A Cindy y Gray


© Laurence A. Tolhurst, 2016

Título original: Cured

ISBN: 978-84-17668-05-1

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LOL TOLHURST

CURED

TRADUCCIÓN DE
JORDI AMOR

BARCELONA  MÉXICO  BUENOS AIRES   NUEVA YORK

NOTA DEL AUTOR

Hay una diferencia entre memorias y autobiografía.

Pueden parecer lo mismo, pero son cosas distintas.

Puede que alguien cuente de un modo diferente algunas historias que se explican en este libro. Bueno, esta es mi versión, como lo recuerdo, mi verdad.

Las conversaciones que se incluyen intentan ser tan reales como he sido capaz de presentar. He cambiado uno o dos nombres para proteger a los inocentes.

En gran parte, este libro es fruto de todo lo que me viene a la cabeza a las cuatro de la madrugada, cuando no puedo dormir. Flores preciosas del pasado que viven en las partes más oscuras de mi memoria. He intentado captar lo mejor que he podido toda la luz que contienen. Espero que os ayude a iluminar los acontecimientos tanto como me ha iluminado a mí.

Con amor,   
Lol

Los Ángeles, California
Febrero de 2016

Sabiduría es saber que no soy nada,
amor es saber que soy todo
y entre los dos se mueve mi vida.

NISARGADATTA MAHARAJ

PRÓLOGO

LOS PRIMEROS PUNKS DE CRAWLEY

Mucha gente no asocia a The Cure con el punk, pero Robert y yo fuimos los primeros punks de Crawley.

Crawley está a unos treinta kilómetros al sur de Londres, pero parece un planeta distinto. Es una ciudad sin centro y sin fin, compuesta por innumerables hileras de edificios de departamentos deprimentes que emergen en medio del campo oscuro, húmedo y frío. Crawley es un lugar donde siempre llueve, cubierto por un cielo gris como una losa. Aquí nació The Cure y, aunque nunca logramos escapar del todo, siempre estuvimos luchando por abandonarlo.

Crawley forma parte del puñado de «ciudades nuevas» que surgieron alrededor de Londres después de la Segunda Guerra Mundial. Un pantano periférico conformado por tiendas, escuelas y fábricas: la Santísima Trinidad Inglesa del «progreso» de la posguerra. Eran ciudades sin futuro ni esperanza. El final de los setenta fue una época terrible para crecer en Inglaterra. Fue un momento lleno de problemas, marcado por una economía decaída, una inflación descontrolada, incertidumbre política y ninguna perspectiva que mostrara que las cosas iban a mejorar. No había trabajo y todo el mundo estaba desempleado. Hasta la electricidad estaba racionada. Mientras otros lugares prosperaban, nosotros seguíamos bajo el ala de la austeridad.

El aburrimiento era el pan nuestro de cada día. La mayoría de la gente se contentaba traficando. Sin embargo, se avecinaban grandes cambios. Se podía escuchar la llamada de Londres. Esa época de protesta y disgusto dio a luz a la música punk, a la moda punk, a la rebelión punk. Robert y yo intercambiábamos detalles sobre lo último del punk que habíamos escuchado en el programa de radio de John Peel o visto en la tienda de discos de Horley, donde pasábamos los sábados.

No tuvimos que ir a Londres para ver conciertos punks. El punk vino a nosotros.

Robert y yo estudiábamos el bachillerato tecnológico en Crawley y el campus era tan insípido y aburrido que parecía el sueño de Stalin hecho realidad. Podías estudiar literatura inglesa o mecánica. Era una mezcla de alta y baja cultura. Una escuela con pretensiones. Yo estudiaba química, por interés personal y profesional; Robert, por supuesto, literatura.

Muchas de las grandes bandas de Londres vinieron a Crawley a tocar en nuestro auditorio y en nuestro bachillerato. En los años 77-78 eso equivalía a bandas como The Clash, The Jam y The Stranglers. Robert y yo acudimos a todos esos conciertos y pusimos mucha atención no sólo a la música, sino a la manera en que se presentaban. Como a mucha gente, nos atraía el espectáculo, pero lo que más nos impactó fue su actitud, y eso era lo que queríamos copiar.

En esa época no había mucho para hacer en Crawley. La conformidad era la regla. Ser diferente era una manera de declararse excepcional y eso atentaba contra el código de comportamiento inglés. Para los jóvenes neandertales de Sussex, cualquier cosa que no pudieran entender era una aberración de la normalidad. Para ellos, nosotros éramos maricas.

No nos importaba. No creíamos en estereotipos. Cuando me dijeron que llevar un arete en la oreja derecha era el equivalente a declararse gay ante todo el mundo, yo, que no lo era, me puse dos. Los días de ser educado habían terminado. Nos enfrentábamos a todo porque así debía ser.

El 3 de febrero de 1977 salí a celebrar mi cumpleaños —cumplía dieciocho— con mis tres mejores amigos: Robert, Michael Dempsey y Porl Thompson, todos músicos principiantes. Ya estábamos mutando de Malice, una banda que habíamos formado en la escuela, a Easy Cure, un nombre que, con mucho orgullo, se me había ocurrido a mí y que acabaría transformándose en simplemente The Cure. Todavía estábamos buscando nuestra personalidad musical, viendo qué nos gustaba y descartando todo lo demás.

Para mi cumpleaños me puse mi mejor ropa. Salí con una chamarra pintada de naranja en la que le había escrito «no change» («no hay cambios») en la espalda. Me había hecho unos prendedores con recortes de revistas porno. Básicamente eran fotos de rostros en éxtasis, nada de partes indecentes. Muy subversivo. Unos pantalones entubados y unos zapatos con casquillo de Brighton. Y para dar el toque final, un montón de estoperoles por aquí y por allá.

La vestimenta de Robert era un poco más sutil. Él llevaba sus Creepers y un largo abrigo negro que formaba parte de su uniforme de esa época. Sólo se lo quitaba para ponerse la chamarra de cuero que, entre los de la banda, nos turnábamos para usar. Esa noche nuestro destino era el Rocket, el típico lugar al que llegaban los rebeldes de Crawley. Se reunían allá tres subculturas: los hippies que se habían quedado atrapados en los sesenta, los skinheads de clase obrera y nosotros. Éramos una sociedad secreta, no formábamos parte de ningún grupo. Teníamos nuestras palabras en clave, nuestros códigos, nuestros cultos, y estábamos unidos por el deseo de tener algo —lo que fuera— diferente de lo que teníamos.

A pesar de que Robert y yo casi éramos de la misma edad, hacía ya un año que nos íbamos a beber al Rocket, lo que tampoco era tan raro en los setenta en Inglaterra. Por ese entonces, a los mayores de dieciséis años les servían alcohol en los pubs. Era parte de la estrategia gubernamental mantener sedados a los habitantes de ese lugar de clima frío, gris y desolador. Es más fácil controlarlos si están borrachos.

Como la mayoría de los pubs de esa época, el Rocket era de tonalidades café, con una alfombra multicolor para cubrir las quemaduras de los cigarros y las manchas de vómito. Fred, el propietario taciturno del local, tomó nota de todas las bebidas que pedimos y nos preguntó qué estábamos celebrando.

—Mi cumpleaños —contesté.

Fred, sabiamente, no preguntó cuántos años cumplía. Como si la ignorancia lo eximiera. Antes de que terminara el año, Fred nos iba a ofrecer dar nuestro primer concierto real que nos sacaría de Crawley para llevarnos a mejores y más grandes escenarios. Pero en ese momento no podíamos ver a tanta distancia. Esa noche en particular nos conformábamos con beber y pasar un rato juntos. Éramos jóvenes entusiastas y no nos importaba lo que pudieran pensar los demás.

Esta actitud, sumada a nuestro peculiar vestuario, atrajo la atención de los skinheads del bar. Era gente desagradable, malhumorada, de clase obrera, que repetía los sermones que soltaban en su casa sus padres ignorantes. Alardeaban de su intolerancia juntándose con grupos de extrema derecha como el Frente Nacional. Donde nosotros escuchábamos la revolución aproximarse, ellos querían ahogarla con su fanatismo, sus prejuicios y su odio. Así como a nosotros nos atraía el componente anarquista del punk, ellos se querían refugiar en sus viejos miedos disfrazados de valores. Esa noche terminamos todos muy borrachos.

A las 22:30 nos avisaron que era el momento de la última ronda. Hacía treinta años que había terminado la guerra y los pubs en Inglaterra todavía debían cerrar temprano. Era una práctica que se había impuesto para asegurarse que al día siguiente los ciudadanos no acudirían a las fábricas demasiado borrachos para fabricar bombas y armas. En el estacionamiento trasero, Robert nos propuso continuar la celebración en su casa, bebiendo algunos de los destilados caseros de su padre. Era jueves y al día siguiente no tenía clase. Le dije a Robert que me apuntaba y decidimos tomar el tren para su casa. Estábamos cruzando el puente de madera de la estación cuando escuché estas palabras:

—¡Maricones de mierda!

Nos volteamos y vimos que tres skinheads enormes con sus camisetas del Frente Nacional se acercaban a unos veinticinco metros.

Nada nuevo. Desde que conozco a Robert la gente lo ha increpado. En el escenario, en el pub, en la calle, siempre él es el objetivo. Nunca he visto a Robert buscar pelea, pero parece que algo en él provoca a los demás.

Por una parte, Robert es un artista introspectivo, oscuro, melancólico, creativo. Por la manera en que se comporta, es obvio que su cabeza está en las nubes. Siempre ha formado parte de su personalidad: el poeta visionario, el mensajero con noticias del otro lado, el artista torturado. Pero, por otra parte, es alguien perfectamente normal que disfruta tomando una cerveza y viendo un partido de futbol. La gente percibe esta dicotomía en él y no le termina de agradar. Él, simultáneamente, forma parte de este mundo y del otro. Aquí y allá. Materia y antimateria. Y a la gente eso no le gusta. O eres de un equipo o del otro. Si no te pueden clasificar y colocar una etiqueta clara y nítida, se enfadan. Quieren saber quién mierda te crees que eres, y con eso se inaugura el desfile de puñetazos. Si no lo he visto cien veces, no lo he visto ninguna.

Hubo un tiempo en que tuve la reputación de ser un tipo duro. Y eso fue porque Robert siempre estaba envuelto en peleas. No puedo decir cuántas veces un vaso de cerveza ha salido disparado desde el público contra uno de nosotros. Teníamos que dejar los instrumentos y resolver la situación nosotros mismos.

Todo esto seguramente no encaja con la idea que mucha gente tiene de nuestra banda, pero así fue. Tuvimos que pelear para que nos oyeran, tuvimos que pelear para conseguir un lugar en el escenario, tuvimos que pelear para que nos tomaran en serio. No hacíamos ni un rock ruidoso ni un punk acelerado. Éramos algo diferente, algo nuevo y la gente no sabía qué hacer con nosotros. Si no nos hubiéramos defendido nosotros mismos, no habríamos sido capaces de sortear las tormentas que nos deparaba el futuro. Robert estaba en el centro de la mayoría de ellas. Pero esa noche la responsabilidad no cayó sobre Robert. Los del Frente Nacional con sus cabezas rapadas y sus Dr. Martens estaban encantados de encontrarse con alguien como yo y mi brillante chaqueta naranja. En ella podían leer en letras grandes y claras, como si fuera un letrero de neón: «Péguenme».

Miré a Robert intentando descifrar qué quería hacer. Él, sin embargo, ya se había volteado y contemplaba a los skinheads. Entonces vi el vaso que tenía en la mano. Un vaso grueso, contundente, perfecto para una cerveza inglesa. Lo había visto venir. De golpe, lo lanzó. Pude ver la parábola perfecta que trazó sobre el aire antes de estrellarse a los pies de los skins y explotar en millones de pedazos. Se quedaron de piedra con el giro de los acontecimientos, pero la sorpresa pronto se convirtió en ira.

—¡Puta basura de mierda! —gritaron—. ¡Os vamos a partir la cara!

La inteligencia forma parte del combate, así que nos pusimos a correr por el puente, bajamos por la calle, pasamos las puertas batientes de la estación y seguimos en fuga hasta nuestra antigua escuela primaria donde habíamos sido compañeros, pálidamente iluminada esa noche helada de febrero. No había ningún tren para nosotros. Estábamos solos. Cuando perdimos de vista a esos fascistas gordos y decadentes nos tiramos en el pasto y empezamos a reír descontroladamente.

Tenía dieciocho años. Estábamos dictando nuestras propias normas. Sentía que la vida estaba a punto de empezar.

PARTE I

LO QUE FUE

EL DÍA EN QUE MURIÓ LA MÚSICA

¿Cómo empezó todo? Quiero decir, empezó de verdad.

Vine al mundo el día en que murió la música. Nací el 3 de febrero de 1959, el día en que el avión de Buddy Holly se estrelló y se convirtió en un montón de metal en un paraje frío y nevado de Dakota del Sur. Pero la música ya había muerto mucho antes en Horley, la ciudad donde nací. Horley es un lugar apartado y olvidado. Situado en una de las zonas urbanas del interior del país, al sur de Londres, y sin llegar a tener claro si es una ciudad o un pueblo, ha tenido que luchar para conservar su identidad con la capital y con Crawley, un floreciente municipio situado al sur.

Mis primeros años están coloreados con ese gris frío, tan aburridamente familiar para todos los que han tenido la desgracia de crecer en los sesenta y setenta en Inglaterra. Cielos metálicos y una lluvia constante eran el telón de fondo de la austeridad de la posguerra que se había infiltrado en la psique británica. Mi rutina diaria de chico giraba alrededor de tres cosas: familia, escuela e iglesia. Especialmente la iglesia.

Mi madre, una católica conversa muy devota, acababa de conocer a una familia católica que se había trasladado a nuestra ciudad. De hecho, vivía a dos puertas de la casa de mi abuela, en Vicarage Lane. Los Smiths venían de una parte del norte de Inglaterra todavía más gris y más lúgubre que Horley y tenían varios hijos. Richard y Margaret eran de la edad de mis hermanos, pero su hijo pequeño, Robert, tenía mi edad.

La única escuela católica en nuestra región estaba en Crawley, a ocho kilómetros al sur. A finales de los años cincuenta, se construyeron, de manera descuidada y a toda prisa, edificios gubernamentales en varias ciudades pequeñas y olvidadas cerca de la capital.

Eran fruto del intento del gobierno por recolocar a las familias del centro de Londres cuyas casas habían sido bombardeadas durante la Segunda Guerra Mundial. Eran edificios funcionales y de colores apagados, sólo un poco menos deprimentes que los departamentos de Europa del Este. Una combinación excéntrica de casas gubernamentales con toques distinguidos de elegancia rural. Muy correcto y muy inglés.

Una mañana húmeda de septiembre de 1964, mi madre me puso junto a Robert Smith. Un autobús llevaba a los chicos que vivían en las afueras a la escuela St. Francis of Assisi, en Crawley. Era el primer día de clase, Robert y yo estábamos en la parada de Hevers Avenue con nuestras madres y ahí nos conocimos. Teníamos cinco años.

Hasta ese entonces mi mundo era un lugar microscópico y aislado. Fui un bebé tardío, nacido cuando mis padres habían pasado los cuarenta años. No debieron de tener muchos problemas en criarme, especialmente después de haber tenido otros tres hijos que ya se habían ido de casa. Misteriosamente, mis padres no tenían en casa fotografías de mis hermanos. La única señal que atestiguaba que alguna vez ahí habían vivido otros niños era un armario en la cocina repleto de zapatos usados que iba utilizando a medida que crecía.

Sospecho que mis hermanos se fueron de casa para huir de mi padre. William George Edward Tolhurst se apuntó en la Marina siendo muy joven y se fue al río Yangtze, en China, como ingeniero naval en un barco de guerra con sólo dieciocho años. Mi padre llegó cuando se realizó la masacre de Nankíng y vio cabezas decapitadas y otros miembros amputados flotando por el río. Volvió de la Segunda Guerra Mundial siendo otro hombre. Bloqueó todos los recuerdos horribles haciendo la única cosa lógica e inglesa que podía: beber. Un montón. No era una persona fácil. Era un hombre aislado que apenas me hablaba o un borracho enojado con tendencia a estallar a base de gritos.

Pero a pesar de que mi padre fuera una persona difícil de conocer o de entender, por no decir de querer, fue él quien transmitió la genética musical a la familia. Cuando estaba borracho, solía tocar canciones de marineros en el piano de pared de la sala de estar, de un modo que habría sido la envidia de Tom Waits. Era un hombre huraño, lleno de secretos oscuros y emociones salvajes que guardaba bajo llave, pero cuando tocaba el piano, un poco de luz se escapaba por debajo de la puerta de ese mundo cerrado. Me gusta pensar que también hay luz dentro de mí.

Mi padre y yo no teníamos nada en común. El don para la música fue el único que me transmitió. Él no me conocía y yo no quería estar cerca de él. Estábamos unidos por sangre y por obligación, pero yo no tenía ninguna forma de llegar a él y él estaba demasiado absorto en su mundo silencioso.

No era sólo que la Inglaterra de los setenta fuera austera; todo en mi vida era sombrío, sobre todo lo relacionado con mi padre.

Algo que le pasó durante la Segunda Guerra Mundial había erradicado en él cualquier tipo de ambición. Recuerdo encontrar en el fondo de un armario oscuro su diario naval, fue una tarde lluviosa en que no había ido a la escuela porque estaba enfermo. Lo leí vorazmente, estaba lleno de cosas emocionantes que había visto y de lugares donde había estado. Esto no coincidía en absoluto con la imagen del que se suponía que era mi padre. A decir verdad, prácticamente nunca he sentido que tuviera padre.

Él apenas compartía algo con nosotros, más allá de la casa diminuta y sus malos humores. Nunca nos llevó a ningún lugar. De hecho, sólo puedo recordar unas únicas vacaciones familiares.

Debía de tener unos ocho o nueve años. Nos instalamos en una pequeña cabaña de madera en una playa perdida por Hay-ling Island, en la costa sur de Inglaterra. Tengo el vago recuerdo de un material impermeable mezclado con el olor penetrante del baño químico. Era como el refugio en la costa de un contrabandista. Si mirabas las paredes, podías ver pequeñas grietas entre las tablas tapadas descuidadamente con fieltro.

Mi madre estaba ahí, con cara de agotada, acompañada de mi tía Molly con su vestido floreado de verano y mi abuela, a la que llamaba Nanny.

Esto no sucedía muy a menudo. Mi familia, si lo podía evitar, nunca se juntaba en una misma habitación. Bodas y funerales eran la única excepción. No había encuentros familiares muy concurridos en los Tolhursts. Podían soportar estar solo con otro miembro de la familia. Esa era la única manera de comportarse correctamente con el otro. No nos parecíamos a las demás familias. Recuerdo que a medida que crecía y frecuentaba las casas de mis amigos no dejaba de sorprenderme la ligereza y el amor que había entre padres e hijos, y no sólo en ocasiones especiales sino en los días cotidianos.

Los Smiths eran así. Siempre que iba a su casa, Alex, el padre de Robert, se reía y hacía bromas. No tenía dudas: allá se daban muchos más momentos intensos de los que estaba acostumbrado. Recuerdo una vez que el padre de Robert le dio un golpe por haber dicho una grosería delante de su madre. Pero cosas como estas pasaban poco y de vez en cuando, no como en mi casa, que eran el pan de cada día.

La gran diferencia, claro está, era mi padre. Mi padre nunca estaba invitado a participar en la vida familiar porque, como tenía tanto genio, era fácil que terminara enfadado con alguien o con algo. Dependiendo de cómo le afectara la bebida, podía ser un charlatán o un ridículo. Y eso era algo que la mayoría de la familia quería evitar, así que, instintivamente, limitaban al máximo cualquier contacto con el Marinero Bill (como solían llamarlo sus colegas en el pub Chequers).

La cabaña estaba pintada de blanco color huevo y se fundía, hasta hacerse casi invisible, con el cielo grisáceo desteñido que es típico del verano en Inglaterra. El ruido de fondo de las olas del mar y del agua que se escurría por los peñascos quedaba ocasionalmente interrumpido por el graznido de una gaviota. Lo que me impacta, cuando recuerdo esta escena, es que es como si soñara mi cuadro favorito o una fotografía.

El paisaje está allá, pero por algún motivo faltan las personas, como si alguien hubiera robado todo lo que estaba en el primer plano y quedara sólo el fondo. No puedo visualizar a mis hermanos, estoy seguro de que mi hermana pequeña estaba allá, pero en mi recuerdo no es más que una sombra fantasmal de algo que no existe. En mi mente oigo las voces de mi madre, mi tía y mi abuela hablando. De cosas de la familia, básicamente, pero cada tanto veo cómo el indiscutible amor materno se cuela en la conversación.

Mi madre, sin que yo lo supiera, estaba incubando un cáncer de pulmón, pero en esos días el susurro un poco ahogado de su voz era el refugio de mi vida juvenil.

—Laurence, no vayas lejos y, por favor, ten cuidado con el alquitrán de la playa. ¡No te manches la ropa!

—¡Sí, mamá! No te preocupes, tendré mucho mucho cuidado —dije, mezclando la irritación infantil con la devoción absoluta hacia mi madre.

A medida que fui creciendo, ella se fue convirtiendo en alguien tridimensional, pero durante ese verano en Hayling Island, mi amor era inequívoco.

No recuerdo que hubiera risas en esas vacaciones, sólo los contornos de las mujeres al moverse por la cabaña sobrepoblada. No me acuerdo de dónde dormía, ni qué se veía por las ventanas. Casi ni recuerdo que mi padre estuviera allí.

Si estuvo, cosa que dudo, no debió dirigirme la palabra. No puedo recordar ni un solo paseo con él por la orilla, ni haber jugado futbol en la playa. No había lazos basados en el amor que pudieran unir a padre e hijo.

Tampoco recuerdo que hubiera otros chicos jugando en la orilla, constantemente barrida por el viento, sólo estaba yo, arrastrando los pies por la playa pedregosa con mis sandalias veraniegas color café de suela blanca, calcetines blancos hasta los tobillos, pantalones cortos de algodón azul marino y camiseta de franela a rayas azules y blancas.

Con una lupa, que había sido el regalo por ir a la boda de mi primo y que siempre llevaba conmigo, analizaba todo lo que encontraba en la playa, tratando de averiguar qué había debajo de la superficie. Incluso en ese mundo tan vacío, yo seguía teniendo la curiosidad infantil activa. Me emocionaba de una manera que sólo los niños pueden. Estoy seguro de que encontré uno o dos trozos de madera a la deriva y pensé que eran espadas o telescopios destinados a explorar y defender la orilla. Después de tirar todas las botellas de cerveza vacías, las latas y la ropa abandonada por vagabundos, me apoderé del decadente fuerte hexagonal que estaba en el golfo construido durante la Segunda Guerra Mundial. Desde ahí vigilaba la orilla y contemplaba el agua gris del mar de más allá de la playa tratando de descubrir qué faltaba.

Cuando caminaba por la playa, si el viento venía de Selsey Bill o de Portsea Island, se me pegaban en la cara granos de arena. Estoy seguro de que me imaginaba que había tesoros piratas que podría descubrir si tuviera un mapa —y habría compartido la aventura con un amigo, si lo hubiera tenido—, pero nunca apareció nada de eso. No hubo ningún trozo de lona arrancado de una vela con una «X» para indicar el lugar, no había posibilidad de escape. Ansiaba emociones, pero a medida que las vacaciones llegaban a su fin, me di cuenta de que si lo que estaba buscando era una aventura, tendría que fabricarla yo mismo.

Parecía estar destinado a ser un niño solitario.

Cuando tenía siete u ocho años, la familia de Robert se trasladó a Crawley, donde su padre, Alex, había conseguido un trabajo como director de la Upjohn Pharmaceutical. Eso significaba que a partir de entonces tenía que tomar el bus de Horley a Crawley solo. No conocía a los chicos de Horley y casi nunca veía a mis amigos de Crawley fuera de la escuela. Robert y yo no teníamos mucho contacto, más allá de las ocasionales fiestas de cumpleaños. Lo peor eran los días larguísimos de las vacaciones. Mi madre traía libros a casa y estos se convirtieron en mis mejores amigos hasta que tuve la edad suficiente para poder ir solo a la biblioteca pública.

En el verano de 1970, obtuve las llaves que me liberaron de la prisión eterna de mi aburrimiento. La biblioteca permitió a sus socios sacar libros y discos. Enseguida me estaba llevando a casa un máximo de nueve discos por semana. Me pasé todo el verano escuchando blues, música folk, cualquier cosa que cayera en mis manos. Mi curiosidad se había desatado y, cuando terminé con la colección local de la biblioteca, me encaminé hacia la única calle comercial de Horley donde, por algún motivo absurdo, el propietario de una tienda tenía una caja llena de discos a 10 chelines cada uno, ¡una oferta!

It Crawled into My Hand, Honest, de The Fugs, fue mi primera recopilación. Canciones con títulos como «Johnny Pissoff Meets the Red Angel» y «We’re Both Dead Now, Alice» llamaron la atención de mi imaginación preadolescente. Me fui corriendo para mi casa, agarrando la bolsa de papel café con el disco, como si llevara algo de contrabando. The Fugs me encantaron y el espíritu anárquico de esas canciones protopunks me impulsaron a buscar más artistas americanos, como Steppenwolf y The Jimi Hendrix Experience. Casi cincuenta años más tarde todavía me acuerdo de todas las letras de todas las canciones de Axis: Bold as Love.

Ese otoño me cambié a una escuela de tendencia católica, pero experimental, llamada Notre Dame, fundada por un reformador llamado Lord Longford. Todos los chicos que hacían la primaria en alguna escuela católica de la zona terminaban allá e hice amistad con un chico llamado Michael Dempsey. Por ese entonces yo llevaba el pelo casi tan largo como mis ídolos de rock y Michael pensó que alguien que llevara el pelo tan largo como yo debía de ser cool. Mi bandera freak ondeaba y conectamos por nuestro amor por la música.

Notre Dame era todo lo que St. Francis no era: liberal y progresista. Los alumnos teníamos mucha más libertad y las clases se hacían de una forma completamente diferente. Las asignaturas se sobreponían y formaban algo conocido como «estudios integrados», y en vez de que los profesores impartieran clases desde la pizarra, trabajábamos en grupos en varios proyectos. Nos daban mucha libertad, y a los estudiantes que demostraban talento se les permitía trabajar por su cuenta. Me pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca con Michael y Robert. Lo cierto es que éramos muy buenos estudiantes.

Un día Robert me arrinconó en la biblioteca y me dijo en voz baja: «¿Te gusta Jimi Hendrix?»

—¿Hendrix? ¡Me encanta Jimi Hendrix! ¡Tengo un póster suyo enorme en mi habitación!

Le comenté también que era miembro de su club de fans en el Reino Unido. Los ojos de Robert brillaban en complicidad.

—¡Yo también!

—¿Sabes? —añadí—, apuesto lo que sea a que nadie más de la escuela lo conoce.

—Bueno, mi hermano mayor tiene algunas cosas de Hendrix. Are You Experienced es genial —comentó Robert, entusiasmado.

—¿En serio? Yo me compré Axis: Bold as Love por una libra en Radio Rentals.

Con esta conversación, nuestro vínculo se solidificó. Durante la hora de la comida nos permitían usar la sala de arte para que pusiéramos música en un viejo tocadiscos y me convertí en el DJ no oficial. Ponía lp que la gente traía a la escuela, pero obviamente tenía mis favoritos. Mi viejo amigo Robert y mi nuevo colega Michael estaban ahí para escuchar y sugerir cosas. Muy pronto resultó que Robert y Michael no sólo querían escuchar buena música, sino que empezaron a aprender a tocar. Una vez por semana les dejaban ir a la sala de música y usar los instrumentos. Había un equipo con estéreo y Robert solía enchufar su guitarra eléctrica y tocar.

—¿Tocas algún instrumento, Lol? —me preguntó Robert.

—Sí —mentí—. La batería.

—Entonces ¿te gustaría ir con Michael y conmigo el próximo día que vayamos a la sala de música? —preguntó Robert—. Creo que hay una batería. Estoy casi seguro de que el último día que estuvimos allá vi una en el fondo de un armario.

—Ehhh, bien, perfecto. Allí estaré.

Ese día me fui corriendo a la biblioteca para ver el libro de Buddy Rich y desentrañar el funcionamiento básico de la batería. De vuelta a casa, en mi habitación, saqué las baquetas que me había dado mi hermano mayor antes de irse para Australia. Leí el libro y practiqué con mi almohada. Al día siguiente volvimos a la sala de música y desenterré la batería que tenían en la escuela. Eso fue el principio.

Cuando la gente me pregunta cuándo empezó The Cure, suelo decir que fue ese día de 1972 en Notre Dame cuando Robert, Michael y yo —la misma alineación que grabaría nuestro primer sencillo, «Killing an Arab»— improvisamos juntos por primera vez. ¡Es más, los platillos que utilicé en esa canción los robé de la escuela!

Pero, para mí, The Cure había empezado mucho antes, había empezado un día sombrío y lluvioso de 1964, mientras la neblina se arremolinaba a nuestro alrededor. Empezó en el momento en que el autobús llegó a la parada de Hevers Avenue y las puertas se abrieron siseando. Ni Robert ni yo queríamos subir a ese autobús. No queríamos dejar a nuestras madres e ir a una escuela extraña en otra ciudad donde no conocíamos a nadie. Seguramente me habría puesto a llorar si no fuera porque Robert estaba ahí. Todavía hoy puedo oír la voz de mi madre animándome para que subiera. «Toma la mano de Robert y cuidaros el uno al otro.»

Robert me tomó de la mano y me condujo hacia el interior del autobús. Fue el primero de muchos viajes que hemos hecho juntos. Aunque sólo sea en mi imaginación, seguimos siendo esos niños.

LOS TRECE

Cumplí trece años en el invierno de 1972. ¿Quién sabe algo a los trece? Yo, sin duda, no. De lo único que era consciente era de mi descontrol hormonal y de la ausencia de un vestuario digno. Me pasaba las tardes y las noches en mi habitación, que había pintado de naranja brillante, con las puertas blancas, e iluminado con un foco rojo fluorescente, como si fuera una madriguera psicodélica o como me imaginaba que debería serlo. El mejor momento del día era cuando me ponía a escuchar música. Analizaba todas las cubiertas, leyendo cada una de las notas que hubiera, buscando pistas que me ayudaran a salir de ese mundo, para escapar de mi existencia tan monótona.

Richard, el hermano mayor de Robert, tenía una colección increíble de discos y conocía todo del mundo de la música. Nosotros le llamábamos el Gurú por sus pintas. Había crecido en los sesenta y había ido a la escuela con mi hermano mayor, John, de manera que todos nos conocíamos bastante bien. Una primavera, Notre Dame solicitó voluntarios para ayudar a construir una nueva piscina: había que cavar. Se ve que los católicos no tienen problemas con el trabajo infantil. Mi hermano Roger me recogió en su coche y me dejó en el terreno de la escuela donde se estaba haciendo el inmenso agujero. Como era mayor y más responsable, al Gurú se le había encomendado la supervisión de los desgraciados que debían cavar. Trabajábamos duro, aunque lloviera y hubiera barro. Mientras cavábamos, charlábamos y yo aprovechaba para preguntarle cosas de música al Gurú y para pedirle consejos sobre qué debía comprar para empezar mi colección de música.

—Hay dos álbumes que deberías tener —me dijo—. The Age of Atlantic y Nice Enough to Eat. Son dos recopilaciones de dos discográficas diferentes, uno es de Atlantic y el otro de Island Records.

—¿Recopilaciones? —pregunté.

—Sí. Nice Enough to Eat es una recopilación de, básicamente, canciones inglesas, y lo consigues por la mitad de precio que un álbum normal. Entre otros, hay temas de Nick Drake y King Crimson. Son bastante buenos.

—¡Oh! —añadí, sin saber exactamente de qué me estaba hablando.

El Gurú continuó.

The Age of Atlantic es una recopilación similar, muy barata también, con material americano underground, como MC5 o Vanilla Fudge. Por un par de libras, Lol, puedes escuchar muy buena música de ambos continentes —dijo el Gurú agarrándose la barba—. Sí, sólo dos libras para un montón de música buena —culminó mirando al horizonte—. Demasiado buena.

Una cosa era segura: el Gurú sabía de lo que hablaba. La semana siguiente pedí los dos álbumes a Radio Rentals.

Para poder financiar mi colección de música, que cada día crecía más, me busqué un trabajo de medio tiempo repartiendo periódicos, con mi vieja bicicleta roja y azul, para un agente de prensa local. Repartía aunque lloviera o hubiera sol. Sin embargo, lo mejor del trabajo era cuando tenía que preparar el reparto en la oficina del agente de prensa. Eso significaba que podía quedarme calientito en la tienda un rato y que tenía acceso a todas las revistas y todos los periódicos que había, por lo que aprovechaba para leer la prensa musical, especialmente New Musical Express, Sounds y Melody Maker.

Los leía ávidamente mientras escribía en la primera página la dirección donde se tenían que entregar, antes de que llegaran otros repartidores y se los llevaran. Estos periódicos musicales me aportaban una visión diferente del mundo de la música. Después de leer los semanarios musicales, compartía lo que leía con mis amigos, especialmente con Michael y Robert. A ellos les parecía interesar muchísimo la música, los músicos y todo lo que hiciera referencia a ese mundo tan glamuroso. Compartían mi fascinación por esas existencias extrañas que, en ese momento, nos parecían tan remotas. En esa época, a principios de los setenta, la escena musical estaba ocupada por la música disco o un rock progresivo espantosamente exagerado. Ninguno de estos géneros nos emocionaba a nosotros, tres chicos blancos de la periferia suburbana del sur de Londres.

Pero cada época tiene sus artistas que no forman parte del sistema y esos músicos eran los que más nos atraían. El que nos encantó fue David Bowie; en el verano de 1972 me causó un impacto tan profundo que trastornó toda mi personalidad. Y estoy seguro de que tuvo el mismo efecto en Robert.

Ese julio, la actuación de Bowie tocando «Starman» en el programa de la BBC Top of the Pops cambió todo para mí. Fue como si de repente un ser de otro planeta hubiera aterrizado en televisión. Bowie y su banda, Spiders from Mars, no se parecían ni sonaban como ninguno de los grupos que conocíamos. Su comportamiento nos decía a gritos que existía alguien en quien confiar, que podía enseñarnos el camino hacia un mundo totalmente diferente del lugar aburrido en que vivíamos cotidianamente.

Tenía una sexualidad andrógina y era tan raro que enseguida me cautivó. Todavía, si lo ves hoy, te das cuenta de hasta qué punto era diferente de la gente normal. Observando la parte posterior del escenario del TOTP (como lo llamaba todo el mundo), se puede entrever a alguien del público vestido según la moda de la época: chaleco y camisa de cuello de pico. Comparándolos, es fácil darse cuenta de que la persona en el escenario está haciendo algo totalmente diferente.

Me acuerdo que estaba en casa, con mi madre, viendo desde el sillón el espectáculo que se estaba desatando y en el momento en que Bowie cantó la parte en que dice «I had to phone someone so I picked on you» («Tenía que llamar a alguien y te elegí a ti»), señalando directamente a la cámara, supe que estaba cantando eso para mí; para mí y para toda la gente que era como yo. Era el llamado a las armas para adentrarme en un camino que pronto iba a seguir.

Al día siguiente, en la escuela, estaba que explotaba de entusiasmo con mis amigos

—¿Lo visteis?

—¿A quién?

—A Bowie en TOTP, a quien va a ser.

—Sí —dijo Robert—, estuvo «fatal».

Antes, mucho antes de que Michael Jackson cambiara el sentido de la expresión, nosotros ya teníamos la costumbre, cuando algo estaba muy bien, de decir que estaba «fatal». Era algo que encajaba con nuestra visión del mundo, como si miráramos todo por el otro lado del telescopio.

Ese verano intenté entender todo lo que pude respecto de cómo funcionaban las cosas en este mundo nuevo y extraño. Pasé mucho tiempo leyendo sobre todo tipo de músicos y acabé un poco confundido con algunas referencias. Al fin y al cabo, el sexo, las drogas y el rock and roll todavía no habían sido captados por mi radar. Sobre todo las drogas y el alcohol, que todavía no conocía de primera mano.

Y eso estaba a punto de cambiar.

—Lol, ¿quieres venir a hacer de DJ en una fiesta?

Mi hermano Roger me pidió si podía llevar toda mi colección de discos, que a esas alturas era mucho más numerosa que la suya, a la fiesta de despedida de mi otro hermano, John, que iba a emigrar a Australia.

—Claro, me encantaría. Supongo que podré subir más el volumen de lo que me deja mamá, ¿no?

—¡Por supuesto! Pon el volumen al máximo. —Roger no daba crédito al ver a su hermano pequeño tan emocionado.

Era la primera fiesta adulta a la que me invitaban y a la que podía ir sin la supervisión de mi madre. No tenía ninguna experiencia en fiestas de adultos y no sabía qué hacían. Hacía relativamente poco tiempo que todavía iba a fiestas protagonizadas por helados y gelatinas, como la que hizo Robert para su séptimo cumpleaños en la casa recién estrenada de Crawley.

Mi vida de joven despreocupado estaba modificándose y yo estaba a punto de entrar en el mundo de verdad. Quizá un poco precozmente, pero venía hacia mí como un tren de carga y no había nada que pudiera frenar lo que se estaba gestando.

Siempre había considerado el alcohol como algo que mi padre tomaba y que le hacía estar o muy feliz o muy encerrado en sí mismo. No me parecía especialmente atractivo. Sin embargo, cuando mi madre me mandaba al Chequers a recoger a mi padre, podía captar el ambiente de camaradería y relajación que se creaba detrás de las puertas de roble viejo que hacían de entrada al pub. Incluso la gente más rancia del pueblo parecía más feliz en el Chequers.

Así que, a pesar de mis recelos, parecía que valía la pena probarlo alguna vez. Lo que no sospechaba era que sería precisamente en la fiesta de despedida de mi hermano mayor cuando conocería personalmente al demonio del alcohol.

Mi hermano Roger llegó a última hora de la tarde para llevarme a su casa de Crawley y ayudarme a preparar las cosas para la fiesta de la noche. Me llevé mi camisa de satín púrpura, tan querida, que me había comprado en Withword’s, una pequeña tienda que había al final de mi calle. Me encantaba visitar al señor Withword: siempre me revelaba algún secreto que sólo los sastres conocían.

«Los hombres con piernas cortas deberían vestir pantalones Oxford anchos para resaltar», es una de las frases que nunca olvidaré.

La campanita de la puerta sonó cuando crucé la entrada de la puerta de la tienda húmeda.

—Ah, señorito Tolhurst, ¿en qué puedo ayudarle?

—He visto la camisa púrpura del escaparate —respondí.

El motivo real por el que había entrado en la tienda era para ver las dos únicas prendas que me gustaban de la sección de hombres, por lo general, libres de color. Esas prendas solían ser bastante baratas, lo suficientemente baratas para que algún joven con pocos ingresos pudiera comprar. En otras palabras, alguien como yo.

—Ah, sí, la que tiene ese cuello tan «moderno». —Parecía que le dolían los labios cuando decía esa palabra.

—Sí, esa es, la que tiene el cuello de pico.

Se fue para el escaparate y me la acercó.

La etiqueta señalaba que costaba cinco libras, mucho más de lo que me podía permitir. Vio cómo se me apagaba la expresión del rostro cuando supe el precio.

—¿Cuánto dinero tiene, señorito Tolhurst?

—Una libra —dije esperanzado.

El señor Whitworth me miró por encima de sus lentes y jugó con la cinta métrica que perpetuamente le colgaba de la cabeza.

—Está bien, se la dejo por una libra, pero no se lo diga a nadie; de lo contrario, todo el mundo querrá que le haga un descuento. ¿Puede prometérmelo?

—Sí, señor, claro. ¡Muchísimas gracias, señor Whitworth!

Me fui a casa tomando con todas mis fuerzas la camisa, dando gracias a la generosidad del sastre.

A los trece años, y viviendo aislado en un pequeño municipio en la periferia de una ciudad en plena ebullición, yo ya estaba creando tendencias. Para la fiesta combiné la camisa púrpura con mis Lybro Sea Dogs o, por decirlo de una forma más simple, mis jeans.

Puse el tocadiscos en un rincón y empecé a ensayar la lista de temas que iba a sonar durante la noche. Los amigos de mi hermano iban llegando. Y entonces, con el extremo del ojo, las vi: botellas de vino tinto en la cocina de mi hermano. Nunca había pensado que la gente bebiera en sus casas. Para mí, beber era una actividad que se limitaba al pub. Mi vida, hasta ese entonces, había transcurrido en muy pocos espacios exteriores, básicamente la iglesia y la escuela. Eso era una experiencia totalmente nueva para mí y, como tal, muy emocionante.

Roger apareció por la puerta.

—¿Quieres tomar algo, Lol?

Nunca me hubiera imaginado que yo podría haber formado parte de ese ritual. Hasta ese punto era inocente.

—Claro —respondí, con una voz un poco más fuerte que el graznido adolescente que me había aparecido al mismo tiempo que empezaban a crecerme pelos en partes extrañas e insospechadas. Tomé el vaso con líquido tinto que se me ofrecía y le di —al menos eso me imaginé— un buen trago, que denotaba seguridad. La primera sensación que me vino fue el escozor en la garganta, pero fue la segunda la que de verdad me cautivó, tanto que, todavía hoy, cuarenta y tres años más tarde, aún la recuerdo. Era una sensación poco definida y, a la vez, concretísima, misteriosa y, en la misma medida, perversa. El bien y el mal unidos. ¡Sabía deliciosa!

Aunque hoy sé cómo se siente, esa sensación y ese deseo intenso aún me desconciertan.

Me fui para la otra habitación, era tan temprano que estaba casi vacía. Me maravilló lo libre y lo bien que me sentía. Como si fuera un poeta, era capaz de convocar a mi antojo palabras que mi torpe lengua adolescente no podía. No había sentido nunca nada así. Las tonalidades y los colores de la habitación parecían haber cambiado, aunque todavía me eran familiares, los encontraba un poco más brillantes o bonitos, o al menos así me los imaginaba. Lo que fuera verdad en ese momento no me importaba. Tenía la convicción de que todo estaba bien, que, de golpe, la pesada carga de ser yo mismo se había evaporado. Era como si el tiempo, el espacio y lo normal se hubieran desplazado unos grados hacia la izquierda y me hubiera dado un escalofrío desconocido, emocionante.

La ingestión de esa sustancia nueva en mi sistema también hizo que la música sonara más nítidamente. Me parecía que la entendía mejor, percibía y apreciaba qué era lo que los músicos intentaban al unir todos esos sonidos y ritmos.

Tenía una sospecha muy vaga sobre qué era lo que la gente buscaba cuando se «drogaba» o se «alcoholizaba», pero como yo nunca lo había probado, no tenía ninguna base donde comprobar mis intuiciones. Ahora sí.

El año anterior, con Michael, habíamos ido a nuestro primer concierto, acompañados por su hermana y el novio de ella. Nos llevaron al Hyde Park, a ver un concierto gratis. En algún momento, estábamos al lado de un tipo que vendía refrescos al fondo del parque, cuando se nos acercó dando tumbos una chica joven bastante despeinada.

—¿Tienes hora? —me preguntó.

—Cuarto para las tres —le dije, mirando el reloj. Ella sacudió la cabeza, irritada.

—No, tonto. ¿Tienes hora? Quiero decir, de verdad, ¿tienes hora?

Miré extrañado a Michael. Sólo teníamos doce años y la situación nos estaba desconcertando.

El vendedor griego dijo, al ver nuestras caras, y a modo de explicación: «Chicos, está drogada». Y eso se convirtió en el único ejemplo de persona «drogada» que tenía hasta ese momento. Así que ¿era eso? ¿Estaba drogado? No me importaba. Que me sintiera tan bien era todo lo que sabía y lo que necesitaba saber.