi medianoche. Su anchura es de tres mil seiscientas verstas de norte a Sur, es decir ochocientas cincuenta de nuestras leguas comunes.

El siglo pasado conocíamos tan poco los límites de este país, que cuando en 1689 supimos que los chinos y los rusos estaban en guerra, y que el emperador Kang Hsi1 por un lado, y los zares Iván y Pedro por otro, enviaban una embajada para resolver sus desacuerdos a trescientas leguas de Pekín, en los límites de los dos imperios, tratamos inicialmente el acontecimiento como cosa de fábula.

Lo que hoy en día comprende el nombre de Rusia o de las Rusias, es más vasto que todo el resto de Europa, más de lo que nunca fue el Imperio Romano, ni el de Darío, conquistado por Alejandro: pues comprende más de un millón cien mil leguas cuadradas. El Imperio Romano y el de Alejandro no contenían cada uno más que unas quinientas cincuenta mil, y no hay en Europa un reino que sea la doceava parte del Imperio Romano.

Para hacer de Rusia un país tan poblado, tan abundante, tan cubierto de ciudades como nuestros países meridionales, harán falta aún siglos y zares como Pedro el Grande.

Un embajador inglés que residía en 1733 en Petersburgo, y que había estado en Madrid, dice en su relación manuscrita que en España, que es el reino menos poblado de Europa, se pueden contar cuarenta personas por milla cuadrada, y que en Rusia no se cuentan más que cinco; veremos en el capítulo segundo si ese ministro2 no se había excedido. El ingeniero más grande y el mejor ciudadano, el mariscal De Vauban, calcula que en Francia hay doscientos habitantes por cada milla cuadrada. Estas evaluaciones nunca son completamente exactas, pero sirven para demostrar la enorme diferencia de población de un país a otro.

Haré notar aquí que de Petersburgo a Pekín apenas se encuentra una montaña en la ruta que las caravanas pueden tomar por la Tartaria independiente; y de Petersburgo a los límites septentrionales de Francia, pasando por Dánzig, Hamburgo y Ámsterdam, no se ve ni una colina un poco alta. Esta observación puede hacer dudar de la verdad del sistema según el cual las montañas se formaron únicamente por el movimiento de las mareas: se supone que todo lo que hoy es tierra ha sido durante mucho tiempo mar. Pero ¿cómo es posible que las mareas, que en esa suposición formaron los Alpes, los Pirineos y los Taurus, no hubieran formado también algún cerro elevado desde Normandía hasta la China, a lo largo de un espacio tortuoso de tres mil leguas? Considerando de esta manera la Geografía, puede alumbrar a la Física, o al menos crear dudas.

Antiguamente, a Rusia la denominábamos Moscovia, debido a que la ciudad de Moscú, capital de ese imperio, era la residencia de los grandes duques de Rusia. Hoy en día, el antiguo nombre de Rusia ha prevalecido.

No debo indagar aquí por qué se ha nombrado Rusia Blanca a las comarcas que abarcan desde Smolensk hasta más allá de Moscú, ni por qué Hibner la llama Rusia Negra; ni por qué razón la Kiovia debe ser la Rusia Roja.

Es posible también que Madies el escita, que hizo una irrupción en Asia unos siete siglos antes de nuestra era, llevase sus armas hasta estas regiones, como se hace desde Gengis y Tamerlán, y como se hacía probablemente mucho tiempo antes de Madies. Pero la Antigüedad de esta región no merece nuestros estudios. La de los chinos, los indios, los persas y los egipcios se constata mediante monumentos ilustres e interesantes. Estos monumentos suponen la existencia de otros muy anteriores, puesto que son necesarios muchos siglos sólo para instaurar el arte de transmitir los pensamientos mediante signos perdurables, y anteriormente muchos siglos más fueron necesarios para formar un lenguaje regular. Pero no tenemos tales monumentos en nuestra Europa, hoy en día tan civilizada. El arte de la escritura fue durante mucho tiempo desconocido en todo el Norte: el patriarca Constantino, que escribió en ruso la Historia de Kiovia, reconoce que en ese país no se empleaba en absoluto la escritura en el siglo V. Que otros examinen si hunos, eslavos y tártaros condujeron en otro tiempo a familias errantes y hambrientas hacia el nacimiento del Boristeno3. Mi propósito es mostrar lo que el zar Pedro ha creado, más que desembrollar inútilmente el antiguo caos. Siempre hay que recordar que ninguna familia en la Tierra conoce a su primer creador, y que en consecuencia ningún pueblo puede conocer su primer origen.

Empleo el nombre de rusos para designar a los habitantes de ese gran imperio. El nombre de roxolanos que se les daba antiguamente sería más sonoro, pero hay que adaptarse al uso de la lengua en la que se escribe. Las gacetas y otras memorias emplean desde hace cierto tiempo el nombre de rusianos, pero como ese nombre se parece demasiado al de prusianos, me atengo al de rusos, que es el que casi todos nuestros autores les han dado; me ha parecido que el pueblo más extendido de la Tierra debe ser conocido por un término que lo distinga completamente del resto de las naciones.

Primeramente, es preciso que el lector, mapa en mano, se haga una idea clara de este imperio, dividido hoy en dieciséis grandes gobiernos, que serán subdivididos algún día, cuando las comarcas septentrionales y de Oriente tengan más habitantes.

Éstos son los dieciséis gobiernos, algunos de los cuales comprenden provincias inmensas:


– De la Livonia


La provincia más cercana a nuestras comarcas es la de Livonia. Es una de las más fértiles del norte. Era pagana en el siglo XII. Negociantes de Bremen y de de Lubeck comerciaron allí, y una orden de cruzados religiosos llamados los Porta-espadas, que se uniría después a la orden teutónica, se apropió de ella en el siglo XIII, en los tiempos en los que el furor de las cruzadas armaba a los cristianos contra todo lo que no fuera de su religión.

Albert Markgrave de Brandenburgo, al mando de esos religiosos conquistadores, se convirtió en soberano de Livonia y de la Prusia brandenburguesa hacia el año 1514. Los rusos y los polacos se disputaron desde entonces esa provincia. Pronto los suecos penetraron también. Livonia fue asolada durante mucho tiempo por todas esas potencias. El rey de Suecia Gustavo Adolfo la conquistó; fue cedida a Suecia en 1660, por la célebre Paz de Oliva; por último, el zar Pedro se la conquistó a los suecos, como veremos a lo largo de esta Historia. Curlandia, una parte de Livonia, se somete aún a Polonia, pero depende mucho de Rusia. Estos son los límites occidentales de este imperio en la Europa cristiana.


– De los Gobiernos de Revel4, Petersburgo y Vyborg


Más al norte se encuentra el Gobierno de Revel y de Estonia. La ciudad de Revel fue fundada en el siglo XIII por los daneses. Los suecos han dominado Estonia desde que el país se puso bajo la protección de Suecia en 1561: es otra de las conquistas de Pedro. Al extremo de Estonia está el golfo de Finlandia. Al oriente de ese mar, en la desembocadura del Neva y del lago Ladoga, se encuentra la ciudad de Petersburgo, la más bella y nueva ciudad del imperio, erigida por el zar Pedro, a pesar de todos los obstáculos que se oponían a su fundación.

Petersburgo se eleva sobre el golfo de Kronstadt, entre los nueve brazos del río que dividen sus barrios; un castillo inexpugnable ocupa el centro de la ciudad, en una isla formada por el cauce mayor del Neva. Siete canales extraídos de ríos bañan los muros de un palacio, el Almirantazgo, los astilleros y varias factorías. Treinta y cinco grandes iglesias constituyen otros tantos ornamentos de la ciudad; y entre esas iglesias, hay cinco para extranjeros, ya sean católicos romanos, reformados o luteranos: son cinco templos dedicados a la tolerancia, y otros tantos ejemplos para las demás naciones. Hay cinco palacios; el antiguo, llamado de Verano, está situado al borde del Neva, rodeado por una inmensa balaustrada de hermosa piedra a lo largo de toda la orilla. El nuevo Palacio de Verano, situado cerca de la Puerta Triunfal, es una de las más bellas muestras arquitectónicas que existen en Europa. Los edificios construidos para el Almirantazgo, el cuerpo de cadetes, los colegios imperiales, la Academia de Ciencias, la Bolsa, el almacén de mercancías y el de galeras, son monumentos magníficos. La sede de la policía, la casa de la farmacia pública, en la que todos los frascos son de porcelana, el almacén de la corte, la fundición, el arsenal, los puentes, los mercados, las plazas, los cuarteles para la guardia montada y la guardia a pie, contribuyen al embellecimiento de la ciudad, así como a su seguridad. Se cuentan actualmente cuatrocientas mil almas. En los alrededores de la ciudad se hallan las casas de recreo, cuya magnificencia asombra a los viajeros; hay una cuyas fuentes son muy superiores a las de Versalles. No había nada en 1702, era un pantano impracticable. Petersburgo consta como capital de Ingria, pequeña provincia conquistada por Pedro I. Vyborg, conquistada también por él, y la parte de Finlandia que se perdió y fue cedida por Suecia en 1742, constituyen otro Gobierno.


– Arcángel


Más al norte se halla la provincia de Arcángel, región completamente nueva para las naciones meridionales de Europa. Tomó su nombre de San Miguel Arcángel, a cuya protección fue encomendada mucho después de que los rusos adoptaran el cristianismo, cosa que no ocurrió hasta principios del siglo XI. Hasta el siglo XVI la región no fue conocida por otras naciones. En 1533, los ingleses buscaron por los mares del norte y del este una vía para llegar a las Indias orientales. Chancelor, capitán de uno de los navíos provistos para esa expedición, descubrió el puerto de Arcángel en el Mar Blanco. No había en aquel yermo más que un convento con la pequeña iglesia de San Miguel Arcángel.