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Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 398 - marzo 2019

 

© 2005 Christine Flynn

Secretos muy personales

Título original: Trading Secrets

 

© 2006 Jessica Bird

Desde siempre

Título original: From the First

 

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

L as m arcas q ue l leven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-926-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Secretos muy personales

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Desde siempre

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CUANDO uno toca fondo, lo único que le queda es ir hacia arriba.

Mientras se tocaba la herida que se había hecho en la frente y seguía sacando sus cosas de las cajas de cartón, Jenny Baker pensó que no sabía si aquel pensamiento la deprimía o la animaba.

La casa que iba a ser a partir de entonces su hogar estaba que se caía. Los armarios de la cocina estaban en pésimo estado de pintura y la ventana que daba al jardín tenía el cristal rajado, pero, por lo menos, tenía un techo bajo el que cobijarse.

Para colmo, se había visto obligada a colocar un cubo en el suelo para recoger las gotas de agua que caían del techo.

Incluso el tiempo se había puesto en su contra.

Normalmente, a mediados de agosto en el norte de Vermont solía hacer calor y sol pero, por lo visto, la nube negra que la seguía desde hacía un mes se había ido con ella desde Boston.

A la hora de llegar allí, tras haber descargado las cuatro cajas en las que llevaba todo lo que tenía y sus maletas, el cielo se había cubierto y había estallado una tormenta de verano.

A pesar de la lluvia, Jenny intentaba que la embargara el optimismo.

Maldecir su destino no le iba a servir de nada, así que se concentró en el lado bueno, que era que había encontrado un par de lámparas de aceite en el desván que le permitían ver.

Lo malo era que no es que no tuviera luz a causa de la tormenta sino que aquella casa llevaba muchos años vacía e, incluso cuando las nubes se hubieran alejado, no habría electricidad.

Tenía problemas mucho más acuciantes que la falta de electricidad y de teléfono.

Hasta las diez de la mañana de aquel día, había vivido en una casa maravillosa de un barrio estupendo de Boston en el que había restaurantes italianos fabulosos, bares increíbles y amigos.

Allí, conocía a la dueña del quiosco donde todos los días compraba la prensa y al chico de la floristería, que le solía poner un par de tulipanes de más porque le gustaba su sonrisa.

Tenía buenos vecinos, tenía una buena vida.

Hasta hacía sólo un mes, incluso tenía un buen trabajo.

Con su licenciatura en Derecho debajo del brazo y aquella misma determinación que la había sacado de Maple Mountain, había conseguido llegar a lo más alto dentro de una empresa de análisis financieros y ocupaba el cargo de ayudante de uno de los vicepresidentes.

Aquel hombre dependía de ella para todo y a Jenny su trabajo le encantaba porque se le antojaba una actividad de importancia, interesante y llena de oportunidades.

Para rematar su vida idílica, salía con un analista financiero con un futuro brillante por delante que ya le había lanzado un par de indirectas sobre casarse y tener hijos.

Jenny sacó unos cuantos cuencos de la caja de cartón y sintió que se le hacía un nudo en la boca del estómago.

Ella creía que Brent Collier la quería de verdad. Quería casarse con él, tener hijos con él y envejecer a su lado.

Pero había resultado que Brent era un gran mentiroso que la había utilizado, había utilizado lo que sentía por él y había acabado con su autoestima porque Jenny había creído en él.

Y, por confiar en él, la habían detenido, la habían expulsado del trabajo, la habían interrogado, la policía había registrado su casa, habían confiscado sus posesiones y habían arruinado su reputación.

Actualmente, la única posibilidad de trabajo que tenía era volver a ser camarera en la cafetería en la que había estado empleada mientras estudiaba la carrera.

Jenny tomó aire y dejó los cuencos en su sitio.

Todavía estaban en verano y había un montón de turistas por aquella zona y, cuando comenzara el otoño, llegaría todavía más gente porque Vermont era famoso por las maravillosas tonalidades de sus bosques en esa época del año. Gracias a eso, tal vez, en la cafetería del pueblo necesitaran más camareras.

Jenny esperaba que así fuera porque le debía un montón de dinero al abogado que había conseguido que no fuera a la cárcel, todavía le quedaba un año por pagar del coche y tenía que arreglar el tejado.

Estaba intentando dilucidar cómo iba a pagar todo cuando un golpe en la puerta le dio un buen susto que hizo que se le cayera el cuenco al suelo.

—Sé que hay alguien ahí dentro porque veo luz. Por favor, abra, necesito ayuda —dijo una voz masculina.

Jenny no se movió. Ya había tenido un altercado desagradable aquel día con un desconocido y no quería tener otro.

—Por favor, estoy herido —insistió el hombre.

Ante aquellas palabras, Jenny se acercó a la puerta y miró por el cristal que, por cierto, necesitaba una buena limpieza. Lo único que veía era la silueta de un hombre alto, de hombros anchos y fuerte.

Se sostenía el brazo izquierdo con la mano derecha y Jenny supuso que había llamado a la puerta con el pie, por eso había sonado tanto. Al ver que alguien se acercaba a abrir, el hombre se apartó de la puerta y se colocó junto a la barandilla del porche.

Apenas eran las seis de la tarde, pero la tormenta había hecho que fuera estuviera prácticamente a oscuras. Cuando abrió la puerta, un rayo iluminó el porche y vio a un hombre bastante atractivo con cara de dolor.

Inmediatamente, se dio cuenta de que estaba empapado, llevaba el pelo completamente pegado a la frente y la ropa pegada a la piel.

Jenny abrió la puerta por completo al ver que el hombre estaba lejos y herido.

—Me he salido de la carretera y me he hecho daño en el hombro —la informó el desconocido—. ¿Me puede ayudar?

Jenny se quedó mirándolo. En el pasado, lo habría ayudado sin pensárselo dos veces, pero, después de haber estado cuatro años viviendo en la ciudad y de lo que le había ocurrido en aquel último mes, su ingenuidad había desaparecido.

—¿Viajaba usted solo? —le preguntó.

—Sí —contestó el hombre.

—¿En qué zona de la carretera se ha salido?

—En la curva de las viudas. Por algo la llaman así.

—¿En qué lado?

El desconocido tragó saliva y Jenny se dio cuenta de que se había puesto pálido y decidió que aquel hombre no estaba mintiendo, así que, rezando para que no le hiciera nada, fue hacia él.

—Un momento, no se mueva. ¿Está bien?

Era alto y fuerte y Jenny no sabía si iba a poder con él.

—Voy a por el bolso y las llaves.

—Yo lo único que necesito es que me ayude.

—Y eso es lo que estoy haciendo —contestó Jenny—. Lo voy a llevar al médico.

—Yo soy médico.

Jenny se quedó mirándolo con cautela.

—El doctor Wilson, que es el médico de por aquí, es mucho más bajito que usted y muy viejo.

—Eso ya lo sé. Se jubiló hace dos años y yo lo sustituí.

—Bueno, entonces, podemos llamar a su enfermera.

—Bess está en West Pond.

Jenny conocía a Bess y aquel dato la hizo convencerse de que el desconocido no le estaba mintiendo.

—Mire, ya sé que no nos conocemos de nada, pero le prometo que no le voy a acarrear ningún problema. Me llamó Greg Reid, vivo en la última casa de Main, a un par de manzanas de la clínica. Si quiere, puede mirar mi carné de conducir, está en la cartera que llevó en el bolsillo de atrás —le propuso haciendo una mueca de dolor al girarse—. Yo no puedo sacármela.

Jenny se dijo que aquel hombre, al igual que ella, tampoco estaba teniendo el mejor día de su vida y que lo único que quería era un poco de ayuda.

De repente, le pareció más prudente ayudarlo sin preguntar que meter la mano en el bolsillo trasero de su pantalón.

—Lo siento —se disculpó—. ¿Y no quiere que le lleve a ningún sitio?

Jenny sabía que había un hospital en la zona, pero estaba a más de una hora de allí. Comenzó a preocuparse.

—No sé qué hacer —se disculpó.

—Yo le diré lo que tiene que hacer. No es difícil —contestó Greg para tranquilizarla—. Me voy a sentar, ¿de acuerdo?

Greg necesitaba sentarse desesperadamente. No sabía cuánto tiempo más iba a ser capaz de mantenerse en pie. Sentía un terrible dolor que le bajaba desde la clavícula por el pecho y la espalda hasta el brazo.

Estaba sudando de dolor y la mera idea de soltarse el brazo izquierdo le daba náuseas, pero, por lo menos, aquella mujer, aunque con mucho miedo, parecía por fin dispuesta a ayudarlo.

Cuando había visto un coche y luz en la casa abandonada de los Baker, se había preguntado con quién se encontraría, pero, comprendiendo que estaba gravemente herido y que estaba lloviendo mucho, no había tenido más remedio que acercarse en busca de ayuda.

La desconocida lo dejó pasar y lo siguió a una habitación oscura y vacía.

—Venga por aquí —le indicó—. Hay un taburete junto al fregadero.

Greg la siguió a la cocina y se percató de que, por lo visto, no había muebles en toda la casa.

Con impaciencia, observó cómo la desconocida quitaba una caja de encima del taburete y lo invitaba a que se sentara.

Era joven y guapa y, si él no hubiera estado tan pendiente del dolor que atenazaba sus músculos, incluso se habría fijado en sus preciosos ojos azules.

Sin embargo, mientras se sentaba, lo único en lo que podía pensar era en que aquellos ojos parecían inteligentes.

Jenny acercó una de las lámparas y se dijo que aquel hombre no tenía buen aspecto. Tenía el rostro bañado en sudor, los ojos cerrados y estaba temblando.

—Voy a traerle una toalla —le dijo—. ¿Por qué no se quita la camisa? Está empapada.

—No quiero soltarme el brazo.

Jenny interpretó que eso quería decir que iba a necesitar ayuda.

Acercándose a las cajas que todavía le quedaban por abrir, Jenny buscó entre las sábanas y sacó una toalla amarilla.

Al volver al lado del desconocido, se lo encontró echado hacia delante, con el brazo lesionado apoyado en el muslo y haciendo un gran esfuerzo para desabrocharse la camisa con la otra mano.

—Déjeme a mí —le dijo Jenny.

—Gracias —contestó el desconocido, dolorido.

Aquel dolor y la intensidad de su disgusto hicieron que Jenny no pensara en que le estaba desabrochando la camisa a un desconocido. Sin embargo, cuando llegó al final, a cerca del cinturón, tuvo que sacársela de los pantalones y entonces se dio cuenta de la realidad.

Al desconocido no parecía importarle en absoluto que una mujer a la que no conocía de nada tuviera las manos a pocos centímetros de su cremallera.

Jenny intentó que tampoco le afectara lo bien que olía aquel tipo, a jabón fuerte, a aire fresco y a hombre.

Estaba tan cerca de él que sentía el calor que irradiaba su cuerpo, sentía cómo la parte interna de las piernas de él abrazaba la parte externa de los muslos de ella.

Cuando al desconocido le cayó una gota de lluvia desde el pelo que resbaló por todo su rostro hasta llegar a la mandíbula, Jenny tuvo que hacer un gran esfuerzo para no quitársela.

—Va a tener que soltarse usted un momento el hombro para que pueda terminar de quitarle la camisa —le dijo.

El desconocido tomó aire y con una terrible mueca de dolor en la cara, se soltó el brazo justo el tiempo indispensable para que a Jenny le diera tiempo de quitarle la camisa. En cuanto lo hubo hecho, volvió a abrazarse el hombro.

Jenny dejó caer la camisa empapada al suelo.

A la luz de las lámparas de aceite, los esculturales músculos de los hombros, brazos y torso de aquel hombre la dejaron sin palabras.

Si Jenny no supiera que en Maple Mountain no había gimnasios, habría jurado que aquel hombre se pasaba horas entrenando.

Rápidamente, se fijó en que tenía un enorme moratón en el pecho, en el bulto del tamaño de una pelota de tenis que tenía bajo la clavícula y en cómo se le había metido el hombro izquierdo hacia dentro.

—No voy a necesitar la toalla —anunció—. Será mejor que lo hagamos cuanto antes.

Jenny dejó la toalla sobre la caja.

—¿Qué quiere que haga?

—Coloque la mano en la cabeza del húmero —le indicó el médico.

—¿Le importaría hablar en cristiano?

—Ponga la mano en el bulto redondo que encontrará bajo mi clavícula.

Jenny tomó aire y así lo hizo.

—Ya está —anunció.

—Madre mía —siseó el desconocido muerto de dolor.

Jenny lo miró y comprobó que tenía los ojos cerrados y apretados y que seguía estando pálido. Cuando abrió los ojos, comprobó que los tenía grises como la plata.

—¿Y ahora? —le preguntó.

—Los músculos han empezado a tener espasmos, así que va a tener que hacer fuerza. Agárreme el brazo y, cuando yo lo suelte, gire con una mano a la vez que con la otra empuja la cabeza del húmero hacia atrás y abajo. Yo me agarraré a usted.

Jenny lo agarró del brazo, por encima del codo. El desconocido soltó el brazo haciendo una mueca de dolor y se agarró a la cintura de Jenny.

—¿Así?

—Venga —contestó el desconocido apretando los dientes.

Nerviosa, Jenny tiró del brazo de Greg, pero no consiguió moverlo.

—Con más fuerza —gimió el desconocido.

Jenny tenía muy claro que le estaba haciendo daño porque sudaba copiosamente, pero se dijo que tenía que seguir adelante.

—Más fuerte —insistió Greg.

—Estoy tirando con todas mis fuerzas.

El hueso no quería moverse.

—Me temía que no fuera a salir bien —comentó Greg.

—Entonces, ¿por qué ha sugerido que lo intentáramos?

—Porque es el método más fácil. Cuando funciona —contestó Greg volviendo a agarrarse el brazo—. Madre mía, qué dolor.

—Vaya —se lamentó Jenny colocándole la mano en el hombro en señal de solidaridad—. ¿No tiene algo para el dolor que se pueda tomar?

—No, no llevo el maletín. No había salido a hacer ninguna visita. Venga, tenemos que volver a intentarlo.

—¿Cómo lo vamos a hacer ahora?

—Necesitamos hacer palanca. Me va usted a agarrar con una mano del codo y con la otra, de la muñeca. Yo voy a girar hacia un lado y usted, hacia el otro. Cuando empiece a tirar, no pare hasta que yo se lo diga. ¿Entendido?

—Le voy a hacer daño —se lamentó Jenny.

—No, usted no se preocupe por eso, me está ayudando. Tenemos que hacerlo cuanto antes porque, cuanto más tiempo pase, peor van a ser los espasmos musculares.

—Está bien —contestó Jenny agarrándolo del brazo—. A ver si esta vez tenemos suerte.

Greg se soltó el hombro haciendo un gran esfuerzo y se agarró al fregadero. Jenny lo agarró del antebrazo y de la muñeca con fuerza y lo miró a los ojos.

—¿A la de tres?

Greg asintió.

Jenny contó y tiró. El aullido de Greg la tomó completamente por sorpresa, pero sintió cómo se movía el hueso y, aunque aquello hizo que se le revolviera el estómago, supo que lo habían conseguido.

Greg tenía el rostro bañado en sudor.

Jenny se dio cuenta de que ella también estaba sudando.

—Hacia abajo —le indicó Greg apretando las mandíbulas.

Jenny obedeció mientras las gotas de lluvia caían cadenciosamente en la cacerola, pero ella ni las oía porque estaba completamente concentrada en lo que estaba haciendo.

Al cabo de unos segundos, sintió cómo el hueso encajaba en su lugar.

No se movió, no suspiró.

—¿Suelto? —aventuró.

Greg no contestó. Tenía los ojos cerrados y respiraba de manera entrecortada. Con mucho cuidado, Jenny le soltó el brazo y se acercó. Al tocarle con la palma de la mano, comprobó que el bulto había desaparecido y aunque, obviamente, le debía de seguir doliendo, todo había salido bien.

Jenny se colocó entre sus piernas para ayudarlo a incorporarse, pero Greg dejó caer la cabeza sobre su hombro y Jenny percibió su alivio, un alivio tan profundo que hizo que le pusiera la mano en la nuca sin pensárselo.

Lo único que importaba era que descansara y, dejándose llevar, le acarició el pelo mojado, lo envolvió entre sus brazos y lo abrazó con fuerza.

Entonces, se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se quedó helada.

Greg también percibió aquella inmensa paz que lo había embargado durante unos momentos haciendo que se sintiera querido y reconfortado.

Greg ayudaba a los demás todos los días, pero aquel sentimiento de serenidad que había sentido en los brazos de aquella mujer no lo había sentido nunca. Ni de niño ni de adulto, ni siquiera con la mujer con la que llevaba dos años.

Greg levantó la cabeza.

Ahora que el dolor estaba remitiendo, se fijó en la dulce cara de su ángel salvador, en lo bien que olía, en lo suaves que eran sus manos y en la cercanía de su cuerpo.

Estaban tan cerca que no pudo evitar fijarse en su cuello, en su mandíbula y en su maravillosa boca.

Sentía su aliento en la piel y su calor y aquellas sensaciones hicieron que el deseo se apoderara de él.

Jenny alargó la mano hasta su rostro y le quitó el agua que le caía del pelo, sonrió y retiró la mano con cautela.

Acto seguido, dio un paso atrás, recogió la toalla que había sacado de la caja y se la puso sobre los hombros.

—Está mejor —afirmó.

—Mucho mejor —contestó Greg frotándose el hombro—. Muchas gracias.

Jenny sonrió.

—Voy a buscar otra toalla.

—Sí, porque ésta, si no le importa, me gustaría utilizarla para fabricarme un cabestrillo —contestó Greg—. ¿Tiene algo con lo que atarla?

Jenny se dio cuenta de que estaba nerviosa. No todos los días tenía una en su cocina a un hombre tan alto, fuerte y atractivo.

—Sí —contestó rebuscando en la caja—. ¿Qué le ha pasado? ¿Cómo ha sido el accidente?

—Ha sido por intentar esquivar a un ciervo. El firme estaba resbaladizo y se me ha ido el coche.

—¿Y le ha dado?

—He conseguido no dar al ciervo, pero me he dado contra un árbol.

—Tome —le dijo Jenny entregándole otra toalla y unas pinzas.

—Con esto vale.

Unos momentos antes, lo tenía abrazado con la cabeza en su hombro, pero ahora era obvio que Jenny había vuelto a la cautela porque dio un paso atrás.

Greg se colocó la toalla alrededor del brazo y echó un extremo hacia atrás. Jenny vio lo que quería hacer y lo ayudó a colocárselo.

—Gracias —le dijo Greg dándose cuenta de lo rápido que volvía a dar un paso atrás.

A continuación, se secó la cara con la otra toalla.

Era obvio que Jenny estaba nerviosa. Él también estaba nervioso. Aquella mujer tenía un efecto sobre él que lo llenaba de curiosidad.

¿Y quién sería?

Si conocía al doctor Wilson, tenía que ser de por allí, pero Greg no la había visto nunca antes. Se habría acordado de sus ojos porque tenían un color azul como el del cielo despejado del verano.

—¿Estás de mudanza? —le preguntó fijándose en las cajas que había por la cocina y tuteándola.

—Sí —contestó Jenny.

—Interesante, no me habían dicho nada de que esta casa se hubiera alquilado o vendido. La gente de por aquí habla mucho y todo se sabe—. Tarde o temprano, nos habríamos enterado por la compañía de la luz o del teléfono —continuó Greg—. Alguien habría comentado que habían hecho un contrato en esta casa.

Obviamente, Greg la debía de haber tomado por una okupa.

—Todavía no he tenido tiempo de hacer esas gestiones —contestó Jenny.

Más que nada, porque esas compañías solían pedir a sus clientes que tuvieran nómina y, aunque consiguiera trabajar como camarera en la cafetería, todavía iba a pasar algún tiempo hasta que pudiera permitirse el lujo de tener teléfono.

—Acabo de llegar esta tarde y ni he alquilado ni he comprado esta casa —le explicó intentando no sentirse vencida por la vida ante lo que se había visto obligada a hacer—. Esta casa es de mi familia. Me llamo Jenny Baker.

Greg se secó el pelo y dejó la toalla sobre la encimera.

Ahora que sus ojos no estaban llenos de dolor, a Jenny le costaba más mirarlo directamente.

—Esta casa llevaba tres años vacía, desde que murió mi abuela —le explicó para demostrarle que no era una okupa—. El mercado inmobiliario por aquí no está muy bien últimamente y mi madre no la ha podido vender. Ya le costó bastante vender la suya cuando mi padre murió hace un año —añadió.

Al no tener parientes en Maple Mountain, su madre se había ido a vivir a Maine con Michelle, la hermana de Jenny, y su familia.

Greg la estaba mirando con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa? —le preguntó Jenny indignada ante la inseguridad que le creaba la posibilidad de que no la creyera.

Greg se puso en pie y se acercó a ella, fijándose en que tenía un moratón en la mandíbula y unos cuantos arañazos ocultos bajo el flequillo. Además, Greg recordó que antes, cuando la había agarrado del brazo, había hecho una mueca de dolor.

—Te he hecho daño —dijo mirándole el brazo y preguntándose, como buen médico, si tendría más moratones—. Cuando te he agarrado del brazo, te he hecho daño —le aclaró ante la cara de confusión de Jenny.

—No, no —se apresuró a asegurarle ella—. No me has hecho nada.

—Déjame que te mire el brazo.

—No hace falta.

Sin embargo, Greg se acercó, la agarró del brazo y le subió la manga de la camisa.

Jenny tenía tres moratones enormes en el antebrazo.

—Oh —murmuró al vérselos.

Unas cuantas horas antes no eran más que unas marcas rosadas sobre la piel.

—¿Una mala relación? —le preguntó Greg.

—Más bien, mala suerte —contestó Jenny bajándose la manga—. Te aseguro que no me he metido en una casa abandonada para escapar de un novio que me maltrata —añadió—. Es que esta mañana me han asaltado.

Greg la miró con incredulidad.

—¡Es verdad! —insistió Jenny al ver que no la creía, algo que no podía soportar—. He llegado de Boston esta mañana. Estaba subiendo mis cosas al coche y no me he dado cuenta de que había un chico escondido entre los arbustos. Cuando estaba subiendo la última caja al maletero, me ha tirado al suelo para robarme el bolso. Llevo una semana muy mala… bueno, más bien, llevo un mes terrible y no estaba dispuesta a dejar que cualquier niñato me robara el bolso con el poco dinero que tengo, mis tarjetas de crédito y las llaves del coche dentro.

—Así que has presentado batalla.

—Por supuesto. A lo que él ha contestado agarrándome del brazo para que soltara el bolso, pero no lo ha conseguido. No contaba con que yo me fuera a agarrar a una señal de tráfico y lo fuera a golpear en sus partes con el pie. Se ha ido colina abajo cojeando.

Greg asintió lentamente.

Aquello lo explicaba todo.

Al caer al suelo, se debía de haber golpeado en la frente, los moratones se los había hecho el chico al agarrarla del brazo y el cardenal de la mandíbula se lo podía haber hecho al agarrarse a la señal de tráfico.

Greg la miró de arriba abajo y concluyó que debía de medir un metro setenta y cinco, pesar sesenta kilos y no supo si catalogarla de valiente o de loca por lo que había hecho.

—¿Lo has denunciado?

—¿Para qué? Estaba tan concentrada en quitarme al chaval de encima que ni siquiera me he fijado en él. Además, no quiero saber nada de la policía, ya he tenido suficiente investigación para toda una vida —contestó callándose de repente visiblemente disgustada—. Eso es lo que le ha sucedido a mi brazo —concluyó levantando la mirada de nuevo—. ¿Y el tuyo qué tal va? Los moratones son mucho peores que los míos. ¿Quieres que te lleve al hospital de St. Johnsbury o prefieres que te lleve a casa?

Obviamente, se le había escapado aquello que había dicho sobre la policía y era evidente que se sentía incómoda en su presencia.

A Greg le dolían mucho el hombro y el brazo, pero lo que lo decidió a ponerles las cosas fáciles a los dos en aquellos extraños momentos fue lo que le había hecho sentir aquella mujer.

No le iría nada mal que le hicieran unas radiografías, pero estaba lloviendo y era de noche y no quería tener que ir en coche hasta St. Johnsbury.

Bess volvería tarde o temprano y él no vivía a más de tres o cuatro kilómetros de allí, así que le dijo a Jenny que prefería irse a casa.

Jenny asintió visiblemente aliviada, apagó una de las lámparas, lo acompañó hasta la puerta y allí apagó la otra.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

LOS limpiaparabrisas del coche deportivo de Jenny se movían de un lado al otro del cristal, al mismo ritmo que las gotas de lluvia caían sobre el techo y la carretera.

Aunque mantenía los ojos fijos en el asfalto, no podía evitar estar pendiente del hombre que iba sentado a su lado.

Ojalá no hubiera dicho lo que había dicho sobre la policía.

—Me has dicho que vives en la última casa de Main, ¿no? ¿En la casa en la que vivía el doctor Wilson? —le preguntó intentando arreglar la situación.

—Exacto, su mujer y él se fueron a vivir a Florida.

—Su mujer siempre quiso vivir en Florida —murmuró Jenny—. No sabía que se hubieran ido —añadió mirándolo de reojo—. Por cierto, perdona por no haber confiado en ti, perdona por no haberme creído que eras el médico. Desde que mi madre se fue, no me entero de nada de lo que pasa por aquí.

—No pasa nada —contestó Greg frotándose el hombro—. Gracias por tu ayuda.

Jenny volvió a concentrarse en la conducción pues estaba oscuro y llovía copiosamente y no sabía si la carretera había cambiado. Suponía que no porque las cosas en Maple Mountain no solían cambiar así como así.

En los veintidós años en los que ella había vivido allí, desde luego, no había habido grandes cambios y dudaba mucho que se hubieran producido en los cuatro que llevaba fuera.

Seguramente, los adolescentes seguirían besándose debajo del puente, los mayores quedarían para jugar al dominó en el bar, hablarían del tiempo y de sus fincas y seguirían opinando que cualquier cosa inventada después de 1950 era un timo.

Las mujeres, por su parte, seguirían haciendo tartas para las funciones, que se seguirían celebrando en todos los cambios de estación y para las fiestas que siempre se habían celebrado con desfiles en la calle principal del pueblo y, tal y como había puntualizado el hombre que iba sentado a su lado, a la gente de por allí le gustaba hablar, así que en Maple Mountain no había secretos.

Jenny sintió que la incomodidad se tornaba amenaza.

No quería que la gente de Maple Mountain se enterara de lo que le había sucedido.

En ese momento, rebasaron el cartel de bienvenida en el que se leía Bienvenidos a Maple Mountain, 704 habitantes.

—Me gustaría que vinieras mañana por la mañana para que Bess le echara un vistazo a tus heridas.

Aquel hombre tenía una voz maravillosa. Ahora que no la tenía embargada por el dolor, a Jenny se le antojó autoritaria y considerada.

—¿Para qué?

—Me has dicho que no has ido a la policía, así que supongo que tampoco habrás ido al hospital.

—Pero si lo único que tengo son unos cuantos moratones.

—Las pupilas las tienes bien, pero me gustaría mirarte bien la herida de la frente.

¿Le había mirado las pupilas y ella no se había enterado?

—Es sólo un arañazo. Se puede arreglar con maquillaje —contestó Jenny desesperada por olvidar el incidente de aquella mañana.

—Insisto en que deberías dejar que te hiciéramos un buen examen. A lo mejor, te has roto algo. Quizás te has dado en la cabeza y ni siquiera te has dado cuenta.

Lo único que al desconocido le preocupaba era el brazo y, teniendo en cuenta el dolor y el intenso e íntimo alivio que habían compartido cuando el dolor había cedido, Jenny tampoco había pensado en que le pudiera haber ocurrido otra cosa.

Jenny volvió a concentrarse en la carretera, más que nada para no chocarse contra la furgoneta que había aparcada frente a la tienda de ultramarinos porque, cada vez que pensaba en cómo lo había abrazado, sentía mariposas en el estómago.

—¿Estás seguro de que no quieres que te lleve al hospital?

—Seguro. Le voy a dejar un mensaje a Bess para que se pase a verme cuando llegue.

—¿Y si vuelve tarde? Si tienes un golpe fuerte en la cabeza, no deberías quedarte solo. ¿Hay alguien en casa que pueda ocuparse de ti?

—No, vivo solo, pero estoy bien. De verdad.

Jenny suspiró.

—¿Eres diestro o zurdo?

—Diestro.

—Al menos, podrás desvestirte —comentó Jenny, pues el brazo que tenía mal era el izquierdo—. Sin embargo, me sigue preocupando tu cabeza.

Aquella mujer estaba preocupada por él.

—No pasa nada —le aseguró Greg emocionado—. Sólo me he golpeado el hombro. Eres tú la que se ha dado en la cabeza.

Jenny se quedó callada.

Debido a la tormenta, no había turistas en la calle, pero parecía que la cafetería de Dora y la tienda de préstamo de libros y películas estaban haciendo buen negocio.

También parecía que había algo en la iglesia porque el edificio cuadrado pintado de blanco estaba rodeado de coches e iluminado.

Sin embargo, a medida que avanzaron por la calle principal de Maple Mountain y entraron en el barrio en el que no había tiendas, encontraron calles desiertas.

La casa de Greg era la última de la acera derecha y más allá no había más que bosques de abedules, arces y encinas.

Se trataba de una casa con un porche que rodeaba tres de sus lados y, según la opinión de Greg, con más habitaciones de las que necesitaba un soltero, pero la había aceptado porque formaba parte del contrato que había firmado con la comunidad y, además, podía ir andando al trabajo.

Además, como le sobraba espacio, había convertido la despensa en un cuarto oscuro para revelar fotografías durante las largas tardes de invierno.

«Tendría que haber dejado encendida la luz del porche», pensó al llegar.

No se veían ni siquiera los escalones del porche.

Por lo visto, Jenny Baker también se había dado cuenta.

—Espera un momento. Ya te abro yo la puerta para que puedas entrar directamente —le dijo.

—Gracias, pero ya has hecho suficiente —contestó Greg—. A partir de ahora, ya puedo yo.

Greg estaba dolorido y cansado y quería darse una buena ducha de agua caliente para, a continuación, ponerse hielo en el hombro.

Aunque se moría por entrar en casa, no quería ser una carga para la misteriosa mujer que le estaba mirando. No quería que aquella mujer lo intrigara. No quería pensar en lo que había sentido entre sus brazos. No quería pensar en ella en absoluto.

—¿Seguro? —le preguntó Jenny preocupada.

—Sí, seguro, gracias.

Jenny abrió la boca, pero la volvió a cerrar. Aquel hombre no era cabezota, simplemente ya no necesitaba ni quería su ayuda y, siendo así, no debía imponérsela.

Sin embargo, no podía permitir que se fuera sin haber dejado claro un pequeño detalle.

—Espera —le dijo Jenny cuando Greg abrió la puerta del coche—. Te quería pedir una cosa. Por favor, no le cuentes a nadie que te he comentado que he tenido que contestar a las preguntas de la policía. Como tú muy bien has dicho, a la gente de por aquí le encanta hablar… preferiría que no lo hicieran sobre mí. En cualquier caso, se supone que vosotros hacéis un juramento para no repetir lo que se os cuenta, ¿no?

—¿Te refieres al juramento Hipocrático?

Jenny asintió y Greg se preguntó si en su tono de voz había detectado desesperación o brusquedad. En cualquier caso, aquella mujer le producía curiosidad.

—Ese juramento sólo se aplica en la relación médico-paciente y, en este caso, el paciente he sido yo.

—Por favor… —insistió Jenny.

—¿Has vuelto a Maple Mountain porque tienes problemas con la justicia?

—No —contestó Jenny—. Te aseguro que todo se aclaró y estoy completamente limpia. Por favor, no le cuentes a nadie lo que te he dicho.

¿Todo se aclaró?

En aquel momento, otro vehículo paró detrás de ellos y se bajó un hombre que se acercó a la ventanilla de Jenny.

Jenny reconoció inmediatamente al agente Joe Sheldon, que antaño fuera el capitán del equipo de rugby y héroe local.

—Jenny Baker —la saludó sonriente al reconocerla—. ¿Qué haces por aquí?

—He vuelto, Joe.

—¿De verdad? No me lo puedo creer. Entonces, supongo que las cosas que hay en casa de tu abuela, son tuyas. Creía que la habían ocupado al verla abandonada —le explicó mirando al asiento del copiloto—. Hola, Greg. He visto tu coche en el arcén de la curva de las viudas —añadió fijándose en el hombro de Greg—. ¿Estás bien?

—Ahora, sí. Gracias, Joe.

—Menudo susto me he llevado. Te he estado buscando por todas partes, Greg. Cuando he visto que no estabas en el coche, he pensado que, a lo mejor, te habías refugiado en casa de los Baker —le explicó el policía—. Me he venido a tu casa para ver si habías vuelto de alguna manera. ¿Quieres que te ayude a entrar?

Jenny miró a Greg. No quería su ayuda, pero no tenía por qué rechazar la de Joe.

—Sí, Joe, anda, ábrele la puerta de casa —sugirió Jenny.

—Por supuesto —contestó el agente abriéndole la puerta del coche a Greg.

 

 

Jenny estaba preocupada. Greg no le había prometido no decir nada de lo que habían hablado. Tras aceptar la ayuda de Joe, le había dado las gracias de nuevo y se había ido.

Jenny no quería que le diera las gracias mil veces sino que le prometiera que iba a mantener la boca cerrada.

A la mañana siguiente, mientras caminaba hacia la clínica, se preguntó qué le molestaba más, que no se lo hubiera prometido o que hubiera preferido que otra persona lo ayudara después de lo que habían pasado juntos.

Para ser justos, no era de extrañar que no quisiera tener nada que ver con ella porque lo único que sabía de ella era dónde vivía, que hacía poco que había tenido algo que ver con la policía y que insistía para que no mencionara el tema a nadie.

Jenny se llevó la mano a la boca del estómago, allí donde sentía un nudo de ansiedad desde hacía cierto tiempo, y subió los cuatro escalones que conducían al edificio blanco en el que se encontraba la única clínica médica de Maple Mountain.

Había vuelto a casa para empezar de cero.

Pensara lo que pensara el doctor Reid de ella, no quería que le pusiera las cosas difíciles.

Al entrar, sonó un leve tintineo sobre la puerta. Había seis sillas de madera alineadas junto a la pared y la única persona que había en la sala de espera era una madre adolescente.

Jenny reconoció a una de las hijas de los McGraw porque la chica era pelirroja.

—Hola —la saludó Jenny dirigiéndose al mostrador de recepción.

La chica sonrió y volvió a concentrarse en su hijo.

Al llegar a la recepción, una mujer de pelo castaño embarazada se giró para atenderla.

—¿En que la puedo ayudar? —preguntó ausente—. ¡Jenny Baker! —exclamó al reconocerla.

Rhonda Pembroke se llevó la mano a la boca y sonrió.

—Bess me ha dicho esta mañana que habías vuelto y Lois Neely ha estado por aquí hace un par de horas y ha comentado que querías instalarte en casa de tu abuela.

Desde luego, a juzgar por lo rápido que se habían enterado de su llegada, las cosas no habían cambiado mucho por allí.

Jenny suponía que Joe lo habría comentado.

—¿Vas a arreglar la casa de tu abuela?

Jenny sonrió con educación. ¿De dónde se habría sacado semejante idea? No tenía dinero para pagar una reforma.

—Desde luego, necesita un buen arreglo —contestó de manera ambigua antes de cambiar de tema—. ¿Aumentando la familia? ¿Es el tercero?

—El cuarto. He tenido una niña mientras tú estabas fuera, pero no creo que hayas venido a verme a mí. ¿Has venido a ver al doctor?

—Sí —contestó Jenny—. ¿Está ocupado?

—Está con un paciente, pero no le queda mucho —contestó Rhonda—. Le voy a decir que has llegado.

Al cabo de un rato, apareció Bess Amherst. Tenían unas cuantas canas más de las que Jenny recordaba, pero sus ojos de color almendra seguían siendo los mismos. La enfermera, de cincuenta y tres años, seguía llevando gafas de lectura colgadas de una cadena plateada y seguía luciendo blusas en tonos pastel y pantalones de chándal en lugar del uniforme reglamentario.

El doctor Wilson no había conseguido convencerla jamás de que se lo pusiera.

Desde luego, a aquella mujer le importaba muy poco su apariencia física. La moda no le interesaba en absoluto, pero las personas, sí.

Jenny la conocía desde que era pequeña.

—Has adelgazado mucho —le dijo Bess nada más verla—. Todas las chicas que os vais a la ciudad, volvéis demasiado delgadas. Todo el mundo dice que en Boston hay restaurantes maravillosos, pero, viéndoos a vosotras, dudo mucho que sea cierto. ¿Y qué te has hecho en el pelo? —bromeó—. Desde luego, estás de lo más moderna con ese corte. A ver qué te has hecho en la frente —concluyó acercándose a ella.

A Jenny no le dio tiempo ni a saludarla y Bess ya le había retirado el flequillo de la cara y estaba examinando la herida que Jenny tenía sobre el ojo derecho.

—¿Qué te has puesto?

—Nada. Me lavé con agua y jabón.

—Bueno, procura que no te dé el pelo y no te pongas maquillaje encima hasta que se cure. No creo que te quede cicatriz, pero, para asegurarnos de que no se te infecte, te voy a dar una pomada. Ven conmigo —le indicó abriéndole la puerta de su despacho.

Jenny la siguió y entró.

—El doctor me ha dicho que quería que te echara un vistazo.

—¿Ah, sí? —se sorprendió Jenny.

—Sí, él es así. Si cree que una persona necesita ayuda, se la proporciona bien personalmente o a través de otros —contestó Bess encogiéndose de hombros y abriendo un par de cajones mientras le indicaba a Jenny que se sentara—. Teniendo en cuenta el dolor que debía de tener, lo que me sorprende es que se diera cuenta de que tú también necesitabas ayuda. Menos mal que fue a tu casa. Anda, levántate el flequillo —le indicó tomando algodón y desinfectante.

—No hace falta que…

—Claro que hace falta. Tuviste suerte de que ese delincuente no te hiciera nada más. Menos mal que has vuelto a casa.

Jenny estaba tan desesperada por olvidar lo que había sido su vida en los últimos meses que dejó que Bess creyera que había vuelto a Maple Mountain porque la ciudad le parecía peligrosa.

Los habitantes de por allí, sobre todo los de cierta edad, siempre habían tenido la idea de que las ciudades eran lugares peligrosos y ahora, el verla llegar a ella con un corte en la frente y varios moratones no hacía, sin duda, más que reafirmar su opinión.

Parecía que Greg no había dicho nada porque, si le hubiera comentado a Bess algo sobre la policía, Bess habría insistido en querer enterarse porque era muy amiga de su madre.

—Sujeta aquí —le indicó la enfermera después de untar pomada en una gasa al ponérsela en la frente con esparadrapo. Ponte el bálsamo dos veces al día —le aconsejó—. Qué gusto que hayas vuelto.

Jenny sonrió sintiéndose culpable.

—Gracias —murmuró agradecida de ver una cara conocida y amistosa y sintiéndose culpable por estar engañándola—. Gracias por atenderme y por todo esto, pero no lo voy a necesitar —añadió devolviéndole el bálsamo, la pomada, las gasas y todo lo demás y rezando para que Bess no la tomara por una ingrata.

No podía permitírselo. Sólo tenía cuarenta y seis dólares con ocho centavos y, cuando cobrara, cuando eso sucediera, no serían más de doscientos.

—Cóbrame —le dijo sacando un billete del bolso.

—No te voy a cobrar nada —contestó Bess—. Habías venido a ver al doctor Reid, no a mí. Quédate con todo esto porque, aunque tú digas que no, lo vas a necesitar. Anda, pasa a la consulta del doctor a esperarlo. Supongo que, después de haberlo ayudado anoche, querrás ver qué tal está.

A continuación, mientras la acompañaba a la consulta de Greg, situada al fondo del pasillo, Bess le contó que, al llegar a casa la noche anterior, le había hecho una radiografía y le había entablillado el hombro y que Greg estaría bien en un par de semanas.

Así fue como Jenny se encontró a solas en la consulta de Greg.

Mientras miraba atentamente la pared cubierta de madera oscura, cruzó los dedos para haber hecho lo correcto yendo allí.

Rezando para que los nervios dejaran de atenazarle el estómago, algo que llevaba semanas ocurriéndole, paseó la vista lentamente por la estancia.

Estaba nerviosa y le costaba mantenerse sentada en la silla, así que se echó hacia delante, hacia la mesa de Greg, completamente ordenada y limpia, y se apartó el flequillo de la frente en un gesto automático.

Al hacerlo, se tocó la gasa que Bess acababa de colocarle. Con todo lo que estaba sucediendo en su vida, ni siquiera se había parado a preocuparse por los arañazos y los moratones del día anterior.

Aquellas leves lesiones no tardarían en curarse, pero todo lo demás iba a requerir mucho más tiempo.

No se podía creer que Greg le hubiera pedido a Bess que le examinara la herida. Ella, que apenas creía ya en el ser humano y, mucho menos, en los hombres, había olvidado que no todas las personas son iguales.

«Él es así. Si cree que una persona necesita ayuda, se la proporciona».

Habría sido mucho más fácil olvidar lo que había ocurrido el día anterior sin aquella gasa en la frente, pero ahora le resultaba imposible.

Había intentado olvidarlo porque estaba desesperada por concentrar su energía, la poca que le quedaba, en algo positivo, lo que fuera.

Aquello le hizo pensar en Dora Schaeffer, bendita Dora, que la había vuelto a contratar en la cafetería.

Jenny siguió recorriendo la consulta y se fijó en la cantidad de fotografías que Greg tenía colgadas en una pared. Casi todas eran de niños del pueblo, también había algún bebé y un diploma en el que quedaba claro que Gregory Matthias Reid había estudiado Medicina en la Universidad de Harvard.

Aquello impresionó a Jenny sobremanera pues sabía que estudiar en aquella universidad no solamente era para gente muy inteligente sino para gente con mucho dinero.

También la sorprendió encontrar a un licenciado de Harvard en un pueblo tan apartado en el que no había estaciones de esquí cerca, la cobertura de telefonía móvil no siempre era de fiar, donde las cafeteras no hacían capuchinos ni había vida social nocturna.

Jenny se dijo que los licenciados de Harvard que había conocido eran de la rama económica y que, seguramente, eran mucho más superficiales y sin escrúpulos que aquéllos que se habían entregado a la respetable ciencia de curar al ser humano.

De repente, sus ojos se fijaron en un marco de color naranja y coral. En la fotografía que contenía aparecía el bueno del doctor Reid con la torre Eiffel al fondo… abrazando a una rubia guapísima.

Se trataba de una mujer alta, con cuerpo de modelo, pelo largo y rubio y sonrisa perfecta. Sin embargo, no fue la percepción de la mujer lo que le llamó la atención a Jenny sino el aire de seguridad que exudaba toda ella.

Jenny, cuya autoestima había desaparecido por completo, se estaba preguntando si volvería a sentirse así alguna vez cuando entró Greg.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

LLEVABA el brazo inmovilizado con un cabestrillo de tela azul oscuro y, aunque quedaba casi tapado por completo por la bata blanca de médico, no había duda de que se había hecho algo.

A pesar de llevar el brazo así, no había nada en él que indicara vulnerabilidad. Nada que indicara lo mucho que había dependido de ella doce horas antes.

Sus ojos grises le sonreían con una intensidad que hizo que Jenny se pusiera todavía más nerviosa. Era un hombre realmente atractivo y tenía aspecto de ser una persona muy capaz que lo tenía todo bajo control.

Jenny se dio cuenta de que tenía la fotografía en la mano, sonrió tímidamente y volvió a dejarla en su sitio.

—Supongo que no será una hermana tuya.

Greg se fijó en la fotografía y dudó.

—Es… una amiga.

«Ya, una amiga», pensó Jenny.

Mientras Greg pasaba a su lado en dirección a su mesa, no pudo evitar pensar en lo guapo que era, en que era un hombre que se preocupaba por los demás y en que era médico.

Por supuesto, no estaba ni mínimamente interesada en él porque ya había pasado bastante en una relación como para querer volver a meterse en otra.

Aun así, aquel hombre tenía un aura de fuerza y serenidad a la que era imposible no rendirse.

Aunque mientras le hablaba, Greg no apartaba los ojos de su rostro, Jenny tenía la interesante certeza de que se estaba fijando en todo su cuerpo.

—Me han dicho que habías venido a ver qué tal estaba.

—Sí, quería ver qué tal te has levantado —contestó Jenny mirándolo a los ojos también—. Anoche, cuando te dejé en casa, no estabas muy bien.

—Bueno, habría estado mucho peor si no hubiera dado contigo. Por cierto, gracias de nuevo. Por todo. Ahora que lo pienso, probablemente te daría un buen susto al aparecer en tu casa así.