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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Lucy Ellis

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Susúrrame al oído, n.º 2648 - septiembre 2018

Título original: Redemption of a Ruthless Billionaire

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-679-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL ABUELO de Nik Voronov lo saludó con una inesperada noticia.

–Te he encontrado una chica. Es de aquí, así que tendrás que venir.

Nik sospechaba que las palabras clave eran Tendrás que venir.

Aquellas palabras sacudieron su conciencia. Hacía diez años, cuando fundó su empresa, no se había propuesto trabajar doce horas durante los siete días de la semana, pero así era. Tenía el mundo a sus pies y, últimamente, a su abuelo en la conciencia y encontrar el equilibrio entre las dos cosas le estaba empezando a resultar muy difícil.

Nik bajó la cabeza cuando una ráfaga de viento le golpeó al acercarse al complejo de edificios en el que tenía su despacho.

A su alrededor estaba el solar en el que Voroncor, su empresa, estaba realizando prospecciones para extraer los depósitos de kimberlita del rico suelo siberiano. Se trabajaba a lo largo de todo el año y, como era enero, todo estaba blanco excepto en los lugares en los que asomaba la tierra.

–¿De verdad, Deda?

–Se llama Sybella y tiene todo lo que un hombre pudiera desear. Sabe cocinar y limpiar y se le dan muy bien los niños.

El triunvirato de cualidades que garantizaban todo lo que un hombre pudiera desear, según su abuelo de setenta y cinco años.

Nik sabía que podría recordarle a su abuelo que tenía chef propio, servicio de limpieza en las cuatro residencias que tenía repartidas por todo el mundo y ningún niño a su cargo. Además, ninguna mujer del siglo xxi podría considerar que la cocina, la limpieza y la crianza de los niños serían responsabilidad exclusiva de ella.

Sin embargo, no iba a desperdiciar saliva y no se trataba de eso.

Con mucho tacto, decidió apartar a su abuelo del tema de su vida personal, en la que se había empezado a interesar coincidiendo con la muerte de su esposa, la adorada abuela de Nik.

–Te aseguro que, si conozco a la mujer adecuada, tú serás el primero en saberlo, Deda.

–Te he visto en Internet con esa modelo –replicó su abuelo con desprecio.

¿Internet había dicho? La última vez que habló con su abuelo, el anciano estaba utilizando la tableta que le había regalado como bandeja. Sin embargo, sabía muy bien a quién se refería.

Voroncor Holdings, la empresa hermana de Voroncor, había adquirido una pequeña empresa minorista que incluía algunas firmas importantes, como la de diseños de moda que era propiedad de la actriz, modelo e it girl española Marla Méndez.

Marla le había perseguido por todo el mundo buscando que invirtiera en su proyecto de lencería. Aquel no era precisamente su campo, pero la razón que Nik tenía para invertir su dinero era personal y no tenía nada que ver con la señorita Méndez. Unas cuantas fotos de ellos dos juntos que aparecieron en la prensa sensacionalista habían bastado para que se pensara que los dos eran pareja. Nik no veía razón alguna para decirle la verdad a su abuelo.

–Esa mujer no es buena para ti, Nikolka. Me parece que es muy dura. No se le darían bien los niños. Sybella trabaja con niños –añadió el anciano–. Creo que deberías venir a ver su trabajo. Te sentirías muy impresionado, moy mal’chik.

Se produjo una larga pausa mientras Nik avanzaba por el pasillo y entraba en su despacho tras indicarle a una de sus asistentes que le llevara un café.

–¿Me has oído, Nikolka?

–Sí, Deda. ¿Cómo la has conocido?

Nik comenzó a quitarse los guantes mientras miraba la información que otra de sus asistentes le mostraba en la pantalla de su ordenador.

–Vive cerca de Edbury Hall, en el pueblo. Creo que es una de tus inquilinas.

Cuando Nik compró Edbury Hall hacía unos años, lo había sobrevolado en helicóptero. El pueblo era simplemente un pequeño grupo de tejados rojizos engullidos por el bosque cercano. La compra había sido una buena inversión y, en aquellos momentos, su abuelo vivía allí mientras estaba en el Reino Unido, sometiéndose a pruebas y tratándose de los diversos síntomas que le causaba su diabetes.

Nik no les había prestado demasiada atención a las calles, ni al pueblo ni siquiera al hecho de que tenía inquilinos. Sus administradores se ocupaban de eso.

–¿Y qué haces tú relacionándote con los inquilinos, Deda? No es tu problema. Se supone que deberías estar relajándote.

–Sybella viene a la casa a hacerme compañía y a ayudarme con mis asuntos.

–Tienes empleados para eso.

–Prefiero a Sybella. Ella es de verdad.

–Parece estupenda –dijo Nik suavemente, mientras se decía que debía recordar preguntar al personal de la casa. No quería que nadie se aprovechara de la buena naturaleza de su abuelo.

–Tenemos un autocar lleno de niños que viene una vez al mes desde todo el país. A veces vienen más de treinta y Sybella es imperturbable…

–Me alegro de que sea así… –dijo Nik. Entonces, levantó la cabeza–. ¿Autocares has dicho? ¿De qué? Espera un momento, Deda… ¿De dónde estamos hablando?

–Del Hall. Los niños que vienen a ver la casa.

A Nik dejó de parecerle divertido lo que estaba escuchando.

–¿Y por qué van autocares llenos de niños a ver la casa?

–El Heritage Trust organiza las visitas –dijo el anciano alegremente.

Heritage Trust. El grupo local de conservación de edificios históricos, que se había encargado de mostrar el Hall al público desde los años setenta.

Cuando Nik lo compró hacía un año, cesó toda actividad comercial en el Hall. Tuvo un piquete de protesta en la entrada durante una semana hasta que llamó a la policía.

–Esto no fue lo que acordamos, Deda.

–Sé lo que estás a punto de decir –replicó el anciano–, pero he cambiado de opinión. Además, aún no se ha tomado la decisión definitiva.

–No. Hablamos al respecto cuando te mudaste allí y decidimos que el asunto quedaría en mis manos.

–Y ahora está en las de Sybella –comentó muy orgulloso su abuelo.

Sybella.

Sin poder evitarlo, Nik se imaginó a una de las mujeres entradas en años que se habían apostado a la entrada del Hall como protesta, vestidas con un chaquetón de su esposo, botas de goma, fea como el pecado, gritando sin parar sobre el patrimonio británico y enseñando la casa de su abuelo a un montón de mocosos tan irritantes como ella. Eso si, además, no estaba husmeando en los papeles de su abuelo y vaciándole su cuenta corriente.

Aquello no era precisamente lo que había esperado escuchar. Tenía una nueva prospección que iba a empezar pronto en Archangelsk, lo que le mantendría en el norte durante gran parte del año. El negocio se estaba expandiendo y necesitaba estar pendiente.

Sin embargo, acababa de surgirle un nuevo problema en los Cotswolds ingleses, un problema que tal vez llevaba ignorando demasiado tiempo. No tenía tiempo para aquello, pero sabía que iba a tener que resolverlo.

–¿Y qué tiene que ver esa Sybella con el Heritage Trust cuando no está cocinando, limpiando y cuidando niños?

Su abuelo soltó una carcajada y le dio el golpe de gracia.

–Es la directora.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LA PRESIDENTA del Heritage Trust local se quitó las gafas y anunció con cierta pesadumbre a los miembros del comité allí reunidos que se había presentado aquella misma mañana un documento en la sede del Trust en Londres por el que se suspendía toda actividad de la organización en Edbury Hall.

–¿Significa que no podemos arreglar la caseta del guardés para que sea recepción de los visitantes? –quiso saber la señora Merryweather–. Porque Sybella dijo que podríamos.

Una docena de cabezas grisáceas se volvieron hacia Sybella. Inconscientemente, ella se hundió un poco más en la silla porque, efectivamente, les había mostrado una carta el mes anterior y les había asegurado que tenían derecho a hacerlo.

Sin embargo, no era propio de ella esquivar sus responsabilidades.

No entiendo cómo ha ocurrido esto –dijo. Se sentía culpable y responsable de la confusión que se había apoderado de la sala–. Lo investigaré y lo solucionaré. Lo prometo.

El señor Williams, contable ya jubilado, le golpeó suavemente el brazo.

–Estamos seguros de que lo harás, Sybella. Confiamos en tu buen juicio. No nos has hecho creer nunca algo que no fuera cierto.

Todos murmuraron dándole su apoyo a las palabras del señor Williams. Sybella se sintió peor aún por ello. Recogió sus notas y se marchó antes de que terminara la reunión.

Había estado trabajando durante doce largos meses para convertir Edbury Hall en un centro lleno de vida y actividad para su nuevo dueño, el señor Voronov, y conseguir que siguiera siendo patrimonio del pueblo. A pesar de que la casa le recordaba a un escenario de una película de terror con Christopher Lee de protagonista, el Hall había atraído muchos turistas a la zona y había conseguido ingresos para las tiendas del pueblo. Todo el mundo se vería afectado si la situación cambiaba. Y ella sería la responsable.

Mientras se disponía a marcharse a su casa, Sybella se sacó el teléfono del bolsillo trasero de los vaqueros y llamó a su cuñada.

Meg vivía en Oxford, donde daba clases de arte a personas sin ninguna aptitud para la pintura y bailaba danza del vientre en un restaurante egipcio. A la menor oportunidad, se marchaba en uno de sus viajes. La vida de Meg era posiblemente la que a Sybella le habría gustado tener si el destino no le hubiera marcado otro camino, con mucha más responsabilidad y menos libertad de acción. Sybella consideraba a Meg su mejor amiga.

–Son las cartas. Tendría que habérmelo imaginado –protestó después de contarle brevemente lo ocurrido aquella noche–. Ya nadie escribe cartas.

–A menos que seas un solitario anciano que vive solo en una enorme casa que trata de llenar de gente –dijo Meg.

Sybella suspiró. Cada vez que ocurría algo en el Hall, el señor Voronov le daba el mismo consejo. «Escribe a mi nieto y díselo. Estoy seguro de que no habrá ningún problema».

Y eso había hecho. Le había estado escribiendo todos los meses desde hacía un año detallándole todo lo que ocurría en Edbury Hall porque era demasiado tímida para hablar con él por teléfono.

Había permitido que su timidez volviera a ponerle la zancadilla y sospechaba que se encontraba frente a la punta de un iceberg que no iba a tardar en hundir su pequeño barco.

–¡Mi barco, Meg! ¡El pequeño barco de necios del que soy capitana!

Meg guardó silencio unos momentos. Sybella sabía muy bien lo que se le venía encima.

¿Sabes a qué se debe esto? A esa vida tan rara que llevas en ese pueblo.

–Por favor, Meg, ahora no…

Llevaba puesta su ropa de esquí, que se suponía que podía mantenerla caliente y seca en el Ártico. No resultaba particularmente halagadora para la figura de una mujer y también inhibía el movimiento natural. Sybella era consciente de que, en aquellos momentos, parecía un yeti.

Meg insistió.

–No haces más que estar con esos viejos…

–Ya sabes por qué trabajo de voluntaria para el Heritage Trust. Al final terminaré por conseguir un trabajo.

Sybella salió por fin de la casa, cruzó el patio y desapareció a través de un hueco en el seto que bajaba por la colina hasta llegar a lo alto de su calle.

–¿De verdad? Llevas más de un año trabajando para ellos sin cobrar nada. ¿Cuándo te va a llegar la recompensa?

–Me sirve de experiencia de trabajo. ¿Acaso no sabes lo difícil que es conseguir un trabajo con solo el título?

–No sé por qué no te vienes a Oxford conmigo. Aquí encontrarías montones de oportunidades.

–Tus padres están aquí –dijo ella firmemente. Siempre lo era con el bienestar de su hija–. Y no voy a sacar a Fleur de su casa.

Oxford está solo a dos horas en coche. Pueden verla los fines de semana.

–¿Y quién va a cuidar de ella mientras yo esté en el trabajo? Piensa, en el lado práctico de todo esto, Meg.

–Tienes razón –admitió Meg–, pero has invertido mucho en esa casa de los horrores.

–Sí, porque tengo una hija que tiene raíces en este pueblo, un pueblo en el que no tengo más oportunidades de trabajo. He probado con Stansfield Castle, Belfort Castle y Lark House. A ninguno les interesa una persona con mucha preparación, pero sin experiencia práctica. Sin Edbury Hall, no tengo nada, Meg.

–Por eso, mientras tanto, le escribes cartas a un hombre al que nunca vas a conocer. ¿Debería preguntarte sobre tu vida amorosa?

–¿Qué tiene que ver mi vida amorosa con las cartas?

–Creo que, si tuvieras novio, no tendrías tanto tiempo para escribir cartas y pegar sellos. Serías como el resto de los mortales y utilizarías el correo electrónico.

–No se trata de tener tiempo de sobra, sino de hacer el esfuerzo. Además, claro que utilizo el correo electrónico. Y no estoy buscando una relación romántica, Meg Parminter.

Pues no sé por qué no. Hace ya seis años que mi hermano se fue. No puedes seguir escondiéndote con esos viejos, Syb. Carpe diem. ¡Aprovecha el día!

Dado que sus días eran bastante largos, con su trabajo a tiempo parcial en el archivo del Ayuntamiento, su trabajo como voluntaria con el Heritage Trust y la responsabilidad en solitario de su hija de cinco años, a la que se le educaba en casa, Sybella no estaba segura de qué parte del día no estaba aprovechando.

Además, la idea de desnudarse delante de un hombre después de seis años de no tener que soportar aquella humillación delante de Simon no le resultaba demasiado atractiva.

–¿Sabes esa película que te encanta El fantasma y la señora Muir? –le preguntó Meg–. ¿Recuerdas el final, cuando la hija regresa a casa ya convertida en una mujer con su prometido? Un día le ocurrirá a Fleur y se sentirá culpable por tener una vida cuando su madre no la tiene.

–Claro que tendré una vida –replicó Sybella. Al menos de eso sí estaba segura–. Tendré una brillante carrera como encargada de un museo y habré conseguido la ambición de mi vida. Muchas gracias.

–Bueno, tal vez esa analogía no funcione en el siglo xxiadmitió Meg de mala gana–. Pero, ¿de verdad vas a esperar otros veinte años antes de quitar la señal de «Prohibido el paso» de tu cama?

Sybella abrió la pesada puerta y salió al exterior. Soltó el aliento y vio cómo tomaba forma por el frío.

–No es una prioridad para mí, Meg.

–¡Pues debería serlo!

Sybella miró a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba escuchando.

–Mira, no quiero discutir mi vida sexual, o la falta de ella. Simplemente no me interesa –dijo con firmeza–. Ya lo he dicho. NO ME INTERESA EL SEXO. Sin embargo, sí que me interesa lo que vaya a decir el nieto del señor Voronov cuando nos demande.

En ese momento, se percató de que un coche muy lujoso subía por la calle, seguido de dos más.

El señor Voronov no había mencionado que fuera a tener invitados. Sybella conocía bien sus costumbres, dado que lo ayudaba con algunos asuntos que él se negaba a confiar a la asistente personal que su nieto le había asignado.

Le dijo a Meg que la llamaría al día siguiente y se guardó el teléfono. Se colocó la bufanda sobre la barbilla para repeler el frío y se acercó a los vehículos para ver qué era lo que deseaban.

 

 

Nik aparcó en el patio y, tras cerrar la puerta, se dirigió al maletero para sacar su bolsa de viaje. Nunca había visto el paisaje desde aquel punto de vista. Cuando atravesó el pueblo, se había sentido como si hubiera entrado en los decorados de una película sobre una novela de Agatha Christie.

Se giró para observar los imponentes muros de Edbury Hall, con sus ventanas de celosía y su piedra gris. La nieve había convertido en moles blancas los arbustos y los setos. Ciertamente, era una imagen de la típica Inglaterra de antaño. No era de extrañar que los tarados del Heritage Trust bombardearan sus oficinas de Londres cada vez que se subía o se bajaba algo dentro de la finca.

Sintió que alguien se acercaba a él por la espalda. Estupendo. Al menos alguien estaba haciendo su trabajo.

–Tenga –dijo mientras le lanzaba la bolsa de viaje hacia la figura que se le había colocado justo detrás. Entonces, cerró el maletero y el vehículo.

Se dio la vuelta y vio que la persona que había ido a su encuentro se estaba tambaleando con el peso de la bolsa de viaje. La persona en cuestión no tardó en caerse de espaldas sobre la nieve.

Nik esperó y vio que no se levantaba. Se limitaba a extender una mano enguantada y a hacer un ruido que parecía más propio de un gatito que se estuviera ahogando en un barril. A Nik le gustaban los animales, pero no la incompetencia de las personas.

Fue entonces cuando notó la bufanda que le cubría el rostro bajo la capucha del abrigo. Aquello le intranquilizó. En Rusia, la seguridad personal era en ocasiones una cuestión de vida o muerte. Su instinto le decía que aquella persona no era una de las que él había autorizado para que trabajaran para su abuelo.

Lo agarró por el abrigo y lo levantó.

Sybella trató de protestar, pero no pudo encontrar la voz. Sintió cómo aquel hombre la levantaba por el cuello del abrigo y la dejaba casi con los pies en el aire. Las costuras de la parca le hacían daño por debajo de las axilas mientras que las puntas de las botas que se acababa de comprar apenas si rozaban el suelo.

–Deme su nombre y la razón que tiene para estar aquí.

Aquel hombre tenía una profunda voz, que se correspondía perfectamente con su tamaño. El acento ruso significaba que, probablemente, tenía algo que ver con el dueño de la finca. Dado su tamaño y su fuerza seguramente se trataba de un guardaespaldas.

Imya –rugió cuando ella no respondió.

–Ha habido un error –susurró ella, a través de la fina barrera de lana que le cubría la boca.

–¿Qué es usted, periodista, participa en una protesta? ¿Qué? –le preguntó, zarandeándola–. Estoy perdiendo la paciencia.

–Haga el favor de ponerme en el suelo –suplicó ella–. No comprendo qué es lo que está ocurriendo.

Nik no pudo entender muy bien lo que había dicho a causa del viento y de la bufanda que le tapaba la boca, pero la dejó en el suelo de todos modos. Antes de que ella pudiera reaccionar, le quitó la capucha y le bajó la bufanda. El gesto dejó al descubierto los rubios rizos, que empezaron a acariciarle suavemente el rostro por el fiero y gélido viento.

Es usted una mujer –dijo como si aquello fuera imposible.

Sybella se apartó el cabello del rostro. Por fin había comprendido y eso la ayudó a encontrar la voz.

–¡Lo era la última vez que me miré en el espejo!

–¿Le he hecho daño? –le preguntó.

–No, no… –dijo ella. Sí que la había asustado, pero no iba a admitirlo dado que no le había ocurrido nada.

Entonces, sin poder evitarlo, se lo quedó mirando muy fijamente. No se veían hombres así todos los días en Edbury Hall.

Era mucho más alto que ella. Tenía los ojos grises, ligeramente rasgados, espesas pestañas doradas, altas mejillas y una fuerte mandíbula cubierta de una barba dorada. Era muy guapo. Tenía la boca amplia y firme y Sybella no podía apartar la atención de aquel rasgo.

–¿Qué está usted haciendo aquí? –le preguntó él.

Sybella le podría haber hecho la misma pregunta. Para tratar de recuperar la compostura, se puso a inspeccionar el abrigo. Parecía estar intacto. Aparentemente, la tela podía soportar aquella clase de maltrato, pero no contener el agua. Sybella estaba completamente empapada. Y muerta de frío.

–Le he hecho una pregunta –insistió el.

–Me estoy ocupando de mis asuntos –dijo ella mientras se sacudía la nieve para ocultar lo mucho que le estaban temblando las manos–. Tal vez debería ser yo quien le pregunte a usted qué es lo que está haciendo aquí –replicó.

–Soy el dueño de esta casa

–Eso no es cierto. El dueño es el señor Voronov.

–Yo soy Voronov –dijo él–. Nikolai Aleksandrovich Voronov. Usted está hablando de mi abuelo.

Sybella sintió que se le doblaban las rodillas y que escuchaba un zumbido en los oídos. Él entornó la mirada y Sybella se sintió como si la hubieran vuelto a hacer caer sobre la nieve. Se había equivocado por completo.

Él la miró de arriba abajo.

–¿Y qué ha dicho usted que estaba haciendo aquí?