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Sobre la dialéctica de modernidad y postmodernidad

La crítica de la razón después de Adorno




Traducción de

José Luis Arántegui

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Albrecht Wellmer

Sobre la dialéctica de modernidad y postmodernidad

La crítica de la razón después de Adorno

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 59
Clásicos


Colección dirigida por

Valeriano Bozal

© Albrecht Wellmer, Zur Dialektik von Moderne und Postmoderne. Vernunftkritik nach Adorno, Suhrkamp Verlag, Frankfurt am Main

© de la traducción, José Luis Arántegui

© de la presente edición,
Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-188-4

Índice

Observación preliminar


Verdad, apariencia, reconciliación. La salvación estética de la modernidad según Adorno


De la dialéctica entre modernidad y postmodernidad: crítica de la razón después de Adorno


Arte y producción industrial: de la dialéctica entre modernidad y postmodernidad


Adorno, abogado de lo no idéntico. Una introducción

Observación preliminar

Los trabajos reunidos en este volumen han surgido de contribucio- nes a acontecimientos de diversos tipos. «Wahrheit, Schein, Versöh- nung. Adornos ästhetische Rettung der Modernität» [«Verdad, aparien- cia, reconciliación. La salvación estética de la modernidad en Adorno»] fue mi contribución al coloquio «Ästhetische Theorie» del congreso so- bre Adorno celebrado en Frankfurt en 1983. La primera redacción del trabajo «Zur Dialektik von Moderne und Postmoderne. Vernunftkritik nach Adorno» [De la dialéctica modernidad-postmodernidad. Crítica de la Razón después de Adorno] surgió con motivo de una potencia presentada en el simposio sobre «Modernidad y postmodernidad» que tuvo lugar en marzo de 1984 en la Maison des Sciences de l’Homme de París. «Kunst und industrielle Produktion. Zur dialektik von Mo- derne und Postmoderne» [«Arte y producción industrial. De la dialécti- ca modernidad-postmodernidad»] es la versión corregida y ampliada de una conferencia pronunciada en Munich en octubre de 1982, con oca- sión del 75 aniversario del Deutscher Werkbund. La conferencia «Adorno, Anwalt des Nicht-Identisches» [«Adorno, abogado de lo no idéntico»] no estaba destinada en un principio a publicarse. Ello expli- ca que contenga algunos pasajes tomados literalmente de los dos traba- jos mencionados en primer lugar. Me he decidido a darla a la imprenta porque en ella se aclaran más pormenorizadamente constelaciones de ideas –en particular referidas a la filosofía de Adorno– que en los res- tantes trabajos no se presentan sino en forma muy comprimida.

La relación temática entre los cuatro trabajos de este volumen se encuentra en la cuestión del papel del arte como instancia de oposición a la forma de racionalidad dominante en la modernidad, así como en el intento, junto a Adorno y contra él, de sacar la crítica al racionalismo del falso dilema «Filosofía de la reconciliación versus irracionalismo».

Mi agradecimiento a la Deutsche Forschungsgemeinschaft que hizo posible la publicación de este libro al proporcionarme un semestre de investigación.







Las páginas se citan por las siguientes ediciones en alemán:


Th. W. Adorno y M. Horkheimer, Dialektik der Aufklärung, Amsterdam (Edition «Emigrant» Lichtenstein), 1955. [Trad. cast. de H. A. Murena, Dialéctica del iluminismo, Buenos Aires, Sur, 1970.]

Th. W. Adorno, «Ästhetische Theorie», Gesammelte Schriften, vol. 7, Frankfurt, 1973. [Trad. cast. de Fernando Riaza, revisada por Fco. Pérez Gutiérrez, Teoría estética, Madrid, Taurus, 1980.]

Th. W. Adorno, «Negative Dialektik», Gesammelte Schriften, vol. 6, Frankfurt, 1973. [Trad. cast. de José M.ª Ripalda, revisada por Jesús Aguirre, Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, Cuadernos para el Diálogo, 1975.]

Th. W. Adorno, «Philosophie der neuen Musik», Gesammelte Schriften, vol. 12, Frankfurt, 1975.

Verdad, apariencia, reconciliación. La salvación estética de la modernidad según Adorno

Theodor W. Adorno supo calibrar como nadie la modernidad cultural en todas sus ambigüedades; ambigüedades en las que se anuncian tanto posibilidades de desencadenar potenciales estéticos y comunicativos como la posibilidad de una muerte de la cultura. Se puede aventurar que, al menos en Alemania, ninguna otra filosofía del arte ha surtido un efecto tan permanente sobre artistas, críticos e intelectuales desde Schopenhauer y Nietzsche –con cuyas respectivas estéticas y epistemologías comunica subterráneamente, por lo demás, el pensamiento de Adorno–. Es imposible pasar por alto las huellas de ese efecto en la conciencia de todos aquellos que tienen algo que ver con el arte moderno, ya sea como productores, críticos o meros receptores; esto vale especialmente para la crítica musical, en donde Adorno, por remitirnos a la formulación de Carl Dahlhaus, fue realmente el primero en «establecer un nivel desde el cual se pudiera hablar de música moderna»1. En la reciente crítica musical, la autoridad de Adorno se deja sentir aun en donde la música ha transgredido las fronteras que Adorno le trazó; pienso, por ejemplo, en el alegato de H. K. Metzger en pro de la música «antiautoritaria» de John Cage2. Pero en tanto que la forma de pensar de Adorno, su manera intelectual de reaccionar, ha cuajado en la conciencia de artistas, escritores e intelectuales, su «Ästhetische Theorie» ha tenido un destino menos favorable en el ámbito de la filosofía académica y la teoría literaria: tras una fase de unos diez años de recepción crítica, parece como si sólo escombros y fragmentos de la Estética de Adorno hubieran sobrevivido a la crítica filosófica, literaria y musical. No es lo que tiene de esotérica la «Ästhetische Theorie» lo que se ha convertido en un obstáculo para su aceptación, sino lo que tiene de sistemática: la estética de la negatividad tiene ciertos rasgos inmóviles, y en las construcciones aporéticas de Adorno se hace notar algo de artificioso, junto con un cierto tradicionalismo oculto en sus juicios estéticos. Como suele hacerse en Filosofía, los críticos –en la medida en que no den simplemente por despachado el asunto– se reparten el botín: fragmentos de esa compleja interdependencia entre negatividad, apariencia, verdad y utopía que Adorno ve en las manifestaciones artísticas se encuentran, por ejemplo, en la Estética de la recepción de Jauβ, en la sociología de la literatura de Bürger, o en la Estética de lo repentino de Bohrer. La crítica filosófica a Adorno, y especialmente las críticas que apuntan a lo que de sistemático contiene su Estética, como la de Baumeister y Kulenkampff, o la de Bubner3, muestran que esa situación no es resultado meramente de una tendencia ecléctica de Adorno. Me parece indiscutible la razón, al menos parcial, que llevan todos los críticos aquí mencionados; no obstante, su crítica deja un sentimiento de desproporción entre los resultados de la crítica y su objeto: como si a los críticos se les escapara lo verdaderamente sustancial de la Estética de Adorno. Este es el peligro de toda crítica parcial, es decir, que no se dirija a la totalidad; lo que quizá se pudiera evitar en el caso de la Estética de Adorno si se consiguiera poner en movimiento, por así decir desde dentro, sus categorías centrales, y arrancarlas de su parálisis dialéctica. Para lo cual el requisito previo sería no atenuar, sino concentrar la crítica. Trataré de dar algunos pasos en esa dirección.

I

Para comprender la «Ästhetische Theorie» de Adorno [AT], sigue siendo un texto clave la «Dialektik der Aufklärung» de Adorno y Horkheimer [«Dialéctica de la Ilustración», DA]. En él se desarrolla la dialéctica de subjetivación y objetivación, y como mínimo se insinúa la dialéctica de la apariencia estética. La recíproca interpenetración de ambas dialécticas es el principio motor de la «Ästhetische Theorie».

En lo que atañe a la «Dialektik der Aufklärung», el carácter extraordinario de este libro nace no sólo de la densidad literaria de su prosa, que se diría atravesada por descargas eléctricas, sino aun más de la extraordinaria osadía de su intento de amalgamar dos tradiciones filosóficas dispares: una que, desde Schopenhauer, conduce a través de Nietzsche hasta Klages4, y otra que desde Hegel, pasando por Marx y M. Weber, conduce hasta el joven Lukács5. Ya Lukács había integrado la teoría de la racionalización de Weber en la crítica a la Economía política; la «Dialektik der Aufklärung» se puede entender como el intento de hacer propia, en términos marxistas, la radical crítica a la civilización y a la razón de L. Klages. Así, los diversos estadios de emancipación de la potestad de la Naturaleza y los correspondientes estadios de dominio de una clase (Marx) se conciben al mismo tiempo como estadios de la dialéctica entre subjetivación y objetivación (Klages). Para ello ha de interpretarse la trinidad epistemológica de sujeto, objeto y concepto como una relación de opresión y sometimiento, en la que la instancia opresora se torna a la vez víctima sometida: la opresión ejercida sobre la Naturaleza interna, con sus impulsos anárquicos hacia la felicidad, es el precio a pagar por la formación de un sí mismo6 unitario, una formación que fue necesaria por mor de la auto- conservación y del dominio de la Naturaleza externa. La idea de que los conceptos son «herramientas ideales» para que un sujeto, concebido en lo esencial como voluntad de autoconservación, se las haya con la realidad y la domine, se retrotrae no ya a Klages, sino a Nietzsche e incluso a Schopenhauer. De ahí que tampoco la lógica formal sea un Organon de la verdad, sino el miembro intermedio entre la unidad del sujeto –el «principio yoico sistematizador» («Negative Dialektik», 36, ND)– y el concepto, que «arma» y «zanja» (ND, 21)7. El espíritu que objetiva conceptualmente, que sistematiza según la ley de no-contradicción, se convierte así en razón instrumental ya desde su mismo origen –en virtud de la «escisión de la vida en espíritu y su objeto» (comp. con DA, 279)–. Ese espíritu instrumental parte de la Naturaleza viviente, al final sólo puede deletrearse incluso a sí mismo en conceptos de una Naturaleza muerta; por cuanto objetivador, está olvidado de sí mismo desde sus orígenes, y al olvidarse de sí mismo de ese modo, se independiza hasta convertirse en el sistema universal de enmascaramiento de la razón instrumental.

En puro marxismo –y hegelianismo al mismo tiempo– Adorno y Horkheimer se mantienen firmes en que el proceso de la civilización es al mismo tiempo un proceso de ilustración8; sólo como resultado de ésta puede pensarse en «reconciliación», «felicidad» o «emancipación». Con lo que queda cortado el camino de regreso al arcaico reino de las imágenes de Klages, en cuanto camino puramente ilusorio hacia la reconciliación. La reconciliación sólo puede pensar como superación de la autoescisión de la Naturaleza, una superación que sólo es posible alcanzar pasando por la autoconstitución del género humano en una historia de trabajo, sacrificio y renuncia (comp. con DA, 71). De lo que se sigue también que el proceso de ilustración sólo podría llevarse a término y sobrepasarse en su propio medio, el del espíritu que domina la Naturaleza. Ilustrar a la ilustración acerca de sí misma, ese «recuerdo de la Naturaleza en el sujeto», sólo es posible en el medio conceptual; desde luego, sería presupuesto necesario que el concepto se volviera contra la tendencia cosificadora del pensamiento conceptual, tal como Adorno postulará en la ND para la filosofía, que «lleva en sí el afán de ir mediante el concepto más allá del concepto» (ND, 27). En «Negative Dialektik», Adorno ha tratado de caracterizar esa autosuperación del concepto como acogida de un elemento «mimético» en el pensamiento conceptual. Racionalidad y mimesis han de converger para salvar a la racionalidad de su irracionalidad. Mimesis es un nombre para esas formas de conducta del ser vivo sensorialmente receptivas, expresivas, que se van acoplando en la comunicación. El lugar en que las formas miméticas de conducta han mantenido un carácter espiritual en el curso del proceso de civilización es el arte: el arte es mimesis espiritualizada, esto es, transformada y objetivada mediante racionalidad. Arte y filosofía designan así las dos esferas del espíritu en las que éste irrumpe a través de la costra de cosificación, gracias al acoplamiento del elemento racional con el mimético. Ese acoplamiento, desde luego, sucede en cada caso a partir de un polo opuesto: en el arte, lo mimético adopta la figura del espíritu; en Filosofía, el espíritu racional se atenúa convirtiéndose en mimético y conciliador. El espíritu como «reconciliador» es el medio común al Arte y a la Filosofía; pero también la quintaesencia de su común remitir a la verdad, su punto de fuga común, su utopía. Así como el concepto de espíritu instrumental no sólo significa una relación cognitiva, sino también un principio estructurador de las relaciones de los hombres entre sí y con Naturaleza, el concepto de «espíritu reconciliador» se refiere no sólo a la «síntesis sin violencia de lo disperso» en la belleza artística y en el pensar filosófico, sino también a la unidad sin violencia de lo múltiple en la interdependencia reconciliada de todo lo viviente. Una interdependencia que se esboza ya en las formas de conocimiento del Arte y de la Filosofía como un tender puentes sin violencia sobre el abismo entre visión y concepto, entre lo particular y lo general, entre la parte y el todo. Y sólo en esa figura que anticipa en sí el estado de reconciliación puede sobrevenirle al espíritu algún conocimiento; en este sentido hay que entender esa frase de los «Minima Moralia» que afirma que «el conocimiento no tiene otra luz sino aquella que irradia de la redención sobre el mundo»9.

A partir de su común concepto utópico, arte y filosofía se comportan por tanto como antítesis frente al mundo del espíritu instrumental; de ahí su negatividad constitutiva. Pero mientras arte y filosofía contemplan por igual la perspectiva de tender sin violencia, cada uno a su manera, un puente sobre el hiato que separa visión de concepto, a su vez la relación entre ambos, como relación que es entre dos fragmentos de un espíritu no cosificante, vuelve a ser la relación entre visión y concepto; una relación que desde luego no puede alcanzar la calma de la unidad articulada propia de un conocimiento. La presencia del espíritu conciliador en un mundo no reconciliado sólo puede pensarse aporéticamente.

La aporía es ésta: ambos, conocimiento discursivo y no discursivo, quieren la totalidad del conocimiento; pero justamente esa escisión del conocimiento en discursivo y no discursivo significa que cada uno de ellos sólo puede captar en cada caso las correspondientes figuras refractadas de la verdad. Disponer tales figuras en un conjunto hasta hacer de ellas verdad total, sin recortes, sólo sería posible si se superara la escisión misma y la realidad estuviera reconciliada. En la obra de arte, la verdad aparece en forma sensible; esto constituye su privilegio frente al conocimiento discursivo. Pero precisamente porque en la obra de arte aparece en forma sensible, la verdad vuelve a quedar velada para la experiencia estética; como la obra de arte no puede decir la verdad que hace aparecer, la experiencia estética no sabe qué es lo que experimenta. La verdad que se muestra en el relampagueo fugaz de la experiencia estética es al mismo tiempo, por cuanto concreta y presente, imposible de captar. Para hacer más la clara esa interdependencia entre evidencia e imposibilidad de captación de la verdad cuando aparece por vía estética, Adorno compara las obras de arte a enigmas y criptogramas. El criptograma se asemeja a la obra de arte en que «como en la carta de Poe, lo oculto aparece, y apareciendo, se oculta» (ÄT, 185). Cuando se ahonda comprensivamente en la obra de arte, intentando captar lo inasible, se esfuma como el arco iris al acercársele demasiado (ÄT, 185). Pero si la verdad que contiene la obra de arte quedara encerrada en el momento de la experiencia estética, se perdería, y la experiencia estética sería una nadería. De ahí que las obras de arte, a causa de lo que en ellas señala más allá del momento fugaz de la experiencia estética, se vean remitidas a la «razón interpretativa» (ÄT, 193), a que la interpretación exponga la verdad que contienen: para Adorno, interpretación significa interpretación filosófica; la «necesidad de interpretación» que las obras tienen (ÄT, 193) es la necesidad que la experiencia estética tiene de aclaración filosófica. «La genuina experiencia estética ha de tornarse filosofía, o no es nada en absoluto» (ÄT, 197). Pero la filosofía, cuya utopía sería «franquear sin allanar lo no conceptual con el concepto» (ND, 21), sigue ligada a un medio que es «el lenguaje referencial»10, que no permite restituir la inmediatez de la verdad que aparece estéticamente. Así como la inmediatez de la visión estética trae consigo un elemento de ceguera, la mediación del pensamiento filosófico conlleva otro de vacuidad; sólo en común podrían abarcar ambas el círculo completo de una verdad que no pueden decir. «En el conocimiento discursivo, la verdad se encuentra desvelada; pero a cambio él no la tiene. Aquel conocimiento que sea arte la tiene, pero como algo inconmensurable con él» (ÄT, 191). En «Fragment über Musik und Sprache», Adorno describía así esa insuficiencia complementaria: «El lenguaje referencial quisiera decir, transmitido, lo absoluto, pero éste se le escurre entre los dedos en cada intención particular, y acaba por dejar atrás cada una de ellas. La música lo atrapa al vuelo, pero en ese mismo instante se oscurece, lo mismo que una luz excesiva ciega al ojo, que ya no es capaz de ver lo absolutamente visible»11 . El lenguaje de la música y el referencial aparecen como mitades de un roto «lenguaje verdadero», un lenguaje en que se haría visible «el contenido mismo», como dice el mismo fragmento12. El ideal de tal lenguaje es «la figura del nombre de Dios»13. En la relación aporética entre arte y filosofía se alza una perspectiva teológica: arte y filosofía en común esbozan la figura de una teología negativa.

II

La posición antitética de la belleza artística respecto al mundo del espíritu instrumental, esto es, respecto a la realidad empírica, se desprende de su concepto utópico. En ello se fundamenta también la inversión de la teoría de la imitación en Adorno: el arte no imita a la realidad, sino en todo caso a aquello que en la realidad ya señala más allá de lo real: la belleza natural (comp. ÄT, 113). En lo bello de la Naturaleza ve Adorno una cifra de algo aún inexistente, de una Naturaleza reconciliada; una Naturaleza por tanto que hubiera desbordado la escisión de la vida en el espíritu y su objeto, y la hubiera superado, reconciliada, en sí misma; una reunión de lo múltiple sin coerción alguna, intacto en su peculiaridad. La obra de arte, en cuanto imitación de lo bello en la Naturaleza, se torna imagen de una Naturaleza elocuente, liberada de su mutismo, de una Naturaleza redimida, así como de una humanidad reconciliada. El que la utopía de la reconciliación se remita a la Naturaleza como un todo se explica por lo radical de la antítesis entre el espíritu instrumental y el espíritu que reconcilia estéticamente: ambos, el instrumental y el conciliador, piensan en una ordenación de lo viviente en su totalidad.

Tampoco significa otra cosa, sino esa interdependencia entre negatividad y contenido utópico de la obra de arte, el sistema de referencia fundamental para la estética de Adorno, constituido por las categorías interdependientes de verdad, apariencia y reconciliación. No obstante, al igual que la referencia recíproca entre arte y filosofía se demuestra aporética, también el sistema de referencias recíprocas entre las categorías verdad, apariencia y reconciliación en la belleza artística se demuestra antinómico; lo cual constituye la dialéctica de la apariencia estética.

La dialéctica de la apariencia estética se insinúa ya en la «Dialektik der Aufklärung». La escisión entre belleza artística y práctica vital aparece ahí en una doble perspectiva: por una parte, como abolición del poder de lo bello, reducido a mera apariencia, al modo en que se expone en el ejemplo del episodio de las sirenas; por otra, como separación de lo bello de sistemas de fines mágicos y, en consecuencia, liberación de lo bello que lo convierte en organon del conocimiento. Verdad y falsedad de lo bello están ensambladas entre sí. Entonces, para captar con más precisión la dialéctica de la apariencia tal como la desarrolla Adorno, sobre todo en la «Ästhetische Theorie», tenemos que precisar su concepto de verdad artística. De lo que se trata es de algo que se podría expresar así: lo que el arte hace aparecer no es la misma «luz de la redención», sino la realidad bajo esa luz. La verdad de las obras de arte es concreta, la verdad del arte, múltiple, ligada a la concreción de sus obras individuales; o mejor aún: es una verdad que sólo puede aparecer como esa determinada verdad en cada caso; y cada obra de arte es un espejo, en cada caso único en su género, como una mónada leibniziana. El contenido de verdad de una obra de arte, por cuanto ése en particular en cada caso, depende de que no se falsee la realidad, de que en él la realidad haga su aparición tal como es. De querer separar analíticamente lo que Adorno piensa dialécticamente en conjunto, se podría distinguir entre verdad-1, verdad como armonía estética (V-1), y verdad-2, verdad como verdad objetiva (V-2). Entonces, lo que quiere decir la unidad de ambas es que el arte sólo puede ser conocimiento de la realidad (V-2) en virtud de la síntesis estética (V-1), y que por otra parte la síntesis estética (V-1) sólo se puede alcanzar si a través suyo se hace aparecer la realidad (V-2). Ahora bien, en cuanto esfera en que la reconciliación se hace aparente, el arte es ya por su concepto mismo lo Otro, la negación de una realidad irreconciliada. De ahí que sólo pueda ser verdad, en el sentido de fidelidad a lo real, en la medida en que haga aparecer lo real como irreconciliado y desgarrado por antagonismos. Pero sólo puede lograr tal cosa haciendo aparecer la realidad a la luz de la reconciliación, esto es, para ser precisos, mediante una síntesis sin violencia de lo disperso que produzca la apariencia de la reconciliación. Lo que significa, sin embargo, introducir una antinomia en el interior de la síntesis estética: por su mismo concepto, ésta sólo puede alcanzarse volviéndose contra sí misma, poniendo en cuestión su propio principio por mor de una verdad que, no obstante, no puede tenerse si no es por obra de ese principio.

«El arte es verdad en la medida en que aquello que habla desde él, y él mismo, sea escindido e irreconciliado; pero esa verdad le es dada al arte cuando llega a sintetizar lo escindido y a definirlo así claramente en su irreconciliabilidad. Paradójicamente, el arte ha de dar testimonio de lo irreconciliado y a la vez tender a reconciliarlo...» (ÄT, 251).

Esa estructura antinómica del arte está instalada ya desde siempre en su principio mismo, en la separación histórica entre imagen y signo, entre síntesis conceptual y no conceptual, aun cuando el arte sólo haya llegado a ser consciente de esa su condición en el arte moderno, en las condiciones que ofrece una racionalidad instrumental plenamente desarrollada. El arte, por su idea misma, ha de volverse contra su propio principio y transformarse en rebelión contra la apariencia estética.

Decía antes que el entrelazamiento de ambas dialécticas, la dialéctica de subjetivación y objetivación y la dialéctica de la apariencia estética, es el principio motor de la estética de Adorno. Habría que mostrar ahora en detalle cómo las antinomias y aporías del arte moderno, en la presentación que de él nos hace Adorno, resultan del ensamblaje de ambas dialécticas: así, la ambivalencia del principio constructivo, la aporía de la forma abierta o la antinomia del principio nominalista. Me limitaré a recordar que, para Adorno, la misma dialéctica de subjetivación y objetivación, en cuanto constelación dialéctica, está inscrita en el concepto de subjetivación: el cual designa por una parte el fortalecimiento del sujeto frente a las presiones de la naturaleza interna y externa, así como frente a la violencia del sentido objetivamente vinculante, esto es, frente a convenciones, normas y ordenamientos sociales aceptados como de origen natural; y, por otra, designa también el precio a pagar para que ese proyecto emancipador tuviera éxito: la proliferación de la racionalidad «subjetiva», esto es instrumental, la progresiva cosificación que desemboca en la autodestrucción. Lo que Adorno trata de indicar es, por tanto, que es esa misma dialéctica la que acelera la emancipación de la subjetividad estética, en la que parece anunciarse un desencadenamiento del arte, un «lugar estético para la libertad». Tal como él lo presenta, la cosificación penetra por los poros del arte moderno desde todas partes: desde la sociedad, cuya racionalidad técnica destiñe y colorea los procedimientos artísticos de construcción –el ejemplo modelo de Adorno es la degeneración del principio dodecafónico en procedimiento de composición–; desde los propios sujetos debilitados, que no se muestran a la altura de los potenciales de libertad del arte; y, finalmente, desde el mismo material estético, cuyo desarrollo permite que el proceso de individualización del lenguaje se invierta y se transforme en decadencia lingüística. Pero es sólo la propia necesidad intraestética la que impulsa esas tendencias estéticas decadentes, que irrumpen por así decir desde fuera y desde «abajo» en el arte, hasta su culminación, la destrucción del sentido estético: por mor de su verdad, el arte tiene que revolverse contra el principio de síntesis estética. «La negación de la síntesis se convierte en un principio de creación y configuración [Gestaltung]» (ÄT, 232). Esta formulación paradójica quiere decir que el arte sólo puede sobrevivir como auténtico arte si alcanza a articular su negativa a la síntesis como sentido estético, si logra realizar una síntesis estética aunque sea mediante su negación. La obra de arte moderna tiene que producir sentido estético y a la vez negarlo; tiene que articular como sentido la negación del sentido, por así decir balanceándose sobre el más fino de los filos entre apariencia afirmativa y antiarte sin apariencia.

Lo que Adorno dice en la «Philosophie der neuen Musik», al final del capítulo sobre Schönberg, respecto a la música moderna avanzada, se refiere implícitamente al auténtico arte moderno en su conjunto: «Ha tomado sobre sí toca la oscuridad y toda la culpa del mundo. Ha puesto toda su felicidad en reconocer la infelicidad; su belleza, en rehusar toda apariencia de belleza» (op. cit., 126). Pero las antinomias del arte moderno se expresan en el hecho de que, para lograr ese acto de equilibrio del que se hablaba, ya no disponga de concepto alguno: concepto que es strictu sensu imposible. Pues incluso allí donde el arte consigue aún articular estéticamente con pleno sentido la negación de sentido –en literatura, el ejemplo más importante para Adorno lo constituye la obra de Beckett–, se hace ver igualmente que el arte superviviente, aquel que ha tomado sobre sí la oscuridad y la culpa del mundo, tampoco escapa a la antinomia; el que allí aún quede algo de arte es al mismo tiempo señal de su falta de verdad; el logro estético, su verdad y autenticidad, no se puede separar de un resto de apariencia estética, es decir, de falsedad:

«Al final, el arte es apariencia por ser incapaz de escapar a la sugestión de un sentido en medio de lo insensato» (ÄT, 231).

Pero por mor de la esperanza en la reconciliación, el arte tiene que cargar aún con esta culpa: esto es lo que significa «salvar las apariencias» para Adorno.

III

En sus tesis sobre filosofía de la historia, Benjamin había postulado que «la teología tendría que tomar a su servicio a ese títere que es el materialismo histórico»14. La filosofía de Adorno se puede entender como el intento de cumplir ese postulado. Con todo, no puede pasar inadvertida la línea de ruptura entre motivos mesiánicos y utópicos y motivos materialistas en el pensamiento de Adorno; además, esa misma fractura se vuelve a perfilar en los elementos teóricos materialistas como fractura entre materialismo histórico y sensualismo utópico. Así, en diversos aspectos la estética de Adorno se encuentra más cerca, pongamos por caso, de un schopenhauerianismo escatológico y sensual que de un marxismo ilustrado por la teología. La luz de la redención que según Adorno ha de caer sobre el mundo a través del arte no sólo no es de este mundo; proviene, dicho a la manera de Schopenhauer, de un mundo al otro lado del espacio, del tiempo, de la causalidad y la individuación15. Pero, al mismo tiempo, Adorno se mantiene firme en un concepto sensualista de la felicidad como quintaesencia de la plenitud de los sentidos. La interferencia del motivo teológico con el sensual caracteriza una perspectiva utópica en la cual la esperanza de redención se nutre de la añoranza del paraíso perdido. En cierto sentido, se podría decir que Adorno ha aplicado toda su poderosa energía intelectual a procurarle a ese sueño de reconciliación, ya que no el rango de concepto filosófico, sí el de ideal filosófico que comprenda en sí toda verdad. Para Adorno, sólo entendida en ese contexto podía la síntesis estética convertirse en apariencia anticipadora de una interdependencia ya reconciliada en el ser humano, las cosas y la Naturaleza.

La utopía escatológica y sensualista hace que la distancia entre realidad histórica y reconciliación se vuelva tan inmensa que tender un puente sobre ella ya no puede ser un fin con sentido de una praxis humana; esa distancia se convierte, como dice Adorno, en «abismo entre la práctica y la felicidad» (ÄT, 26). Ya no puede haber concepto alguno en que pensar una situación de reconciliación; cuyo ideal, por así decir, sólo ex negativo aparece en el horizonte de la filosofía y el arte –captable aún, sobre todo, cuando en el estremecimiento de la experiencia estética el Yo «se asoma siquiera una pizca más allá de la prisión que es él mismo» (ÄT, 364). Así, al igual que en Schopenhauer, la experiencia estética es en Adorno antes una experiencia de éxtasis que una real-utópica; la felicidad que promete no es de este mundo.

Por otro lado, el hecho de que esa distancia entre realidad y utopía sea inmensurable significa que la realidad queda fijada a la negatividad por así decir de forma trascendental, previamente a toda experiencia. Si la verdad sólo puede sernos dada cuando vemos el mundo «tal y como se presentará alguna vez a la luz mesiánica, mutilado y menesteroso»16, entonces el carácter asesino del curso del mundo queda sellado ya antes de que experimentarlo pueda conducir a la desesperación. El hecho de que la necesidad de tal desesperación venga incrustada ya en las mismas categorías básicas de Adorno es lo único que podría explicar ese rasgo tan peculiar de su interpretación del arte moderno, a saber, que la cuestión de la verdad esté resuelta de antemano.

Desde luego no puede pasar inadvertido que, en el seno de esa perspectiva mesiánica y utópica, ciertos elementos teóricos genuinamente materialistas llevan una vida propia y vigorosa a través de toda la filosofía de Adorno. En ellos sigue vivo un cierto remitir a la práctica social; y al final es de ellos donde habría que volver a interpretar la perspectiva teológica: sólo entonces la teología habría tomado a su servicio al «títere del materialismo histórico». La cuestión es dar con una forma de crítica que pusiera en movimiento el sistema de categorías filosóficas de Adorno como un todo, y que así permitiera al mismo tiempo descifrar su estética en clave materialista.

Los rasgos fundamentales de una crítica así, que arranque de la línea de fractura entre el motivo materialista y el mesiánico, los ha desarrollado J. Habermas en su «Theorie des kommunikativen Handelns» («Teoría de la acción comunicativa»)17. El argumento fundamental de Habermas es tan simple como convincente: la intersubjetividad de la comprensión, por un lado, y la objetivación de la realidad en sistemas de acción instrumental, por otro, forman parte exactamente igual una que otra del ámbito de un espíritu ligado al lenguaje; y la relación comunicativa simétrica entre sujeto y sujeto es parte de ese espíritu a igual título que la relación asimétrica que distancia sujeto de objeto. Por el contrario, donde no queda espacio alguno para el componente comunicativo del espíritu es en el paradigma de una filosofía de la conciencia que tiene que explicar la función del lenguaje de franquearnos el mundo a partir de un modelo asimétrico sujeto-objeto del conocimiento y de la acción. Ese componente comunicativo ha de permanecer como algo por así decir extraterritorial respecto al ámbito del pensamiento conceptual. Esto mismo es lo que pasaría con Adorno; el nombre que él da al ámbito de la conducta comunicativa, extraterritorial respecto a la esfera del pensamiento conceptual, es mimesis. Por contra, cualquier reflexión desde la filosofía del lenguaje sobre los fundamentos del espíritu instrumental se ve obligada a reconocer un elemento «mimético» en el mismo pensamiento conceptual: lo mismo en el lenguaje cotidiano que en el arte y la filosofía destaca visiblemente un elemento mimético. Esto le ha de quedar necesariamente oculto a una filosofía que comprenda la función del concepto a partir de la polaridad sujeto- objeto; una filosofía así no puede reconocer tras las funciones de objetivación del lenguaje, como condición de posibilidad de las mismas, los logros comunicativos del lenguaje. Por eso sólo puede pensar la mimesis como lo Otro, distinto de la racionalidad, y la convergencia de ambas, sólo como negación de la realidad histórica. Para reconocer la unidad siempre en curso del elemento mimético y el racional en los fundamentos del lenguaje, se precisa un cambio de paradigma filosófico:

«Sólo se llega a dejar al descubierto el núcleo racional oculto en los logros de la mimesis cuando se abandona el paradigma de la filosofía de la conciencia –a saber, el de un sujeto que se representa el objeto y que se consume en el trabajo de elaborarlo– en beneficio del paradigma de la filosofía del lenguaje, esto es, la comprensión intersubjetiva y la comunicación, y cuando el aspecto parcial cognitivo e instrumental se inserta así en una racionalidad comunicativa global»18.

Pero si la intersubjetividad de la comprensión –de la acción comunicativa– es constituyente tan fundamental de la esfera del espíritu como la objetivación de la realidad en sistemas de acción instrumental, entonces la perspectiva utópica que Adorno trata de aclarar mediante el concepto de síntesis «sin violencia» –un concepto tomado de la filosofía de la conciencia– vendría a establecerse por así decir en el seno de la propia razón discursiva: una intersubjetividad no vulnerada, una reunión no forzada de lo múltiple que posibilitaría al mismo tiempo cercanía y lejanía, identidad y diferencia, son algunos de los rasgos de una proyección utópica cuyos elementos alcanza la razón discursiva a partir de las condiciones de su propio carácter lingüístico. Esa proyección utópica no dibuja el perfil de «lo otro» de la razón discursiva, sino su propio ideal, y a partir de sí misma. Y como esa proyección utópica permanece vinculada a las condiciones de su carácter lingüístico, se trata, pues, de una utopía intramundana y, en este sentido, «materialista».

Reconocer un elemento comunicativo en el pensamiento conceptual tiene como secuela que se disuelve la interdependencia de subjetivación y objetivación dialécticamente construida por Adorno y Horkheimer, y precisamente por lo que tiene de dialéctica. Habermas lo ha señalado así en «Theorie des kommunikativen Handelns». La ironía de su argumento se puede hacer ver claramente comparando dos formulaciones de Adorno. En la «Ästhetische Theorie», Adorno habla en una ocasión de la perspicacia de «alcanzar a ver en la teoría del conocimiento que la proporción de subjetividad y la de cosificación son correlativas» (ÄT, 252). Tal formulación es ciertamente ambigua; se la podría hacer equivaler a la tesis de Habermas de que la «racionalización comunicativa» por un lado, y la «racionalización sistemática» y el progreso técnico y científico por otro, están «correlacionadas» en la modernidad. La tesis concierne a la diferenciación entre dos tipos de racionalidad y a sus posibilidades de estructurarse recíprocamente en los tiempos modernos. La tesis deja abierta la cuestión de cómo se entrelacen, en la estructura abarcadora de un sistema de vida social, las estructuras de la racionalidad comunicativa y las de la instrumental-funcional, que se entienden conceptualmente correlacionadas. Esta última cuestión es de carácter empírico e histórico; la explicación que ofrece el propio Habermas acerca de la amenaza que se cierne sobre las estructuras de la racionalidad comunicativa, y sobre la proliferación desmedida de la racionalidad sistemática en la modernidad, es en último término una explicación marxista. Por contra, en Adorno ambos planos de análisis se sitúan en cierta medida a la par, como demuestra la segunda de esas formulaciones, igualmente contenida en la «Ästhetische Theori»; allí se afirma que la subjetividad, «en virtud de su propia lógica», trabaja en «extirparse de raíz a sí misma» (ÄT, 235). Como en el modelo sujeto- objeto la parte comunicativa del sujeto se torna invisible, en virtud de la lógica conceptual ya sólo queda como correlato visible del reforzamiento del sujeto la tendencia a la cosificación. De ahí también que la correlación entre subjetividad y cosificación tenga que convertirse en Adorno (y en Horkheimer) en una dialéctica inmanente