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© 2005 Harlequin Books S.A.

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Confesiones de una mujer, n.º 259 - noviembre 2018

Título original: Secrets of a Good Girl

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-243-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Nueva Jersey, julio de 1982

 

AQUEL sábado hacía el tipo de calor que obligaba a las familias de los suburbios a abandonar temporalmente sus planes de comer fuera para refugiarse en las habitaciones con aire acondicionado. En las mesas de picnic de numerosos jardines, paquetes de platos de papel y botes de mostaza permanecían sin abrir sobre los manteles perfectamente inmóviles por la ausencia de brisa.

En uno de los jardines, sin embargo, bajo aquel aire denso y bochornoso, Cassidy Maxwell hacía la rueda lateral. Bueno, la semirueda lateral. Todavía no se le daba muy bien.

Cuando Eric Barnes llevó una fuente de ensalada de patata a la madre de Cassidy de parte de la suya, para la barbacoa de la tarde, la señora Maxwell la informó de que su hija llevaba cerca de dos horas practicando en el jardín, sin señal alguna de mejora pero negándose a darse por vencida.

Eric, de pie en el porche trasero de la casa de los Maxwell, dejó la fuente a un lado y se volvió para contemplar a Cassidy. Ignorante de que tenía audiencia, Cassidy alzó las manos, con la cabeza bien alta, y basculó su cuerpo menudo hacia delante, con su larga melena cobriza barriendo el suelo. Algo falló, porque fue a caer al suelo de rodillas. Cuando volvió a incorporarse, Eric vio que las tenía manchadas de verde del césped.

En ese momento giró la cabeza, vio a su amigo Eric y esbozó aquella sonrisa siempre cambiante en función del número de dientes que se le habían caído o le estaban saliendo. Alzó nuevamente los brazos, orgullosa… y volvió a rodar por el suelo.

Eric sacudió discretamente la cabeza, aprovechando un momento de distracción de Cassidy. Las chicas hacían cosas muy extrañas. A él no le parecía nada divertido pasarse toda la mañana rodando por el suelo, a no ser que estuviera en un partido de fútbol americano o algo parecido.

—¿Te apetece un vaso de refresco, Eric? —le ofreció la madre de Cassidy, volviendo al porche. Cuando el chico asintió, volvió a preguntarle—: ¿De qué color?

Eric suspiró de contento. En su casa no tenían esos refrescos de colores porque su madre sólo compraba… se estremecía cuando pensaba en ello… zumo de fruta de verdad.

—Violeta.

La señora Maxwell desapareció y Cassidy tuvo tiempo de hacer tres intentos más antes de que volviera con dos vasos.

—Dale uno a Cassidy, ¿quieres? Llevo todo el día diciéndole que beba algo porque hace demasiado calor para estar aquí fuera haciendo esas cabriolas, pero no me hace caso. Tú eres el único al que escucha.

—De acuerdo —tomó ambos vasos.

—Cassidy vio a otra niña haciendo ruedas laterales en el parque esta mañana, cuando salimos al supermercado —le explicó la señora Maxwell—. Y ahora está absolutamente empeñada en aprender sola. Creo que es demasiado testaruda para su propio bien.

Eric tenía la sensación de que la señora Maxwell estaba hablando más para sí misma que para él, pero se quedó donde estaba porque no quería pecar de grosero. Y uno no era grosero con las madres de los amigos.

—Sólo tiene siete años… —continuó ella— y nunca deja nada a medias. Dios sabe lo que nos esperará a su padre y a mí cuando se haga mayor. Oh, perdona, Eric. Estoy hablando demasiado. Me temo que este calor me ha achicharrado el cerebro. Ve con ella.

Eric caminó por el sendero empedrado que atravesaba el jardín. Cassidy se incorporó de donde había aterrizado por última vez y corrió hacia él, con una sonrisa de oreja a oreja. Se abrazó a su cintura, con fuerza.

—¡Cuidado, que me tiras esto! Bébetelo.

Cassidy tomó el vaso y lo apuró de un solo trago. Cuando volvió a sonreír, tenía los labios y los incisivos manchados de color violeta.

—Volveré luego —le dijo Eric—. Le dije a Sam y a Brian que jugaría con ellos antes de comer.

A Cassidy se le cayó la sonrisa de la cara.

—Volveré para la comida —le recordó Eric—. Con mis padres.

Cassidy asintió, pero lentamente, encorvando los hombros. Eric casi podía sentir su decepción: ella no necesitaba decirle nada. Aunque tampoco hablaba mucho, ni con él ni con nadie. Su madre solía decir que se le quitaría con el tiempo. Ojalá. Casi prefería que lo insultara por salir a jugar sin ella que verla así, tan triste…

—Ellos son mayores —intentó explicarle—. Tengo que jugar de vez en cuando con mis otros amigos, porque si no, cuando llegue a séptimo curso, me quedaré sin amistades. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Cassidy seguía inmóvil, en silencio, con el vaso vacío en la mano.

—Además, a ti no te gustaría lo que hacemos. Lo que tú estás haciendo ahora, por ejemplo, es mucho más divertido. Sigue practicando. Así me enseñarás cuando vuelva.

Aparentemente satisfecha, Cassidy dejó cuidadosamente su vaso sobre el césped antes de echar a correr y ensayar de nuevo la rueda. Esa vez le salió peor. Aterrizó sobre el trasero y soltó una carcajada. Eric se rió también.

Poco después Eric se enteró de que un puñado de primos más pequeños de Sam estaban de visita, y para cuando empezaron a jugar al escondite, regresó para buscar a Cassidy. Su madre los despidió mientras se alejaban los dos calle abajo, de la mano.

Eric jamás lo reconocía delante de sus amigos, pero se divertía mucho con Cassidy. Ninguno de los dos tenía hermanos, y el verano anterior, cuando los Maxwell se trasladaron a aquel barrio, sus respectivos padres hicieron amistad. La señora Maxwell nunca dejaba de sorprenderse de la capacidad que tenía Eric de hacer salir a la seria y tímida Cassidy de su caparazón. Él mismo se maravillaba de ello. A menudo simulaba que era su hermana pequeña, y le encantaba la manera que tenía de seguirlo a todas partes, como un perrillo. Sabía que era una deslealtad, pero a veces se le hacía difícil frecuentar a sus amigos «de verdad»: sus esfuerzos por comportarse como ellos, por hacer las mismas bromas y gracias. Habitualmente lo conseguía, pero la socialización era difícil. Jugar con la fácilmente impresionable Cassidy requería mucho menos trabajo y además resultaba más divertido.

Aunque eso era algo que jamás admitiría ante nadie, a excepción de Cassidy. Si los amigos le preguntaban por ella, la estaba cuidando, porque era más pequeña. Y bajo coacción de sus padres.

El juego de escondite transcurrió con el frenesí acostumbrado, pese al calor asfixiante. Hubo discusiones por las reglas, encontronazos, caídas. En el instante en que las madres llamaron para comer, el juego quedó interrumpido y todo el mundo se dispersó. Cuando los últimos niños se marchaban y la madre de Sam empezaba a poner la mesa para el picnic, Eric miró a su alrededor buscando a Cassidy.

—Debe de estar aún escondida… —murmuró para sí mismo—. ¡Cassidy! ¡Cassidy!

—A lo mejor se ha ido a su casa —comentó la madre de Sam mientras abría los panecillos para los perritos calientes.

—No —negó Eric, sacudiendo la cabeza. El juego no había terminado oficialmente. A Cassidy no la habían encontrado. Y Eric conocía a Cassidy. Se quedaría escondida hasta que la localizaran. Y para entonces podían sorprenderla allí las navidades.

—¡Cassidy! —la llamó de nuevo—. ¡Sal! ¡El juego ha terminado! ¡Hora de comer!

Ni rastro de su melena cobriza. Nada. Preocupado, se concentró en buscarla. Miró detrás de los árboles, tras las esquinas de la casa.

—¡Cassidy! ¡Sal de una vez!

—¿Todavía sigue escondida? —inquirió Sam con la boca llena de patatas fritas—. Qué tonta es.

—Cállate la boca —le ordenó Eric. Entró en el garaje, donde había un coche cubierto por una lona entre las herramientas. Una vez registrado todo, se volvió hacia el coche. Levantó una esquina de la lona—. ¿Cassidy?

La retiró completamente para descubrir un deportivo rojo. Había un bulto en el asiento trasero. Las ventanillas estaban bajadas, así que debía de haberse colado por una de ellas. Allí estaba, encogida en una esquina, tapándose la cara con sus manitas.

Eric abrió la puerta y se sentó a su lado. La niña dejó caer las manos y lo miró. Sólo entraba una rendija de luz por la pequeña ventanilla trasera, lo suficiente para que pudiera distinguir el brillo de sus lágrimas.

—¿Creías que me había olvidado de ti?

Cassidy asintió con la cabeza, muda.

—¿No ves que no?

Se sorbió la nariz y se la limpió con el dorso del brazo.

—Si querías que te encontráramos, no debiste haberte escondido tan bien. Eres la más astuta de todos. Te he estado buscando por todas partes.

El principio de una sonrisa asomó a sus labios. Eric se preguntó qué habría hecho un hermano mayor en su situación. La agarró y le hizo cosquillas. Cassidy se echó a reír, dando patadas. Luego le pasó un brazo por la cintura y la sacó del coche.

La llevó de vuelta al jardín. En un momento dado, sorprendiéndola, la levantó en vilo. Cassidy no paraba de reír.

—Aquí estás —dijo la señora Maxwell—. Cassidy, saluda al señor y a la señora Barnes.

La niña, todavía colgada cabeza abajo del brazo de Eric, sonrió a los padres de Eric.

—Eric, ten cuidado —le pidió su madre—. No la dejes caer…

—Quizá lo haga… —hizo un amago de soltarla, para alborozo de la cría.

—No hay que preocuparse —le comentó la señora Maxwell a la madre de Eric—. Hoy ya se ha caído de cabeza por lo menos unas cincuenta veces.

Eric la bajó al suelo.

—A partir de ahora —le dijo en un susurro, para que sólo ella pudiera escucharlo—, recuerda que por mucho que tarde en encontrarte, lo único que tienes que hacer es esperar. Siempre descubriré dónde estás y siempre terminaré encontrándote.

Cassidy le tomó las dos manos y tiró hacia sí para acercarlo. Luego le tocó la frente con la suya. Una, dos veces.

Acto seguido se alejó corriendo, eufórica, saltó hacia delante… y dio una perfecta rueda lateral, con los dedos de los pies apuntando directamente al cielo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Octubre de 2005

 

UNA DE las cosas más extrañas de volar en avión, pensó Eric mientras sorbía su zumo y miraba por la ventanilla, era que el cielo quedaba igual de lejos que cuando se contemplaba desde tierra. Las nubes sí que estaban más cerca, pero el cielo azul seguía tan inalcanzable como siempre.

Como Cassidy.

En realidad, no estaba acostumbrado a pensar poéticamente en nada. Antes sí. De jovencito había tenido la cabeza en las nubes, había soñado con un futuro romántico al lado de una mujer de melena de color caoba, la misma que le había estado destinado desde siempre. Pero cuando aquella mujer desapareció, el joven se transformó en alguien mucho mayor, un experto en economía que pensaba solamente en cosas concretas, en datos y en números.

Apoyó la cabeza en el cómodo asiento y suspiró por enésima vez desde que despegó hacía cerca de una hora. Debería haber tomado algo más que un simple zumo de naranja. Cualquier cosa con tal de distraer sus pensamientos de las siete horas de viaje que tenía de Boston a Londres.

—¿Viaja usted a Londres por motivos de trabajo? —oyó que preguntaba una mujer, y en el fugaz instante que tardó en girar la cabeza hacia la izquierda, pensó: «Ahora mismo no estoy en condiciones de charlar con nadie. Es imposible». Pero su compañero de asiento era un anciano que dormía plácidamente.

Escuchó una voz masculina murmurando una vaga respuesta y se dio cuenta de que la pregunta había procedido de la mujer sentada justo detrás de él.

—Es un viaje largo, así que espero que no le importe que charlemos un rato.

El hombre respondió cortésmente en un tono que le indicó a Eric que la mujer en cuestión era atractiva, como si estuviera sorprendido de que lo hubiera elegido como interlocutor. Suspiró de nuevo. Lo último que necesitaba en aquel momento era escuchar una charla amigable y despreocupada entre dos desconocidos.

Por otro lado, había visto hacía meses la película que proyectaban en el avión, y además no era gran cosa. Quizá el hecho de escuchar aquella conversación ajena lo ayudara a pasar el tiempo. Y a distraerse de aquel rancio museo de historia que era su propio cerebro, con un retrato a todo color de Cassidy Maxwell expuesto de manera permanente.

—Así que viaja por negocios —pronunció la mujer.

Su voz se oía mejor que la del hombre por encima del ruido de los motores del avión, y como Eric no alcanzó a escuchar su respuesta, formuló mentalmente una propia: «Sí. Por un negocio que tengo que terminar».

—Una mujer, ¿eh?

Eric se sobresaltó al instante. ¿Sería adivina?

—Soy psicóloga —añadió, dirigiéndose a su compañero de asiento—. Sé cuándo un hombre está cruzando el océano por una mujer. ¿Es su esposa? ¿Su amante?

«Ninguna de las dos cosas», volvió a responder Eric para sus adentros mientras sorbía su zumo.

—¿Era su esposa o su amante?

«Tampoco», repitió Eric en silencio. Cassidy nunca había sido su novia, al menos formalmente. Aunque supuestamente debería haberlo sido, ya que ambos lo habían decidido así. Años atrás, en la universidad de Saunders, habían trazado juntos su gran plan, su futura vida como pareja. Y el rostro de Cassidy se había iluminado de una expectante emoción, al igual que el suyo.

Todo había estado listo para justo después de la graduación de Cassidy. Para el momento por el que había vivido, suspirado, ansiado… durante cuatro largos años.

Un momento que nunca llegó.

—Dígame el nombre de esa mujer —le pidió la psicóloga a su compañero de asiento—. Sólo su nombre de pila.

—Cassidy —pronunció Eric. Al tomar conciencia de que había hablado en voz alta, miró al anciano que se hallaba sentado a su lado. Soltó un ronquido: seguía durmiendo plácidamente.

—¿Desde cuándo la conoce?

«La conocí cuando ella tenía seis años y yo once».

—¿Y usted tiene ahora…?

«Treinta y cinco. Pero ya no la conozco. La perdí». Fue una frase que le costó incluso pronunciar mentalmente. Cassidy no se presentó a la ceremonia de su graduación. Eric nunca más volvió a ver a la única mujer a la que había amado. Algo ocurrió de pronto. Algo que la impulsó a huir de él y del futuro que habían planeado juntos. Fuera lo que fuese, ella nunca se molestó en decírselo.

«Desapareció hace diez años», informó mentalmente a la psicóloga. «Pero ya antes había dejado de conocerla. Lo que pasa es que no me di cuenta de ello hasta que se fue, y para entonces ya no podía hacer nada».

La mujer asintió con la cabeza, comprensiva. O Eric se la imaginó haciéndolo, porque no podía verla. Continuó relatando su historia, como si la tuviera justo delante: «Era como mi hermana pequeña, me seguía a todas partes. Cuando yo abandoné el instituto para ingresar en la universidad de Saunders, en Massachussets, dejé a todos mis amigos de Nueva Jersey. Ella acababa de empezar la enseñanza media, sólo otra amistad a la que dejaba atrás. Fue entonces cuando empezó a escribirme aquellas cartas. Las cartas eran… Verá, Cassidy nunca hablaba mucho. Durante todo el tiempo que la conocí, apenas hablaba siquiera por teléfono. Era callada. Su cara lo decía todo».

La psicóloga asintió de nuevo, apuntando algo en su cuaderno. Todo ello en la imaginación de Eric, por supuesto.

«Pero esas cartas… Cassidy era más inteligente que la media, ingeniosa, sagaz. Yo leía y releía esas cartas, viendo cómo ella crecía hasta convertirse en alguien que… Yo salí con muchas chicas en el instituto. Pero lo que ellas me decían jamás podía compararse con lo que Cassidy me escribía en aquellas cartas».

El avión basculó bruscamente, el tipo de baquetazo que habría asustado a un viajero primerizo. A uno tan experimentado como Eric, en cambio, simplemente le hizo sacar una servilleta por si se le derramaba la bebida.

—¿Se ha asustado? —oyó que la psicóloga preguntaba a su compañero de asiento.

Eric aprovechó la pregunta para continuar con su confesión. «Sí, eso me asustaba. Ella era una niña, y yo un adulto. Finalmente, hice un esfuerzo por distanciarme. Empecé a responder a sus cartas con menos frecuencia. Estoy seguro de que ella lo notó, pero cuando yo estaba en el último curso de universidad, me invitó a una fiesta de cumpleaños que organizó en su casa. Cumplía dieciséis».

—Entiendo —oyó que decía la psicóloga. Eric pensó que debía de ser una buena profesional. Debía de ser cara. Era una suerte que no le estuviera cobrando…

«Estaba decidido a no ir, a quedarme en la universidad, pero su madre me llamó para suplicarme prácticamente que fuera, por lo mucho que eso significaría para Cassidy. Tuve la sensación de que Cassidy le había advertido a su madre que iba a llevarse una gran decepción si no lo hacía. Como me sentía obligado por la amistad que unía a nuestros respectivos padres, acepté. Así que fui. Y…».

—¿Sí? —inquirió la psicóloga, a su espalda.

Eric cerró los ojos. Lo recordaba perfectamente. Cassidy le abrió la puerta aquella tarde. Detrás, el salón estaba decorado en mil colores, ruidoso, lleno de amigos, de diversión. Llevaba una camisa y unos pantalones negros, muy ajustados. Eric había mirado por encima de su hombro, buscándola… hasta que se dio cuenta de que la tenía delante. Su melena brillaba como un halo rojizo en torno a su cabeza y sus finos hombros. Nunca antes la había visto vestida de negro. Nunca antes se había fijado en su cutis cremoso, salpicado de pecas. Ni se había preguntado si, debajo de aquella camisa, su piel finísima tendría también aquellas mismas pecas…

Lo había mirado directamente a los ojos. Y Eric supo en aquel instante que era perfectamente consciente de su belleza, de la mujer en que se había convertido. Y de lo que podía hacerle a él.

Más tarde, varias horas después, se lo había llevado al pasillo, lejos de sus compañeros de instituto, lo había atraído hacia sí y…

«Lo siento, doctora», pronunció Eric para sus adentros, abriendo los ojos. «Hay exactamente tres momentos en mi pasado que nunca me permito recordar. Recuerdo que ocurrieron, pero no puedo evocarlos porque el dolor es demasiado fuerte. Un dolor con el que no puedo convivir. Éste es el primero de esos tres momentos».

—Muy bien —oyó que decía la psicóloga.

Eric había salido corriendo aquella noche, antes de que la fiesta terminara. Había corrido sin parar hasta la estación de tren, rumbo a Saunders. Y durante el resto de aquel año había intentado olvidarse de Cassidy Maxwell.

—¿Lo consiguió?

«No, no pude», respondió Eric, para sus adentros. Al año siguiente, Cassidy se presentó en Saunders con sus maletas. Acababa de terminar en el instituto y había elegido estudiar Ciencias Políticas. La misma especialidad que la suya.

Eric ya era licenciado, pero le resultó imposible mantenerse alejado del campus ahora que el recinto universitario se había tornado tan… tentador. Supuestamente por aquel entonces habría debido estar haciendo contactos en el mundo de la política, pero demasiadas veces se había sorprendido a sí mismo visitando Saunders y pasándose por el despacho del profesor Gilbert Harrison para charlar. No recordaba qué era lo que le había dicho al profesor, pero un día Gilbert le propuso colaborar como ayudante suyo en el departamento de Ciencias Políticas, y un par de días después se encontró con Cassidy sentada en la primera fila de la clase.

—Debió de ser una situación difícil —observó la psicóloga, haciéndose cargo de la situación.

Lo fue, ciertamente. Había sido muy duro tener que ver a Cassidy cada día. Cassidy, con la que apenas había enhebrado dos frases seguidas en todos los años que tenía de conocerla, y que ahora levantaba la mano para intervenir brillantemente sobre cualquier tema de política, o debatir con garra y decisión. Chicos y chicas querían ser como ella, estudiar con ella, comer con ella… ser sus amigos y algo más.

Pero las sonrisas más luminosas de Cassidy estaban reservadas para la persona a las que se las había dedicado desde niña. Y Eric sabía interpretarlas. Ella lo deseaba. Y sabía que él la deseaba también.

—¿Y qué? —inquirió la psicóloga.

Cassidy respetaba la distancia que su antigua amiga ponía en su relación. Incluso cuando terminó aquel semestre, y Eric siguió formando parte del departamento, ambos entendieron, tácitamente, sin necesidad de hablarlo, que debían limitar su relación a la estrictamente de profesor y alumna. Pero Eric necesitaba estar cerca de ella, estar con ella. Se encontraron numerosas veces en el campus y, durante esas ocasiones, Cassidy volvía a su mutismo habitual. Se rozaban las manos en el club de jazz. Aspiraba profundamente el aroma de su cabello cuando le sacaba la silla para que se sentara en la cafetería… Finalmente, una noche, se encontró sentado a su lado a las cuatro de la madrugada, bajo el enorme roble del parque, en medio del silencioso campus, cuando todo el mundo estaba descansando.

«Lo siento, doctora», pronunció mentalmente. «Lo que le dije, lo que ella me dijo, la promesa que nos hicimos… es el segundo momento de mi vida que no puedo permitirme recordar».

—No se preocupe —dijo la psicóloga.

La promesa que se hicieron lo mantuvo irremediablemente inquieto, maravillosamente vivo, hasta que llegó el último semestre de Cassidy como alumna de último año. Entonces ocurrió algo. Un dolor de muelas la envió al dentista, para una intervención de emergencia, y tuvo que guardar reposo durante una temporada. Eric intentó ayudarla a mantenerse al día con los estudios, pero ella rechazó su ayuda, decidida a arreglárselas sola.

Empezó a verla cada vez menos. Y las pocas veces que la veía, estaba pálida, cada vez más delgada, con profundas ojeras. Aquella última vez en que se encontraron, dos días antes de su ceremonia de graduación, había estado en la biblioteca, escribiendo como una posesa en su cuaderno. Cuando la tocó en un hombro, dio un respingo y se lo quedó mirando con una expresión de terror en los ojos… antes de salir corriendo de la biblioteca, musitando una disculpa.

Llegó el día de la graduación. Una multitud de alumnos vestidos con togas negras bajó las escaleras de mármol del rectorado, dando gritos de alegría. Eric esperó en el lugar convenido. Esperó con un pequeño relicario de oro en su mano sudorosa: un relicario que encerraba el único recuerdo que le había pedido a Cassidy cuando planearon su futuro juntos, bajo el enorme roble. El campus empezó a vaciarse a su alrededor. Hasta que se quedó solo.

—Entiendo —dijo la psicóloga.

Eric se alegraba de ello: de esa manera se ahorraba explicaciones. Porque aquél era el tercer momento que no podía permitirse recordar, el más duro. El único para el que no había encontrado explicación alguna… en diez largos años.

Aplastó el vaso vacío de zumo en la mano, y de repente una sonriente azafata apareció a su lado. Lo dejó caer en la papelera que le acercó y volvió a recostarse en el asiento.

Nunca la buscó. Se negó a hacerlo. Su orgullo no se lo había permitido.

Pero en aquel momento el profesor Gilbert necesitaba ayuda para conservar su trabajo, y todo el mundo sabía que Cassidy Maxwell haría cualquier cosa por un amigo. Siempre. Una sola conversación con una antigua compañera de su promoción había bastado para que Eric se decidiera a cruzar el océano Atlántico, viajando a otro continente con la intención de recuperar a la mujer de su vida.

Las luces más potentes del avión se apagaron. Los viajeros empezaron a acomodarse en sus asientos, reclinándolos para dormir.

—Será mejor que lo deje descansar. Que tenga buena suerte en su viaje —se despidió la psicóloga.

Eric sabía que la buena suerte no estaba hecha para él. De cualquier forma, iba a necesitarla.

 

 

Lo único que quería era ayudar a la gente. Por eso se había convertido en profesor. Quería enseñar a los jóvenes, asesorarlos, ayudarlos a tomar decisiones que podían condicionarlos y marcarlos para el resto de su vida.

Pero en aquel instante sólo había una persona a la que Gilbert Harrison era incapaz de ayudar. Él mismo.

Apoyó la cabeza sobre su escritorio repleto de documentos. Al hacerlo, empujó con la frente varias carpetas y papeles que cayeron al suelo, pero no se molestó en agacharse para recogerlos. Aunque era casi medianoche, no podía ir a casa. En aquellos días le costaba abandonar el despacho, porque cada vez que lo hacía, tenía miedo de no poder volver nunca.

Había hecho muchas cosas en aquel despacho. Por muchos estudiantes. Por muchos años. La investigación abierta por el consejo universitario, dirigida por el vengativo Alex Broadstreet, representaba un humillante capítulo en la carrera profesional de Gilbert en la universidad de Saunders. Hasta el momento, había logrado evitar ver ensuciado su nombre y se había visto obligado a pedir a antiguos alumnos que volvieran al campus para que declararan a su favor. Resultaba irónico, teniendo en cuenta que ninguno sabía siquiera la mitad de lo que había hecho por ellos. Pero había confiado en que los éxitos actuales de sus antiguos alumnos inclinaran a su favor la decisión del consejo, salvando así su trabajo. El único trabajo que deseaba hacer.

Y justo cuando la llama de la esperanza había amenazado con apagarse, la llamada de Eric Barnes, aquel mismo día, había vuelto a avivarla. Eric lo había telefoneado desde el aeropuerto internacional Logan, a punto de abordar un avión para Londres con la intención de traer a Cassidy Maxwell a Massachussets.