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Contenido

Introito

I. Topología del ordenamiento

1. Lugares sagrados

2. «Landnahme» y «Ausnahme»

3. «Soberano es quien decide sobre el estado de excepción»

II. La paradoja de la soberanía

1. El poder soberano

2. Sobre la vida y la muerte

III. Soberanía popular

1. Gobierno y poder pastoral

2. La gran mentira de la modernidad

3. Soberanía popular como ejercicio del estado de excepción

IV. colombia y la asamblea nacional constituyente

La Asamblea Nacional y El Acto Constituyente N.o 1 de 1991105.

Acto Constituyente No. 1

Conclusiones

Bibliografía

Introito ↑

La pregunta por la soberanía ha caído en el olvido: desde hace un buen tiempo la filosofía la ha relegado a las postrimerías de sus disquisiciones.Preocupada por la búsqueda de la justicia, la política la ha arrojado de su centro por una sensación ineludible de incomodidad, y el derecho ha renegado de ella como si de un bastardo se tratase. Retomar la pregunta por la soberanía es sacudir las bases vetustas de la sociedad contemporánea, romper la esfera de ilusiones sobre la que se cimenta, quebrar el espíritu de los optimistas.

Esta epidemia de olvido se debe, en gran medida, a la victoria de la soberanía popular constitucionalmente consagrada. A partir de 1776, en una multiplicidad de convulsiones extraordinarias, una serie de cuerpos políticos ha reclamado el derecho a poseer en su constitución –en la materialización del supuesto contrato social- una cláusula que estipula que la soberanía reside en el pueblo. La efectiva consagración constitucional de estas pretensiones fue como un bálsamo anestésico capaz de condenar al sueño y al silencio las preguntas por la soberanía. El sueño consumado de los contractualistas despojó al mundo entero de la capacidad de cuestionarse a sí mismo y, con ello, abrió el espacio propicio para los abusos del poder y el uso excesivo de la violencia.

Sin embargo, la soberanía no sucumbiría al efecto de este bálsamo y, por el contrario, mutaría de formas inimaginables. Una de estas mutaciones se manifiesta bajo la forma del vacío: el estado de excepción. La soberanía como la obliteración de todo ordenamiento pasado -de todo el derecho-, capaz de construir ex nihilo todo ordenamiento futuro, carente de su ropaje popular y capaz de establecer lugares en los cuales su expresión sería, o bien liberadora, o bien totalitaria. Esta visión de la soberanía, contradictoria con cualquier definición previa y concebida por Carl Schmitt, dio cuenta de la necesidad de abandonar el somnoliento terreno constitucional para adentrarse en el intersticio conceptual de un poder que se proyecta, política y jurídicamente, sobre la vida y la muerte de los individuos.

Estas páginas buscan revivir las preguntas por la soberanía, buscan entenderla como la capacidad de vaciar el derecho de contenido, de redefinir sus prescripciones, de modificar su forma de ejercicio y de dominación. Pero no se trata únicamente de una pregunta general por la soberanía. En realidad, el objetivo del presente trabajo es unir una definición desgarradora de soberanía, propuesta por Schmitt, con la idea de soberanía popular que dormita plácidamente en las constituciones y en las instituciones contemporáneas.

El trabajo se divide en tres grandes capítulos.

En un primer momento se tratará sobre la Topología del Ordenamiento, en donde se recurrirá a los ecos de la antigüedad que cantan los orígenes de la soberanía, con el fin de escuchar las palabras y los conceptos que persisten en los ordenamientos contemporáneos, para posteriormente redefinir las relaciones de poder y de dominación como un discurso (logos) de los lugares (topoi) en donde dicho poder se ejerce, su desplazamiento y su aparente asentamiento, empezando por Grecia y Roma hasta llegar a los lugares contemporáneos del poder, pasando por el cristianismo y la modernidad.

Así mismo, se estudiará la forma en la que dicho poder establece condiciones y métodos para su ejercicio, en la forma de ordenamientos, que en lugar de permanecer inamovibles logran expandirse hacia nuevos territorios bajo la misma perspectiva topológica, estatuyendo inclusiones y exclusiones entre los sujetos que ejercen determinada forma de poder, a la par que se muestran ocupaciones y vacíos que atraviesan los ordenamientos, en la forma del estado de excepción. Configurada esta perspectiva topológica como requisito para la comprensión de la teoría, se presentará la definición de soberanía como estado de excepción propuesta por Carl Schmitt, que subvierte de manera consciente todas las concepciones anteriores sobre el poder soberano y obliga a replantear las relaciones entre los propios sujetos, entre los sujetos y el ordenamiento y, si se quiere, entre los sujetos y el Estado.

En un segundo momento, en lo que se ha denominado La Paradoja de la Soberanía, se mostrará el poder soberano como un poder que se mueve tanto dentro como fuera de los ordenamientos, siempre dentro del marco topológico, presentándose ulteriormente como un vacío (estado de excepción) a partir del cual todos los ordenamientos encuentran su principio y su fin, siendo esta, en última instancia, la característica más propia de la soberanía. Para ello se estudiarán las concepciones clásicas y modernas de la soberanía, identificando el hilo conductor que sobrevive a la definición de Schmitt, hasta llegar a las formas totalitarias de soberanía que utilizaron el estado de excepción como el mecanismo para reinventar las relaciones de dominación, al punto de convertir a los individuos en entes biológicos de producción, bajo la forma de una biopolítica y una tanatopolítica.

Lo anterior permitirá esclarecer la infinitud de posibilidades que encierra la definición de una soberanía como estado de excepción. La paradoja, por su parte, radica en que, así como el residuo de las definiciones clásicas y modernas de soberanía pudo conducir a la obliteración de la libertad bajo los regímenes totalitarios del siglo xx, también un residuo de soberanía clásica y moderna, que sobreviva a la definición propuesta por Schmitt, puede configurar ordenamientos orientados hacia la libertad individual y colectiva, bajo la figura de la soberanía popular.

Este será el objetivo del tercer capítulo, denominado Soberanía Popular, en el cual se buscará presentar la escisión entre la soberanía y el gobierno, así como la consagración constitucional de la soberanía como posesión popular, como mecanismos que permiten subvertir la inquietud por la soberanía efectiva del pueblo, haciéndolo más proclive a la dominación. A partir de allí se mostrarán las paradojas que conviven en los conceptos mismos de pueblo y de nación, con todo lo que han implicado desde su aparición en las revoluciones ilustradas del siglo xviii. Una vez levantado el velo que cubre cada uno de esos conceptos será posible enfrentar la soberanía popular con el estado de excepción, lo que implica, naturalmente, la pregunta por los obstáculos a los que debe enfrentarse el pueblo si pretende pervivir, en el derecho y en la política, su poder soberano.

Para todo ello se buscará entablar un diálogo interdisciplinar entre Carl Schmitt, Giorgio Agamben, Michel Foucault y Hannah Arendt, quienes aportarán el sustento teórico necesario para cumplir con el objetivo propuesto, junto con otros autores que surgirán con el devenir del trabajo.

Finalmente, con la ayuda de autores nacionales, se vinculará la propuesta de una soberanía popular como estado de excepción con el proceso de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, estudiando su génesis y su desarrollo en clave de la suspensión del ordenamiento jurídico y político vigente para la fecha y la consagración de nuevas instituciones con base en un nuevo texto constitucional.

Concluido el introito que precede a la resurrección de la pregunta por la soberanía, lo único que queda es adentrarse en el problema.

I. Topología del ordenamiento ↑

La idea de un «lugar» preocupa a la soberanía. Los territorios determinan los límites materiales más indiscutibles para el ejercicio del poder, pero, al tiempo que determinan un fin, determinan también un inicio, el punto a partir del cual todo el poder soberano es posible. Determinar la relación que existe entre la soberanía y su lugar es fundamental para comprender el concepto de soberanía y permite entender el flujo de poderes que se mueven tanto al interior como al exterior del poder soberano, así como las barreras que lo contienen y lo determinan. Sin embargo, más allá de los lugares territoriales propiamente dichos, lo que preocupa a este trabajo son los topoi -«tópicos»-, los lugares del discurso.

El lugar privilegiado desde donde las palabras de la ley, la seguridad y la disciplina se pronuncian y a partir del cual se cristalizan como dispositivos de dominación, no es otra cosa que el lugar de la soberanía. En los párrafos que siguen se busca mostrar el contorno del poder soberano, delimitarlo en la medida de las posibilidades y mostrar, a partir de dicha delimitación topológica, su diferencia sustancial con los demás lugares del mundo y la sacralidad que lo caracteriza dentro del reino de los hombres.

Para cumplir adecuadamente con la delimitación, se buscará penetrar en los lugares proscritos, es decir, en las afueras de esos límites donde las relaciones del poder no son de nuda dominación, sino de tensión constante. Preguntarse por el afuera implica adentrarse en una lucha entre los lugares en los que el poder se ejerce y se cuestiona, reafirmando el carácter de confrontación entre el contenido de la soberanía y las barreras que constituyen su forma, y, al mismo tiempo, expandiendo la pregunta por la incidencia de dicha tensión en la forma en la que el poder se ejerce sobre los individuos.

Por último, se mostrará un lugar en el que todo el poder entra en cuestión: el estado de excepción. Se mostrará cómo la figura del estado de excepción, desprovista por naturaleza de regulación, suspende y cuestiona la soberanía y permite que sea ejercida en el intercambio de tópicos que se dan al interior del discurso del poder. Comprender la desfiguración de la normalidad es comprender la normalidad misma, comprender las fuerzas que discurren en torno al problema del poder jurídico y político que ha definido, para bien o para mal, el devenir vital de los hombres.

Dado que el discurso sobre el lugar de la soberanía es el principio fundante del discurso sobre su traslación y su mutación, ha de ser, por tanto, el fundamento más próximo a cualquier tentativa de comprensión y transformación, así como el basamento sobre el cual se construya el edificio teórico de la soberanía popular como ejercicio del estado de excepción.

1. Lugares sagrados

El ordenamiento jurídico se presenta a sí mismo como una exclusión. Su asentamiento en el mundo no es el de un epicentro sobre el cual giran las construcciones subsiguientes. El derecho crea mediante su imposición un adentro y un afuera, una geografía de lo perteneciente y de lo excluido. En realidad, el ordenamiento jurídico se impone sobre el mundo como un lugar sagrado, sobre el cual toda construcción representa un templo fuera del cual todo asentamiento es un lugar profano. A todo lo que nace dentro de los muros del ordenamiento se le llama derecho, mientras que a todo lo que habita más allá del ordenamiento se le asigna el nombre de violencia, de caos. El ordenamiento es en esencia una barrera, dentro de sus paredes habitan el orden y la justicia, todo lo que se encuentra fuera de la barrera es un abismo.

Que se diga que el ordenamiento se «imponga» tiene su razón de ser en que el mundo, en sí mismo, no contiene nunca lugares sagrados delimitados por barreras. En rigor, el mundo es totalmente sagrado o totalmente profano, cualquiera de las dos manifestaciones resulta irrelevante para un mundo no tocado por el derecho. Las barreras son artificiales. Por supuesto, son los hombres quienes imponen el ordenamiento y la manera de imponerlo, mientras la forma en la que explican esa imposición originaria determina el curso que sigue un pueblo en la construcción de su identidad jurídico-política.

En general puede decirse que el curso de las organizaciones políticas occidentales está marcado por la fundación de dos lugares sagrados: la polis griega y la urbs romana. El carácter sagrado de ambos lugares deriva del impacto que tanto el uno como el otro tuvieron en la creación histórica de una concepción occidental de política y derecho, convirtiéndose en tópicos ineludibles de la discusión jurídico-política y a partir de los cuales es posible comprender el concepto contemporáneo de soberanía. Así, quienquiera que visite el lugar de la política en el discurso debe entrar en la concepción de la polis, de la misma forma que quien visite el lugar del derecho debe entrar en las relaciones jurídicas construidas al interior de la urbe. Naturalmente, la construcción histórica sobre la que se cimenta la topología de la polis y de la urbs necesariamente toca con el imperio de la cristiandad y las reinterpretaciones modernas que surgen del derecho y de la política, así como la forma en la cual dichas interpretaciones impactan sobre la idea de soberanía. Así pues, el estudio de dichos lugares sagrados permitirá, en última instancia, comprender el porqué de la organización topológica del ordenamiento. Este el objeto de las siguientes páginas.

Una cuestión que no debe ignorarse en los discursos fundacionales, es la ausencia de una explicación de lo que materialmente supone el nacimiento de un orden tal que desemboque en derecho. En los discursos que buscan el origen se halla una metáfora de lo posible, es decir, una explicación imaginada de los albores del ordenamiento que se remonta sobre la frustración de un pasado indeterminado, cuya niebla no permite más que especular. Esto acaece tanto en las civilizaciones que entienden las leyes o la justicia como una emanación de la divinidad, como es el caso de Grecia con las diosas Temis y Diké, al igual que la Iustitia romana y el Shamash babilónico; así como en las sociedades que pretendieron otorgarle al derecho un origen más «científico», como es el caso del contractualismo de Hobbes o de Rousseau en el marco de la modernidad, a través de ficciones como la del «estado de naturaleza». Así pues, si bien es comprensible para cualquier hombre contemporáneo que Shamash jamás entregó a Hammurabi las tablas de la Ley, de la misma forma que no lo hizo el dios judeo-cristiano a Moisés, debería ser comprensible que no ha existido nunca una cosa tal como un Leviatán y mucho menos un contrato -en su forma netamente legal- suscrito voluntariamente por la sociedad para fundarse, de la misma forma que es comprensible que todas estas representaciones no son más que el intento de proporcionar una explicación a aquello que parece no tenerla, es decir, al origen de la dominación de un ordenamiento con base en prescripciones hoy llamadas «jurídicas».

Puede decirse que en lo referente a la fundación del ordenamiento jurídico, solo pueden verse sombras; sin embargo, los relatos mitológicos que sustentan el nacimiento de lo jurídico y lo político son determinantes en los discursos propios de la historia «racional». En el afán por escapar hacia las formas ideales del conocimiento, se suele olvidar que las sombras proyectan contornos de lo real que no deben menospreciarse.

El uso de metáforas arroja luz sobre los terrenos oscuros del conocimiento, aquellos lugares de donde supuestamente surgen los conceptos fundamentales de la política y del derecho que, lejos de ser claros y determinados, requieren de la ilustración lingüística a fin de lograr una aprehensión adecuada en el terreno de la razón1. Las metáforas, por tanto, no son palabras vacías. Detrás de la figura del Leviatán está, efectivamente, el Estado avasallante que pulveriza la individualidad a través de su inclusión en el cuerpo político; del mismo modo en que la dominación material se oculta tras la fachada espiritual de las tablas de la ley. Es por esto que aun cuando el término Leviatán no tiene, por lo menos en principio, un significado jurídico o político concreto, sí ha logrado explicar como ningún otro término las dimensiones del Estado de una época concreta.

Sobra decir que la topología del ordenamiento es ella misma una metáfora, que esconde la búsqueda de un origen y trae consigo la hipótesis de una significación. Para desentrañar esta metáfora es necesario comenzar el recorrido a partir del primer lugar sagrado que se ha insertado en la historia del pensamiento jurídico occidental: La polis griega.

La polis representa el eje fundacional de la política, no solo en el lenguaje, que por sí mismo refiere un germen indiscutible, sino por la organización de una comunidad de autogobierno que, según los clásicos, permite la persecución del bien común, lo que traducido no es más que la búsqueda de un lugar común entre la necesidad del hombre de vivir en comunidad y su incapacidad natural para hacerlo. Dice Aristóteles sobre el fin de la ciudad:

Ya vemos que la ciudad [polis] es una cierta comunidad, también que toda comunidad está constituida con miras a algún bien (...) Así que todas las comunidades pretenden como fin algún bien; pero sobre todo pretende el bien superior la que es superior y comprende a las demás. Esta es la que llamamos ciudad y comunidad cívica. (Aristóteles, 1993, p. 41)2

No obstante, debe entenderse que la polis no constituye el lugar de residencia de la política, sino más bien el lugar sobre el que recae el curso de la misma. El lugar donde se gesta el devenir de la polis es el ágora, situada generalmente en la acrópolis. El ágora es un lugar elevado y privilegiado desde el cual se observa el curso de la comunidad, se debate su existencia, su extensión y su organización. El ágora es indispensable en la polis pues constituye el lugar donde se lleva a cabo la decisión política primigenia, la piedra angular del aparato de gobierno donde se funden la epistemología socrática -que renunció al conocimiento del hombre a través de la naturaleza externa-, con el ejercicio de la democracia directa. Para ponerlo en un lenguaje que será recurrente durante el curso de este trabajo, el ágora se excluye de la polis presentándose como el topos específico donde se discuten la justicia y el poder, el lugar específico donde se decide el destino de lo general.

A su vez, la polis es una exclusión en sí misma, la exclusión propia del ordenamiento que solo puede existir como oposición a todo aquello que no la constituye. El movimiento es entonces doble, la totalidad de la polis se alimenta jurídica y políticamente de las barreras que la contienen y la dotan de existencia, mientras que el ágora establece sus propias barreras de forma tal que la decisión política no se traslade a otras esferas de la comunidad, sino que, por el contrario, recaiga sobre los ciudadanos como ley. Lo que en el ágora es decisión política que parte del debate público, en la polis es el imperativo de la ley, convirtiendo al ágora en un afuera incluido dentro de la polis, es decir, un lugar que estando dentro del ordenamiento puede sustraerse al mandato de la ley en virtud de la discusión en torno a su composición. Asimismo, la polis, que hace parte del mundo, está excluida de él en virtud de la ley que la gobierna pues, como se verá, el mundo en sí mismo no posee ningún ordenamiento originario.

Desde la perspectiva del ordenamiento, el verdadero legado de los griegos no es tanto el ejercicio democrático del poder, sino el establecimiento de un topos donde deba manifestarse este ejercicio y sobre el cual se impone. El poder se ordena dentro de estos topoi, en su interior nacen el derecho y la política.

El otro lugar sagrado es la urbs, que es transparente al castellano como «urbe». Es el lugar material de habitación de los ciudadanos, es decir, quienes gozaban de ciudadanía (civitas). El carácter legendario del nacimiento de la urbs romana se expresa sobre todo en la leyenda de su fundación, que va desde Eneas hasta Rómulo y que incluye el conocido relato de la loba, sin olvidar que el pasar de los años en el Imperio se contaba con la fórmula «ad urbe condita», es decir, desde la fundación de la ciudad el 21 de abril del 753 a.e.c. (Montanelli, 1994, pp. 9-11).

Además de poseer un foro, equivalente a la acrópolis griega, la urbs estaba contrapuesta al ager, área rural adyacente a Roma que era sustancialmente distinta de la ciudad y cuya delimitación estaba dada por el pomerium3. En la leyenda de la fundación de Roma, Rómulo asesina a su hermano por atreverse a cruzar las líneas que definían los límites del territorio propio de la ciudad: el pomerium. Este vocablo no puede entenderse como lo sugeriría su etimología de «post-moerium», pues se encuentra con dificultades de definición al preguntarse si lo-que-está más-allá-del-muro es lo que está extra-moerium o intra-moerium, es decir, preguntarse si el pomerium es Roma o su exterior.

Esta indeterminación es interesante, en primer lugar porque parece que el pomerium se acentúa, más que como un lugar propiamente dicho, como una referencia ambivalente entre lo endógeno y lo exógeno y, por otra parte, permite entrever una sacralidad incapaz de permanecer estática, no porque la ciudad se extendiera materialmente hasta hallarse establecida de manera satelital en los territorios ocupados por el imperio, sino porque el derecho tiene la necesidad de permear toda la extensión territorial sin parecer flexible. El derecho se muestra a sí mismo como capaz de movimiento, sin que ello implique en ningún momento el sacrificio de su consistencia, convirtiendo así el pomerium, más que un adentro o un afuera, en la figura de un límite flexible.

El problema de la juridicidad se bifurca. Se trata, por un lado, de los órganos seminales del derecho: los Comicios y el Senado (este último presenta por sí mismo la condición de urbs y de civitas al ser, al mismo tiempo, edificación y cuerpo colegiado) y, por otro lado, de coexistencia de ordenamientos como el Ius Gentium y el Ius Civile, dos «justicias» que reafirman, y a la vez indeterminan, la presencia de la ciudad como ente ambivalente. La ciudad romana como lugar está presente en sus ciudadanos como portadores de su suelo sagrado. Nuevamente una doble exclusión que se multiplica. El concepto de ciudad encierra tanto la estructura como su contenido, sepárandose de todo-aquello-que-no-es-Roma para efectos del ordenamiento. A su vez, los Comicios y el Senado se excluyen estando incluidos en la ciudad, sea para llevar a cabo la labor de creación jurídica de la lex para llevar a cabo dos discusiones determinantes para el problema de la soberanía: nominar al dictador y declarar la guerra.

Sobre esto se volverá más adelante, por ahora basta con bosquejar los dos lugares sagrados que determinan las construcciones jurídico-políticas primigenias de occidente, que se nutrirían también, como era de esperarse, de las instituciones cristianas para complementar la sacralización de los institutos del ordenamiento, que serían desacralizados y desteologizados en la modernidad según Carl Schmitt.

En dicho juego de inclusiones y exclusiones que se manifiesta en los lugares sagrados de la polis y la urbs, la pregunta por la exclusión primigenia se hace patente. En El nomos de la tierra, Schmitt hace surgir el derecho de la tierra como de una mitología agraria en una relación triple, así: «Lo contiene en sí misma como premio del trabajo; lo revela en sí misma límite firme y lo lleva sobre sí misma como signo público del orden» (Schmitt, 2002, pp. 4-5).

La exclusión primigenia del derecho en Schmitt es la exclusión del mar. A diferencia de la tierra, el mar no posee medidas internas de fertilidad, líneas divisorias, cercados, mojones y vallas que lo vinculen con el derecho4. La exclusión del mar y la posesión de la tierra constituyen los actos fundamentales del derecho, los cuales sientan las bases para el nomos de la tierra: su ocupación/ordenación.

La delimitación de la palabra griega nomos da cuenta de la indeterminación que existe entre la ocupación de la tierra y el acto de gobernarla. Tradicionalmente nomos es traducido al castellano como «ley» o como «norma», lo que pretende Schmitt es demostrar que una traducción tan simplista como aquella termina por oponerse completamente al significado original del término. La ley hace referencia al lugar de lo general, a lo formal sin contenido5 y, por lo tanto, a un no-lugar, a una utopía; por el contrario, el nomos originalmente entendido no es otra cosa que la ocupación pre-jurídica de la tierra, el lugar absolutamente determinado, allí donde todo el derecho tiene acontecimiento, es decir, la ordenación originaria:

El nomos, en su sentido original, sin embargo, es precisamente la plena inmediatitud de una fuerza jurídica no atribuida por leyes; es un acontecimiento histórico constitutivo, un acto de la legitimidad, que es el que da sentido a la legalidad de la mera ley. (Schmitt, 2002, p. 39)

Asentamiento y ocupación. No se trata de la ocupación como modo de adquirir la propiedad, sino de la ocupación como modo de constituir la propiedad toda como institución jurídica. A modo de ilustración puede decirse que Roma tuvo que existir para que existiera el derecho romano. Hasta aquí, de una u otra forma, no se ha dicho nada novedoso; sin embargo, el problema de la aprehensión de la tierra es el verdadero lugar sagrado que representan la polis y la urbs. Antes que cualquier edificio pueda adquirir el carácter de sagrado, es el suelo el que debe tener vocación sacralizada. El lugar sagrado por excelencia, no la ley sino la tierra; no lo formal, sino su contenido.

Si la tierra es el sustrato de la organización jurídico-política, entonces la tierra es el primer límite infranqueable de la ordenación, la verdadera barrera para el derecho y la política. El suelo se muestra como lo incorruptible, como el único pomerium no ficticio. Este es el único orden impuesto por necesidad: los demás ordenamientos son contingentes, inventos e imitaciones de la ordenación germinal sobre la tierra. La ficción teológica de la tierra como lugar sagrado es la fundación de la ficción jurídica del derecho como lenguaje sagrado, el lenguaje performativo en ambas esferas, ficciones de sacralidad por todas partes. Al no existir un más allá de la tierra, todo ejercicio del poder debe partir de ella misma, y las barreras que erijan los hombres no serán más que pobres imitaciones del límite material: consciencia de la insignificancia, pretensiones de divinización. En suma, la pregunta por la topología del ordenamiento alcanza entonces su límite y su origen en el suelo, como la barrera de lo real que el discurso de la soberanía no puede franquear, y a partir del cual crea exclusiones sucesivas entre lo que constituye el afuera y el adentro del derecho y de la política.

Ahora bien, no debe entenderse la tierra como el paradigma de la ordenación tal y como pareciera presentarlo Schmitt en el fragmento citado (pp. 4 - 5). En contraste, resulta más coherente entender que la exclusión del mar y el asentamiento en la tierra representan el intento desesperado de ordenar el caos del mundo. El estado de naturaleza, al que tanto le temían los teóricos del renacimiento y de la ilustración, no era problemático por la agresividad física de su entorno, sino por la aparente imposibilidad de constituir en él una comunidad política organizada6. Es por esta razón que el estado de naturaleza se presentaba como lo otro indeseable, y por la misma razón por la que el ordenamiento se anunciaba (y se anuncia) siempre como un ejercicio de separación. Sin embargo, dicha separación no está distribuida en la tierra de manera espontánea, sino que radica en el acto de ocupación. La ocupación ordena la tierra y por ello es su nomos. Esto no obsta para que sea el límite a toda organización; por el contrario, reafirma que ante la imposibilidad de superar a la tierra como barrera, es necesario por lo menos ordenarla.

Así, el origen sagrado del ordenamiento jurídico-político se encuentra, en primer término, en la tierra como límite, y en segundo término, en la tierra como caos, que requiere del derecho para ordenarse, para tomar el cariz de lo posible. La tierra por sí misma es un lugar hostil y la mera lucha por la supervivencia llevó al hombre a erigir al orden como ídolo.

Un ídolo de tal naturaleza requería por derecho propio un templo desde el cual irradiar sus enseñanzas, así como convertirse en guía espiritual de los pueblos atemorizados. Desde Delfos hasta las basílicas medievales, la idea del oráculo o del templo funciona como un engranaje entre la inescrutabilidad del futuro y la certeza trágica del presente, que permite a los hombres delimitar su espacio en torno a una posibilidad material de mantenerse en pie frente al panorama caótico del mundo. A falta de un templo, el lenguaje erigió dos para sustentar la idea del orden. Derecho y política no son más que el rezago de conflagraciones pasadas, que adquirieron el carácter de imperativos ante el deseo de permanencia de los pueblos que los hicieron obligatorios y, sin embargo, se presentan sobre todo el derecho, como el lugar que el orden ha elegido providencialmente, y desde el cual ejerce su gobierno sobre el mundo.

Vale la pena, en este punto, regresar al problema del lenguaje metafórico aunque sea de manera tangencial. Hasta ahora se han visto la polis y la urbs como los lugares sagrados a partir de los cuales se ha ordenado la tierra, es decir, a partir de los cuales se ha construido el nomos. No obstante, no parece correcto -sobre todo con civilizaciones como la india, la egipcia, la china o la mesopotámica- entender que toda la ordenación de la tierra parte de Grecia o de Roma. Esto equivaldría a sugerir que antes de Grecia y de Roma no existió nada que pueda enseñarle al mundo contemporáneo algo sobre sí mismo. Esta afirmación es, naturalmente, falsa. Sin embargo, la polis y la urbs aparecen aquí deliberadamente, como fruto de una decisión. Para entender esta decisión es necesario apartarse del problema central y tocar brevemente un tópico que cuestiona el posicionamiento de las instituciones, o de los ideales, en el abrevadero de los conceptos.

Este paréntesis tiene como fin dejar atrás los lugares sagrados del clasicismo y penetrar en los aportes que la cristiandad hizo al tema de la soberanía. Se pretende entonces arrojar un cuestionamiento sobre el método de aproximación al problema y, de paso, agregar a dicha temática un poco de escepticismo ex ante. Para estos propósitos es útil recordar las bellas palabras de Nietzsche:

¿Quiere alguien mirar un poco hacia abajo, hacia lo más hondo, y ver cómo se fabrican los ideales en la tierra? (...) La obra maestra de estos nigromantes que fabrican la blancura, la leche y la inocencia a partir de toda negrura. (Nietzsche, 2010, pp. 87-88)

Esta idea sobre la fabricación de los ideales recuerda un conocido pasaje de Foucault, en el cual se patentiza la oposición que existe en Nietzsche entre la invención (Erfindung) y el origen (Ursprung). Así, cuando Nietzsche se refiere a la religión, lo hace en forma de invención y no de origen, pues la misma tuvo que haber sido creada en algún momento y no nació de una naturaleza metafísica indeterminada (Foucault, 2003b, p. 19).

Lo mismo sucede en el pasaje citado de la Genealogía de la Moral (Nietzche, 2010). La fabricación de los ideales se opone a la idea de un Ursprung, de un origen místico proveniente de las fuentes de la naturaleza. Si se lleva este postulado al ámbito del derecho, se hace evidente la utilidad que representa que el derecho se origine en los dioses, pues permite que lo jurídico intervenga en la vida de los hombres como si se tratara de un lugar habitable, en el cual se castigan las injusticias y se premia la virtud. La invención de los dioses permitía justificar la obediencia, reafirmándose una y otra vez en la trasmisión oral de las creencias y mostrándose como verdad por el solo hecho de repetirse innumerables veces. Una vez constituida la Erfindung y diseminada a través del tiempo y del lenguaje, su origen se vuelve tan místico que se asemeja a un Ursprung7.

De la misma manera, los lugares sagrados de la antigüedad no adquirieron su sacralidad desde su origen, sino que esta fue fabricada por cada generación de teóricos que, en medio de su miopía, construyeron los conceptos de polis y de urbs sobre palabras que, para el ciudadano greco-romano normal, no significaban más que «ciudad» y que adquirieron un jaez religioso por la mera reiteración de su lugar como habitáculos del derecho y de la soberanía, convirtiéndose en topoi de dichos reinos. No obstante, esta miopía es útil por cuanto permite establecer un punto de partida, haciendo que las construcciones teóricas adquieran el cariz del lenguaje metafórico planteado al inicio, que permite ilustrar con palabras aquello que no puede simplemente pronunciarse. Por tanto, la instauración de Grecia y de Roma como puntos de partida no pretende desconocer que el nomos se hallaba, innombrable, gobernando ya sobre la tierra, sino que pretende comprender que ulteriormente, tanto la soberanía como el derecho son lugares que se han construido, y que en el cúmulo de instituciones fabricadas que le fueron heredadas a la época contemporánea, es necesario estudiar el decurso de interpretaciones que las componen.

En la misma medida, es fácil entender que una vez Roma ha caído, como imperio y como concepto, el lugar que la sucede es el lugar de la cristiandad. Si bien la línea que conduce desde Delfos -como el lugar desde el cual los dioses reconfiguran el mundo a través de sus prescripciones- hacia la cristiandad pudo haber sido maltratada por un sinnúmero de contingencias, su legado más importante pervive al ser el derecho el lugar sagrado de la modernidad, bajo cuyos designios la razón se hace a la justicia. Es hora de examinar el reino del dios cristiano sobre la tierra y buscar qué aportes fundamentales ha dejado tras de sí, que contribuyan a la construcción de una topología de la soberanía.

Retomando así el problema principal, puede decirse que la cristiandad constituye el punto intermedio entre el imperio de los lugares políticamente sagrados y el imperio de la ley.

Sin profundizar en problemas netamente teológicos, es visible que el cristianismo aportó por lo menos dos herencias topológicas fundamentales a la idea de derecho que se construyó a partir del Renacimiento, a saber: (i) el derecho –derecho divino, por supuesto-, como poseedor de la verdad acerca de la justicia y (ii) el tribunal como el lugar en el cual esta se hace efectiva; los cuales han logrado construir todo el andamiaje del derecho como un lugar sagrado. Podría argüirse que la idea de un derecho trascendental que tiene su fuente en un dios es un aporte del cristianismo; sin embargo, una argumentación tal olvida que los pueblos instituyen generalmente en sus cosmologías un lugar para el orden, sin importar que no reciba el nombre de derecho o de ley y sin importar si tienen influjo directo del imperio cristiano de la Edad Media.

Con todo, para entender por qué el derecho divino se convirtió en el poseedor de la verdad en torno a la justicia, es necesario entender que el cristianismo logró apoderarse de las palabras de la ley al apoderarse de las palabras de la religión, difundiéndolas como mandatos jurídicos.

La forma en la que la idea del dios cristiano y la idea del derecho se unen es a través de la primera doctrina cristiana8 que, hábilmente, logra mostrar ambas ideas como un único ente inescindible, estableciendo la posibilidad de efectuar una exclusión mucho más radical que la exclusión territorial primigenia. Dicha exclusión es la del pueblo que, más allá de las barreras establecidas por las ciudades-estado, está unido bajo la señal de la cruz, predicando un dogma expansivo y subyugante que puede explayarse por todo el territorio europeo al conquistar Roma y adquirir para sí el uso del latín.

El lugar del catolicismo se identifica con la totalidad del territorio a través del carácter omnipresente de la divinidad, por esa misma razón puede prescindir de él para mostrarse como lugar. En otras palabras, el cristianismo no excluye con base en la aplicación de las leyes en el territorio, porque la ley divina rige universalmente, lo que permite, y a la vez obliga a una obediencia equidistante. En rigor, comportarse de acuerdo con la ley divina (entiéndase derecho canónico), implica comportarse bajo el reino de los justos, y el servicio al derecho es el servicio a «Dios mismo». Por esta razón, entiende Tomás de Aquino que la disposición del universo es una muestra clara de la justicia de su dios, equiparando justicia con la idea de un orden determinado:

Pues bien, así como el conveniente orden de una familia, o de cualquier otra multitud gobernada, demuestra que el gobernante posee esta justicia, así también el orden del universo, que resplandece lo mismo en los seres naturales que en los dependientes de la voluntad, demuestra la justicia de Dios. (Tomás de Aquino, 1947, p. 797)

Por esta misma razón puede vincular la ley con la justicia, así como con la verdad:

Pues bien, entre una obra artística y las reglas de su arte hay la misma proporción que entre un acto de justicia y la ley que lo regula; y, por tanto, la justicia de Dios, que establece en las cosas un orden de conformidad con la razón o idea de su sabiduría, que es su ley, con razón se llama verdad, y por esto, incluso entre nosotros, hablamos de la verdad de la justicia. (Tomás de Aquino, 1947, p. 801)

No obstante, esto no explica por qué la dominación del derecho se hace efectiva sobre los hombres en la forma de la obediencia. La respuesta a esta pregunta no proviene del intérprete del texto sagrado del cristianismo, sino del texto sagrado mismo en la voz de Pablo de Tarso:

Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos. (Romanos 13: 1-2, Biblia Reina-Valera 1960)

Es evidente que la idea fundacional de la obediencia, unida a la idea del universo ordenado de acuerdo con la justicia divina, marca la pauta trascendental del derecho, pues vincula el concepto de autoridad con el concepto de legalidad, o por lo menos de ordenación primigenia, de tal forma que no pueda pensarse la una sin la otra.

Asimismo, este es el punto a partir del cual tanto autoridad como legalidad se unen a la idea de una verdad sobre la justicia (veritas iustiatiae9