Mexicanidad y esquizofrenia
Mexicanidad y esquizofrenia

A los mexicanos que reman día a día,
en esperanzador apostolado, contra la corriente
de nuestra esquizofrenia

AGRADECIMIENTOS

Mi padre me enseñó que la gratitud, antes que un deber, es un privilegio, y mi madre me hizo vivir el trasfondo de esa frase. A él le debo la revelación del amor a mi filia y a ella la enseñanza a quererla por elección y no por fatalidad. De un jalisciense que llevaba la mexicanidad a flor de piel y una andaluza que, siguiéndolo, acabó enamorándose de México, aprendí a ser mexicano de tiempo completo. Allá arriba les envío a ambos este sencillo pero doloroso testimonio de aprendizaje.

Mi esposa Orla, irlandesa por nacimiento y también mexicana por adopción, sensible a mi convicción de que México es más beckettiano que kafkiano, padeció durante los meses que dediqué a redactar estas páginas mis absurdos usos y costumbres como escritor y, con su proverbial desprendimiento, me alentó a seguir adelante. Mis hijos Agustín, Alejandro y Francisco Salomón me devolvieron la inspiración en los momentos que más falta me hacía: su perspicacia, su intuición y su precocidad me dieron tres magníficas muestras del potencial mexicano.

Pascal Beltrán del Río me permitió retomar aquí algunos de mis textos publicados en Excélsior, donde ensayé parte de este ensayo. La Universidad Iberoamericana me abrió sus puertas para volverse mi nueva casa académica justo cuando empezaba a corregir y aumentar el manuscrito. Roger Bartra y Lorenzo Meyer lo leyeron, me hicieron observaciones invaluables y, por si fuera poco, tuvieron la generosidad de obsequiarme el prólogo y la reseña de contraportada. Sergio Hernández me regaló con su amistad la portada y las demás ilustraciones que embellecen este entorno. Aunque de lejos, las luces de los demás escudriñadores de la realidad de esta nación trágica y maravillosa también alumbraron mi camino.

Si usted perdona la dureza de mi análisis y comprende que no se trata de una crítica sino de una autocrítica, le incluyo de antemano en este breve inventario de mis reconocimientos. Sé que lo hará si se le aparece el mismo refrán, tan cursi como pertinente, que me asaltó una y otra vez cuando redacté lo que está a punto de leer: “quien bien te quiere te hará llorar”.

A todos, muchas gracias.

Agustín Basave

NOTA A LA SEGUNDA
EDICIÓN

Esta segunda edición de Mexicanidad y esquizofrenia (MyE) me permite corregir y aumentar el texto original. No modifico la argumentación, pero sí preciso y añado algunas ideas. Decidí hacerlo porque la crítica que suscitó MyE me llevó tanto a ratificar mis tesis fundamentales como a percatarme de sus insuficiencias. Si bien los reparos de la academia fueron respondidos a priori en la Introducción, que por ello dejé casi intacta, las aprobaciones y las desaprobaciones de quienes lo leyeron como lo que es, un ensayo libre, me permitieron hacer un esfuerzo adicional de claridad conceptual.

Aprovecho este espacio para congratularme de la aparición de dos libros que leí tras de la publicación de la primera edición de MyE. Uno es La increíble hazaña de ser mexicano, de Heriberto Yépez, y el otro Mañana o pasado, de Jorge Castañeda. Aunque sus perspectivas enriquecieron mi percepción de la realidad nacional al grado de tentarme a elaborar un par de nuevos capítulos, opté por no hacerlo porque creo que se trata de obras distintas y complementarias que no requieren de abundamiento. Sus pertinentes y sugerentes análisis psicoanalíticos y sociales, más allá de coincidencias y discrepancias, prueban que no hay temas agotados por escritores sino escritores agotados por temas.

Finalmente, celebro que MyE haya llegado a los lectores para quienes lo escribí. La primera edición y tres reimpresiones siguientes agotadas en menos de un año, junto con la retroalimentación que he recibido en las redes sociales, me demuestran que logré mi objetivo de sacudir la conciencia de un público que trasciende con mucho a la intelectualidad. Si no recibo más satisfacciones, con ésta me bastará. Estoy convencido de que el renacimiento de México ha de forjarse desde la sociedad civil y no en cenáculos académicos y sé que, si la energía ciudadana sigue brotando y se encauza en un gran movimiento filoneísta, lo demás vendrá por añadidura. A todos los que lo han hecho o están a punto de hacerlo, y en particular a Diego Valadés que lo hizo con perspicacia y generosidad, muchas gracias por leer MyE.

Coyoacán, agosto del 2011

Agustín Basave

PRÓLOGO

La gran tragedia política de México a comienzos del siglo XXI radica en la profunda inmersión de la sociedad en la cultura del nacionalismo revolucionario instituida a lo largo del siglo pasado. El hecho de que el rancio partido oficial del antiguo régimen siga gobernando en muchas regiones y la posibilidad de que recupere la presidencia de la república en 2012 le dan un giro más bien tragicómico a la situación política actual. El libro de Agustín Basave es una crítica ágil y despiadada de la cultura de la corrupción y de la ilegalidad que impera en México. Gran observador de los vicios contra los que protesta, Basave es irónico e incisivo en sus señalamientos, a pesar del enorme dolor que le ocasiona herir con los bisturí de su crítica el cuerpo del país que quiere salvar.

Es cierto que los males de México hunden sus raíces en tiempos antiguos y se puede ubicar su lejano origen en la Nueva España. Pero la consolidación de una irracionalidad anclada en la hipocresía y la corrupción se consolidó a los largo del siglo XX, bajo la sombra de los gobiernos autoritarios nacionalistas. En este lodazal, paradójicamente, lo más racional es comportarse irracionalmente y los más eficiente es acudir a la corrupción. Ante esta situación han surgido ya muchas voces de alarma y comienzan a dibujarse alternativas o, al menos, diagnósticos que señalan las causas de la enfermedad. Hay quienes están convencidos de que el origen del atraso socioeconómico y político se encuentra en las instituciones, y que el remedio no puede ser otro que la modificación de los soportes legislativos, que adolecen de un vicio de origen: fueron diseñados para fundamentar un sistema autoritario que no se apoyaba en una legitimidad democrática. El problema aquí consiste en que, para modificar la estructura constitucional del país, es necesaria una racionalidad que no parece ser una de las peculiaridades de la clase política y de las élites empresariales. Pero aun suponiendo que gracias a un milagroso soplo espiritual la clase política súbitamente fuera dotada de suficientes destellos de racionalidad como para aprobar una reforma política que redondease la transición democrática, de todas formas tendríamos que enfrentarnos al viejo problema de la enorme distancia que separa la norma de la realidad. Este abismo entre la ley y la vida real, como bien lo señala Agustín Basave, ha sido durante muchos años una de las fuentes que alimentan la cultura de la corrupción. ¿Qué puede garantizar que nuevas normas implantadas por mentes políticas inesperadamente iluminadas sean coherentes con la realidad que estamos viviendo? Ciertamente, no hay mucho que nos permita confiar en que las élites políticas sufran un insólito ataque de racionalidad. Más probable es que, ante tensiones sociales o políticas, hagan de tripas corazón y acepten con cierta tolerancia ponerse de acuerdo para remendar un poco los segmentos más descosidos o gastados del tejido constitucional. Lo más racional sería, desgraciadamente, hacer unos pocos remiendos irracionales, como los que se suelen hacer cada año a la legislación tributaria.

Si no podemos poner muchas esperanzas en que surja repentinamente el rayo iluminador del rational choice, ¿de dónde vendrá entonces la solución? En otras palabras, ¿qué es lo que puede provocar una acumulación de fuerzas racionales suficientes para impulsar cambios políticos de largo aliento? Podemos apostar por la cultura: la sedimentación de opciones cívicas en la sociedad va produciendo una costra civilizatoria que se acaba convirtiendo en la base sólida para una racionalidad política de nuevo tipo. Aquí el problema consiste en que la acumulación de civilidad es un proceso largo y lento. Y, además, no se sabe muy bien cómo opera el proceso ni cómo puede acelerarse. Desde luego, si se eleva el nivel de la educación podemos esperar que los resultados sean benéficos. Pero ¿cómo se puede lograr? Se podría, por ejemplo, aumentar significativamente la inversión en cultura o el gasto en universidades. Pero no se sabe muy bien cómo lograrlo. Caemos fácilmente de nuevo en el círculo vicioso institucional: ¿cuáles son las fuentes de inspiración racional que impulsaran a los políticos a aceptar cambios culturales?

Inevitablemente regresamos al punto de partida: son necesarias decisiones políticas trascendentales que impulsen el vuelco cultural. Acaso sea menos difícil lograr que los políticos, los partidos, los funcionarios y las élites económicas toleren un cambio en los fundamentos culturales, a que acepten enfrentarse seriamente al espinoso problema de una reforma política seria. En todo caso, hay que intentar convencerlos: es a esta tarea que Agustín Basave se aboca de manera vigorosa en este libro.

Estoy convencido de que un cambio en los fundamentos culturales estimularía con mucha fuerza el desarrollo económico del país y le daría a nuestra joven democracia una mayor legitimidad. Estamos enfrentados más a un problema de civilización que a un dilema institucional. Pero aquí creo advertir al menos una disyuntiva importante. Podemos volver los ojos a una identidad en crisis e intentar reconstruirla. O bien podemos mirar hacia adelante para darle vida a una nueva cultura cívica democrática. Para muchos es tentadora la idea de iniciar una operación de rescate de la identidad nacional maltrecha y erosionada. Sin embargo, me parece que un nacionalismo reciclado no nos llevaría muy lejos. Nuestra condición postmexicana nos ha llevado más allá de un posible retorno a la institucionalización inducida y corrupta de ese carácter nacional que fuera la base cultural del autoritario nacionalismo revolucionario.

La conciencia nacional, cuando se cuece durante demasiado tiempo, acaba endureciéndose. Pierde la plasticidad que acaso tuvo en sus orígenes y se convierte en una ritualidad dogmática y farragosa. Es lo que ha sucedido con la identidad nacional: se ha convertido en un corpus rígido y opresivo, en una imagen instalada en el altar de la mexicanidad; en una efigie que es sacada en procesión los días de fiesta por los fieles que todavía le rinden culto. La conmemoración de fechas emblemáticas, como el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución, forman parte del calendario de festividades que los devotos aprovechan para sacar las reliquias de la identidad nacional en desfiles de estruendosa exaltación.

Durante el cortejo no faltan voces que critican el culto fundamentalista. Surgen actitudes irreverentes e iconoclastas que señalan las incoherencias de un carácter nacional hierático encerrado en códigos absurdos y decadentes. Pero las ideas disidentes muchas veces son avasalladas por el vocerío de quienes insisten en bañar la conciencia mexicana en las aguas estancadas en que chapotea, supuestamente, desde tiempos primigenios.

El culto a la conciencia nacional no deja de ser un espectáculo fascinante. Sus rituales laberínticos se repiten incansablemente y rara vez ofrecen alguna sorpresa. Pero la insistente repetición acaba produciendo efectos hipnóticos. La iconografía también gira en torno de los modelos establecidos de héroes venerados, personajes con vidas opacadas por la repetición de mentiras o de medias verdades. Estoy convencido de que es mucho más interesante estudiar el ceremonial que rodea la conciencia nacional que la propia deidad que recibe el culto de sus fieles. El objeto del culto es inasible pero las obras y las fiestas que invocan su imagen son un tema inagotable que atrae por igual a críticos literarios, antropólogos e historiadores. Los rastros que dejan las peregrinaciones al santuario de la inmaculada identidad nacional serán dignos de estudios meticulosos por parte de los futuros arqueólogos del pensamiento.

No sería saludable que cayésemos en la tentación de reinstaurar el nacionalismo caduco. Es cierto que, aparentemente, tiene ciertas ventajas. Pareciera más fácil tomar como herencia lo que nos ha dejado la vieja cultura que ponernos a inventar una nueva alternativa. Pero si reflexionamos un poco podremos ver que no partimos de cero. Desde hace medio siglo ha ido creciendo una cultura democrática alternativa que, a pesar de su relativa marginalidad, se ha convertido en una dimensión muy importante de la realidad política. El proceso se inició claramente en 1968 y no ha dejado de avanzar, a veces en forma subterránea. A esta corriente profunda debemos el hecho de que a finales del siglo XX se derrumbase el antiguo régimen. Creo que podemos confiar en que seguirá fluyendo; debemos contribuir con nuestros esfuerzos intelectuales a incrementarla. Es lo que hace Agustín Basave con inteligencia y brío en este libro.

Roger Bartra

INTRODUCCIÓN

Subdesarrollo y cultura

Siempre me ha intrigado el enigma de la motivación humana. ¿Qué es lo que nos mueve? ¿Qué hay entre el instinto de supervivencia y el afán de plenitud? ¿Qué es lo que marca la diferencia entre las personas que viven bajo la ley del mínimo esfuerzo y quienes se desgañitan por superarse y llegar más lejos? Y más allá del anhelo de triunfo, ¿qué separa a los corruptos y a los conformistas de los honestos y de los perfeccionistas? O más acá de la ambición, ¿qué distingue a los improvisados de los previsores? ¿De dónde provienen el desánimo y el impulso, la desazón y la paz interior? La psicología, por lo que toca a los individuos, y la psicología social, la antropología, la sociología, la sociología del derecho, la economía y la ciencia política, en cuanto a las sociedades atañe, intentan responder a esas preguntas. En este ensayo me propongo recurrir eclécticamente a todas y ortodoxamente a ninguna para reflexionar sobre el comportamiento de una sociedad, la mexicana, buscando las respuestas primordialmente desde el mirador de la historia y del sentido común. A fin de no infligir a las ciencias sociales un inmerecido desprestigio, las deslindo de esta disquisición. Porque lo que sigue es producto de mi obcecación en presumir que las idiosincrasias nacionales existen: no son inmanencias sino invenciones fraguadas a lo largo y ancho del tiempo, como las naciones mismas, pero no por ello son menos reales.

Me anticipo a las críticas. Sé que no es globalmente correcto hablar de particularismos idiosincráticos, porque el aluvión globalizador les asestó un duro golpe y los dejó atrapados entre el retorno de los paradigmas universales y la irrupción del multiculturalismo. Peculiaridades nacionales ya sólo se aceptan unas cuantas, no muchas más de las que ofrece la geografía. Por lo demás, como a menudo ocurre en estos casos, su abuso gestó su restricción: fue tan libertino el vuelo lírico de las plumas de la mexicanología que hoy se le ancla al pie de página. Y si asumir que existe una versión mexicana de lo humano es para los guardianes del empirismo una ligereza, especular en torno a la mexicanidad sin el apoyo específico de datos duros constituye un pecado cuya penitencia sería caligrafiar las obras completas de Samuel Ramos y de todos los hiperiones. La última licencia expedida a un ensayista para descifrar al mexicano sin el apoyo de estudios “científicos” fue otorgada a Octavio Paz y, aunque El laberinto de la soledad demostró luminosamente las ventajas de invertir la secuencia encuestas-tesis, casi todos los trabajos que más tarde osaron porfiar en la empresa fueron arrojados a la clandestinidad intelectual. Si no fuera por su solidez teórica, la misma suerte habría sufrido La jaula de la melancolía de Roger Bartra, el espléndido libro que cerró con broche de oro esa corriente vigesémica.

Evitemos equívocos. Aplaudí la entronización de los estudios demoscópicos como fundamento del ensayo porque me pareció muy saludable someter el ingenio a la prueba del ácido antes de remitirlo a la prueba de la tinta, pero creo que ya pasó el tiempo en el que esa criba apriorística era indispensable. En esta era de exuberancia informativa, de datos abundantes y de fácil acceso, no se vale descalificar de antemano un texto por el solo hecho de plantear ideas que pueden ser fácilmente cotejadas y, si lo ameritan, sujetas a demostración. Por eso y porque quiero trascender la lectura académica me atrevo a cometer la desfachatez de escribir estas páginas sin citas bibliográficas. Enumero al final, no obstante, la bibliografía que constituyó mi insumo fundamental en el pasado remoto o inmediato, incluyendo algunos estudios de opinión. Huelga decir que agradezco anticipadamente la comprensión del lector ante la insuficiencia de mi memoria y sus probables gazapos, y que espero pueda ser compensada con esta invitación a reflexionar juntos.

Sé que con mis múltiples alusiones a varios de los más conspicuos escrutadores de lo mexicano me arriesgo a que se me acuse de sugerir que su empresa intelectual no está agotada. Me curo en salud y me declaro culpable. Eso quiero hacer: una reflexión sobre la mexicanidad a partir de hechos históricos, sucesos actuales y vivencias personales que aspira a renovar el reconcomio detonador de una ilustre escuela de pensamiento que los radicales del neopositivismo nacional, por más que declaren rebasada, siguen paladeando como algunos astrónomos disfrutan secretamente de la lectura de textos de astrología. No pretendo, sin embargo, emular su obra. Éste es un libro de divulgación y de provocación y un ejercicio especulativo con el que no me propongo construir un tratado filosófico o psicológico sino un análisis de la realidad nacional dentro del amplio y laxo ámbito de la opinabilidad. Las coincidencias, si las hay, son sólo dos: una es que suscribo la formulación de hipótesis a priori producto de la observación limitada y la percepción intuitiva, susceptibles de ulterior comprobación empírica; la otra es que parto de la premisa de que las naciones, en la medida que lo son, poseen una personalidad colectiva expresada en creencias, valores y actitudes, y que la nuestra no es la excepción.

Confieso de antemano dos convicciones. No creo que sea necesario conjurar el nacionalismo bien entendido, el que fundó Herder, sino las perversiones que lo desnaturalizan en algún tipo de separatismo, imperialismo o supremacismo bajo el cual una nación intenta cercenar, engullir o aniquilar a otras. Y tampoco creo que la globalización amenace con desaparecer al Estado-nación como eje del orden mundial, porque paradójicamente lo está apuntalando. No veo en el futuro previsible, pues, otra cosa que no sea un orden o un desorden internacional. Y en ese contexto, deseo que México sobreviva y se sublime. Con todos sus mitos, con toda su imaginería, las naciones se diferencian unas de otras. Salvados los excesos que hicieron creer que una nacionalidad forma una especie aparte y en la inteligencia de que las identidades múltiples que coexisten en toda nación no excluyen un común denominador, hay rasgos culturales que distinguen a los hindús o a los sudafricanos o a los mexicanos de los franceses o de los británicos o de los estadunidenses. Y los ejemplos que uso no son aleatorios. Porque en ese sentido hay más divergencias entre el talante social del mundo desarrollado y el de aquel que el eufemismo denomina “en vías de desarrollo”, y más similitudes entre las sociedades que comparten un nivel de vida similar.

He aquí el dilema disfrazado de banalidad. ¿Cómo se explica la brecha que separa al primer mundo de los que antes se llamaban países tercermundistas? No quiero desviar mi reflexión hacia las bondades o limitaciones de los sistemas económicos; lo que me preocupa es desentrañar las causas de la conducta social que inhibe el progreso de algunas naciones. ¿Por qué en América Latina no se ha logrado la madurez política, la bonanza económica, el bienestar social o los avances científicos y tecnológicos que Europa u Oceanía o Estados Unidos, Canadá o Japón han alcanzado? Alguien responderá que su ventaja ha sido el liberalismo. ¿Y por qué varios países europeos que padecieron el totalitarismo en cualquiera de sus expresiones continuaron realizando, durante la guerra fría, importantes aportaciones a la ciencia y a la tecnología, mientras que los países de nuestra región que se democratizaron y adoptaron el capitalismo siguieron rezagados?

Pero doy un paso más para ir al epicentro de este ensayo, que es la corrupción. ¿Por qué nuestras sociedades son más corruptas que las de ellos? Me refiero a la deshonestidad pero no solamente a ella, porque corromper, en el sentido amplio que a la palabra da el Diccionario de la Real Academia Española, es “echar a perder, depravar, dañar, pudrir”. Y eso es precisamente lo que nos diferencia: corrompemos nuestra casa y nos corrompemos a nosotros mismos en mucha mayor medida que ellos. ¿Por qué hay en su historia más originalidad y grandeza que en las nuestras, y en sus sociedades menos desigualdad que en las que nosotros formamos? ¿Por qué nuestras ciudades carecen de la planeación y el buen trazo de las suyas y son por lo general menos ordenadas y limpias? ¿Por qué ellos no tienen que entubar sus ríos, por qué sus playas y sus lagos están menos contaminados, vamos, por qué cuidan más su medio ambiente? ¿Y por qué suelen ser más responsables, ahorrativos y puntuales que nosotros?

Aunque sea ostensiblemente anacrónica y falaz, la lectura tendenciosa de la obra de Steven Pinker hace necesario descartar de una vez la respuesta racista: la genética cuenta mucho pero la raza es poco más que una inercia y, como variable, resulta incapaz de explicar las diferencias en el nivel de prosperidad de las civilizaciones. Lo cual me deja a solas con la cultura. ¿Pero cuál de las dimensiones culturales es la que determina que un pueblo sea más disciplinado y esforzado que otro? ¿Cuál es la fuerza que impele a los integrantes de una sociedad a levantarse más temprano, a trabajar más duro y a hacer mejor las cosas, a llegar a tiempo y cumplir sus compromisos, a ser respetuosos de los demás y de la naturaleza, a planear su futuro y a obedecer la ley?

El capitalismo es, a no dudarlo, una fuente de motivación. El afán de lucro es un poderoso motor de la economía y un impulsor de la superación profesional de las personas. Sus leyes del mercado y su “ética protestante” conducen a mucha gente a esforzarse para ganar más dinero, poder o reconocimiento, y eso suele hacerla más trabajadora. Pero el estímulo del enriquecimiento no hace a las sociedades necesariamente más honestas, y sí suele hacerlas más injustas. Algo similar puede decirse del socialismo real, en el que resultó más caro el caldo de la brutal imposición aspiracional que las albóndigas científicas o tecnológicas. ¿La democracia? Fomenta el espíritu ciudadano, la pluralidad, la tolerancia y el respeto a las libertades, desalienta el abuso del poder y propicia su más sano ejercicio. Mas si bien la competencia democrática suele ser más eficiente que la incompetencia monopartidista, no es la palanca que supera las carencias y rezagos socioeconómicos. También el influjo nacionalista y la religión, ambos para bien y para mal, han hecho las veces de propulsores de historias de éxito, pero nada demuestra que hayan implantado en los pueblos las cualidades que hacen la diferencia entre el desarrollo y el subdesarrollo. Evidentemente, hay algo más. Es esa vertiente de la cultura a la que hago referencia. La que se incuba en el devenir histórico mediante escalas axiológicas y patrones de comportamiento que inducen a los integrantes de una nación a actuar de cierta manera y no de otra.

Esta actuación, dicho sea de paso, no se agota en los estereotipos de pereza o laboriosidad. Tengo para mí que está por escribirse una guía de viaje que distinga entre naciones deprimidas o energizadas, enojadas o contentas. Pero no voy a internarme esta vez en un terreno que es todavía más pantanoso del que estoy pisando. Sé que se podría argumentar que el número de personas felices es inversamente proporcional al tráfago de la productividad laboral, y que en este sentido la sociedad que reemplace a la posmoderna debería priorizar a la familia y los amigos sobre el reloj checador y hacer concesiones de bienestar material a cambio del bienestar anímico. Más aún, sé que en cierto sentido los mexicanos, que conformamos un trabuco altamente competitivo en las mediciones internacionales de felicidad, corroboramos semejante presunción cada vez que somos encuestados. Lo único que sugiero es que si bien parece que lo nuestro no es tanto la angustia existencial que se experimenta en otras naciones cuanto el miedo concreto a la miseria y a la violencia, nuestra crisis de identidad y la ausencia de un sentido de existencia colectiva nos producen un desasosiego de aspecto festivo que se contrarrestaría con la forja de una misión como la que explicaré más adelante. Sería una buena manera de salir del pesimismo y el desánimo, el hastío y la irritación que empiezan a carcomernos.

Pero en lugar de adelantar vísperas anticipo el hilo conductor de este libro. Sostengo que una porción que intuyo mayoritaria de los mexicanos padece esos vicios, los que nos mantienen subdesarrollados, porque es idiosincráticamente proclive a la esquizofrenia. A esa deformación cultural la ha llevado nuestra historia. Uso la analogía en el sentido etimológico del término: del griego schizo, que quiere decir escisión o ruptura, y phrenos, que significa mente o espíritu. Entiendo que la psiquiatría lo define como un grupo de padecimientos crónicos y graves — por algo Eugen Bleuler acuñó el nombre en plural— que se manifiestan en alteraciones en la percepción o la expresión de la realidad, que dificultan el encauzamiento motivacional y la persecución de metas y que llevan a una disfunción social.

Aunque sé que la patología esquizofrénica no es necesariamente sinónimo del trastorno de doble personalidad con el que a menudo se le identifica, la metáfora psiquiátrica me parece bastante precisa y útil. Arguyo que nuestra conducta esquizoide se sitúa en la frontera entre la cordura y la demencia. Y es que considero que predomina en México el quehacer individual y colectivo que muestra disociación de la realidad (predilección por la fantasía), pensamiento desorganizado y alteraciones del comportamiento y del lenguaje (laxitud asociativa), y en casos graves delirios, alteraciones perceptuales (alucinaciones) y deformaciones afectivas (emocionales) en que la personalidad pierde su unidad. Con el perdón de la psiquiatría, que ha sufrido la puesta en boga de las referencias sociales a esta enfermedad, y sin el menor afán diletante de meterme en sus dominios, me tomo la licencia de comparar las expresiones de nuestra falla identitaria con la sintomatología de la esquizofrenia latente.

El otro símil al que aludo desde el subtítulo de este libro es el de Jano. Se trata de la deidad de la mitología romana conocida como Ianus, el dios bifronte que simboliza los inicios y del cual derivó el nombre del primer mes del año. Aquí hay mucho más espacio para la sutileza teórica y, por cierto, para la esperanza. Esta divinidad está asociada con los principios, pero también con las transiciones. Se le representa con dos rostros unidos por la nuca y mirando en direcciones opuestas, cuya implicación es la bipolaridad pero cuya potencialidad es la capacidad de ver al pasado y al futuro y a actuar con sabiduría en el presente. Recibió ese don de Saturno, en premio por otorgarle refugio tras de haber sido expulsado por Júpiter. Jano es, así, dualidad y equilibrio. Un par de ojos ve hacia oriente y el otro ve hacia occidente. Cómo conecta sus dos visiones es un misterio; no en balde también se le conoce como Arkhanus y evoca la iniciación de lo oculto.

Estoy persuadido de que el mexiJano, como llamo al arquetípico representante de esa mentalidad dual, es un producto de la Colonia. No poseo la suficiente información para hacer un juicio preciso sobre la era precolombina, pero hay quienes sostienen que dichosa o desdichadamente la norma estaba mucho más cerca de la realidad en varias de aquellas civilizaciones que en la que resultóááóééñáííñethosópathosóóóé