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Thomas Müntzer, teólogo de la revolución




Traducción de

Jorge Deike

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Ernst Bloch

Thomas Müntzer, teólogo de la revolución

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 122
Clásicos


Colección dirigida por

Valeriano Bozal

© de la presente edición,
Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-190-7

Índice

I. Cómo se ha de leer

II. Fuentes, biografías y reediciones

III. La vida de Thomas Müntzer

IV. Orientación de la predicación y la teología müntzerianas

V. Conclusión, y la mitad del reino

Observación final

I

Cómo se ha de leer

Queremos estar siempre tan sólo entre nosotros.


De ahí que tampoco en este caso se dirija nuestra mirada en modo alguno al pasado. Antes bien, nos inmiscuimos vivamente. Y también los demás retornan así, transformados. Los muertos regresan, y su hacer aspira a cobrar nueva vida con nosotros. Müntzer fue quien más bruscamente se quebró, a despecho de sus vastísimos horizontes. Aquel que actuando lo considere, captará el presente y el absoluto de manera más distanciada y sinóptica –y sin embargo, con vigor no atenuado– que en una vivencia excesivamente rápida; y sin embargo, con vigor no atenuado. Münzer es principalmente historia en el sentido fecundo; él y su obra y todo lo pretérito que merece ser reseñado están ahí para obligarnos, para inspirarnos, para apoyar cada vez con mayor amplitud nuestro constante propósito.

II

Fuentes, biografías y reediciones

Las pesquisas en torno a este hombre jamás han sido sobremanera concienzudas hasta ahora. Largos trechos de la vida de Müntzer permanecen en la oscuridad; numerosos aspectos, relativos en parte a actividades y compromisos de importancia, están por aclarar todavía.

No es probable que aparezcan aún documentos esencialmente nuevos al respecto. Förstemann y Seidemann parecen haber localizado y reunido cuanto se conserva de material manuscrito y documental. Los lugares de aparición constan en la «Realenzyklopádie für protestantische Theologie und Kirche» [Enciclopedia teológica y eclesiástica protestante], de Hauck, 1903, artículo sobre Müntzer, así como en la tesis doctoral «Thomas Müntzer und Heinrich Pfeiffer», de Merx, Göttingen, 1889. Merx enmendó además algunos detalles de las biografías propiamente dichas de Müntzer que aparecieran con anterioridad, basándose para ello en materiales nuevos; por lo demás, esta breve disertación es somera y de un interés subalterno. Habría que mencionar aún a Jordan, quien, en sus cuadernos «Zur Geschichte der Stadt Mühlhausen in Thüringen» [Notas sobre la historia de la ciudad de Mühlhausen, en Turingia], números I, II, IV, VII, VIII y IX, Mühlhausen i. Th., 1901-11, reunió algunos datos misceláneos, elaborándolos con el criterio de un catedrático de enseñanza media de la susodicha ciudad.

Por lo que atañe a las monografías propiamente dichas, es preciso decir que tampoco en este terreno tuvo suerte Müntzer. A Melanchton se atribuye, sin pruebas, la primera crónica de su vida: «Historie Thome Müntzers, des anfengers der Döringischen vffrur» [Historia de Thomas Müntzer, el iniciador de la sublevación turingia], de 1525, reproducida en casi todas las ediciones de las obras completas de Lutero; este escrito es parcial, a trechos deliberadamente mendaz y casi por entero inservible. Cuanto difundieran adicionalmente sobre Müntzer los posteriores cronistas de la Guerra de los Campesinos está copiado de Melanchton (o del Pseudo-Melanchton). Algunos hombres con otras afinidades electivas –principalmente, por ejemplo, Sebastian Franck y Gottfried Arnold– es cierto que en sus respectivas crónicas de las herejías reservan algún espacio para rememorar al menos la doctrina de Müntzer. Pero sería Strobel, movido por la Revolución Francesa, quien proporcionase con su libro «Leben, Schriften und Lehren Thomae Müntzers, des Urhebers des Bauernaufruhrs in Thüringen» [Vida, escritos y doctrinas de Th. M., instigador de la sublevación campesina de Turingia], Nuremberg y Altdorf, 1795, la primera biografía genuina, que, aunque de tono anecdótico por lo general, se distingue por el probo intento de recopilar por fin cuanto sobre Müntzer y de Müntzer fuera accesible todavía. A ésta siguió la obra de Seidemann «Thomas Müntzer, eine Monographie, nach den im Königlich Sächsischen Hauptstaatsarchiv zu Dresden vorhandenen Quellen bearbeitet» [Th. M., monografía elaborada según las fuentes disponibles en el Archivo Estatal Principal del Reino de Sajonia, sito en Dresden], Dresden y Leipzig, 1842. Este trabajo, a trechos muy esmerado, es la primera crónica de carácter científico, si bien peca de mezquina y en modo alguno sabe valorar ante todo el talante y la teología reformadores de Müntzer. Kautsky, por último, situando todo, aun por lo que a las meras fuentes se refiere, en un contexto más amplio, dedicó un capitulo a Müntzer en el tomo segundo de su obra «Vorläufer des neueren Sozialismus» [Precursores del socialismo moderno], Stuttgart, 1920. Se perciben con agrado aquí un enfoque harto más amistoso, una referencia axiológica revolucionaria en la selección y agrupación del material documental y primordialmente el método histórico-económico. Sin embargo, la ilustración y el desconocimiento religioso impiden a Kautsky no ya aceptar, sino ni aun captar los «botoncitos de muestra de la mística apocalíptica», como suele decir él mismo. Los restantes estudios –más generales– sobre Müntzer, que van incluidos en las obras históricas de extensión reducida o mayor volumen, en las historias eclesiásticas y en los diccionarios enciclopédicos, si contienen pocas cosas nuevas, como es natural, conservan, en cambio, cual pertenece al espíritu de la historiografía burguesa y feudal, con tanto mayor fidelidad las semblanzas y los demás juicios de valor de la necrología melanchtoniana o pseudomelanchtoniana. Únicas excepciones son la amable «Geschichte des Bauernkrieges» [Historia de la Guerra de los Campesinos], de Zimmermann, tomo II, Stuttgart, 1856, y ante todo Friedrich ENGELS, quien en su breve escrito «Der deutsche Bauernkrieg» [La Guerra Campesina de Alemania], reeditado en 1908, parafraseó la exposición de Zimmermann en el aspecto económico y sociológico, entroncando con los sucesos de 1848. La mucho más ambiciosa obra de Troeltsch «Soziallehren der christlichen Kirchen» [Doctrinas sociales de las iglesias cristianas], Mohr, Tübingen, 1919, aporta alguna documentación muy de agradecer, ordenada, además, de manera sistemática, principalmente por lo que se refiere a la tipología de las sectas y a los fundamentos sociológicos de la teología sectaria, aunque dedica muy pocas palabras a Müntzer y a «la excitada religión de la gente humilde, que se nutre de migajas místicas», es decir: a la genuina ideología de la Guerra de los Campesinos.

Dispersas por aquí y por allá, se pueden leer en las crónicas algunas proclamas del propio Müntzer. Los originales auténticos se han reeditado sólo en parte y con gran dispersión geográfica. El resto es accesible hasta ahora en el marco del intercambio entre grandes bibliotecas. Las tres instrucciones sobre la liturgia alemana están reproducidas en el libro de Sehling «Die evangelischen Kirchenordnungen des XVI. Jahrhunderts» [Las liturgias evangélicas del siglo XVI], Leipzig, 1902, tomo 1, págs. 470 y ss.; la «Aussgetrückte emplössung des falschen Glaubens» [Denunciación expresa de la falsa fe] la sacó a luz, en edición de Jordan, Danner en Mühlhausen i. Th., en 1908; la «Hochverursachte Schutzrede [Apología sumamente justificada] salió a la luz en la obra de Enders «Aus dem Kampf der Schwärmer gegen Luther» [La lucha de los exaltados contra Lutero], dentro de una serie de reimpresiones de obras literarias alemanas de los siglos XVI y XVIIeditada por Niemeyer en Halle en 1893. Muy en vano se pace de ordinario la hierba en torno a los sepulcros del pasado; ahora bien, la edición completa de las principales cartas de Müntzer, sus proclamas y sus escritos originales, más aún: la edición critica de los textos anabaptistas en general, es asombroso desiderátum desde hace siglos. Con posterioridad a esta sinopsis han aparecido las obras siguientes: Böhmer y Kirn, «Thomas Müntzers Briefwechsel» [La correspondencia de Th. M.], Leipzig, 1931; 0. Brandt, «Thomas Müntzer, sein Leben und seine Schriften» [Th. M., su vida y sus escritos], Jena, 1933; C. Hinrichs, «Thomas Müntzers Politische Schriften» [Obras políticas de Th. M.], Halle, 1950; M. Smirin, «Die Volksreformation Thomas Müntzers und der grosse Bauernkrieg» [La reforma popular de Th. M. y la gran Guerra de los Campesinos], Berlín, 1952; A. Meusel, «Thomas Müntzer und seine Zeit» [Th. M. y su tiempo], Berlín, 1952; etc. No menos sorprende que Müntzer y toda la tremenda erupción en torno a él no hayan vuelto a cobrar vida en la literatura. Pues dado que el huero parloteo de Armin Stein, «Thomas Müntzer», Halle a. S., 1900, e incluso el folletín liberal de Theodor Mundt, «Thomas Müntzer», Altona, 1841, sólo se podrán citar para disuadir a los posibles lectores, desgraciadamente no existe todavía sobre Müntzer o los anabaptistas, pese a Emanuel Quint, ninguna novela que los devuelva a la vida, que permita a un alma transformada, a una época transformada, realizar sobre la base de este asunto de la historia europea vivida mejor que ningún otro la elevación de la «novela» meramente atea hacia esa plenitud objetiva del soñar despierto que caracteriza a la «epopeya rusa»; de acuerdo ello con la teoría de la novela de Lukács y su profecía sobre la epopeya.

Al menos en este libro se va a intentar una empresa similar en el plano conceptual. Quieren estas páginas traer a los días presentes, llevar a los venideros, una conmoción temprana, unas ideas medio olvidadas, que ya sólo son conscientes de manera atenuada. Ciertamente y –por supuesto–, el presente trabajo, a despecho de su sustrato empírico, está enfocado en lo esencial desde el punto de vista de la filosofía de la historia y de la religión. Y ello, por razón de que no sólo nuestra vida, sino todo cuanto de ella está penetrado, sigan operando y, en consecuencia, no permanezcan encerrados en su tiempo o, de modo más general, dentro de la historia, sino que continúen actuando en cuanto figuras de testimonio, calando en un ámbito suprahistórico. Como en el relato de E. T. A. Hoffmann, el caballero Gluck entra una y otra vez en su estancia, rodeando a Armida con mayor pasión cada vez; y no es sólo que Herder hable de Shakespeare, sino que en sus palabras nos habla asimismo Shakespeare de Herder, el Sturm und Drang, la musicalidad y el romanticismo. Así pues, la historia no se conjura tan sólo en base al recuerdo, a menos que se complementen las categorías axiológicas de la eficiencia o las todavía intrínsecas de la historia por obra de la persistencia, de aquello que, a fin de cuentas, nos hace estar implicados personalmente y de manera total, de la «reacuñación» más genuina, del esquema productivo de la recordación, a saber: en cuanto conciencia indefectible, esencial, de todo lo no acaecido, de todo lo eternamente perseguido por nosotros y que, aunque no lo hayamos hollado, es cierto que podemos acceder a ello por la filosofía de la historia a través de lo ya acaecido, en una mezcolanza carente de sentido y a la vez llena de sentido, en la intrincada suma de encrucijadas y en la paradójica suma de conducciones de nuestro destino. Como en el nuevo hacer, los muertos retornan así en un contexto significativo portador de nuevas indicaciones, y la historia, asimilada, supeditada a los conceptos revolucionarios de prolongada acción, exacerbada hasta lo legendario y traspasada de luminosidad, se torna función imperecedera en su plenitud testimonial referida a la revolución y a la apocalipsis. En modo alguno es, como en Spengler, dislocada sucesión de imágenes, ni tampoco, como para el agustinismo secularizado, firme epopeya del progreso y de la providencia soteriológica, sino viaje duro, periclitado, una tribulación, una peregrinación, un errar buscando la patria oculta, lleno de trágicas perturbaciones, hirviente, reventando por mil fisuras, erupciones y promesas aisladas, discontinuamente tarado con la conciencia moral de la luz. Así pues, mucho de lo que en la historia predominó y llegó a encumbrarse altamente fue, en realidad, lo que supo reconocer Sebastian Franck: risotada, fábula y divertimiento de carnaval, cuando no franca obra diabólica contra Dios. Mas los extintos, Thomas Müntzer y cuanto su porte nos enseña a decir, pertenecen ya en sí a la sucesión histórico-filosófica, es más: a una sucesión que trasciende la historia. Se trata de un palimpsesto, con los relatos de la Guerra de los Campesinos por encima y las reflexiones concernientes a otro mundo en el fondo. Que así se nos aparezca –pues el estado es el diablo, pero la libertad de los hijos de Dios es la sustancia– y así nos ilumine y reafirme el rebelde en Cristo, Thomas Müntzer.

III

La vida de Thomas Müntzer

1. Nacimiento

Desde el principio, todo fue turbio en torno a él.

Casi en el abandono creció el sombrío mozo. Hijo único de una familia humilde, Müntzer nació en Stolberg hacia 1490. Al padre lo perdió temprano, y su madre recibió trato atroz; so pretexto de indigencia, se la intentó expulsar de la ciudad. Se dice que el padre había acabado en la horca, víctima de la arbitrariedad condal.

2. Influencias

Ya de muchacho conoció, pues, todas las amarguras del oprobio y de la injusticia.

Se hizo silencioso, encerrándose en sí mismo. No aceptaba nada de los «demás», pero estaba más que dispuesto a sufrir con ellos. A sentir la penuria de los pobres, del pueblo llano, que se hundía, harapiento, embruteciéndose, esquilmado. Y otra cosa le venía al encuentro desde fuera a su corazón vigilante. Tiempos de agitación se aproximaban, jóvenes de por sí , llenos de cosas desconocidas. El país estaba alerta, inquieto; como un anticipo circulaban de aquí para allá mensajeros, exploradores y predicadores. Por otro lado, en los boscosos valles del Harz alentaba aún la doctrina de los flagelantes, persistía el recuerdo de la Santa Vehma. Pero todo ello iba a topar con alguien que en la oscuridad, en el susurro, en lo venidero de alrededor sólo oía el cántico interior suyo. Posteriormente hubo de describir Müntzer ese asombro «que surge cuando uno es niño de seis o siete años». Y en Praga, en el año 1521, certificará: «Puedo testimoniar con todos los elegidos que me conocen desde la juventud que he hecho uso de la máxima diligencia por recibir o adquirir instrucción superior en la santa e insuperable fe cristiana». No cabe duda, pues, que Müntzer, aun prescindiendo de las influencias de tiempo, ciclo legendario y profesión sacerdotal elegida, se sentía favorecido por un tráfico todavía más íntimo que el que pudiera proporcionarle el testimonio externo. «¡ Ay, Biblia, Bablia, Babel...!»1, decía; «hay que retirarse a un rincón y ponerse a hablar con Dios.» Así pues, Leipzig y Frankfurt del Oder no fueron ciertamente los lugares de estudio esenciales de su juventud, por más que Müntzer saliera de las accidentales aulas con el grado de bachiller y magister artium.

3. Vagabundaje

A partir de entonces ejerció de predicador ambulante, y no parece haber disgustado a las gentes. De su estilo aparecían muchos, pero la mayoría amainaban pronto. Sólo en una ocasión –era domingo de Ramos– se explayó de tal manera que logró poner en un aprieto a personas de buen sentido. Y pronto hubo también Müntzer de sentirse llamado con urgencia, en forma que nada tenía de luterana, a seguir a un Señor que irrumpía en el templo derribando los tenderetes de los mercaderes. Hacia 1513, siendo profesor en Halle, fundó ya una sociedad secreta para luchar contra el arzobispo de Magdeburgo. Refiriéndose a aquel tiempo, Lutero escribiría después que Müntzer «vagaba por el país buscando cobijo para su depravación». Estuvo de confesor en un convento de monjas, y después, hacia 1517, otra vez de magister en Brunswick, de donde parece ser que ya lo expulsaron.

Pero de aquellos tiempos se han conservado cartas dirigidas a él en tono no poco admirativo. Jamás tibio, siempre resuelto y firme, el joven Müntzer se nos revela decididamente ya, tanto a través de sus enemigos como de sus amigos, como quien es. Del mismo modo que en Halle se había manifestado su temperamento conspirador, en cualquier nuevo lugar al que arribaba salía a flote su exaltada naturaleza. Obtuvo empleo de preste en un convento de monjas cerca de Weissenfels; pero allí omitió la fórmula de la consagración, dejó el pan y el vino como estaban y, en una veleidad espiritualista, comulgó la forma sin consagrar. Al mismo tiempo, parece haber hecho mella por entonces en aquel hombre fuera de lo común una vivísima pasión intelectual. A juzgar por sus facturas de libros llegadas hasta nosotros, anduvo sumergido por aquellos años en San Eusebio, San Jerónimo y San Agustín, estudiando asimismo las actas de los Concilios de Constanza y Basilea. Entre sus escritos inéditos se hallaron aún después de su muerte los sermones de Tauler, que, junto con la «Theologia deutsch» [Teologia tudesca], tenía él en la más alta estima. También dedicó algún tiempo a las oscuras doctrinas milenaristas del abad Joaquín de Flora, contemporáneo de los Hohenstaufen. Pero tanto los escritos de éste como todos los demás no eran para Müntzer mero testimonio, relampagueo y eco idéntico de una luz que de nadie había tomado él a préstamo, de una luz que recibía él tan sólo de «allá arriba», a través de todos los siglos.

4. Desavenencia

Mas pronto abandonaría las alturas para volver a estar entre los hombres. Se reparaba en él, que aún podía presentar una apariencia luterana, y Müntzer quiso probar fortuna en el púlpito con carácter duradero.

Allí, sin embargo, se vio enseguida hacia dónde empujaba a las masas en plena efervescencia. Por el año nuevo de 1519, Müntzer estuvo en Leipzig, donde es muy probable que conociera a Lutero, quien en aquel preciso momento disputaba con Eck. Lutero quedó favorablemente impresionado por Müntzer; éste, en cambio cuya actitud ascética ya era uniforme, no ganó una impresión igual de positiva sobre Lutero. Comoquiera que ello fuese, Lutero recomendó a Müntzer para Zwickau, y hacia 1520, el capellán se hizo predicador en este centro de la industria textil, muy avanzado en el aspecto económico y contaminado desde mucho tiempo atrás por las ideas de los exaltados.

Había tocado ya a su fin la época de los discursos menguados. Müntzer lograba por fin desembocar en medio del río, para nadar en contra y a favor de la corriente. Y enseguida se dedicó a poner al descubierto a los corruptores, mas sin limitarse a los frailes mendicantes, a los avarientos y calculadores hipócritas, «que con sus interminables rezos consumen las haciendas de las viudas». Es más: nuestro radical reformador, que al principio actuaba aún como subalterno en la rica iglesia parroquial de Santa María, no tardó en hallar un campo de acción más idóneo en la iglesia de Santa Catalina, de proletaria dotación, en la cual habían radicado los obreros textiles de Zwickau su cofradía del Corpus Christi. Se introdujo entre ellos, y el gremio se puso de su parte, «celebrando más conciliábulos con él que con los clérigos respetables, debido ello a que el maestro Tomás prefería a la gente obrera, y entre ella, sobre todo, a Niklas Storch, única persona que conocía la Biblia y era entendida en el terreno de lo espiritual». Muy a pesar de Lutero, hubo de producirse enseguida una enconada desavenencia entre Müntzer y Wildenauer, llamado Egranus, canónigo magistral de Santa María, hombre de vida disipada y pésima reputación. Este se vio obligado a cejar ante las provocaciones de Müntzer, pero el escándalo tuvo su rebote, determinando en un plazo sorprendentemente breve la expulsión de Müntzer, la huida de los exaltados, la ruina de la escuela herética y la demostración de fuerza por parte del patriciado. Storch marchó con sus discípulos a Wittenberg, infundió el nuevo espíritu en Karlstadt e incluso llegó a turbar a Melanchton, quien, como Nicodemo, veía sobre sí la paradoja del bautismo de fuego. Müntzer, a su vez, partió para Bohemia, confiando en el soñado esplendor de la vieja patria de los taboritas.

5. El manifiesto de Praga

Fueron pocos los inquietos que marcharon con él para imitarlo.

Mas no sólo el alguacil forzó a Müntzer a la aventurosa partida hacia tierra extraña. Se cuenta que, en Zwickau, el predicador había salido de su casa a altas horas de la noche, gritando ¡fuego, fuego! y dando lugar así a un tumulto, aunque no pasaba nada . Müntzer se veía acosado, asediado por las visiones: ¡Señor!, clama el Moisés del Corán; ¡ensánchame este pecho tan angosto!

Así desvariaba, pero esta vez parecía que por fin se configuraban como tales sus partidarios. Müntzer predicaba por las callejas y los mercados de Praga, lanzando un asombroso manifiesto a los hermanos bohemios. El fantástico escrito estaba redactado en tres lenguas –checo, latín y alemán–, para que fuera accesible a todos. Strobel reimprimió el texto latino, tomado del «Pantheon anabaptisticum et enthusiasticum» (1702), agregándole la traducción alemana hecha por él. Mas el original auténtico de la «Intimatio Thomae Muntzeri manu propria scripta et affixa Pragae a. 1521 contra Papistas» tiene todos los visos de haberse perdido. En desquite, Seidemann descubrió el texto alemán en un manuscrito müntzeriano de puño y letra. Y no deja de sorprender que el latín del Pantheon, aparte errores de copista, presente abundantes diferencias con respecto al texto original alemán; diverge de él, unas veces más y otras menos, en casi todas las frases. De cualquier modo, el texto latino que se nos ha conservado presenta tal abundancia de giros entusiastas de inconfundible inspiración müntzeriana, que autoriza a seguir considerando como probable su autenticidad de conjunto también. Porque Müntzer lanzó varios manifiestos, alterando no sólo el texto checo, sino también el latino, que amplió notablemente e hizo más explícito en ciertos pasajes, por cuanto estaba destinado a un auditorio de mayor sensibilidad intelectual. El manifiesto tiene la suficiente importancia política para que lo reproduzcamos extractado, complementando pasajes del texto latino mediante otros del alemán y viceversa, aunque por el momento no vayamos a considerar aún la teología, sino la vida activa de Müntzer, es decir: la faceta política de éste. Pues bien, en este teólogo activo de la revolución justamente, lo uno y lo otro, la acción y la lejana meta, lo ideológico y la idea puramente religiosa, están tan correlacionalmente entrelazados que, sobre todo en los ímpetus de la juventud, de la desbordante y resplandeciente conciencia de su misión en la tierra con la que se presenta entre los últimos taboritas– el odio a los señores, el odio a los clérigos, la reforma eclesiástica y el éxtasis mesiánico– se intercambian los conceptos casi sin transición. A los grandes verdugos se los fustiga por el momento tan sólo de pasada y desde lejos, pero ya Lutero aparece bien poco distanciado de los traficantes en indulgencias y traidores al espíritu.

«Yo, Thomas Müntzer, de Stolberg, colmando, al par que el deseado y muy egregio luchador de Cristo Johannes Huss, las claras trompetas de metal con un canto nuevo, atestiguo entre suspiros ante la Iglesia de los Elegidos y ante el mundo entero –y así lo certifiquen Cristo y aquellos de sus elegidos que me conocen desde la juventud– que demostré un celo mucho más ardiente que cualquiera de los que vivieron en mi tiempo hasta que se me hizo digno de obtener un saber más perfecto e insólito de la insuperable y santa fe cristiana.»

«Quienes nos precedieron bien veis cómo prodigaban su huera palabrería. De la boca del prójimo roban la palabra que jamás han oído ellos mismos. Yo, ciertamente, les he oído la mera escritura, que ellos robaron de la Biblia como astutos ladrones y salteadores. Pero el Señor descargará sobre ellos en los tiempos presentes una apretada cólera, pues han profanado el propósito de la fe, cuando debieran colocarse cual férrea muralla ante el pueblo de Dios para preservarlo de los profanadores. ¿Quien se atrevería a llamarles honrados administradores de las múltiples gracias divinas e intrépidos predicadores de la palabra viva, que no muerta? E invocando, sin embargo, la corrupción papal, los sabemos ordenados y ungidos con el óleo del pecado, que les chorrea desde la cabeza hasta los talones. Es decir: su desatino proviene del Transgresor y Apóstata –el Diablo– y penetra hasta el último rincón de sus corazones, que, privados de su dueño, el Espíritu Santo, son vanos. Pero San Pablo dejó escrito que los corazones de los humanos son el papel o pergamino en el que Dios inscribe con sus propios dedos su inconmovible voluntad y su eterna sabiduría, y esta escritura la puede leer cualquier ser humano, con tal que posea de un entendimiento abierto. Pues bien, mucho tiempo ha estado el mundo (confundido por innumerables sectas) anhelando indeciblemente la verdad por encima de todo, hasta el punto que se hizo realidad la palabra de Jeremías: Los pequeñuelos han pedido pan, sin haber quien se lo reparta. ¡Ay! daos cuenta: no se lo han repartido a los pequeñuelos, no han explicado el verdadero espíritu del temor de Dios. De ahí que los cristianos, a la hora de defender la verdad, se muestren tan duchos como mandrias. Y luego se permiten cacarear, soberbios, que Dios ya no habla con las gentes, cual si de repente se hubiese vuelto mudo. Creen que basta con que todo esté escrito en los libros, y que lo pueden vomitar tan crudo como la cigüeña una rana a sus crías en el nido. No son como la gallina, que corretea alrededor de sus polluelos y les da calor. Tampoco comunican a los corazones la palabra de Dios, que habita en todos los elegidos, como la madre da su leche al hijo. Antes bien, actúan entre las gentes a la guisa de Balaam, llevando la mísera letra en la boca, mientras que su corazón debe estar a más de cien mil leguas de allí. A causa de tal desvarío, raro no sería que Dios nos hubiera hecho añicos con esa estulta fe nuestra, ni tampoco me asombra que de nosotros, los cristianos, se burlen todos los linajes del hombre. Sería, en verdad, una linda ocasión, que, presentado en nuestra asamblea un ignorante o un incrédulo, nosotros quisiéramos apabullarlo con nuestra ley. Diría él: No sé si sois locos o mentecatos. ¿Qué me importan a mí vuestras Escrituras? ¿Qué ocurriría si los Profetas y Cristo y San Pablo hubiesen mentido? ¿Quién nos asegura que han dicho la verdad? Mas, así que hayamos aprendido la auténtica palabra viva de Dios, sabremos superar al incrédulo y dar cuenta de él palmariamente, una vez que esté al descubierto la artería de su corazón. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Si tan sólo está escrita en los libros, si la ha dicho Dios una vez y luego se ha esfumado ella en el aire, entonces no puede ser la palabra del Dios eterno, sino que se trata de una criatura, simplemente ingresada en las mentes desde fuera, lo cual atenta contra la regla de la santa fe. Acostumbran así los profetas decir todos: Esto habla el Señor; pues no dicen: Esto habló el Señor, cual si fuera cosa pretérita, sino que emplean el tiempo presente. Me llega al alma, pues, ese harto insufrible estrago de la cristiandad, consistente en que la Palabra se vea mancillada y oscurecida, en que, tras la muerte de los Apóstoles, a la inmaculada, virginal Iglesia, en virtud del adulterio clerical, la hayan convertido en ramera, hasta el momento en que sea aventada tanto la naturaleza del trigo como la de la mala hierba e, irrumpiendo con fuerza, se apoderen ellas de todas las obras y del mundo obcecado en el más justo de los juicios. Mas alegráos en buena hora, queridos míos, que ya se inclinan vuestras campiñas, poniéndose blancas para la cosecha. Yo, que he sido enrolado desde el Cielo, con un maravedí por jornal, estoy afilando la hoz para cortar la espiga. Mi boca debe aspirar a la más excelsa verdad, mis labios deben maldecir a los impíos, por desenmascarar y aniquilar a los cuales he venido, mis muy queridos hermanos bohemios, hasta este vuestro admirable país. No persigo sino que acojáis la Palabra viva, que es mi vida y mi aliento, para que no regrese vacía. Que entre en vuestros corazones; yo os conjuro por la roja sangre de Cristo, os pido cuentas a vosotros, pero también os las voy a dar; si no tengo capacidad para ello, seré hijo de la muerte temporal y eterna; garantía mejor que dar no tengo. Yo os prometo que adquiriréis honor y fama tanto como ignominia y odio se os depararon bajo los de Roma. Sé, tengo la certeza de que los flancos caerán sobre el norte en el río de la gracia que está brotando. Aquí se ha de iniciar la Iglesia Apostólica renovada, expandiéndose por todo el mundo. Corred, pues, al encuentro de su Palabra, cuyo fluir será veloz. En su indecible perversión, han transformado a la santa Iglesia de Dios en un turbio caos; nos la han dejado rota, abandonada, dispersa. Pero el Señor la volverá a edificar, confortar y unificar, hasta que ella vea al Dios de dioses en Sión. Amén.»

Pero a los pocos días de pegado el manifiesto, Müntzer tenía a cuatro vigilantes a sus talones. Los grandes señores de Praga ya veían conseguido lo suyo; se consideraban suficientemente renovados con la incautación de los bienes eclesiásticos. Largo tiempo estuvieron causando alarma todavía los restantes episodios, aún más radicales, de la herejía. Lo cierto es que a los calixtinos de Praga les parecía que la reforma había alcanzado francamente sus objetivos. En dicha moderación se anticipaban a los obispos de los territorios alemanes con su Lutero, quien, después de Worms, pensaba hallar la ayuda necesaria antes en Francia que en Bohemia. Así pues, la rica y poderosa Praga –que si en los momentos de esplendor del poder taborítico se habla mostrado tibia y poco de fiar, con tanto mayor razón era ahora el más firme bastión de la aristocracia– en modo alguno tendía a fomentar un nuevo canto para las trompetas husitas. Müntzer había puesto los pies en la ciudad en septiembre de 1521, colocando su manifiesto el día 1 de noviembre, fiesta cristiana de Todos los Santos. Ya en enero de 1522 volvía el acosado, incomprendido y dado por muerto incluso por sus amigos, a atravesar las fronteras del país hacia fuera. Parece que, en la huida, Müntzer se detuvo también en Wittenberg, donde se dice que tuvo ya un duro encontronazo con Lutero. Predicó breve tiempo en Nordhausen; el clero local lo juzgó más temible que los martinianos. Al fin, tras varias expulsiones que siguieron, logró obtener en la Pascua de 1523 un púlpito estable en Allstedt, pequeña villa perteneciente al príncipe elector de Sajonia y que lindaba con las grandes explotaciones mineras de Mansfeld.

6. Allstedt y la liga secreta

Allí se instaló Müntzer, pensando pasar una larga temporada. Tomó por esposa a Ottilie von Gersen, monja exclaustrada. Podía fácilmente haber corrido peligro de claudicar entonces, a sus treinta años de edad. De ser poco menos auténtico el fuego en Müntzer, bien podría extinguirse en adelante en la bucólica cotidianidad de matrimonio y rectoría. En lugar de ello, el dinámico varón, con ímpetu redoblado, se asigna a sí mismo un campo de acción cada vez más neto; hasta Seidemann admite que «a partir de entonces, Müntzer adquiere importancia histórica». Y no podía actuar de otra manera, pues suficientemente decepcionado estaba ya para ponerse a pactar en serio todavía con medias tintas; en vano hizo por persuadirlo Karlstadt, quien intentaba verter todo el aceite de su lamparilla de escritorio en el proceloso mar que lo rodeaba. Con mayor motivo se apartó, arrogante y arrebatado, Müntzer de Melanchton, replicando al «sanctarum scripturarum professori» con una actitud de «nuntius Christi». Se preludiaba con toda acritud la enemiga con los de Wittenberg y su creencia de que, igual que un buen padre de familia reparte el pan a los suyos, la libertad de los pueblos se podia distribuir equitativamente en la medida de una paternidad bienaventurada. De tal autoridad esperaba Müntzer poco o nada ya. Si, inicialmente, su actitud hacia el concejo de la villa fue amistosa y aunque hasta en una carta a Lutero, fechada en julio de 1523, se percibe aún un carácter de réplica complaciente, de exposición objetiva de los hechos, lo cierto es que tenía decidida la ruptura en su fuero interno desde hacia mucho. A partir de ese momento, Müntzer se manifiesta en lo esencial como comunista con conciencia de clase, revolucionario y milenarista.

Y así, no tardó en reunir en derredor suyo a sus iguales. La cosa se llevaba en secreto, pero pronto circularon comentarios a favor y en contra. Cierto día se juramentaron trescientas personas que no se conocían, empleando la fórmula de «exponer mutuamente cuerpos y vidas». Como después se verá, desertaría muy pronto alguno de los que al principio simpatizaban con el grupo, por ejemplo: el recaudador Zeyss y algunos miembros del concejo. Pero muchas espaldas inclinadas de modo diferente se enderezaron; se hacía cada vez mayor la influencia de Müntzer entre la gente humilde.

Aunque ponía buen cuidado en evitar los oídos indiscretos, suscitaba gran revuelo por doquier. Pronto ventearon los grandes señores lo que allí se estaba urdiendo contra ellos. El conde de Mansfeld tenía prohibido a sus mineros asistir a los sermones de Müntzer, ante lo cual lo trató éste en público de «bufón herético y grillete, amén de otras palabras desconsideradas e injuriosas». Por lo demás, Müntzer le escribió ya en términos suficientemente amenazadores: «Tan siervo de Dios soy como vos mismo; así pues, sosegáos, ya que todo el mundo ha de compartir la paciencia, y no graznéis, pues de otro modo se os rasgará el viejo jubón»; a ello habían precedido algunas fanfarronadas no agradables propiamente. Esta vez, la disputa se logró allanar aún; el predicador se dirigió al príncipe elector Federico, y éste supo entonces por primera vez de Müntzer y de su protesta porque se cortara el paso a la palabra de Dios mediante prescripciones humanas. De hecho, hubo admonición para ambas partes; mas lo que en adelante perdiese la predicación müntzeriana en mordacidad personal, lo ganaría en claridad de principio, orientándose no ya contra este o aquel, sino contra la humillación y la explotación en general.

Por el momento, ciertamente, fueron pocos ciudadanos los que se concertaron para combatir a unas tablas. Aguijoneada por los sermones de Müntzer, una partida de gentes de Allstedt destruyó la capilla de Santa María de la localidad vecina, queriendo poner fin «a aquel tugurio y a la superstición de los exvotos de cera que allí se cultiva». Tras ello, el concejo recibió del príncipe elector orden de proceder contra los asoladores. Nadie osó hacerlo durante cierto tiempo, y la investigación se llevaría muy negligentemente, pues era de temer ya un movimiento iconoclasta de muy otra trascendencia y, por otro lado, la mentalidad ciudadana se asombraba de manera muy desigual ante esa protección del culto marial por un príncipe luterano. Hasta las mujeres se aprestaban a ofrecer resistencia a los gendarmes, cuyo comportamiento era, de cualquier modo, extraño. Parecía a punto de iniciarse una revuelta en la villa, evidenciándose por vez primera en ello para muchos la mera posibilidad de resistencia. Así pues, los esbirros retrocedieron, y al día siguiente estaban ahuyentados. Los mineros acudían en tropel para preguntar si Müntzer o los de Allstedt eran turbados por causa de la Palabra. En breve, les predicaba Haferitz, el auxiliar espiritual de Müntzer, se hallará el poder en manos del pueblo llano; la transformación del mundo entero está en puertas. Y a su reservado y ya entonces ambiguo amigo Zeyss, funcionario excesivamente identificado con el príncipe elector, le escribió Müntzer, enardecido con nuevos bríos, seguro de este primer paso que se acababa de dar: «Os digo que hay que mirar con enorme respeto a este nuevo movimiento del mundo actual. Los intentos precedentes de ningún modo han de dar resultado, pues son mera espuma, como dice el Profeta». A Lutero, sin embargo, lo apedrearon ya cuando se mostró en Orlamünde, territorio jurisdiccional de Karlstadt. Ello no obstante, se permitió aún una especie de intercesión reticente en favor de Müntzer, que era violentamente acriminado; y las esperanzas por él expresadas con respecto al futuro de Müntzer, que, según él, pronto se haría más palpable, causan repugnancia: «Se pavonea en su rincón, pero todavía no está maduro; más vale tolerarlo hasta que saque a relucir lo que lleva dentro, que es mucho». De acuerdo con ello, cuando los dos príncipes sajones vinieron por causa de Müntzer a Allstedt, no sólo evitaron cualquier medida decisiva contra el incipiente tribuno de la plebe, sino que incluso le autorizaron que pronunciase un sermón ante ellos. (Según recientes investigaciones, no fue el príncipe elector Federico quien entonces estuvo presente en Allstedt, sino que lo sustituyó el infante Juan, acompañando al duque Juan. De cualquier modo, el infante ocupaba el puesto de Federico, representando a éste.) El duque Juan era un señor severo, con acusada conciencia de clase, mas puede que su hermano, el príncipe Federico, a quien se recuerda como cristiano benigno, se quedara impresionado no sólo en el aspecto político, sino también en el moral y religioso. Es de señalar que Müntzer y Lutero, reformador que gozaba de la confianza de Federico, reñían aún una especie de disputa entre hermanos, por enconada que ésta fuera. Además, el movimiento comunista alboreaba por entonces de tan incierta manera, que algunos ideólogos cultos de otras clases, incluido el exquisito Erasmo, adoptaban ante las reivindicaciones comunistas en el sentido del cristianismo primitivo una actitud de simpatía, de asentimiento sin compromiso, de interés teórico.

Se estaba tanto más cohibido, cuanto que Müntzer también había actuado como predicador y realizado grandes cosas. Poco después de su primera carta al príncipe elector, en la que acusaba al conde de Mansfeld, daría a la imprenta dos de sus escritos, sumamente idóneos ambos para causar zozobra. En el día de año nuevo de 1524 apareció el primer sermón: «Protestation odder empietung Tome Müntzers von Stolberg am Hartzs seelwarters zu Alstedt seine lere betreffende, vnd tzum anfang von dem rechten Cristen glawben, vnd der tawffe, 1524» [Protestación o notificación de Thomas Müntzer, de Stolberg, en el Harz, pastor de almas en Allstedt, referente a su doctrina, sobre todo por lo que respecta a la verdadera fe cristiana y al bautismo]. Después vino un segundo sermón, muy estrechamente relacionado con el anterior: «Von dem getichten glawben auff nechst Protestation ausgangenn Tome Müntzers Selwerters zu Alstedt» [Sobre la fe simulada; a propósito de la precedente protestación de Thomas Müntzer, pastor de almas en Allstedt]. Más adelante se verá qué se postulaba exactamente en ambos escritos. El primero es un ataque contra el bautismo recibido sin discernimiento; el segundo, admonición y libelo a la vez, explica cómo se ha llegado a no poder tratar de Dios sino cuanto se robó del libro. Mas la primera tarea consiste en destruir esta fe robada, pues sólo el hombre engolfado en aflicción y penitencias sumas es apto para la fe, es digno de confiar en la palabra y en la promesa de Cristo; escucha la palabra de Dios, que suena en el fondo de su alma, y es instruido por Dios. Se advierte aquí claramente la fuerte oposición contra el principio luterano de la sumisión a las Escrituras, por más que todavía no se cite el nombre de Lutero. No es ésta la primera vez que Müntzer urge a que se dé cuenta del advenimiento de la fe, en cuanto difícil operación gradual, la cual definió Lutero como ajena a las propias fuerzas, como acto único y libre de Dios, sin relación alguna con los merecimientos morales de la persona. Pues bien, de muy singular manera se entrecruzan sus dos distintos deseos de rendir y tomar cuentas, ya que por mucho que en el aspecto teológico dé la cara por principio, en el político justamente no está dispuesto ni por asomo Müntzer a manifestarse ante cualquiera, a no ser que se trate de un juicio público; mas para que éste se celebre y sea público, precisamente al carismático Müntzer se le ocurre exigir, en lugar del interrogatorio a puerta cerrada y sólo en apariencia teológico, una asamblea de los elegidos de todos los países, para él único lugar en definitiva donde se dictará sentencia religiosamente lícita y fidedigna. «Aquél que haya flaquezas, tenga la amabilidad de escribírmelas; yo le devolveré un saco bien repleto de ellas. En la medida en que yerre, me someteré a una reconvención amistosa, ante una asistencia que no ofrezca peligro, y no en un rincón apartado sin testigos solventes, sino a la luz del día. Con mi proceder, aspiro a dar a la doctrina de los predicadores evangélicos un mejor fuste, sin despreciar tampoco a nuestros malévolos y morosos hermanos romanos. Demostraré mi razón, y me sería muy grato que vosotros, inexpertos, no arrugárais irónicamente las narices ante la perspectiva de que se me carease con mis antagonistas en presencia de gentes de todas las naciones y de todas las creencias.» En esta relación causa sorpresa y es señal de una gran agudeza y profundidad del instinto el que Müntzer, pese a ordenar la aniquilación inmisericorde de todos los impíos, anteponga en su fuero interno la lucha de clases a todo lo demás; en cuanto a las naciones extranjeras, o las considera de interés postergable, curae posteriores, o bien señala la internacionalidad del espíritu, argumentando con los elegidos en ellas existentes.

Mas si precisamente tal cosa volvía a producir desasosiego, una nueva acción del predicador estaba tanto más incontestablemente orientada hacia fines del todo espirituales. El propio Müntzer hablará más tarde, en su «Apología sumamente justificada», de aquellos tiempos: «La verdad –y así lo testimonia el país entero– es ésta y no otra: el pueblo pobre y menesteroso anhelaba con tal empeño la verdad, que todas las calles se llenaban de gentes venidas de todos los lugares para saber cómo estaba organizado en Allstedt el oficio de cantar la Biblia y predicar.» Porque Thomas Müntzer introdujo ya en pascuas de 1523, antes que los demás reformadores, la celebración de los oficios divinos enteramente en lengua vernácula, logrando, a despecho del envidioso sabotaje de Lutero, que tal institución se propagase. Era el primer ritual de las cinco grandes festividades de la Cristiandad que surgía en territorio evangélico. Tal es el tema de los otros tres escritos de Allstedt, apolíticos y pródigos en sutilezas de composición y en erudición teológica: 1.º «Ordnung und berechunge des Teutschen ampts zu Alstedt durch Tomam Müntzer seelwarters ym vorgangen Ostern auffgericht, 1523» [Orden y justificación de los oficios en lengua alemana, instituidos por T. M., pastor de almas en Allstedt, en la pasada Pascua de 1523], Allstedt, 1524; 2.º «Deutsch- Euangelisch Messe etwann durch die Bebstischen pfaffen im latein zu grossem nachteyl des Christen glaubens vor ein opffer gehandelt, vnd jtzd vorordent in dieser ferlichen zeyt zu entdecken den grewel aller abgbtterey durch solche missbreuche der Messen langezeit getriben. Thomas Müntzer, Allstedt 1524.» [Misa evangélica en lengua alemana, celebrada antes como sacrificio en latín por los clérigos papistas, para grave detrimento de la fe cristiana, y reglamentada ahora para poner al desnudo en estos tiempos turbulentos la atrocidad de la idolatría en que tanto tiempo se ha incurrido por culpa de tal abuso de las misas]; 3.º «Deutzsch kirchen ampt Vorordnet, auffzuheben den hinterlistigen Deckel vnter welchem das Liecht der welt, vorhalten war, welchs yetztz widerumb erscheynt mit dysen Lobgesengen, und Göttlichen Psalmen, die do erbawen die zunehmenden Christenheyt, nach gottis vnwandelbarem willen, zum vntergang aller prechtigen geperde der gotlosen. Alstedt» [Oficio eclesiástico alemán., instituido para suprimir la taimada pared mediante la cual se venía escatimando la Luz del mundo, que ahora resplandece de nuevo con estos himnos y salmos divinos que reconfortan a la Cristiandad en pleno crecimiento, según la inmutable voluntad de Dios y para ruina de todas las pomposas añagazas de los impíos], Este último escrito apareció probablemente también en 1524; figura a todas luces como segunda parte de la misa germanizada. Tampoco aquí es llegado todavía el momento de entrar en detalles sobre el singularísimo contenido teológico de esta liturgia alemana, ni menos aún sobre el carácter a la vez agitador y espiritualista de su original versión alemana de los Salmos. Es cierto que las imágenes externas fueron desterradas, pero, por supuesto, la música y el himno permanecieron, en cuanto ordenaciones y fenómenos del espíritu, en cuanto testimonios útiles y penetrantes de la rememoración religiosa. Pasarían todavía algunos años hasta que Lutero se decidiese a introducir en Wittenberg la misa alemana, y no le quedó entonces otra opción que imitar el ritual de Müntzer y, por ende, el alemán de Karlstadt. Ni aun la ortodoxia protestante de nuestros días se atreve a calificar de convincentes y varoniles las razones aducidas por Lutero para explicar su repulsa y tardanza: «Si tanto tiempo he estado resistiéndome a la misa alemana, ha sido por no dar pie a los espíritus gregarios que, irreflexivos, se precipitan en ella, no preguntándose si será ésa la voluntad de Dios». En realidad, sólo era Lutero quien no quería, y su motivación se puede localizar por vía totalmente terrena, sin auxilio de ciencias divinas de ninguna clase, a saber: en los celos que Lutero empezaba a sentir a causa de la popularidad, el talante indomable y la prioridad de Müntzer. Sin embargo, lo que Müntzer creó por entonces sobreviviría largo tiempo a su caída; sus himnos se cantaron a lo largo de todo el siglo, su liturgia reapareció en forma renovada en los rituales de Erfurt. Incluso parece que en tierra de Braunschweig se hubo de conservar casi sin variaciones la misa alemana de Müntzer no sólo hasta 1543, como está demostrado, sino hasta muy entrado el siglo dieciocho.

Ahora bien, esta innovación de cantar en alemán tenia, por cierto, otras repercusiones de mayor peligro, y se trataba precisamente de que el predicador remediase esta disonancia. Los dos príncipes acudían en actitud relativamente conciliadora, dispuestos a ver en él a un servidor de la Palabra, si bien por sendas incómodas. Sin embargo, el discurso de Müntzer enseguida los desilusionó del todo. Se ha conservado el sermón ante los príncipes, una exégesis de la otra diferencia de Daniel. No hay motivo para poner en duda la correspondencia sustancial de este texto con las palabras efectivamente pronunciadas; máxime, habida cuenta de que el recaudador Zeyss, quien, al igual que Haferitz, comenzaba por entonces a distanciarse claramente de Müntzer, envió esta exégesis junto con una carta de delación a Spalatin, afirmando expresamente la identidad entre las frases habladas y las impresas. La estatua con pies de arcilla y la piedra que la destroza del sueño de Nabucodonosor, amén de la interpretación de esta visión por Daniel, es el texto, sin duda sumamente propicio a la exégesis revolucionaria, que sirve de base al sermón. Pese a sus referencias religiosas, será preciso reproducir aquí ya con más detalle algunos de sus pasajes, dado que el tal sermón enlazó de manera inmediata con la acción política. La impresión, sin embargo, lleva el irónico título siguiente, propio de un pastor de almas: «Auslegung des andern vnterscheyds Danielis dess propheten gepredigt auffen schlos zu Alstedt vor den tetigen thewren herzcogen und vorstehern zu Sachssen durch Thomam Müntzer diener des wordt gottes. Alstedt 1524» [Exégesis de la diversa explicación dada al profeta Daniel, según la predicó en el castillo de Allstedt ante los directos duques en funciones y cabezas visibles de Sajonia Thomas Müntzer, servidor de la Palabra de Dios].

2. «bondad ficticia» al contemplar la injusticia con el ánimo impasible: «fe ficticia»; ,