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Estudios de arte contemporáneo, I

La mirada de Cézanne, la indiferencia de Manet, la ironía de Klee y otros temas de arte contemporáneo

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Del mismo autor
en La balsa de la Medusa:


3. Mimesis: las imágenes y las cosas

47. Los primeros diez años. 1900-1910, los orígenes del arte contemporáneo

94. El gusto

101. Necesidad de la ironía

Valeriano Bozal

Estudios de arte contemporáneo, I

La mirada de Cézanne, la indiferencia de Manet, la ironía de Klee y otros temas de arte contemporáneo

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 159


Colección dirigida por

Valeriano Bozal

© Valeriano Bozal

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-184-6

Índice

Introducción

1. Manet, la indiferencia de la belleza

2. Paul Cézanne: la mirada es el lenguaje

3. Toulouse-Lautrec: fisonomía de época

4. Apollinaire y el cubismo

5. Kandinsky, el camino de la pintura abstracta

6. Braque después del cubismo

7. Paul Klee: hacer visible

8. El regreso de los géneros

9. El oficio de vivir

10. El horizonte de la renovación plástica española o Hemisferio París

11. Fernand Léger, el constructor

12. Alberto Giacometti, la pavesa

13. La pulsión del gesto: el expresionismo abstracto

Obras citadas

Ilustraciones

Procedencia de los textos

Introducción

Dos motivos me impulsan a publicar este conjunto de textos. El primero es de carácter instrumental: son, en la mayoría de los casos, artículos, conferencias e intervenciones de diferente condición difíciles de encontrar. El segundo posee, quizá, mayor alcance: analizan algunos de los temas centrales de artistas contemporáneos, pintores y escultores, al margen de los esquemas historiográficos tradicionalmente aceptados. «Tema» es concepto entendido aquí en un sentido amplio: la ironía de Klee, la relación entre la mirada y el lenguaje pictórico de la obra de Cézanne, la importancia del género en la pintura de entre guerras, la materialidad contenida de Giacometti, la pulsión del gesto de los expresionistas abstractos, etc. La hipótesis que subyace a este conjunto de textos es que estos temas configuran, aunque sea parcialmente, una trama capaz de ofrecer una perspectiva nueva sobre el arte contemporáneo, en ningún caso sometida a las limitaciones de los cánones estilísticos.

Por lo general, los historiadores del arte contemporáneo hemos destacado los rasgos estilísticos sobre todos los demás y hemos hecho del lenguaje el punto de referencia fundamental de nuestro relato. Es normal que haya sido así pues el lenguaje ha constituido, y constituye, uno de los ejes de la evolución del arte del siglo XX, es el rasgo que ha permitido distinguir entre arte de vanguardia y arte que no lo es, el factor determinante a la hora de agrupar orientaciones, ismos, y en el momento de organizar los esquemas que dan unidad y sentido al relato histórico. Ahora bien, al proceder de esta manera corremos el riesgo de perder de vista tanto aquello que el lenguaje dice cuanto todo lo que ha motivado sus cambios, es decir, los temas, en el sentido con el que ahora entiendo ese término.

El arte del siglo XX «habla» de la superficie pictórica y del ensamblaje, «habla» de la metamorfosis, se enfrenta al problema del espacio ilusionista figurado y atiende a las posibilidades simbólicas y expresivas de las formas, concibe la secuencia histórica como una sucesión de rupturas, pone en duda la condición objetual de la obra de arte, incluso su materialidad, incluye técnicas y materiales hasta hace poco inesperados, se preocupa por los efectos de la repetición y de la redundancia, también por los del múltiple. El historiador hace bien al atender a todas estas cuestiones porque todas ellas son tematizadas por las obras. Los problemas relativos a ese complejo ámbito que constituye el arte del siglo XX están en primera fila de los intereses artísticos y afectan a cualquier interpretación del período, por somera que sea. Son, ellos también, temas del arte contemporáneo, pero no son los únicos. Si los consideramos en ese sentido, a buen seguro que perderemos mucha de su riqueza y haremos más difícil su comprensión.

El interés de todos estos problemas no puede hacernos olvidar aquello que está en el origen de todos esos fenómenos: los cambios de lenguaje tienen razones, motivos, y se proponen mostrar aspectos concretos de nuestro entorno, proponernos imágenes que nos permitan verlo y comprenderlo mejor, que nos permitan, también, comprendernos y vernos a nosotros mismos en tanto que sujetos, y objetos, de esa realidad concreta. Las obras de los expresionistas, futuristas, constructivistas, dadaístas, surrealistas, las obras de los artistas neoplásticos y de los puristas, informalistas, expresionistas abstractos, realistas, pop y conceptuales, todas ellas «hablan» de asuntos diversos, del sexo, la crueldad, la violencia, la explotación, las diferencias de género, la alienación, la guerra, los prejuicios, el consumo, la banalidad, las máquinas y la velocidad, los valores sublimes, la sociedad más justa, y la más injusta, etc. «Hablan», igualmente, de la belleza y de los modos de mirar, de la ironía y de la belleza, de la indiferencia y del compromiso, de la distancia y el entusiasmo, es decir, de un conjunto de valores y actitudes que, en todos esos temas tienen mucho que ver con el lenguaje, pero también con la vida cotidiana.

No es inhabitual decir que el arte del siglo XX, o más concretamente el arte de vanguardia, se ha distanciado de la vida –y ello a pesar de que la unión entre arte y vida era uno de los renglones del «programa vanguardista»– y que ésa es una de las razones del rechazo que ha suscitado en numerosas ocasiones. Algunas de las obras del arte del siglo XX, bastantes, pueden parecer herméticas, no seré yo quien lo ponga en duda, pero quizá las hemos hecho más de lo que lo son precisamente por haberlas analizado, presentado y difundido a tenor de las novedades de su lenguaje, como si el lenguaje fuera la razón única de su existencia y desarrollo. Mi opinión es por completo distinta: pocas veces a lo largo de su historia tuvieron las artes plásticas una relación tan estrecha con la vida de todos como en el siglo XX, pocas veces abordaron la diversidad de temas que son propios de la cotidianidad, que afectan a todos, y lo hacen de mil maneras diferentes. Cuando se contemplan con esta perspectiva, adquieren las obras una fisonomía diferente.

La pretensión de estos estudios es analizar algunos de esos temas . A medida que iba escribiéndolos se perfilaban los temas a los que con ellos se alude, de tal modo que, una vez terminados, quizá habría que redactarlos de nuevo. Publico aquí textos que están «vivos» o que al menos espero que lo estén. Artículos, conferencias, ensayos en catálogos que, escritos o pronunciados en un momento determinado del tiempo, continúan interesándome y planteando interrogantes. Textos, pues, sobre los que he vuelto en sucesivas ocasiones, sobre los que, con toda seguridad, volveré más veces, y que afectan directamente a hipótesis, planteamientos y métodos que ahora me ocupan. En este sentido me parece que les conviene el calificativo de «estudios».

Los he agrupado en dos volúmenes independientes. El primero reúne textos relativos al arte del siglo XX, precedidos de algún trabajo sobre artistas del ochocientos, preferentemente europeo, aunque también norteamericano, y por completo al margen de cualquier pretensión de exhaustividad. El segundo volumen se centra en el arte creado en España desde finales del siglo XIX, el «fin de siglo», hasta nuestros días. He excluido de estas antologías los textos que más explícitamente aluden a las relaciones entre el arte y la política, considero que deben publicarse en un volumen específico.


Estos «estudios» no hubieran sido posibles sin la colaboración y el ánimo de una larga lista de personas que sería prolijo enumerar. En primer lugar, todos aquellos, directores de cursos y de instituciones, responsables de exposiciones, organizadores de reuniones, etc., que tuvieron la amabilidad de encargarme el desarrollo de esos temas. También los que, cuando era posible y adecuado, me hicieron preguntas sobre mis ideas e hipótesis, las criticaron, comentaron y valoraron. Muchos de éstos eran estudiantes de historia del arte, por lo común personas anónimas que tuvieron la paciencia de escucharme y de interpelarme, o de leerme. En los días en los que escribo esta introducción (2005) la opinión pública ha tenido conocimiento de algunos de los problemas que afectan a la historia del arte y con este motivo he podido comprobar que estas materias interesan a muchos y mucho más de lo que a primera vista pudiera parecer. Espero que las reivindicaciones que han suscitado tanta agitación sirvan para poner en cuestión tópicos metodológicos e historiográficos que podrían hacer de la historia del arte una materia obsoleta.

Deseo agradecer a instituciones y publicaciones el permiso obtenido para reunir todos los textos en este libro –el lector encontrará una lista en el lugar correspondiente–, también quiero extender mi agradecimiento al editor que corre con el riesgo de publicarlo y a los amigos que, ante mis vacilaciones, me han aconsejado hacerlo.

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Manet, la indiferencia de la belleza1

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Nos aproximamos a Manet en la perspectiva de Baudelaire leído por W. Benjamin. Poco importa que Baudelaire, amigo del pintor, estimase por encima de todo la obra de un artista más «antiguo», Delacroix, y que haya convertido a un ilustrador de segunda categoría, C. Guys, en el «pintor de la vida moderna». Para nosotros, ese pintor es Manet, en especial el Manet que se percibe a partir de La musique aux Tuileries (1862, Londres, The Trustees of The National Gallery), el Manet que retrata a Zola y a Theodore Duret, a Berthe Morisot, el Manet que pinta El ferrocarril (1872-73, Washington, D.C., National Gallery of Art), la única admitida en el Salón de 1873, al que presentó tres obras, y que fue objeto de duras críticas: boceto, obra sin terminar, suprime el trabajo y el estilo..., así fue calificada por Jules Claretie2.

Estas objeciones constituyen, precisamente, la marca de la modernidad de Manet, no tanto porque sean ciertas –¿carece Manet de estilo, no hay trabajo en su obra...?–, cuanto porque indican el camino que se abría, la pretensión de una mirada más aguda y personal para captar una realidad cambiante. Es en este momento cuando las ideas baudelerianas, su afirmación del ahora y de lo fugaz, del artificio y del medio urbano, del flâneur, parecen las más propicias para dar cuenta de la pintura del artista.

Si las aceptamos, no estaremos solos. En diversas ocasiones, Zola llama la atención sobre el ojo de Manet, sobre su simplicidad y naturalismo, con lo que fija ese concepto según el cual el artista moderno está ante las cosas sin prejuicios. En parecido sentido, Mallarmé –tan diferente en todo a Zola– se refiere al ojo sin prejuicios, casi al ojo de un niño –un motivo que también gustó a Baudelaire y que muchos años después utilizaría Apollinaire para hablar del cubismo–, capaz de captar el presente, el ahora, el cambio, la luz «en passant»3. Unos y otros fijaron esa interpretación de la obra de Manet y la aproximaron al impresionismo, haciendo de él su «jefe de filas», lo que, a su vez, ha permitido retro-proyectar la concepción tópica del impresionismo sobre sus pinturas, y ello a pesar de las notables diferencias que con el impresionismo mantiene4. Cuando Joris-Karl Huysmans comenta Nana (1877, Hamburgo, Kunsthalle), una pintura rechazada por el jurado de 1877, parece que estuviéramos leyendo a Baudelaire en aquellas páginas que dedica a la moda y el maquillaje, a la prostituta5. Huysmans llama, además, la atención sobre un hecho que, paradójico, me parece importante. Manet, escribe, pinta los «accesorios» – bibelots, canapés, sofás, tapices, candelabros, maceteros...– con mucha mayor brillantez que los pintores especializados en retratos con este tipo de motivos, y cita expresamente a Alexandre Desgoffe (1805-1882). Ahora bien, sucede que la pintura de Desgoffe es afín con esa clase de accesorios, entre los que encaja adecuadamente, pero no así la de Manet, cuya simplicidad, para usar la terminología de Zola, cuya verdad, para emplear la de Mallarmé, choca frontalmente con ellos. ¿Qué era de su tiempo, los accesorios, la pintura de Desgoffe, la de Manet, todo?

Una lectura apresurada de esos autores puede inducirnos a ver en Manet lo que no es: el pintor que anota lo que observa, como si lo observado pudiera anotarse simplemente, «fotográficamente». Basta atender a las pinturas del artista para darse cuenta de que no es así, de que la representación de lo observado exige recursos que permitan llevarla a cabo. Pero ésta no es, contra lo que a primera vista pudiera pensarse, la cuestión principal, más importante parece la paradoja en la que el artista se encuentra: ¿cuál es la modernidad de un pintor que se apoya explícitamente en modelos «antiguos», en obras de Velázquez y de Goya, de Le Nain, la pintura flamenca, incluso el Rococó?

El análisis de las fuentes manetianas ha sido uno de los temas destacados por los historiadores. Sus primeras obras no ocultan la influencia de Velázquez y de Goya, de Rembrandt y Rubens: el retrato que hace de su padre en Portrait de M. et Mme Auguste Manet (1800, París, Musée d’Orsay) recuerda figuras rembrandtianas; Le gamin au chien (1860-61, París, col. part.) evoca a Murillo; la pareja de La pêche (1861-63, Nueva York, The Metropolitan Museum of Art) puede proceder de Rubens; L’enfant à l’epée (1861, Nueva York, The Metropolitan Museum of Art) mira a Velázquez y a Goya; La nymphe surprise (1859-61, Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes), una obra que ha sufrido diferentes avatares en su gestación, revive un tema clásico con innumerables precedentes; Goya está muy presente en Jeune femme couchée en costume espagnol (1862, New Haven, Yale University Art Gallery); también lo está en Mlle Victorine en costume d’espada (1862, Nueva York, The Metropolitan Museum of Art). Incluso aquella pintura que tanto escándalo produjo, Le déjeuner sur l’herbe (1863, París, Musée d’Orsay), posee, como es sabido, fuentes clásicas.

No, por tanto, un pintor inocente, tampoco un pintor simple, sino un artista que mira al pasado y lo «utiliza». ¿Es éste el pintor de la vida moderna tal como lo describe Baudelaire, el pintor sencillo de Zola, el artista sin prejuicios de Mallarmé? El propio Manet contesta cuando, a propósito de Le chanteur espagnol ou Le guitarero (1869, Nueva York, The Metropolitan Museum of Art) [1], firma: «J’ai fait, dit-il, un type de Paris, étudié à Paris; en mettant dans l’exécution la naïveté du métier que j’ai retrouvée dans le tableau de Velázquez»6. Pero, ¿cuál es la «naïveté du métier» de Velázquez?


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1. E. Manet, Le chanteur espagnol ou Le guitarero, 1869, Nueva York, The Metropolitan Museum of Art.


Seguramente se entenderá mejor la observación del artista si se sitúa en su contexto, en el marco del gusto entonces dominante, recargado y artificioso –que consideraba la pintura española desde un punto de vista romántico–, un horizonte en el que la pintura velazqueña podía ser calificada de sencilla y en el que Zola podía decir que bello era lo que estaba vivo.

En cualquier caso, la preocupación de Manet por los grandes maestros del pasado nos obliga a pensar menos simplemente de lo que aquella lectura apresurada proponía, aquellas afirmaciones de Baudelaire, Zola y Mallarmé exigen una reflexión. Ésta no puede llevarse a cabo sino en la propia obra del artista, en su manera de encarar la pintura de los maestros y las fuentes de las que se sirve, pues es ahí donde encontraremos la nota de su modernidad.

2

Las primeras obras, las que hace entre 1859 y 1862, son las que evidencian con mayor intensidad la preocupación de Manet por los antiguos y, a la vez, las que más directamente se interesan por el «gusto español», que el artista cultiva en varios cuadros y que difunde mediante algunos grabados que los reproducen: Le chanteur espagnol (1861-62), L’enfant à l’épée (1861-62), L’espada (1862), Philippe IV (d’après Velázquez) (1862), Les petits cavaliers (1861-62)..., todos ellos al aguafuerte. En estos años proyecta también una portada para una colección de grabados al aguafuerte en la que incluye la capa española, la guitarra, el sombrero. Es decir, el gusto por lo pintoresco estaba, al parecer, fuertemente arraigado en las intenciones del artista, pero las obras desbordan los límites del pintoresquismo.

Más allá de la referencia a fuentes concretas se perciben rasgos que son específicamente manetianos. Por ejemplo, ya en el retrato de sus padres destaca la fuerte presencia de las figuras y los motivos –la cesta de costura, la mesa con el tapiz, y, dentro de las figuras, cada uno de los componentes de la indumentaria–, de tal modo que su solidez es más importante para la pintura que las eventuales notas psicológicas de los retratados. (De hecho, sería difícil precisar el estado emocional y la personalidad de la madre, si bien no sucede lo mismo con el gesto enérgico del padre.) Este énfasis en la presencia de las cosas, en su «estar ahí», ante nosotros, de forma consistente es relevante en diversa medida para las pinturas de estos años, incluso para obras que, por su temática, remiten directamente al pintoresquismo interesante. Sucede así con las pinturas de gusto español que, no sé si conscientemente, el artista altera con intervenciones llamativas: el guitarero es zurdo y Mlle Victorine no sabe coger ni la espada ni la capa (tampoco sabe moverse a la manera de un torero, lo que es tanto más llamativo cuanto que las restantes figuras inspiradas en Goya resultan mucho más convincentes desde el punto de vista anecdótico); la joven echada vestida al modo español se tiende como la maja de Goya, pero, ¿qué hace con su mano derecha?; el infante que sujeta la espada, ¿dónde la lleva?, ¿cuál es el sentido de su acción?, nada en el cuadro permite adivinarlo.

Todos estos pueden ser detalles sin importancia, «descuidos», aunque resulta difícil aceptar una conclusión como ésa. Pero no cabe duda de que todos ellos contribuyen a alterar la que es pauta fundamental del pintoresquismo: la coherencia y brillantez de la acción, su variedad, su «corrección». La razón del interés, que está en el centro de lo pintoresco, se traslada aquí de la actividad propia de todos y cada uno de los personajes a los rasgos de su presencia.

La presencia es el único rasgo de una pintura tan sugestiva como perturbadora: La maîtresse de Baudelaire couchée (1862, Budapest, Szépmüveszeti Múzeum) [2]. Es una pintura sobre la que se ha especulado bastante: retrata a Jeanne Duval, al parecer no muy satisfecha de su imagen, pues la obra permaneció en el taller del pintor, donde se encontraba a su muerte (sin embargo, Manet consideraba que tenía suficiente calidad como para exponerla en 1865 en la Galerie Martinet). Pero no son los gustos de Jeanne Duval lo que ahora nos importa, tampoco las especulaciones que a su propósito (y dada la relación de Baudelaire con Manet) pudieron hacerse, sino la condición de la pintura: pues en ninguna otra anterior había evitado tanto como en ésta la representación de cualquier aspecto que pudiera interrumpir la presencia de la figura.


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2. E. Manet, La maîtresse de Baudelaire couchée, 1862, Budapest, Szépmüveszeti Múzeum.


Extiende el increíble vestido blanco como si fuera el de una menina moderna que posa en un canapé con la pierna extendida –y no puedo por menos de recordar La condesa de Chinchón (1800, Madrid, Museo del Prado), que retrató Goya, aunque sólo sea para marcar la diferencia–, con una mano descomunal, un rostro impasible que nos mira, toda ella enmarcada por el canapé y los visillos que, detrás, ocupan todo el cuadro, transparentes y, a la vez, opacos. Es la figura la que crea el clima de «estar ahí», y de estar en un momento que es siempre.

Deseo señalar la distancia que existe entre el fondo de esta pintura, con unos visillos perfectamente verosímiles, y otros fondos que Manet ha dispuesto en obras de la misma época. En el retrato de sus padres, al igual que en el guitarrero y el niño con la espada, los fondos son «neutrales». En La pêche, el fondo es un paisaje convencional que nos hace pensar en un rococó moderno. En La nymphe surprise, la naturaleza tras la ninfa es más literaria que verosímil, pero las ropas junto a la figura, sobre las que se sienta, poseen la contundencia de lo que está. El ruedo y la barrera de Mlle Victorine en costume d’espada proceden de la tradición pictórica, no son motivos realmente percibidos. En todos estos casos, la naturaleza de los fondos contribuye a hacer poco verosímiles las escenas –aunque puedan serlo las figuras–, que se pliegan a criterios artísticos y de género, no a la realidad empírica.


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3. E. Manet, Portrait de Victorine, 1862, Boston, Museum of Fine Arts.


Pero la cuestión es algo más compleja, tal como ponen de manifiesto dos pinturas en las que se sirve de la misma modelo, Victorine Meurent: Portrait de Victorine (1862, Boston, Museum of Fine Arts) [3] y La chanteuse de rues (h. 1862, Boston, Museum of Fine Arts) [4] (Victorine Meurent fue, como es sabido, modelo de otras obras de Manet: Le déjeuner sur l’herbe, Olympia y Chemin de fer ). Si en La cantante el fondo representa la puerta abierta del cabaret del que sale la mujer, que se perfila en un instante tan concreto como intrascendente, en el retrato el fondo es neutral desde el punto de vista anecdótico, aunque profundamente significativo en la función de destacar la imagen lumínicamente construida de Victorine Meurent. Acostumbrados a los retratos elaborados del gusto de la época, éste es tan contundente como sencillo, con un juego cromático tanto más sorprendente por su claridad y concisión: la luz no se limita a iluminar, tampoco es un factor sentimentalmente expresivo, sino que compone, construye el retrato, especialmente rostro y cabeza, evitando los degradados y contrastes al uso. Cabe decir que Victorine está «bañada» en luz y que son los matices de la luz los que hacen de ella una figura.


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4. E. Manet, La chanteuse de rues, h. 1862, Boston, Museum of Fine Arts.


Una figura que nos mira. El «estar» de los personajes manetianos no es nunca un estar inerte, y ello, en buena medida, no tanto por la acción que ejecutan –muchas veces no ejecutan ninguna–, cuanto por la mirada con la que nos interpelan. Nos miran Victorine, la cantante callejera, Victorine vestida de «espada», nos mira la maîtresse de Baudelaire, como nos mirarán después Olympia, Lola de Valencia, algunos de los personajes que asisten a la música en los jardines de las Tullerías, la mujer desnuda del almuerzo campestre..., como nos mirará Victorine ante las rejas de la estación, Nana ..., como nos mirará, si así puedo decirlo, el espejo que lo refleja todo en el bar del Folies-Bergère. Ninguna de estas miradas muestra intención sentimental alguna o pretende «decir» algo concreto: son miradas.


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5. E. Manet, Olympia, 1863, París, Musée d’Orsay.


Podemos volver ahora sobre la cuestión que habíamos iniciado en el epígrafe anterior y al comienzo de éste: ¿qué hace Manet con los maestros antiguos? Una contestación tosca: los moderniza, pero éste es un término en exceso ambiguo como para no exigir alguna precisión. Moderniza, es cierto, los motivos, lo que no sería ni inesperado ni relevante. Manet va más allá: reduce, e incluso anula, tanto el sentido transcendental, estéticamente trascendental, cuanto la sentimentalidad emocional que es característica de los maestros antiguos. El dramatismo de la corrida goyesca desaparece en la pose de Mlle Victorine, la idealidad erótica de Boucher no está presente en la ninfa sorprendida, que tampoco toma conciencia, a diferencia de la Betsabé rembrandtiana, de la (moralmente) trágica encrucijada en la que se encuentra; la idealizada belleza de las mujeres de Tiziano desaparece en el almuerzo campestre, tan cotidiano como escandaloso, o en la orgullosa Olympia, orgullosa de su cuerpo; la música cede el paso a la merienda y los criados mitológicos a la sirvienta negra que trae un ramo de flores.

Basta comparar Olympia (1863, París, Musée d’Orsay) [5] con sus precedentes, con La Venus de Urbino (Florencia, Ufficci), de Tiziano, y La maja desnuda (h. 1802, Madrid, Museo del Prado), de Goya, para darnos cuenta del alcance de los cambios introducidos por el artista. La idealidad veneciana no se funda sólo en la dulzura del cuerpo femenino y la belleza de su carnalidad luminosa, también en la atmósfera de la estancia y la claridad del espacio que conduce nuestra mirada a un lugar ordenado y armonioso, evitando en la composición una frontalidad que sería en exceso chocante. Tiziano sesga ligeramente la figura y la sitúa, además, en un espacio amplio en el que nosotros, «degustadores» de tanta belleza, podemos desenvolvernos con calma y gozar de la contemplación. También goza aquel que contempla la maja de Goya, pues se ofrece a nuestra mirada, colocándose como para recibirla, para «acogerla». Goya sabe la importancia que posee la oblicuidad de la figura, orientada desde un ángulo hacia su contrario, no sólo para ocupar todo el cuadro evitando cualquier rigidez, además para que la mirada recorra el cuerpo mostrado y se detenga en él. Hay espacio para la maja y para nosotros, nosotros podríamos estar en ese salón, junto a ella, eso es lo que ella parece querer decirnos con su actitud y su mirada.

Mostrando libremente el pubis, acariciando más que ocultando su sexo, las dos mujeres son más «obscenas» que Olympia, pero fue ésta la que desató iras y risas; a pesar de que no tenemos acceso a ella, a pesar de que no nos invita (quizá por eso). Manet ha alterado sustancialmente la disposición de la figura: domina la frontalidad, en la que se extiende el cuerpo femenino, y ha traído el fondo hacia delante, como si el espacio posterior fuera escaso; de ese modo, la sirvienta está literalmente sobre la cama, no al fondo, componiendo con el gato, el lecho y el ramo de flores una composición de cuatro motivos que sólo guardan entre sí la relación que la vista establece, la asociación visual, y, por ello, conservando su autonomía. Me atrevo a decir que, en comparación con Tiziano y Goya, Victorine-Olympia no se ofrece, está ahí y nos mira con orgullo..., y con distancia. Sus atributos, además de su cuerpo, son los restantes motivos: el lecho sobre el que reposa, el gato, símbolo conocido de la sexualidad, la sirvienta y el ramo de flores, que remiten ambos a las atenciones que la mujer merece y al cliente que permite satisfacerlas.

Cada uno de forma distinta, Tiziano y Goya han mantenido una retórica plástica unitaria que aporta significación a las figuras, que suscita emocionalidad y deseo, erotismo, que habla de la intensidad de ese deseo y de su objeto. Manet rompe con esa retórica y sustituye la unidad por una fragmentación en la que los motivos se ajustan como en un puzzle . La firmeza con la que trata el perfil del cuerpo permite destacarlo hasta hacerlo autónomo, como lo es el gato negro (¿la gata?) a la derecha, y la misma firmeza se ha empeñado en disponer la figura de la sirvienta y, en sus manos, el ramo de flores. La realidad es una reunión de fragmentos y el pintor aquel que los ordena o, mejor, que los construye, proporcionándoles una unidad que no debe invalidar su fragmentación visual, no retórica, ni sentimental o idelizadora.

Este sentido de la fragmentación no es exclusivo de Olympia, es un rasgo propio de toda la obra de Manet. Aparecía tímidamente en el retrato de sus padres, era mucho más evidente en Mlle Victorine en costume d’espada, concluyente en La musique aux Tuileries y en Le déjeuner sur l’herbe. La musique aux Tuileries [6] es una abigarrada acumulación de fragmentos sólo relacionados por su presencia en ese momento y en ese lugar. Como un anónimo flâneur el artista «registra» esa presencia, pero, para poder registrarla, ha de prescindir de la retórica tradicional: la composición, como un friso que podemos recorrer de izquierda a derecha, y la máxima –aunque no completa (a fin de evitar el esquematismo)– frontalidad son recursos imprescindibles para «poner orden» en la escena. Son recursos que nada dicen por sí mismos de la mirada virtual, salvo que está ahí, es una mirada anónima.


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6. E. Manet, La musique aux Tuileries, 1862, Londres, The Trustees of The National Gallery.


La fragmentación domina igualmente en Le déjeuner [7]. Al «juego» desnuda-semidesnuda-vestidos se une la nítida disposición de cada uno en espacios específicos: el de la merienda y las ropas, a la izquierda, el del grupo central, el de la mujer que se agacha y la barca, cerca de ella, el posterior, que se abre tras su cuerpo reclinado. Cada uno de estos fragmentos remite a un asunto, y todos ellos se articulan en un conjunto de asociaciones que, de nuevo, ha sabido captar ese flâneur anónimo que es el pintor (y nosotros con él).


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7. E. Manet, Le déjeuner sur l’herbe, 1863, París, Musée d’Orsay.

3

Los años que discurrieron entre 1861 y 1864 son decisivos en la trayectoria de Manet. Es en las pinturas que realiza entonces donde podemos apreciar la diversidad de elementos, de «materiales», cabría decir, que confluyen para definir su lenguaje propio. Los maestros antiguos son parte de ese «material», pero hay otras: la fotografía, las estampas populares –se dijo que Manet hacía pinturas planas, como las imágenes de Épinal–, pero tampoco hay que menospreciar la importancia de las narraciones literarias y de las informaciones periodísticas. Manet persigue una concisión que estaba presente en estos géneros literarios –que hoy nos parecen en exceso retóricos–, que habían hecho del fragmento –el capítulo del serial folletinesco, las noticias, las notas de sociedad...– su punto de referencia. Ahora bien, el pintor enfría el sentimentalismo propio de estos géneros –tanto de las imágenes de Épinal (e imágenes populares más o menos afines) y las fotografías eróticas, cuanto del folletín, la noticia y el comentario social– prescindiendo de lo literario y retórico que en ellos puede encontrarse.

Mallarmé alude a este rasgo cuando habla de la «façon de couper le tableau» y, en general, de «l’absence de tout intrusión du moi dans l’interprétation»7. Son recursos complementarios, pues si la forma de cortar el cuadro evitando la centralización convencional –en la pintura, también en la fotografía– permite hablar de un instante y una instantánea –aquella que se ve sin cortar con el punto de vista preparado–, la ausencia de toda intrusión del yo no hace más que declarar el carácter anónimo del mirón, que se «ha encontrado» con la escena, que no la ha preparado, que no ha proyectado ni su personalidad ni sus sentimientos, y que, por tanto, no ha interpretado el motivo.


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8. E. Manet, Le Christ mort et les anges, 1864, Nueva York, The Metropolitan Museum of Art.


De nuevo conviene advertir contra todo lo que sea pensar en un artista que por «estar ante» no ha de hacer otra cosa que representarlo, pues representarlo implica, precisamente, un modo concreto, diferente de otros posibles, de «estar ante». Su relación con los maestros antiguos es necesaria –sólo ellos le proporcionarán los recursos compositivos para semejante «estar ante»–, pero debe superarla. Le Christ mort et les anges (1864, Nueva York, The Metropolitan Museum of Art) [8] es un ejemplo inmejorable de esta tensión: la escena posee abundantes antecedentes en la pintura religiosa, algunos de los cuales han sido mencionados en diversas ocasiones, Veronés, Ribalta, Tintoretto, pero este punto quizá deba completarse con otro más general, pues la escena pertenece al patrimonio iconográfico cristiano y pocos serán los que no conserven en su memoria visual una versión de este tema. Pues bien, la pintura de Manet llama profundamente la atención y, en relación a esa iconografía, resulta incómoda. ¿Por qué?

Varias pueden ser las razones, entre todas quisiera destacar una que me parece muy propia del artista: la acusada frontalidad y planitud de las tres figuras, que rompen con la monumentalidad más o menos lateralizada que ha sido propia de la representación convencional de la escena. Ante esta pintura tenemos la sensación de que el Cristo y los ángeles no caben en el espacio que se les ha destinado, que están demasiado próximos a nosotros. Manet ha prescindido de los restos de la «manera grande» que dominaba en este tipo de asuntos y, en general, en toda la pintura religiosa. Mas, a pesar de todo, ésta es una pintura religiosa, de ahí la incongruencia8. Al pintar de este modo, Manet nos muestra que miramos de acuerdo a pautas establecidas, en este caso, al género y a lo que del género cabe esperar. Lo cual, a su vez, indica que no existe, tampoco para él, un ojo «ingenuo» y «sin prejuicios», que los «prejuicios» son consustanciales a la mirada, y que una de las tareas del pintor es ponerlo de manifiesto, advertirnos de ellos.

Ésta era una de las obras que gustaban a Emile Bernard, una obra en la que, en su opinión, todavía no estaba influenciado por el impresionismo. Creo que los análisis de Bernard tienen un aspecto positivo y otro negativo. Es positiva su preocupación por señalar las notas de la composición pictórica de las obras de Manet –«si Manet emprunta ses sujets à son temps, cela ne signifie pas qu’il ne les composa pas»9–, bien es cierto, segundo, que semejante composición se entiende en el marco de la tradición y por oposición al impresionismo. Según eso, obras como ésta serían casi clásicas. Estimo que el error de Bernard consiste en aceptar como buena la disyuntiva tradición-impresionismo, sin vislumbrar la posibilidad de encontrar otras vías, una de las cuales sería la de Manet.


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9. E. Manet, Le déjeuner ( dit Dans l’atelier), 1868, Munich, Bayerische Staatsgemäldesammlungen.


A partir de 1864, los motivos tradicionales, también los españoles, se reducen hasta desaparecer casi por completo. (Aunque los recursos visuales de la pintura «antigua» y española no se han olvidado: la composición del muy célebre Portrait de Zacharie Astruc [1866, Bremen, Kunsthalle Bremen] recuerda mucho a una conocida pintura de Velázquez: Jesús en casa de Marta y María [1618, Londres, National Gallery].) La vida cotidiana se impone en la temática manetiana, pero no por eso desaparece del todo aquella «incomodidad» que he señalado a propósito del Christ mort, ahora esa «incomodidad» adquiere un sesgo diferente.

Voy a referirme a cuatro obras que podrían ilustrar, por su temática, las palabras de Baudelaire sobre la vida moderna y el pintor de la vida moderna: Le déjeuner ( dit Dans l’atelier) (1868, Munich, Bayerische Staatsgemäldesammlungen), Le balcon (1868-69, París, Musée d’Orsay), la ya citada Le chemin de fer y Bal masqué à l’Opera (1873-74, Washington, D.C., National Gallery of Art). Se trata de cuatro escenas en apariencia banales que, sin embargo, suscitaron en su tiempo abundante perplejidad (y todavía la producen).

Las preguntas dominan cualquier aproximación que hagamos a las pinturas. En la primera, Le déjeuner [9], asistimos al final de una comida: una sirvienta, que nos mira, va a servir o ha servido el café; la taza en la mesa, junto a una mesa, ostras, un limón partido y otros objetos; un caballero que fuma (es Auguste Rousselin, antiguo alumno de Gleyre y de Couture); el protagonista, un joven (Léon Leenhoff ) tocado con sombrero, en primer término, apoyado en la mesa, mira indeterminadamente hacia delante, bañado en luz –su rostro se ha construido a la manera en que lo fue el de Victorine Meurent en 1862–; a la izquierda, unas armas, que podrían proceder del taller del pintor, detrás una planta y un mapa.


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10. E. Manet, Le balcon, 1868-69, París, Musée d’Orsay.


¿Qué hace el joven? ¿Va a salir, espera? ¿Por qué no hay comunicación alguna entre los tres personajes, por qué se ignoran? ¿Qué hacen ahí esas armas, cuál es su significado? ¿Cuál el significado del mapa, una referencia a Vermeer?

La segunda pintura no es menos enigmática [10]. Berthe Morisot, sentada, Fanny Claus, a su lado, y Antoine Guillemet, detrás, ven pasar lo que quiera que sea, a nosotros mismos (Fanny Claus nos mira); al fondo, un joven con una bandeja y diversos motivos domésticos, todo en la penumbra; delante, en el balcón, una planta, a la izquierda, una hortensia, y un perrito. Además, fuerte contraste entre el verde del balcón y el blanco de los vestidos femeninos, entre la luminosidad que los baña y la oscuridad del interior.


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11. E. Manet, Le chemin de fer, 1873-74, Washington, D.C., National Gallery of Art.


De nuevo, preguntas. ¿Por qué no hay relación alguna entre ellos? ¿Por qué cada uno mira en una dirección diferente, a no se sabe qué (salvo en el caso de Fanny Claus)? ¿Hay algún sentido oculto en el tocado de Fanny, una flor (una hortensia), y en los vestidos femeninos? ¿Lo hay en el contraste entre la pensativa Berthe Morisot y el, al parecer, extrovertido Guillemet?

Le chemin de fer [11] es más sencillo, pero, ¿dónde está el ferrocarril? Una dama, Victorine, con un libro abierto y un perrito en el regazo: ha levantado la vista para mirarnos; a su lado una niña (la hija pequeña de Alphonse Hirsch) que, sujeta a las rejas, mira hacia el fondo; podemos ver el humo luminoso del ferrocarril, partes de una construcción –la estación Saint-Lazare–, las marcas de las vías y una garita. ¿Y el ferrocarril? ¿Por qué nos mira Victorine pero no la niña, no se ha dado cuenta de nuestra presencia? ¿Hay algún simbolismo en el contraste cromático de su indumentaria? Nuestra proximidad es grande, puesto que, como en Le déjeuner, la parte inferior de las piernas de ambas está cortada por el borde del cuadro, pero, ¿quiénes somos nosotros? Nosotros somos los que miramos.


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12. E. Manet, Bal masqué à l’Opera, 1873-74, Washington, D.C., National Gallery of Art.


No es de extrañar que la obra fuera pasto de los caricaturistas: detenidas y encarceladas, dijeron, desgraciadas que han querido huir, locas aquejadas de «Monomanétie»... Los ya tradicionales significados asociados al ferrocarril habían desaparecido del cuadro: ni un canto al progreso técnico y a la máquina, tampoco una exaltación de la fuerza mecánica sublime, de la nueva época de la industrialización, de los efectos del «caballo de hierro». Nada de eso, sólo una niña distraída y una dama que levanta la vista de su lectura.

La obra a la que deseo referirme en cuarto lugar [12] es mucho más abigarrada, el foyer de la Ópera de la rue Le Peletier : un grupo de caballeros tocados con chistera y unas cuantas mujeres disfrazadas y enmascaradas, en un friso horizontal que algunos autores han comparado con la disposición de El entierro del conde Orgaz (Toledo, Santo Tomé), de El Greco. A ambos lados, izquierdo y derecho, las figuras quedan cortadas por los bordes del cuadro, que también corta la parte superior, el piso superior, del que sólo podemos identificar algunos detalles –en especial una pierna femenina calzada con botín rojo y el abdomen y parte de las piernas de otra–, detalles suficientemente expresivos como para que no pasen desapercibidos.

En todos los casos, y no seré ya más prolijo en mis descripciones, lo enigmático de los motivos aparentemente banales indujo a preguntas que se contestaron de mil formas. En Bal masqué à l’Opéra la autonomía e incomunicación de los grupos parece razonable, puesto que en una multitud como ésta existirán relaciones y grupos diversos: si bien Manet, respetando esa diversidad, ha marcado con «insistencia» el parecido de todos los hombres y su contraste con las mujeres. Ahora bien, lo que resulta por completo atípico es el corte de la parte superior, acentuado por la horizontalidad compositiva general. Como lo que vemos de ese piso superior no es suficiente, pero sí interesante, seguramente levantaríamos la cabeza: ese es el instante siguiente, un instante que la pintura no capta; la pintura es una mirada.

¿Qué mirada? Nuestras miradas suelen reunir y ordenar los motivos en una imagen con unidad. Éste era el presupuesto de la pintura tradicional, que, además, teñía de significación lo percibido en atención a la naturaleza del supuesto mirón (o del género), éste es el presupuesto que cuestiona Manet: la mirada percibe (representa) un conjunto de fragmentos y la unidad óptica (plástica) no ha de eliminar esa fragmentación sustituyéndola retóricamente por un significado común10.

Estos fragmentos no son interesantes ni pintorescos. Incluyen el tiempo como uno de sus rasgos esenciales –Victorine volverá a leer o nos dirigirá la palabra, es posible que Berthe Morisot mueva la cabeza, alguno de estos caballeros bailará con alguna de las damas, o subirá al piso de arriba, Léon saldrá del lugar en el que se encuentra, quizá nos mire, a lo mejor espera..., pero nunca lo sabremos–, ahora bien, este tiempo no es un instante de gozo, ni siquiera parece estar sometido a una curiosidad específica, es un instante como otro cualquiera, no más interesante que otro, tampoco menos. Cada uno de esos fragmentos, pictóricamente articulados, está semánticamente desarticulado, y, he aquí la paradoja, semejante desarticulación constituye la fuente de su significado: en los fragmentos se percibe la alegoría de la realidad como generalidad desarticulada y, sin embargo, hermosa y pictóricamente compuesta.

La mirada es la protagonista de todas estas pinturas. Nos miran, se miran, miramos. Tenemos la sensación de que existe una continuidad, un «fluir» entre obras como Le balcon, Le déjeuner, Chemin de fer y Bal masqué à l’Opéra, como si Berthe pudiera estar mirando a Léon, Léon pudiera intercambiarse con alguno de los caballeros del Bal –cierto que son de más edad– y Victorine pudiera ocupar el puesto de Berthe o de cualquiera de las damas disfrazadas en la Ópera de la rue Le Peletier . Si Léon espera que «pase el mundo» para incorporarse a él, ese mundo es el que contempla Berthe Morisot desde el balcón, el que, con nosotros, llega a Victorine, el que se disipa en la Ópera.


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13. E. Manet, Un bar aux Folies-Bergère, 1881-82, Londres, Courtauld Institute Galleries.


Hay una pintura que resume todos estos «juegos»: Un bar aux Folies- Bergère (1881-82, Londres, Courtauld Institute Galleries) [13]. Tanto se ha hablado de la mirada melancólica de su protagonista –Suzón, una verdadera empleada del Folies-Bergère, no una modelo–, que poco puede decirse ya. Nosotros debemos estar frente a ella, pero no somos el caballero reflejado a la derecha (¿Gaston Latouche?), no estamos presentes, o quizá somos todo lo que el espejo refleja: Suzón no tiene que mirarnos porque no estamos delante de ella. Puede que el espejo sea nuestra mirada, la mirada de todos, provista, ahora sí, de la impersonalidad y generalidad que el espejo introduce: el espejo unifica y, a la vez, mantiene la individualidad de todos y cada uno. La pintura está hecha de fragmentos –las botellas, el mostrador de mármol, la multitud que consume, conversa, se divierte, mira..., el equilibrista al que nadie atiende (sólo vemos sus piernas), las lámparas, las mesas, las damas y los caballeros; también el caballero reflejado a la derecha es un fragmento, casi un intruso–, y, entre todos, un fragmento más, Suzón, de melancólica conciencia. En el espejo, el mundo se ha transformado en una imagen y la melancolía tiene su razón de ser en una figura sólida y, sin embargo, aislada, sólida y aislada como una deidad y, sin embargo, corriente, cotidiana, una empleada del Folies-Bergère.

Notas al pie

1 Escribe Georges Bataille a propósito de Olympia : «Tout en elle glisse à l’ indifférence de la beauté», Manet (1955), Genève, Skira, 1994, p. 64.

2 «Un seul tableau de M. Manet a trouvé grâce, cette fois, devant le jury d’examen. C’est le plus mauvais des trois, nous assurent ses amis, et c’est tant pis. Les deux autres représentaient un paysage normand et le Bal de l’Opéra . Le Bal de l’Opéra est célèbre; il apartient à M. Faure et c’est chez lui qu’on peut le juger. Ne l’ayant pas vu, je n’en saurais rien dire, mais je me demande, en vérité, si M. Manet continue une gageure, lorsque j’aperçois, au Salon, des esquisses comme celle qui nomme Le Chemin de fer . Une femme et une petite fille sont assises contre le grille du chemin de fer; figures à peine ébauchées. M. Manet est de ceux qui prétendent qu’on peut, en peinture, et qu’on doit se contenter de l’ impression . Nous avons vu, de ces impressionnalistes ...», «Salon de 1874 à Paris», L’Indépendance belge, 13-6-1874. Recogido en Denys Riout (ed.), Les écrivains devant l’impressionisme, París, Macula, 1989, 74.

3 S. Mallarmé, «Les impressionnistes et Édouard Manet», traducción francesa de «The Impressionists and Edouard Manet», The Art Monthly Review, Londres, 30-9-1876; recogido en Denys Riout cit. [trad. cast. parcial: El impresionismo. La visión original. Autobiografía de la crítica del arte (1867-1895), Madrid, Ed. Siruela, 1997].

4 Cfr. Charles S. Moffett, «Manet et l’impressionnisme», en François Cachin y Charles S. Moffett, Manet, París, Galeries Nationales du Grand Palais, 1983. En este punto no será improcedente señalar que la crítica cambiaría sus consideraciones iniciales y que autores como Emile Bernard afirmaron que el impresionismo había sido profundamente negativo para el artista, hasta llegar a convertirle en un «Claude Monet de dixième ordre». Emile Bernard, «Exposition Manet», La Rénovation esthétique, 12-4-1906 (recogido en Propos sur l’art, París, Éd. Segnier, 1994, 1, 115). En un texto muy posterior, Bernard expone con mayor detenimiento su valoración de Manet, pero no altera su negativa estimación de la influencia impresionista: «fut plus un mal qu’un bénéfice», «Manet», en Sur l’Art et sur les maîtres, 1920 (ibíd., 1, 214).

5 «Rendre l’attitude irritante des hanches qui se tortillent, rendre la polissonnerie des regards noyés, fair sentir l’odeur de la chair qui bouge sous la batiste, rendre le luxe des dessous entrevus, exprimer la les prostrations, les énervements, la bestialité joyeuse ou la résignation fatiguée des filles, tout cela n’a pu être réussi par ces milliers de peintres que l’École des beaux-arts lâche, en des jours de malheur, sur le pavé de la capitale», «La Nana de Manet», L’Artiste, 13-5-1877; recogido en Denys Riout, ob. cit., 249.

6 Cfr. «Le chanteur espagnol ou Le guitarero», en catálogo Manet, cit., 63.

7 S. Mallarmé, ob. cit., 97, 98.

8 Buena parte de las críticas negativas que suscitó el cuadro insisten en el aspecto caricaturesco de los ángeles, en la apariencia del Cristo, un minero muerto llegan a decir, un cadáver que ya no podría resucitar –¡cómo si un cadáver pudiera resucitar antes, cuando todavía no se ha corrompido!–, su lividez, etc., es decir, todas aquellas notas que prescinden de la espiritualidad y la trascendencia propias de la escena en la pintura tradicional. Por lo general, estas críticas se atienen a los rasgos iconográficos, no a la composición y estructura de la imagen. Cfr. Le Christ mort et les anges, catálogo Manet, cit., 199-203.

9 E. Bernard, «Manet», en ob. cit., 215. Para comprender en sus justos términos la posición de Bernard deberán tenerse en cuenta sus aspiraciones estilísticas: «les impressionistes, il faut en revenir là, ont rendu l’immense service de tuer les faux classiques. Mais près eux il faut que le vrai classicisme revienne…», ibíd., 220 (la cursiva es mía, V. B.).

10 El estudio de Bataille citado en la primera nota –del que me he servido para el título de este trabajo– se centra en el análisis de la pérdida de significación de los motivos manetianos: pérdida de cualquier significado que no sea el puro «estar» de las cosas. Mi intención ha sido, es, estudiar la forma en la que plásticamente tiene lugar ese proceso, esa pérdida, destacando las notas pictóricas que la hacen posible.

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