Títulos originales: «A Confession of Unfaith» (1922); «Nietzscheism and Realism» (1921); «The Materialist Today» (1926); «Some Causes of Self-Immolation» (1931); «Letter to August Derleth» (1931); «Some Backgrounds of Fairyland» (1932); «Some Repetitions on the Times» (1933); «A Layman Looks at the Government» (1933); «What Shall I Read?» (1936); «Weird Story Plots» (1933).

 

 

© de la traducción y la presentación: Óscar Mariscal Aranda, 2018

© de esta edición: el paseo editorial, 2018

www.elpaseoeditorial.com

 

1ª edición: noviembre de 2018

 

Diseño y preimpresión: el paseo editorial

Cubiertas: Jesús Alés (sputnix.es)

ePub: sputnix.es

Corrección: Deculturas, s.c.a.

Impresión y encuadernación: Kadmos

 

i.s.b.n. 978-84-948112-9-6

depósito legal: Se-1794-2018

código bic: DNF; BG

 

No se permite la reproducción, almacenamiento o transmisión total o parcial de este libro sin la autorización previa y por escrito del editor.

Reservados todos los derechos.

 

Impreso en España.

1. Administrado por el doctor Robert C. Harrall desde 1974.

2. Todas las citas de Joshi provienen de los volúmenes 2, 3 y 5 de Collected Essays (Hippocampus Press, 2004-6), de donde se han tomado el origen y los datos de publicación de los textos.

3. «La llave que me hace libre está en mi cerebro», escribió el mago en la dedicatoria de A Magician Among the Spirits a su «amigo Howard Lovecraft».

4. Selected letters V, n.º 790, pp. 170-173 (Arkham House, 1976).

5. En esto Joshi coincide con Rafael Llopis que, citando a Maurice Lévy, afirma que Lovecraft «parece declararse [en este cuento] partidario de “un socialismo de cierto matiz fascista”» (Los Mitos de Cthulhu: Alianza, 1969).

6. Selected letters I, n.º 119 (1923), p. 208 (Arkham House, 1965).

7. Selected letters III, n.º 320 (1928), p. 226 (Arkham House, 1968).

8. Selected letters V, n.º 786 (1935), p. 162 (Arkham House, 1976).

9. Selected letters V, n.º 919 (1937), p. 389 (Arkham House, 1976).

10. Lovecraft: A Biography (Doubleday, 1975).

11. El horror sobrenatural en la literatura y otros escritos teóricos y autobiográficos (Valdemar, 2010).

12. Publicada en España por Molino en 1964 con el título de Miedo en la noche.

Confesiones de un incrédulo
y otros ensayos escogidos

1. The Liberal’s Experience Meeting; el encuentro, en el que Lovecraft leyó el presente artículo, se celebró, según S. T. Joshi, a finales de 1921. (En adelante todas las notas son del traductor excepto allí donde se indique).

2. Se refiere a la obra de Friedrich Nietzsche.

1. Gobierno de la plebe, de las masas.

2. Arthur Schopenhauer: «Suplementos a la doctrina del sufrimiento del mundo» en Parerga y paralipómena, t.II cap. 12. (1851).

1. Shakespeare: Hamlet, Acto 5, Escena 1.

1. H. L. Mencken (1880-1956), periodista y escritor, célebre por su lucha contra la influencia del fundamentalismo religioso en la sociedad norteamericana.

2. Lovecraft omite aquí el instinto gregario aunque lo menciona más adelante.

3. Guerreros vikingos que combatían de forma temeraria debido al estado de trance.

4. Algunos podrían atribuir esta abyecta tendencia del oriental al instinto básico de la autohumillación defensiva, aunque eso no explicaría el deleite del devoto religioso al procurarse el sufrimiento del tipo Juggernaut. (Nota del autor.) [Se refiere Lovecraft al Juggernaut, esa sensación de algo que no se puede detener, que procede de la leyenda, apoyada en fortuitos accidentes reales, sobre la procesión hindú de la carroza de Krishna, en la que se arrolla sin concesiones a los fieles que se interponen en su camino para adorarla.]

1. Haeckel formuló una ley biogenética según la cual cada organismo repite en su desarrollo individual las etapas históricas fundamentales de la evolución de su especie.

2. Ambos, el popular astrónomo francés Camille Flammarion y el divulgador Léon Chevreuil, fueron defensores del espiritismo.

3. «¡Así que la casa de Halsey está encantada! ¡Ay! Allí fue donde el feroz Tom Halsey guardaba sus tortugas acuáticas en el sótano…, quizá fueran sus fantasmas». (Lovecraft a Lillian D. Clark, 24 de agosto de 1925).

4. Montague Summers, un autor de cuentos de terror y obras sobre lo oculto y lo paranormal.

5. Machen imaginó en su relato «Los arqueros» (1914) un episodio de la Gran Guerra en el que san Jorge, al frente de unos ángeles que eran los antiguos arqueros de Agincourt, socorría al ejército británico, y que dio origen a la leyenda de una intervención angelical en la batalla de Mons, acaecida en agosto de 1914.

1. Un tipo de túneles que se encuentran en toda Europa. Se desconoce su origen, pero se cree que datan de la Edad Media.

1. Detractores y partidarios de la ley seca.

2. Guess vaguely, una expresión muy lovecraftiana, véase «Dagon» y «The Shadow out of Time».

1. Franklin D. Roosevelt, trigésimo segundo presidente de los Estados Unidos (de 1933 a 1945).

2. Se refiere a la política de Herbert Hoover, trigésimo primer presidente de los Estados Unidos (de 1929 a 1933).

3. Fundador y líder de la Unión Británica de Fascistas.

4. Los hombres nuevos.

5. Según Veblen, autor del estudio fundamental Teoría de la clase ocisosa, la psicología del gusto se rige por tres cánones pecuniarios: consumo, ocio y derroche conspicuos.

6. Por sir Sycophas Chrysolater; véase en la voz «Renta» en el Diccionario del diablo de Ambrose Bierce.

7. Político y militar romano del siglo vi a. C.; frustró una sublevación de la plebe con una fábula en la que las diversas partes del cuerpo, indignadas porque el vientre recibía todo lo mejor sin hacer nada, se negaron a proporcionarle alimento…, lo que acabó con todo el cuerpo.

8. Rey de Lidia entre el 560 y el 546 a. C. La guerra y los placeres marcaron su reinado.

9. National Recovery Administration (Administración para la Recuperación Nacional), órgano gubernamental creado durante el New Deal.

1. El texto fue escrito al comienzo de la Guerra Civil Española.

1. [No temerás nada pavoroso de noche (…) ni a] la pestilencia que anda en las tinieblas.

2. La Isla de las Aves, que es la última isla y está próxima al abismo.

Presentación de los textos

La antología de ensayos de H. P. Lovecraft que el lector tiene en sus manos ha sido especialmente preparada para esta editorial con la colaboración del Patrimonio Literario de H. P. Lovecraft,1 lo que nos ha permitido incluir una mayoría de piezas nada frecuentadas e inéditas. El origen de los textos escogidos es muy variado: algunos fueron escritos para la prensa amateur, otros provienen de la ingente correspondencia de Lovecraft y los hay, por último, elaborados para uso estrictamente personal. Los temas abordados son asimismo diversos: filosofía, ciencia, política y literatura (tal como se hallan ordenados en esta edición). He aquí el contenido:

«Confesiones de un incrédulo» («A Confession of Unfaith»). Texto aparecido en el n.º 2 de la revista amateur Liberal, de febrero de 1922. Tomado de Miscellaneous Writings, pp. 533-538 (Arkham House, 1995). Nuestro autor se explaya aquí sobre el origen de su cínica y escéptica actitud vital, de su ateísmo y su pesimista punto de vista cósmico y su interés por la antigüedad clásica y las ciencias (especialmente la astronomía), además de repasar la evolución de su ideario filosófico hasta llegar al materialismo mecanicista. Según su biógrafo S. T. Joshi,2 se trata de «uno de los mejores ensayos de Lovecraft».

«Nietzscheísmo y realismo» («Nietzscheism and Realism»). Texto aparecido en el n.º 1 de la revista amateur The Rainbow, de octubre de 1921. Tomado de Miscellaneous Writings, pp. 172-176. Al parecer, fue Sonia H. Greene (futura esposa de Lovecraft) quien, a partir de dos cartas dirigidas a ella, preparó este artículo para incluirlo en su revista The Rainbow. En parte, está escrito al estilo de la sección cuarta («Sentencias e interludios») de Más allá del bien y del mal de Friedrich Nietzsche.

«El materialista moderno» («The Materialist Today»). Texto aparecido en el n.º 7 de la revista amateur Driftwind, de octubre de 1926. Tomado de Miscellaneous Writings, pp. 176-179. Como el anterior, este ensayo tiene su origen en una carta, dirigida ésta al editor de Driftwind, Walter J. Coates. La idea de la conciencia como forma superior de movimiento de la materia —clave en el pensamiento filosófico de Lovecraft— se emplea aquí contra los pensadores que buscan reconciliar la ciencia y la religión; más adelante, en este mismo volumen, se verá cómo la esgrime contra los fabricantes y consumidores de fenómenos paranormales.

«Las conductas autosacrificiales y sus causas» («Some Causes of Self-Immolation»). El manuscrito original está fechado el 13 de diciembre de 1931. Apareció póstumamente en la antología Marginalia (Arkham House, 1944). Texto tomado de Miscellaneous Writings, pp. 179-190. Joshi, a la vista del seudónimo empleado, el título y varios fragmentos de este artículo, advierte de una posible «intención satírica tras su composición, como si Lovecraft pretendiera parodiar la jerga psicológica contemporánea», aunque añade que «el ensayo parece ser, en general, un análisis psicológico serio y sincero de las motivaciones humanas». Sea como fuere, el carácter inusual de esta pieza, por su estilo y contenido, justifica por sí solo su presencia en esta antología y…, ¿por qué no?, la mención que hace Lovecraft de la glándula pineal, al referirse al sistema de Descartes, evocará en más de un lector la imagen del mad doctor Crawford Tillinghast de su relato «Del más allá».

«A propósito de los denominados “fenómenos paranormales”». Tomado de Selected letters III, pp. 442-449 (Arkham House, 1971). Este texto, que forma parte de una carta a August Derleth de diciembre de 1931 (el título es nuestro), constituye un excelente ejemplo de la aversión del autor hacia ciertos científicos que, en la línea de William Crookes y Oliver Lodge, se empeñaron en dar credibilidad y respetabilidad al espiritismo y otras seudociencias. Cabe destacar la mención a su cliente el mago escapista Harry Houdini,3 y su confesión de que preferiría vivir en un universo poblado por sus queridos Cthulhu y Yog-Sothoth. Una versión resumida de este artículo (a la que se añaden los sucesos condenados de Charles Fort) aparece en una carta a Emil Petaja del 31 de mayo de 1935.4

«Algunas consideraciones sobre el mundo feérico» («Some Backgrounds of Fairyland»). Según Joshi, se trata de una carta a Wilfred B. Talman del 23 de septiembre de 1932 (el título es de August Derleth). Apareció póstumamente en la antología Marginalia (Arkham House, 1944). Texto tomado de Collected Essays, Volume 3: Science, pp. 323-331 (Hippocampus Press, 2005). Lovecraft realiza aquí un ameno recorrido en clave mitológica y antropológica por el árbol genealógico de las hadas, en busca del origen del siniestro pueblo pequeño al que aluden las leyendas de algunos pueblos europeos.

«Ciertas reiteraciones sobre la situación actual» («Some Repetitions on the Times»). El manuscrito original está fechado el 22 de febrero de 1933. Apareció póstumamente en el n.º 12 de la revista Lovecraft Studies en la primavera de 1986. Texto tomado de Miscellaneous Writings, pp. 271-289. Escrito cuatro meses después de la victoria de Franklin Delano Roosevelt en las elecciones presidenciales de 1932, este ensayo conforma, junto con el siguiente, el programa económico y político de Lovecraft para la América de la Gran Depresión; parte del cual inspirará, en 1935, la sociedad de la Gran Raza de Yith en su relato «En la noche de los tiempos».5

Parte Lovecraft de un lúcido —y muy actual— diagnóstico de crisis cíclica del capitalismo liberal, constatando una situación de peligrosa frustración de las clases medias y alarmante desesperación de las clases trabajadoras. Propone un franco e ingenuo conjunto de reformas económicas y sociales (sin sacrificar la continuidad de la tradición cultural europea y sin una sola concesión al gran peligro comunista) que debería ser aplicado por un «gobierno dictatorial fascista». Aunque Lovecraft, como tantos, se sintió fascinado por el fascismo desde la toma del poder en Italia por Mussolini en 1922, no concretó su ideario político hasta la Crisis del 29. En esta etapa, en su correspondencia abundan sonoras declaraciones como éstas: «Es un elogio para líderes como Mussolini que se los tache de “hombres del siglo xv”»;6 «social y políticamente hablando soy tory, zarista, patricio, fascista, nacionalista, militarista y partidario de la oligarquía».7 Con un aire casi resignado, muy sintomático de estos años tan conflictivos e inciertos, llega a decir en algún momento de este libro (p. 131): «Hoy sólo es dable escoger entre uno u otro “ismo”». En cartas posteriores a ambos ensayos, este mismo conjunto de medidas es denominado «socialismo inteligente»8 por Lovecraft que, al fin, acabará reconociendo: «Ahora, en lo fundamental, puedo ser catalogado como socialista»;9 si bien su postura antimarxista y antiliberal (en lo económico y en lo político) se mantuvo intacta.

«Un profano se dirige al gobierno» («A Layman Looks at the Government»). El manuscrito original está fechado el 22 de noviembre de 1933. Apareció póstumamente en el n.º 44 de la revista Lovecraft Studies en 2004. Texto tomado de Collected Essays, Volume 5: Philosophy, pp. 96-111 (Hippocampus Press, 2005). En estas páginas, Lovecraft ataca a los enemigos del New Deal de Roosevelt («plutócratas», «ofuscados reaccionarios», «egoístas capitalistas»…), insiste en su programa reformista y rastrea el origen de la propiedad privada en unos términos que recuerdan a la célebre obra de Proudhon Qu’est-ce que la propriété?

Según Joshi, Lovecraft no hizo esfuerzo alguno por publicar este artículo ni el precedente, por lo que, «además de permitirle codificar sus ideas políticas y económicas en constante evolución», añade, «uno se pregunta cuál podría ser su propósito».

«Qué debo leer» («What Shall I Read?»). El manuscrito original data del otoño de 1936; apareció póstumamente —rebautizado por August Derleth como «Suggestions for a Reading Guide»— en la antología The Dark Brotherhood and Other Pieces, pp. 30-64 (Arkham House, 1966), de donde ha sido tomado. Aunque dedicado a las grandes obras de la literatura universal, las ciencias naturales, humanas y sociales y las bellas artes, por su extensión, organización y alcance podría compararse a su ensayo El horror sobrenatural en la literatura.

El texto estaba destinado a cerrar una obra de Anne Tillery Renshaw titulada Well Bred Speech (El arte de hablar con elegancia o El arte de la conversación), que Lovecraft debía redactar a partir de las notas de la señora Renshaw, para que sirviera de libro de texto en la escuela de oratoria que esta dama dirigía en Washington. Lovecraft —escribe L. Sprague de Camp10— «no tardó en descubrir que debería desengañar a la autora respecto a algunas ideas obsoletas, como la del origen divino de las lenguas o la de que el inglés deriva del hebreo». Finalmente, la señora Renshaw descartó el capítulo de Lovecraft y le abonó cien dólares por el resto del trabajo. Como señala Joshi, no hay constancia de que Lovecraft leyera realmente todas las obras que cita.

«Ejemplario de argumentos fantásticos» («Weird Story Plots»). Apareció póstumamente en Collected Essays, Volume 2: Literary Criticism, pp. 153-169 (Hippocampus Press, 2005), de donde ha sido tomado. Este documento de trabajo privado, con el que cerramos la antología, es una recopilación miscelánea de recursos literarios, probadamente eficaces, para provocar el desasosiego y el escalofrío en el lector. Tiene su origen en 1933, cuando —escribe Juan Antonio Molina Foix11— «Lovecraft comenzó a tomar notas en un calendario de bolsillo sobre sus relecturas de clásicos de ficción fantástica. Al principio se trataba de breves resúmenes de argumentos de obras, principalmente de Poe, Blackwood, Machen y M. R. James. De esos resúmenes recopiló una lista de temas fundamentales utilizados de manera eficaz en ese tipo de ficción, y otras ideas básicas para su posible utilización en nuevos relatos».

Además de los clásicos mencionados por el señor Molina Foix, Lovecraft incluye cuatro relatos de la antología de Dashiell Hammett Creeps by Night: Chills and Thrills12 (1931), en la que él mismo se codea, entre otros, con William Faulkner y André Maurois.

§

El autor de la ilustración de portada merece mención aparte. Nacido en Potsdam (Alemania) en 1834, el naturalista Ernst Haeckel fue en su tiempo uno de los más firmes defensores del evolucionismo y el darwinismo. En 1866 publicó uno de los más insólitos tratados de la historia de la biología: Morfología general de los organismos, donde intentó una completa sistematización de los seres vivos basada en clases de simetría. Sus principales obras son: Monografía de los Radiolarios (1862), Historia Natural de la Creación (1868), y la que fuera una de las «principales influencias filosóficas» de Lovecraft: Enigmas del universo (1899). Haeckel falleció en Jena en 1919.

Óscar Mariscal

Confesiones de un incrédulo

Como ponente en el encuentro organizado por el Liberal,1 en el que se invita a los aficionados a exponer su concepción global del universo, debo empezar por confesar honradamente que mis consideraciones no constituyen, necesariamente, una visión permanente. El buscador independiente de la verdad, no hallándose encadenado a ningún sistema convencional, va dando forma a sus opiniones filosóficas basándose en las que considera las mejores evidencias disponibles. Sus cambios de juicio, por lo tanto, son posibles en todo momento y ocurren cuandoquiera que evidencias nuevas o revaluadas los avalan desde el punto de vista lógico.

Siendo como soy escéptico y analítico por naturaleza, era inevitable que mi actual actitud de cínico materialista se manifestase tempranamente, ajustándose posteriormente en lo relativo a los detalles y el grado más que a sus fundamentos. El ambiente en que nací era el de la típica burguesía americana urbana y protestante, en teoría ortodoxa pero en la práctica muy liberal, para la cual la moral, más que la fe, constituía el verdadero principio. A la edad de dos años fui iniciado en los mitos de la Biblia y Papá Noel, demostrando en ambos casos una pasiva aceptación que no sobresalía ni por su agudeza crítica ni por su entusiasta comprensión. Durante los años siguientes, añadí a mi bagaje sobrenatural los cuentos de hadas de los Hermanos Grimm y Las mil y una noches (se comprenderá que, a mis cinco años, no tuve demasiadas opciones entre este cúmulo de quimeras en lo que a la realidad respectaba, aunque por su atractivo prefería esta última obra). Hubo una época en la que reuní una colección juvenil de cerámica y objetos de arte orientales, me declaré devoto musulmán y adopté el seudónimo de «Abdul Alhazred». Mi primera manifestación positiva de naturaleza escéptica tuvo lugar, probablemente, antes de mi quinto cumpleaños, cuando me dijeron lo que en realidad ya sabía; esto es, que Papá Noel es un mito. Esta revelación me llevó a preguntar por qué Dios no era igualmente un mito. No mucho después, me apuntaron a la «clase infantil» de la escuela dominical dependiente de la venerable Primera Iglesia Bautista —una construcción que data de 1775—; si me quedaba algún vestigio de teísmo, allí me deshice de él. La absurdidad de los mitos que debía aceptar, y la sombría grisura de aquella doctrina en comparación con la magnificencia oriental del islam me convirtieron definitivamente en agnóstico; convirtiéndome asimismo en un preguntón tan pestífero que fui invitado a no volver más por allí. El caso es que ninguna de las explicaciones de la bondadosa y maternal catequista respondía en absoluto a las dudas que tan honesta y explícitamente expresaba. Así fue como, debido a mi actitud escéptica e iconoclasta, me gané el sambenito de elemento indeseable. Sin duda me consideraban un corruptor de la sencilla fe de los demás infantes.

A los seis años, mi evolución filosófica recibió su impulso más significativo estéticamente: ¡amaneció en mi conciencia el pensamiento grecorromano! Siempre ávido de fantasías feéricas, me topé con El libro de las maravillas y los Cuentos de Tanglewood de Hawthorne, y quedé fascinado por los mitos helénicos aun en su forma germanizada. Fue entonces cuando un libro en la biblioteca privada de mi tía mayor —la historia de la Odisea de la Harper’s Half-Hour Series— llamó mi atención. Su lectura me electrizó desde el primer capítulo, y al llegar al final ya era un entusiasta sin remedio de la cultura grecorromana. Mi nombre bagdadí y mi filiación islámica desaparecieron al instante, pues la magia de las sedas y los colores palidecía ante las fragantes arboledas convertidas en templos, los prados frecuentados por faunos al atardecer y el cautivador azul del Mediterráneo que, surgiendo misteriosamente de la Hélade, bañaba las regiones de inquietante maravilla do moraban los lotófagos y los lestrigones, y donde —en las islas de Eea, Eolia y Trinacia— Eolo encerraba sus vientos y pacían los animales de Circe y el ganado de Helios. Tan pronto como me fue posible obtuve una edición ilustrada de La era de la fábula de Bulfinch, y dediqué todo mi tiempo a la lectura del texto —en el que el genuino espíritu helénico se conserva deliciosamente— y a la contemplación de las imágenes, los espléndidos diseños y fotograbados de estatuas clásicas célebres y obras pictóricas de temas clásicos. En poco tiempo logré familiarizarme con los principales mitos griegos, convirtiéndome en un visitante asiduo de los museos de arte clásico de Providence y Boston. Inicié una colección de pequeñas reproducciones en escayola de las obras maestras de la escultura griega, y aprendí el alfabeto griego y los rudimentos de la lengua latina. Adopté el seudónimo de «Lucius Valerius Messala» —romano y no griego, pues Roma poseía un encanto especial para mí—. Mi abuelo, que había recorrido Italia, me deleitó con relatos de primera mano sobre sus bellezas y monumentos de antigua grandeza. Si me explayo sobre esta tendencia estética es por su importante consecuencia filosófica: el ocaso de mi sentimiento religioso. A la edad de siete u ocho años era un auténtico pagano, tan embriagado por la belleza de Grecia que desarrollé una creencia a medias sincera en los antiguos dioses y espíritus de la naturaleza. Erigí, literalmente, altares a Pan, Apolo, Diana y Atenea y recorrí bosques y campos al anochecer en busca de dríadas y sátiros. En cierta ocasión creí positivamente ver algunas de estas criaturas silvanas danzando bajo los robles otoñales; una especie de «experiencia religiosa» tan auténtica en su especie como los éxtasis subjetivos de cualquier devoto cristiano. Si un cristiano me dijera que ha sentido la presencia de su Jesús o su Jehová, yo podría responderle que he visto a Pan y a las hermanas de Faetusa.

Pero ya en mi noveno año, mientras leía los mitos griegos en sus poéticas traducciones estándar —adquiriendo así inconscientemente el gusto por el inglés de la reina Ana—, se sentaron las bases reales de mi escepticismo. Fascinado por las imágenes de instrumentos científicos que ilustraban la contracubierta del Webster’s Unabridged, comencé a interesarme por la filosofía natural y la química; y no tardé en tener un prometedor laboratorio instalado en mi sótano y una buena cantidad de libros de texto científicos en mi creciente biblioteca. A partir de entonces fui más un estudioso de las ciencias naturales que un soñador pagano. En 1897, mi principal creación «literaria» fue un «poema» titulado «La Nueva Odisea», y en 1899 un compendioso tratado de química en varios «volúmenes» garabateados a lápiz. Pero la mitología no fue descuidada en modo alguno. En este período leí mucho sobre mitología hindú, egipcia y germánica, y experimenté intentando creer en cada una de ellas a fin de ver cuál contenía mayor cantidad de verdad. ¡Nótese que ya entonces había adoptado el método y la actitud científicos! Naturalmente, poseyendo como poseo una mente abierta e inconmovible, fui pronto un completo escéptico y materialista. Mis estudios científicos se ampliaron para incluir rudimentos de geografía, geología, biología y astronomía, y adquirí el hábito de aplicar un riguroso método analítico en todas las disciplinas. En mi pomposo «libro» titulado Poemata Minora, compuesto cuando tenía once años y dedicado a «los Dioses, Héroes e Ideales de los Antiguos», resonaban los tonos melancólicos y hastiados del mundo del pagano arrebatado de su antiguo panteón. Algunos ejemplos de esta extremadamente juvenil «poemata» fueron reimpresos en The Tryout en abril de 1919, bajo nuevos títulos y seudónimos.

Hasta entonces, mi filosofía había sido claramente juvenil y empírica: una rebelión contra la fealdad y las falsedades más obvias, que no involucraba ninguna teoría cósmica o ética particulares. La cuestión ética no tenía interés analítico para mí, incapaz como era de verla como tal cuestión. Acepté la ideología victoriana —consciente de la prevalencia de no poca hipocresía, además de excrecencias fanáticas y sobrenaturales— sin reservas…, no habiendo oído hablar nunca de búsqueda alguna que llegara «Más allá del bien y del mal».2 Aunque en ocasiones me sentí interesado en las reformas, especialmente en la ley seca (jamás he probado una bebida espiritosa), las polémicas de índole moral tendían a aburrirme, convencido como estoy de que la conducta es una cuestión de gusto y crianza, con la virtud, la delicadeza y la sinceridad como prendas de bonhomía. De mi palabra y honor me sentía inmoderadamente orgulloso y no habría permitido que se dudase de ellos. Pensaba que la ética era algo demasiado obvio y común para ser discutido científicamente, y consideraba la filosofía únicamente en su relación con la verdad y la belleza. Era, y sigo siéndolo, pagano hasta la médula. En lo que al lugar del hombre en la naturaleza y la estructura del universo respectaba aún no había despertado. Este despertar llegaría en el invierno de 1902-3, cuando la astronomía afirmó su supremacía sobre el resto de mis estudios.

Las sensaciones más conmovedoras de mi existencia son las que experimenté en 1896, cuando descubrí el mundo helénico, y en 1902 al descubrir la miríada de soles y mundos del espacio infinito. A veces pienso que el último evento fue el más importante, pues la grandeza de esa expansiva concepción del cosmos aún me provoca una emoción que difícilmente podría ser igualada. La astronomía se convirtió en mi principal interés científico, haciéndome con telescopios cada vez más potentes, coleccionando libros de astronomía hasta reunir 61, y escribiendo copiosamente sobre el tema en forma de artículos especiales y mensuales para la prensa local. Cuando cumplí trece años quedé completamente impresionado con la transitoriedad e insignificancia del hombre; y a los diecisiete, cuando elaboré una serie de escritos particularmente detallados sobre el tema, ya había dado forma —incluyendo todas sus características básicas— a mis pesimistas puntos de vista cósmicos actuales. La futilidad de la existencia empezó a inquietarme y angustiarme, y mis referencias al progreso humano, tan cargadas de esperanza antes, comenzaron a declinar en entusiasmo. Siempre afecto a la antigüedad, me permití fundar una especie de culto nostálgico-retroactivo para un solo fiel. El realismo de mi actitud analítica, favorecido por la historia y las tendencias difusivas de la ciencia —que ya entonces incluía a Darwin, Haeckel, Huxley y algunos otros pioneros más—, se vio empero entorpecido por mi aversión a la literatura realista. En el campo de la ficción me entregué a la fantasía de Poe, y en el de la poesía y la ensayística al elegante formalismo y tradicionalismo del siglo xviii. No me sentía en absoluto aferrado a las ilusiones que aún conservaba. Mi postura ha sido siempre cósmica, contemplando al hombre como si viniera de otro planeta; tratándolo, simplemente, como una especie interesante presentada para su estudio y clasificación. Tenía fuertes prejuicios y debilidades en muchos campos, pero no podía evitar considerar a la especie humana en su futilidad cósmica además de en su importancia telúrica. Alcanzada la mayoría de edad, mi fe en el progreso material y moral de la humanidad era prácticamente nula, y sus preciadas pompas y orgullos carecían de interés para mí. Cuando en mi vigésimo cuarto año de vida me introduje en el periodismo amateur, recorría ya el camino hacia mi actual cinismo; un cinismo atemperado por la inmensa compasión que me inspira la eterna tragedia de la imposible realización de las aspiraciones humanas.

La Gran Guerra vino a confirmar cuantos juicios había empezado a formarme. La palabrería de los idealistas me enfermaba cada vez más, y no tomé de ella más que lo imprescindible para el embellecimiento literario. En lo que a mí respectaba, la democracia era una cuestión menor; era el insolente desafío a la superioridad anglosajona lo que provocaba mi ira, y en menor medida, la innecesaria avaricia territorial y repugnante crueldad de los hunos. No albergaba los escrúpulos que reconcomen al liberal promedio. Preví errores garrafales; una derrota alemana era cuanto pedía o esperaba. Soy, casi no necesito recordarlo aquí, un ardiente partidario de la reunificación angloamericana; considero que la división de una cultura en dos unidades nacionales es un desperdicio…, a menudo peligroso. Esta consideración es doblemente importante por cuanto creo que toda la civilización existente depende del dominio anglosajón.

Por esta época, mi pensamiento filosófico recibió su mayor y más reciente impulso a través de la discusión con varios colegas de la prensa amateur; especialmente con Maurice Winter Moe, cristiano ortodoxo pero tolerante y rival inspirador, y Alfred Galpin, Jr., un joven cuyas ideas coinciden en lo más básico con las mías, pero con una mente tan a la vanguardia que —he de reconocerlo humildemente— la mía no resiste la comparación. La correspondencia con estos pensadores me llevó a una recapitulación y codificación de mis puntos de vista que, revelando numerosos defectos en mis elaboradas doctrinas, me permitió adquirir mayor claridad y consistencia. Asimismo, dicho impulso me animó a ampliar mis lecturas e investigaciones filosóficas y rompió no pocos entorpecedores prejuicios. Puse punto final a mi adhesión a las doctrinas de Epicuro y Lucrecio, y renuncié definitivamente —no sin cierta reluctancia— al libre albedrío en favor del determinismo.

La Conferencia de Paz, Friedrich Nietzsche, Samuel Butler, H. L. Mencken y otras influencias han ido perfeccionando mi cinismo; una cualidad que arrecia conforme la llegada de la madurez elimina el prejuicio ciego por el cual la juventud, por el mero deseo de que así sea, se aferra a la insípida alucinación de que «el mundo marcha bien». Ahora que tengo cerca de treinta y dos años, no albergo ningún deseo especial salvo percibir los hechos tal como son. Mi objetividad, siempre notable, es ahora fundamental y carece de oposición, de modo que no hay nada que no esté dispuesto a creer. Ya no aspiro más que al olvido, y estoy preparado para descartar cualquier ilusión dorada o aceptar cualquier hecho desagradable con absoluta ecuanimidad. Al fin puedo admitir voluntariamente que los deseos, esperanzas y valores de la humanidad son asuntos del todo irrelevantes frente a la ciega maquinaria cósmica. Considero la felicidad como un fantasma ético cuyo simulacro no alcanza a nadie de forma completa —e incluso de refilón a muy pocos— y cuya posición como objetivo de todos los esfuerzos humanos es una mezcla grotesca de farsa y tragedia.