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La imagen de la mujer en la pintura española
1890-1914




Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

María López Fernández

La imagen de la mujer en la pintura española

1890-1914

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 152


Colección dirigida por

Valeriano Bozal

© María López Fernández

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-180-8






A mi padre

Índice

Presentación

I. La construcción de la imagen femenina en la España de fin de siglo

II. La elegante

III. La nueva mujer: deportistas e intelectuales

IV. El mundo del trabajo

V. La prostituta

VI. Las mujeres de la España negra: beatas, mendigas, gitanas

VII. Hacia un nuevo ideal femenino

Bibliografía

Ilustraciones

Presentación

A finales del siglo XIX se fraguan una serie de cambios que afectan a la vida cotidiana y que cristalizan en la pintura finisecular a través de la imagen de la mujer. Ésta se convierte en protagonista de los nuevos ámbitos que atraen la atención de los artistas: la intimidad familiar, el mundo del trabajo, la moda, la relevancia social, los bajos fondos o las nuevas formas de ocio, de amor y de sexualidad.

La ciencia decimonónica había aportado argumentos que probaban la supuesta inferioridad mental y física de la mujer y que justificaban su reclusión y su tutela por parte del varón. El «ideal femenino» era un ser frágil, necesitado de protección y carente de aptitudes para la vida práctica. Enclaustrada en su casa y dedicada exclusivamente a sus hijos, esta monja del hogar debía ser pura y virtuosa. Sin embargo, este ideal romántico se fue resquebrajando conforme avanzaba el siglo. Los hombres observaban atónitos cómo los cambios socioeconómicos que traía consigo el siglo XX amenazaban con poner en peligro este frágil equilibrio que la burguesía había encontrado en la división de esferas. Comenzaba a ser patente que la aristocracia perdía su capacidad ejemplarizante: las grandes damas tenían una agitada vida social que las hacía entrar en un juego de evasión y artificialidad sin límites; el mismo esnobismo que caracterizaba sus prácticas cotidianas, las empujaba a la cultura, al deporte... Las señoras burguesas comenzaban a estudiar, a fundar revistas y periódicos, a organizar campañas para promover el voto entre las mujeres... La emancipación femenina parecía estar en marcha. Pero estas «perversiones» que alcanzaban a las clases elevadas no dejaban inmunes a las mujeres populares, que también se alejaban del hogar para dirigirse al taller, a la fábrica, a la cola de la sopa, quizás al burdel... Sin quererlo, los hombres de fin de siglo asistían atónitos al espectáculo que se desarrollaba en el reverso del suntuoso decorado que construían los artistas

La angustia ante las consecuencias de estos cambios aumentaba de forma constante. La crisis del positivismo, la influencia del darwinismo social y ciertos desajustes sociales habían contribuido a convencer a los pueblos occidentales sobre la manifiesta degeneración de la raza humana. El porvenir de las naciones dependía del número y de la fortaleza de los niños, futuros hombres, por lo que sólo la mujer esposa y madre, responsable y consciente de la gran misión que debía realizar en el hogar, podría convertirse en vehículo de regeneración social. El resto de las mujeres –las elegantes, las emancipadas, las trabajadoras, las mendigas o las prostitutas– condenaban a la humanidad a un mañana incierto.

A pesar del nuevo papel concedido a la irracionalidad durante el fin de siglo, el cientifismo que aún dominaba el panorama social consideró entonces que las «conductas subversivas» de gran parte de las mujeres sólo podían explicarse en función de ciertas desviaciones biológicas y sociales. Médicos, juristas, antropólogos y científicos en general elaboraban por esas fechas una serie de tópicos sobre las mujeres, encaminados a enfatizar la distancia entre la «mujer honesta» y «las otras», que se difundían a través de los nuevos medios de comunicación de masas, entre los que cabe destacar la prensa ilustrada, la novela y el folletín. Los artistas, los escritores y los ilustradores gráficos se hicieron eco de esta conciencia colectiva que circulaba y elaboraron una imagen plástica de la mujer que, salvo excepciones, se correspondía con los arquetipos al uso.

La pintura de fin de siglo constituye un ejemplo indiscutible respecto al papel del arte en la creación y difusión de estereotipos femeninos. Si el lugar de lo femenino estaba preordenado por la estructura social y «natural», era lógico que los artistas asumieran esa ordenación. Tal como apunta Linda Nochlin, imágenes de mujer «aparentemente inofensivas» reproducían los prejuicios compartidos por la sociedad en general, y por los artistas en particular, que quedaban plasmados tanto en la estructura visual como en el contenido temático de la obra1. En determinados momentos la relación parece ambigua, aunque sería un error considerar que las pinturas, grabados y dibujos eran simplemente ilustraciones de la ideología dominante.

Siguiendo estos planteamientos, la tradicional concepción maniquea de la mujer finisecular en las artes plásticas parecía excesivamente simple y convencional. La temible femme fatale, la virgen o la frágil ninfa de los bosques, a pesar de las múltiples matizaciones que asumía su imagen, sólo permitía comprender la imagen de la mujer en un reducido grupo de artistas. Teniendo en cuenta las particulares características del arte español de estos momentos, la tipificación a la que los artistas españoles someten a la figura femenina se realiza en función de los ámbitos que, a partir de estos momentos, atraen su atención. Según comentábamos al iniciar esta presentación, el mundo elegante, las prácticas de la triunfante burguesía, la intimidad familiar, los bajos fondos o las nuevas formas de ocio, de amor y de sexualidad son los principales escenarios en los que irrumpe la mujer finisecular que retratan los artistas.

Teniendo en cuenta estas cuestiones, el presente estudio articula los diferentes tipos femeninos que aparecen en las artes plásticas españolas de fin de siglo con los nuevos ámbitos estéticos y culturales en los que se insertan. Por eso, aparecen nuevos tipos iconográficos, como la prostituta, la mujer trabajadora o la mujer liberada e independiente. Éstos conviven con arquetipos tradicionales, como la elegante, la mendiga, la gitana, la beata o la madre y la esposa que, sin embargo, se verán sometidos a profundas matizaciones.

La configuración de la imagen femenina depende, en última instancia de las condiciones sociales, por lo que la historia de la vida privada (que es casi como decir de la vida femenina), la historia de las mentalidades y la antropología social ocupan un papel fundamental en este estudio.

Las fuentes de la época permiten analizar, de forma veraz, cuál era la imagen de la mujer que se elaboraba durante el fin de siglo. La inseguridad de los hombres ante los profundos cambios que experimentaban los ámbitos femeninos determina que los estudios dedicados a diferentes aspectos de la mujer fueran muy abundantes. El interés que despertaban también provoca que no se trate de obras elaboradas por y para eruditos, sino de libros de divulgación al acceso del gran público. Incluso estudios pseudocientíficos, que trataban de analizar a la mujer desde el punto de vista orgánico, resultaron muy populares. La autoridad científica permitía a los hombres justificar la mayor parte de los prejuicios que aquejaban a las mujeres durante el fin de siglo, y las damas, por su parte, carecían de conocimientos para detectar las lagunas de tales argumentaciones. La biología y la medicina «avalaban»las teorías que aseguraban que la mujer estaba dominada por sus instintos y que pretendían demostrar su debilidad intelectual y física. Las «nuevas ciencias» que se pusieron de moda en estos momentos –la psicología, la frenología o la antropología criminal– también aportaban argumentos sobre la supuesta naturaleza sexual de la mujer o sobre su pretendida amoralidad. Cualquier conducta que apartara a la mujer de su destino como esposa y madre era considerada una desviación orgánica y, por este motivo, la figura de la mujer ocupó un puesto clave en las teorías, también pseudocientíficas, que vaticinaban la degeneración de la raza. Fue considerada la responsable última de la catástrofe que se avecinaba. «Si ella decae, decae la raza», consideraban los estudiosos.

Debemos tener en cuenta que estos asuntos fueron divulgados de forma constante por los nuevos medios de comunicación de masas. La prensa, y especialmente la ilustración gráfica, cobra un papel fundamental en la configuración de la imagen plástica de la mujer. Las ilustraciones trivializaban los contenidos cultos hasta hacerlos comprensibles por el gran público; la pintura asimilaba este argot, lo mitificaba y proyectaba sobre él las angustias colectivas de este período.

Por estos motivos, el presente estudio se organiza de la siguiente manera:

En el primer capítulo se introduce cómo se construye la imagen femenina durante el fin de siglo, estableciendo y enumerando cuestiones básicas que se irán progresivamente desarrollando. Se comienza analizando las condiciones sociales y artísticas que determinan la presencia masiva de ciertos tipos femeninos en las artes plásticas finiseculares. Para este análisis se toma como punto de partida la idealización y el culto a la pureza femenina que se desarrolla, fundamentalmente, a partir del Romanticismo. A partir de ahí, se estudian los cambios socioeconómicos que provocan la presencia de la mujer en la vida pública, como la nueva sociedad del ocio, los movimientos de emancipación de la mujer, la progresiva industrialización, con la consiguiente incorporación de la mujer al mundo laboral, la miseria y las desigualdades sociales, el aumento de la prostitución..., cuestiones que, en España, se ven matizadas por diferentes factores entre los que destacan la influencia de la Iglesia Católica, el fracaso de la Revolución Industrial o la practica ausencia de una burguesía poderosa.

Partiendo de estos asuntos, se pone de manifiesto cómo la cultura española participó, a través de sus estudios y novelas, de la terrible misoginia que embargó a la sociedad finisecular. Para ello, se rastrean las señas de esa misoginia en las fuentes españolas, en las que se manifiestan cuestiones como la pretendida debilidad intelectual, moral y física de la mujer o su supuesta naturaleza sexual y animal. Estos tópicos misóginos nos introducen en aquéllas teorías que responsabilizaban a la mujer de la degeneración de la raza humana y que enlazan con el profundo sentimiento de crisis que embargaba a la sociedad finisecular. De forma paralela, es necesario tener en cuenta cómo se difunden todos estos tópicos a través de los nuevos medios de comunicación de masas, entre los que cabe destacar la novela y el folletín pero, fundamentalmente, la prensa ilustrada. Ésta fue vehículo de difusión de nuevas tendencias artísticas, pero, a la vez, se convirtió en transmisora de un «argot plástico» cargado de tópicos y prejuicios sobre la mujer, que se han proyectado a lo largo del siglo XX.

Estas cuestiones básicas traen como resultado que se establezcan cuáles son los principales tipos femeninos que atraen la atención de los artistas (que a su vez se subdividen en otros tantos): elegantes, emancipadas, trabajadoras, prostitutas y mujeres de la España Negra, tipos que se contraponen a un nuevo ideal femenino clásico y mediterráneo.

Los seis capítulos siguientes analizan de forma pormenorizada estos tipos. A través del retrato de la elegante, por ejemplo, se desarrolla el discurso sobre la debilidad e improductividad femenina, lo que trae como resultado que los retratos de las grandes señoras adquieran nueva fisionomía o que se popularice el tipo de la mujer enferma. También en las damas finiseculares, postradas lánguidamente, los hombres descubren atónitos sus instintos sexuales. A través de sus formas de ocio y de sus prácticas chic, estas mujeres inician el camino hacia la emancipación.

La figura de la mujer liberada, el segundo tipo, se concreta en las artes plásticas a través del retrato de la mujer intelectual y de la mujer deportista, dos arquetipos que ponen de manifiesto el miedo masculino hacia la nueva mujer y que se construyen a partir de las teorías que afirmaban la inferioridad mental femenina y que vaticinaban la masculinización de la mujer –y con ella la degeneración de la raza humana– si ésta pretendía emular a los hombres.

También el tercer tipo, la mujer trabajadora, hace temblar los cimientos de la sociedad bienpensante, por lo que los artistas la plasman en sus lienzos desde puntos de vista que abarcan desde la visión idílica de los trabajos en el campo, una visión que afirma tajante la domesticidad de la mujer rural, hasta las versiones sentimentales y folletinescas que ofrece la pintura oficial, no exenta de cierta denuncia social.

El erotismo que muchos artistas descubren en la mujer trabajadora la equipara en determinados momentos con la prostituta, uno de los tipos más significativos del panorama finisecular, pues se convierte en el contraideal que aglutina todos los defectos que se atribuían a las mujeres. La supuesta debilidad física, intelectual y moral, y la pretendida inclinación innata a la lujuria que descubrían los médicos decimonónicos en las prostitutas, se combina durante el fin de siglo con una enorme fascinación y, a la vez, un miedo pavoroso a la sífilis y a sus principales transmisoras.

El fantasma de la pretendida degeneración de la raza humana sobrevuela las consideraciones relacionadas con la prostituta. También se manifiesta de forma evidente en la construcción de la imagen femenina dentro del mito de la España Negra: para los intelectuales de la época, el falso catolicismo español había postrado al país de rodillas; las beatas enlutadas eran su imagen más evidente. El resultado era una nación agónica y sin pulso representada a través de la degeneración que mostraban las mendigas.

Frente a estos tipos se consolida un ideal femenino de pretensión clasicista, que representa de forma expresiva el cuerpo de la mujer, a la vez que ensalza valores tradicionales como la maternidad o el amor a la tierra, la monumentalidad y el volumen corporal, su densidad tanto como su definición y consistencia. El nuevo modelo formal que se proponía iba aparejado a un modelo moral capaz de regenerar la sociedad. La figura de la madre se convertía en el arquetipo esencial que se contraponía a todos los anteriores.


Este libro está basado en las investigaciones conducentes a la realización de mi Tesis Doctoral, presentada en septiembre de 2004 en el Departamento de Historia del Arte Contemporáneo de la Facultad de Geografía e Historia, en la Universidad Complutense. La investigación fue financiada por una beca FPI de la Dirección General de Investigación de la Comunidad de Madrid, a la que quedo sinceramente reconocida. Una parte de esta investigación se plasmó, en forma de exposición, en la muestra Mujeres pintadas. La imagen de la mujer en España 1880-1914, que co-comisarié con Valeriano Bozal, en noviembre de 2003, para la Fundación Cultural Mapfre Vida, a la que siempre quedaré muy agradecida. Muchas de las obras que ilustran este libro formaron parte de la exposición; agradezco a Cromotex la cesión de estas imágenes.

Como le ocurre a todas las tesis doctorales, esta investigación tiene muchas horas de biblioteca y de hemeroteca, de búsqueda en diferentes archivos y colecciones, por lo que quiero mostrar mi agradecimiento a los bibliotecarios de la Biblioteca Nacional de Madrid, de la Hemeroteca Municipal de Madrid, del Centro de Documentación del MNCARS, de la Bibliothèque Nationale de France, y de la Bibliothèque Forney de París.

También, como siempre suele ocurrir, este libro le debe mucho a muchas personas, a muchos profesores del departamento y de otras universidades (y especialmente a los que formaron parte del tribunal que juzgó mi tesis: Jaime Brihuega, Estrella de Diego, Gonzalo Borrás, María Victoria Carballo-Calero y Concha Lomba), a muchos compañeros que me han ayudado en todo momento y a muchos amigos y familiares que siempre me han animado. Pero, sobre todo, creo que nunca habría hecho este trabajo sin la orientación y el apoyo constante de Valeriano Bozal, director de mi tesis doctoral, al que siempre le agradeceré toda la ayuda que me ha prestado a lo largo de estos años.

Notas al pie

1 «Las imágenes de la mujer en el arte reflejan y contribuyen a reproducir ciertos prejuicios compartidos por la sociedad en general, y por los artistas en particular, algunos artistas más que otros, sobre el poder y la superioridad de los hombres sobre las mujeres, unos prejuicios que quedan plasmados tanto en la estructura visual como en el contenido temático de la obra (...) Se trata de prejuicios acerca de la debilidad y pasividad de la mujer; de su disponibilidad sexual; su papel como esposa y madre; su íntima relación con la naturaleza; su incapacidad para participar activamente en la vida política. Todas estas nociones, compartidas, en mayor o menor grado, por la mayor parte de la población hasta nuestros días, constituyen un especie de subtexto (es decir, de texto oculto) que se oculta detrás de casi todas las imágenes de mujeres)» (Nochlin, L., «Women, Art and Power», en Bryson, N.; Holly, M. A., y Moxey, K., Visual Theory. Painting and Interpretation, New York, HarperCollins, 1991, pp. 14-15).

I

La construcción de la imagen femenina en la España de fin de siglo

1. La idealización romántica de la mujer y el culto a su pureza

A lo largo del siglo XVIII se afianza la distinción entre la esfera pública y la privada, revalorizándose esta última hasta convertirse en sinónimo de la felicidad. La Revolución Francesa intenta demoler esta frontera, pero la influencia de la burguesía triunfante de la Inglaterra victoriana termina imponiendo el concepto de privacy como base de la civilización occidental1. Lo público se identifica entonces con lo político, mientras que lo privado se asimila a lo femenino, a los sentimientos, estableciéndose así una plena equivalencia entre espacios, esferas y géneros.

Hasta el siglo XIX, los roles femenino y masculino en los recursos familiares no habían sido tan estrictos; las mujeres aprendían de los negocios de sus maridos ayudándoles y ocupándose de los dependientes y aprendices. A medida que se había complicado el mercado –a través de las sociedades anónimas, el aumento del número de empleados, los créditos o los valores de la Bolsa– las mujeres habían ido perdiendo capacitación debido a su falta de preparación. Fue entonces cuando comenzaron a abandonar la fábrica, el taller o la tienda para trasladarse a las nuevas casas señoriales que se construían a las afueras de las ciudades. Libres de las interferencias del trabajo y de la presencia de ayudantes y aprendices, podían crear un nuevo marco familiar donde criar a sus hijos y alimentar el mito del ángel del hogar.

Además, se había pensado que el mundo del trabajo era inmoral y que los hombres sólo podían salvarse a través de su contacto con el mundo moral del hogar, donde las mujeres desempeñarían el papel de portadoras que aquellos valores morales puros que contrarrestaban las tendencias destructivas de la sociedad. Si la relación idílica entre hombre y mujer implicaba una unión moral del espíritu, la esposa, al quedarse en el hogar, protegía el alma del marido. En este sentido, Pamela (Londres, 1740), de Richardson, podría considerarse como la primera narración simbólica que desarrolla la imagen de la mujer como el más exquisito tesoro del hogar doméstico y como salvaguarda de la moralidad del esposo. Alegre y agradecida, como ilustraba Pamela, la mujer se limitaba a dignificar el hogar con una dicha sin límites.

El nuevo destino de la mujer era amar, «amar siempre», como decía Michelet en LÁmour (Paris, 1858). Poco más podía hacer la dama decimonónica ante esa mística alentada por teóricos, filósofos y doctores. «Mas frágil en su esencia que el niño», como volvía a recordar Michelet2, la esposa necesitaba una dulce reclusión para cumplir con su sagrada misión. Resonaba fuertemente la voz de Fray Luis de León quien, varios siglos antes, había asegurado en La perfecta casada que las mujeres, como los peces en el agua, eran hábiles en el hogar pero morían al salir fuera. La Terrassa, de Joaquim Vayreda, que retrata a una mujer con su hija en una amplia terraza, mostraba ese ámbito privado y acotado donde la mujer debía desarrollar su existencia; el borde de la balconada se transformaba en metáfora de los límites físicos y psíquicos que, de forma natural, quedaban impuestos a las mujeres.

Alrededor de estas cuestiones se creó una verdadera mística, alimentada por el pensamiento de los principales teóricos y filósofos del siglo XIX. El encierro femenino se disfrazó de «sagrada misión», consiguiendo de esta manera que la división de esferas y la estricta diferenciación de los roles masculino y femenino se considerara no sólo natural, sino la única alternativa posible. Comte, por ejemplo, consideraba que la biología imponía esa «jerarquía de los géneros», pues a la mujer le correspondían los afectos y al hombre la inteligencia; en El sistema de la política positiva (1852) afirmaba que la mujer debía sentirse satisfecha con su «saludable exclusión» de la vida pública, pues se encontraba en un «estado infantil radical».


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Joaquim Vayreda, La Terrassa, c. 1891, Barcelona, MNAC.


Cada vez cobraba mayor fuerza la idea de que la pureza física de la mujer era una garantía de su pureza moral, algo fundamental dado el papel de salvaguarda moral que se le había asignado. El culto mariano y la promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción en 1854 aumentaban la obsesión hacia la virginidad: ese mismo año, Comte hablaba de la hipótesis de una especie de inseminación artificial como medio para conservar a las mujeres más cerca del ideal, sin menoscabo del cumplimiento de sus funciones maternales.

Esta deseada pureza femenina se asimilaba con la inocencia infantil, hasta el extremo de idealizar la «insexualidad» de las niñas3. Michelet, convertido en Francia en el mayor cantor de las idealidades de la mujer pura y virginal, hablaba de las ventajas de enamorarse de una niña4, como hicieron Dante y diversos personajes de la época, como Allan Poe o Ruskin. La mujer-niña, pura y virtuosa, permitía soñar con que la absoluta sumisión de la mujer durara siempre. La educación conventual, que durante siglos había certificado la honestidad de las jovencitas y se había convertido en el camino más seguro hacia el matrimonio, continuaba siendo una práctica habitual que ahora aumentaba su importancia teórica. En los conventos se cultivaban estas flores de la sumisión a través de pequeñas mortificaciones cotidianas que harían comprender a la mujer su destino de dulce sufrimiento5.

Este feminismo paternalista se convertía en la única alternativa a la misoginia. Ambas opciones, tan próximas, eran las principales responsables de la situación femenina en el último tercio del siglo XIX. La sociedad española no permanecía en absoluto ajena a estas cuestiones. De hecho, era un perfecto caldo de cultivo para este puritanismo de aire victoriano. El escaso eco que tenía la cultura política liberal, la pobre educación que recibían las mujeres y el enorme peso de la iglesia católica se habían convertido en los principales factores que fortalecían la familia patriarcal, base de la sociedad cristiana. La iglesia católica, a través de los sermones y de la presión que ejercían los confesores, exhortaba a la abnegación y al sacrificio de las mujeres, alimentando con su paternalismo barato los libros moralizantes que tanto se estilaban durante el cambio de siglo: «La mujer no ha nacido más que para ser mujer; es decir, para ser la compañera del hombre, (...) su madre, su esposa, su hija (...) su ángel de caridad en sus tribulaciones y la estrella de su esperanza en sus momentos de desaliento», decía Faustina Sáez de Melgar6.

El único horizonte que podía vislumbrar la mujer decimonónica lo componían su esposo y sus hijos. Tal como afirmaba M.ª del Pilar Sinués, el deber social de la mujer consistía en «formar el corazón de sus hijos; elevar sus sentimientos por el amor a lo bello y a lo bueno; ser la consejera íntima, la amiga de su marido; poner en todo lo que la rodea el sello de su bondadosa e inteligente dulzura»7. La educación femenina debía orientarse hacia el fin social que debía cumplir la mujer8. El «ángel del hogar» se había convertido en un ideal soñado y reverenciado por todos.

Pero no debemos olvidar que, al igual que el resto de los tipos femeninos que aparecen en las artes plásticas, el arquetipo de mujer madre/esposa evoluciona a lo largo de los años que delimitan este trabajo. Durante el último tercio del siglo XIX, el modelo ejemplar era un «ángel del hogar» virtuoso, una esposa-niña que destilaba pureza, una madrecita que se asimilaba a su descendencia... Entrado el siglo XX, se formula un nuevo ideal femenino, que queda aparejado a un nuevo modelo formal, clásico y mediterráneo, que, revestido de modernidad, insiste en las ideas de domesticidad más tradicionales y retrógradas. El arquetipo esencial es, de nuevo, la mujer madre y esposa, pero ésta ha dejado de ser frágil como una niña: la mujer nueva es fuerte, fecunda, y de ella depende el orden, la claridad y la armonía... Su principal papel no consiste en alegrar a su esposo y adornar el hogar, sino en convertirse en transmisora de los valores fundamentales de la existencia y contribuir activamente a la regeneración social.

Al margen de esta evolución, no podemos olvidar que esta «sagrada misión» que la mujer debía desarrollar exclusivamente en el ámbito doméstico debía llenar toda su existencia. Cualquier práctica que contribuyera a apartarla de sus deberes era considerada irreverente. Como veremos, los tipos femeninos que protagonizaron el panorama cultural de fin de siglo se «valorarán» en función de su proximidad o lejanía «moral» de la madre y esposa, convertida siempre en referencia fundamental.

2. La ruptura del ideal

Los cambios socioeconómicos que traía consigo el siglo XX afectaban profundamente a la vida cotidiana, al ámbito tradicional de lo femenino, y amenazaban con poner en peligro el frágil equilibrio romántico que la burguesía había encontrado en la división de esferas. De forma paralela a la formulación del ideal de madre y esposa, en toda Europa comenzaban a temblar los cimientos del discurso de la domesticidad, y la vida española no iba a permanecer ajena a este fenómeno. La nueva sociedad del ocio, los inicios de la emancipación femenina, la incorporación de la mujer al mundo laboral o el aumento de la prostitución y de las clases marginales son factores que contribuyen a conformar los nuevos tipos femeninos que protagonizan el panorama artístico de fin de siglo.

2.1. La nueva aristocracia ociosa

El siglo XIX convierte a la mujer elegante en la representante del estatus económico del marido. Los opulentos vestidos (excéntricos, caros e inconvenientes), los enormes sombreros, los zapatos de tacón... y, sobre todo, el uso del corsé, atestiguaban que su portadora, además de poder permitirse lo superficial, era incapaz de realizar cualquier tipo de actividad productiva. Incluso la invalidez femenina, prueba fehaciente de la inutilidad de la mujer, se convertía en el colmo de la exquisitez. Parecía evidente que la nobleza social y económica fortalecía el yugo que esclavizaba a las damas. Pero mientras muchos hombres jugueteaban con sus débiles y enfermizos objetos de lujo, algunas mujeres querían ser algo más y, a través de sus nuevas formas de ocio, de su evasión indolente o de su artificioso esnobismo, introducían en los ambientes elegantes un aire de libertad perturbadora que abriría las puertas a la emancipación. El hecho de que las prácticas de las clases elevadas se extendieran rápidamente en el resto de la población indica la importancia de estos fenómenos.

Las damas de 1900 tomaron la costumbre de salir muchísimo. A pesar de la estricta etiqueta que presidía las relaciones sociales o del papel meramente representativo que ocupaban las señoras en la vida social, el ocio aristocrático resultó fundamental para liberar a las mujeres. Su carácter redentor se ponía de manifiesto en su capacidad para unir a ambos sexos (separados en la vida cotidiana), para mezclar a las diferentes clases sociales (e introducir a la cocotte, con sus prácticas escandalosamente libertinas) y para liberar el cuerpo de las mujeres con una nueva moda más acorde con las prácticas deportivas que se imponían entre las elegantes.

Por otro lado,las constantes «enfermedades» de las damas hicieron sospechar el origen sexual de éstas. Los hombres de fin de siglo no sólo descubrían atónitos que la mujer tenía instintos sexuales, sino que acabaron convencidos de que éstos dominaban por completo la naturaleza de la elegante. Creyeron que la languidez indolente de las señoras evidenciaba placeres y sentimientos ilícitos, que excluían la participación del hombre... También las drogas y la homosexualidad formaban parte de la vida cotidiana de una elegante esnob... La mentalidad autoerótica, la agresividad y la independencia sexual que los hombres creyeron descubrir en buena parte de las damas, introducía a la elegante en los ámbitos ideológicos reservados a la femme fatale . Por eso, Sonia de Klamery o Luisa Casati quisieron que en sus retratos destacara una buscada condición quimérica y maldita.

El mismo esnobismo que llevaba a las elegantes a retratarse como mujeres fatales, también las empujaba a realizar prácticas definitivamente liberadoras. Por todos es conocido que el sport femenino (como se llamaba entonces) estaba muy cerca de las reuniones sociales y su práctica era requisito imprescindible para cualquiera que se considerara chic. Para las elegantes, el deporte parecía sólo una excusa para adoptar una moda algo excéntrica. «Retirez le costume spécial á la canotière, à la bicycliste (...) et les sports féminins auront vécu», sentenciaba Octave Uzanne en 18949. Pero lo cierto es que la liberación del cuerpo femenino que proporcionaba el deporte ya había comenzado, y la popularidad que alcanzaba amenazaba con extenderla.


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Hermen Anglada-Camarasa, Sonia de Klamery, c. 1913, Madrid, MNCARS.


Otra «excentricidad» propia de algunas damas era la cultura. Los más famosos salones literarios de la época, que actuaron como órganos de lanzamiento y resonancia de las nuevas tendencias, fueron presididos por grandes señoras. En la exquisitez de la elegante contaba su formación intelectual que, junto con el deporte, se convirtieron en los dos estandartes visibles de la incipiente emancipación femenina.

2.2. Los movimientos emancipadores de la mujer

Uno de los movimientos sociales más importantes que trajo aparejado el siglo XIX fue el feminismo. De forma paralela a la gestación del discurso de la domesticidad, las mujeres comenzaban a organizarse por primera vez a nivel colectivo en defensa de sus derechos. La Revolución Francesa y el liberalismo inglés propiciaban una fuerte conciencia feminista. Los inicios del feminismo histórico también deben relacionarse con los cambios económicos producidos por la Revolución Industrial, como la incorporación masiva de la mujer al trabajo, el enriquecimiento de las clases medias y la mejora de la educación de las jóvenes, entre otros. La debilidad de estos factores en España contribuyó enormemente al retraso del movimiento feminista.

Al contrario que en los países anglosajones, el feminismo español se caracterizó por su conservadurismo y heterogeneidad. La influencia de la iglesia católica estigmatizaba cualquier intento emancipador, e incluso creó un «feminismo rival» –«un feminismo aceptable», como lo llamaba el padre Alarcón (Madrid, 1908)– que mantuviera las exigencias de las mujeres dentro de límites «razonables»10. Fue patrocinado por la mayor parte de las mujeres, también desde posiciones de emancipación11. «Si a la mujer se la hace sabia, y se la da, además, la libertad de emplear y lucir su sabiduría ¿quién velará por la fortuna y por la educación de sus hijos? ¿Quién por el buen orden de la casa, por la armonía interior, por el bienestar doméstico, único positivo de la vida?», se preguntaba Faustina Sáez de Melgar12.

Debemos tener en cuenta que la influencia del krausismo en las pensadoras feministas más avanzadas, como Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán, evitó la radicalización de sus propuestas13; sus pretensiones se orientaron hacia la adquisición de derechos civiles fundamentales, como el acceso a la educación y al trabajo remunerado. Los esfuerzos emprendidos por los krausistas para mejorar la instrucción de las señoras se convirtieron en un medio de perseverar en las ideas de domesticidad más tradicionales e inmovilistas14. La mujer debía cultivarse porque «la mujer educada será madre, no sólo más inteligente y capaz de allegar recursos para sus hijos, sino más tierna y más cariñosa», decía Concepción Arenal15.

La exaltación de la feminidad con mayúsculas obsesionó a las españolas. Concepción Gimeno de Flaquer, por ejemplo, abogaba abiertamente por la mejora de la educación de la mujer y por su incorporación a las profesiones liberales (aunque con ciertos límites)16, pero su principal preocupación era evitar la «masculinización» de la mujer: «El credo de los feministas moderados es conservar a la mujer muy femenina, porque masculinizada perdería la influencia que ejerce sobre el hombre, precisamente por su feminidad: la virago es repulsiva», afirmaba. Por eso se esforzaba en presentar damas ilustradas que combinaban sus estudios con su labor doméstica y con una elegancia exquisita en todos los órdenes de la vida17. La revista Blanco y Negro también retrataba en sus ilustraciones a estas mujeres que hacían gala de ese «feminismo razonable». Un buen partido de Cecilio Pla muestra a una elegantísima mujer practicando el lawn-tennis, uno de los deportes más aconsejados para las señoritas ya que «no exige mucha fuerza, y en cambio se necesita para jugarlo bien bastante agilidad de movimientos»18. Según el texto de Sandoval que acompaña a esta ilustración, la señorita en cuestión se llama Pepita y acumula todas las virtudes que desearía para sí una burguesita de 1900: tiene un ingenio vivo y profundo, una charla animada, se viste en París «a la moderna», tiene un sinfín de adoradores, se exhibe sin rival en el gran mundo de los salones, practica con destreza todos los deportes de moda..., pero, sobre todo, jamás se olvida «de ostentar a la par que su belleza, su gracia irresistible y seductora». Cecilio Pla muestra todas las bondades de Pepita a través de la artificialidad gestual que confiere a sus mujeres: Pepita lanza la pelota con un elegante revés, a la vez que procura no descolocar las cintas de su sombrero y no borrar esa sonrisa inextinguible propia de una mujer más preocupada de no perder su feminidad que de equipararse en derechos al hombre.


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Cecilio Pla, «Un buen partido», Blanco y Negro, Madrid, 3-10-1903.


Desde otro punto de vista, el feminismo burgués catalán también definió sus reivindicaciones a partir de las diferencias de género establecidas por la maternidad19. Por eso su lucha implicaba la defensa de los derechos civiles de la mujer y la protección de todo lo que favoreciera la misión de las mujeres en la familia y en la sociedad. La mujer se convertía en transmisora de valores fundamentales como la familia, la ética del trabajo, la tierra o las tradiciones culturales catalanas. La mujer buscada por Karr, Monserdà y otras feministas catalanas –fuerte, fecunda, de la que dependía el orden, la claridad y la armonía– era la mujer evocada por los poetas e idealizada por los artistas del noucentisme20.


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Ramón Casas, Trabajo y lectura, 1892, colección particular.


Bajo unos principios estéticos que aún pertenecen al siglo XIX, este ideal aparece representado en Trabajo y Lectura de Ramón Casas, que muestra a una mujer leyendo en un gabinete femenino, mientras realiza una labor de costura. Los elementos que decoran la habitación –la mecedora, la lamparita rosa y cursi o la mesa con un coqueto tapete rojo– demuestran que esta mujer no puede integrarse en el mundo laboral en las mismas condiciones que un hombre. Con su actitud recogida, hace gala de una domesticidad que acepta gustosa. De ella depende el orden y la armonía familiar; por eso se cultiva leyendo, «para educar mejor a sus hijos», pero no olvida que su verdadero «trabajo» es zurcir la ropa de su esposo.

La influencia de su educación tradicional, el miedo al ostracismo social y, por qué no, un cierto sentimiento de culpabilidad impedía a las feministas españolas plantear un verdadero feminismo que «agrediera» el poder establecido, ergo la masculinidad. El hecho de que insistieran en la conservación de valores habitualmente asociados a las mujeres implicaba una obsesiva promesa de continuidad, la promesa de «no dejar de ser mujer» en el sentido en el que se entendía en estos momentos.

Si este era el ambiente que se vivía en España respecto a la temible «cuestión de la mujer» ¿Qué impulsó a los artistas españoles a hacerse eco de los tópicos misóginos que embargaban a las feministas y a exorcizar ese peligro a través de imágenes satíricas? Sin duda, resultó determinante el contacto de los artistas con el ambiente parisino y, sobre todo, la popularización por parte de la prensa ilustrada del supuesto peligro que representaban las feministas para la sociedad y el futuro de la raza.

En España, por ejemplo, no hubo sufragistas radicales al estilo de las compañeras de Emmeline Pankhurst que, conocidas con el nombre de suffragettes, obstaculizaban mítines, incendiaban comercios, ocupaban la calle...21. Sin embargo, la prensa ilustrada de fin de siglo alertaba contra el peligro de estas mujeres, describiendo sus actos de forma apocalíptica22 y construyendo su imagen a partir de los tópicos misóginos en boga. Les Terribles Suffragettes, de Apa (La Esquella de la Torratxa, n.º 1803, Barcelona, 18-7-1913) retrataba a una ordinaria feminista, vestida con traje masculino y armada con un hacha de guerra, que se disponía a quemar la ciudad con una antorcha. No resultaba casual que Apa insistiera en el aire viril de la sufragista; Weininger había observado que «todas las mujeres que realmente tendían a la emancipación (...) presentaban numerosos rasgos masculinos y una observación sagaz permitía reconocer en ellas caracteres anatómicos propios de varón»23. El tópico sobre la masculinización y degeneración de estas mujeres planeaba durante el fin de siglo a pesar de que, en España, incluso las más fervientes feministas rechazaban la concesión del sufragio a la mujer24. Fumar, montar en bicicleta o escribir podía convertirse en el primer paso para que las mujeres trataran de emular a Nora, la cruel criatura de Ibsen.

2.3. La incorporación de la mujer al mundo laboral

Tanto en el ámbito social como en el artístico, la mujer trabajadora era anterior al advenimiento del capitalismo industrial, pero fue en estos momentos cuando se la describió, se la documentó y se la retrató con una atención sin precedentes. La necesidad que se impusieron los hombres del siglo XIX de mitigar las «terribles consecuencias» del trabajo femenino creó un amplio corpus literario y documental en el que se analizaban los diferentes ámbitos laborales en los que participaba la mujer y su idoneidad en función de sus características psíquicas y fisiológicas. La supuesta incompatibilidad entre trabajo asalariado y feminidad, planteada en términos morales, subyacía en todas las peroratas de los higienistas que, sumidos en la crisis finisecular y sin ningún pudor, responsabilizaban a la obrera de la pretendida degeneración de la raza.


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Apa, Les Terribles Suffragettes, c. 1913, Barcelona, MNAC.


La mujer había entrado pronto en la industria como mano de obra barata y sin cualificar. El modelo patriarcal aseguraba la sumisión de las obreras y las ideas de inferioridad física, mental y jurídica justificaban un jornal sensiblemente inferior al de los hombres. Debido fundamentalmente al fracaso de la Revolución Industrial en España y a la pervivencia del discurso de la domesticidad, las tasas de empleo femenino de los diferentes países europeos no tuvieron paralelo en España sino con evidente retraso cronológico y de forma amortiguada25. La angustia ante las «terribles consecuencias» del trabajo femenino se plantearon más como reflejo de una situación internacional que de una realidad próxima. La salida de la mujer hacia la fábrica implicaba el abandono del hogar doméstico. La relativa independencia económica que adquiría la obrera, también ponía en entredicho el poder jerárquico del marido. Además de la inquietud que provocaba esta quiebra del modelo patriarcal, los propios obreros se sintieron amenazados ante la competencia de una mano de obra más barata y menos problemática para el patrón.

El fantasma de la degeneración de la raza planeaba sobre estos discursos. Se estudiaron los efectos del esfuerzo físico sobre la salud de la mujer, concluyendo que el trabajo femenino afectaba a las capacidades reproductoras. La obrera se debilitaba y, con ella, lo harían las generaciones posteriores: «Basta el agotamiento físico y moral y la miseria en que vive, para que los hijos que procree sean forzosamente seres anormales, como anormal es el medio y el ambiente en el que se engendraron», decía González Castro26.

A la vez, el tradicional concubinato disimétrico que ligaba a la modistilla, a la obrera o a la criada con el estudiante, y que contribuía a configurar la sexualidad del hombre adulto, hizo que los hombres del XIX descubrieran un profundo erotismo en la mujer trabajadora. La relación entre obrera y prostituta se hacía para todos evidente. Los estudios realizados en los últimos años sobre la historia de la prostitución en este periodo confirman que, en los periodos de crisis, las obreras, modistas y criadas domésticas ingresaban en la prostitución por encontrar que era una salida más fácil y con menos explotación que otras27. Para ellas no significaba desvincularse de su entorno ni entrar a formar parte de un mundo marginal claramente estratificado. Conforme avanzamos en el siglo XIX y aumenta la angustia ante la sífilis, se establece la creencia de que ciertas profesiones condicionaban, por sus características, al ejercicio de la prostitución.

2.4. El aumento de la prostitución

El aumento de la prostitución, que provocó la relativa normalidad del comercio venal, responde a varios factores: por un lado, la terrible situación económica en que se encontraba el proletariado «obligaba» a sus mujeres a dedicarse a la prostitución para poder subsistir; por otro, la idealización romántica de la mujer y el culto a su pureza había hecho de la prostitución algo aún más «necesario». Dentro de esa idea de respetabilidad y decoro que se había impuesto en los hogares burgueses, las relaciones conyugales tenían como fin exclusivo la procreación, negando así la satisfacción sexual en el seno del matrimonio y aceptando tácitamente el adulterio masculino. Los maridos, conscientes y defensores de esta situación, hicieron uso del vasto ejército de prostitutas que se extendía por todas las capitales y que preservaban el honor de la mujer burguesa. La ilustración de Junoy para Papitu titulada La libertad iluminando el mundo concentra la narración en la figura de una prostituta exhausta y despeinada que ilumina con una candela la salida del burgués que, con total libertad, «utiliza» la prostitución sin dañar su reputación.


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Josep M.ª Junoy, «La llivertat illuminant el món», Papitu, n.º 89, Barcelona, 5-7-1910.


Esta doble moral burguesa, esta estricta diferenciación de las conductas sexuales en función de los sexos y de las clases sociales, fomentó la consideración agustiniana de la prostitución como un fenómeno perenne y como un «mal necesario» para el sostenimiento del orden burgués28. La honra de la mujer «decente» parecía a cargo de las prostitutas que, como decía Bernardo de Quirós, «servían a las leyes del amor y defendían con sus cuerpos el honor de mujeres más afortunadas»29. Las novelas y los estudios sociológicos repiten constantemente estos argumentos30.

La prostitución constituía una «amenaza» para la sociedad burguesa por su carácter «marginal» e «inmoral». Pero los hombres de finales del XIX consideraron que, ante todo, suponía un grave peligro para la sanidad pública y el futuro de los pueblos. La sífilis se extendía y sus principales trasmisoras, las prostitutas, eran las responsables. Corbin define este período como «la Edad de Oro de la angustia venérea»31. La sífilis y, por tanto, la prostitución, se convertía en los primeros años del siglo XX en uno de los temas de preocupación dominantes de la opinión pública. Las Conferencias de Bruselas de 1899 y 1902 sobre Medios para restringir la propagación de la sífilis y las enfermedades venéreas habían criticado la ineficacia del sistema reglamentista. De forma paralela, los nuevos descubrimientos pseudocientíficos vieron en la sífilis síntomas degenerativos y transgeneracionales... De esta manera, la sífilis quedó indisolublemente asociada al concepto de degeneración de la raza gracias a las ideas de la escuela de degeneracionistas franceses capitaneada por Morel. La prensa actuó entonces como caja de resonancia de todos los comportamientos subversivos, que fueron amplificados hasta dar la impresión de que el crimen, la prostitución y la sífilis lo invadía todo.

2.5. Las clases marginadas

Las prostitutas, junto con las mendigas, evidenciaban una degradación que llenaba de escaras el alma de los puritanos burgueses. Según los hombres de fin de siglo, la prostitución y la sífilis conducían irremediablemente a la degeneración de la raza; las mendigas probaban que esa decadencia ya había llegado.

La turba de mendigos que asolaba los pueblos y ciudades de España a finales del siglo XIX se convertía en una especie de obsesión para los gobiernos, los intelectuales, los artistas... Ellos eran la cara visible de la crisis política y económica, del atraso y la pobreza endémica del país. Simbolizaban esas llagas de España que algunos intelectuales buscaban mirar frente a frente, y se convertían en la metáfora de una nación decadente y moribunda.

El éxodo rural de finales del siglo XIX había provocado el hacinamiento del nuevo proletariado urbano en condiciones deplorables. La fisonomía de las grandes ciudades había comenzado a cambiar y los barrios se estratificaban ahora en función de la clase social de sus habitantes. Los extrarradios se habían convertido en enclaves marginales que atraían la atención de médicos y sociólogos32. Según el estudio del Dr. Hauser, en 1902 existían en Madrid 52.000 habitantes que se albergaban en casas insalubres ubicadas en La Latina y La Inclusa. Eran las mismas que Baroja describía al inicio de La Busca como un microcosmos que acogía «todos los grados y matices de la miseria: desde la heroica, vestida con el harapo limpio y decente, hasta la más nauseabunda y repulsiva»33.

Parecía que las grandes ciudades como Madrid y Barcelona sucumbían ante la aterradora presencia de una pobreza endémica. Era una catástrofe silenciosa, natural, diaria que iba adquiriendo tintes trágicos. «Asusta ir a dar limosna a los niños...», decía Corpus Barga en sus noveladas memorias34. Los periódicos y revistas publicaban diariamente relatos llenos de patetismo sobre personas muertas de hambre y frío y recogían en sus ilustraciones una situación desesperada. En La Esquella de la Torratxa, una figura alegórica de Barcelona se estremecía ante el hervidero de mendigos, repatriados, lisiados y enfermos que se extendía a su alrededor. Los estudios específicos sobre la mendicidad en las grandes ciudades también transmitían una fuerte sensación de invasión ante esa ola de mendicidad que asediaba las ciudades35.