¿POR QUÉ EL INTERÉS EN LAS MUJERES?


Cuando nos enseñan historia nos dicen: mira, este señor es un guerrero que libró batallas, un rey que gobernó, un arquitecto que construyó, un médico que alivió, un investigador que descubrió, un banquero que financió, un escritor, un empresario, un periodista, un agricultor, un pintor que han hecho cosas importantes.

La mayoría de las veces estos personajes son hombres y desde pequeños aprendemos que a ellos les debemos lo que es el mundo y que a través de ellos y su obra nos explicamos la vida. Así ha sido desde siempre y así sigue siendo hoy.

¿Por qué? ¿Acaso las mujeres carecen de talento para hacer cosas importantes?

Contestar esta pregunta requiere primero desarmar las premisas sobre las que está elaborada. ¿Cómo se define cuáles son las cosas importantes, las que entran en el recuento de la historia?

El modo de pensar predominante hace que en nuestra manera de ver y entender el mundo y la vida, la historia y la cultura sólo deban conocerse desde fuera del hogar, es decir, en la vida pública y en los grandes momentos como las guerras, descubrimientos, construcciones, y desde arriba, es decir, desde el poder. Esto es lo que nos han enseñado, así hemos aprendido a pensar.

Y de allí ha resultado, como si fuera lo más lógico, que las mujeres hayan quedado excluidas, precisamente debido a que, por su situación social y por las funciones que cumplen en la sociedad, no están presentes en esos lugares ni en ese tipo de acontecimientos. Las mujeres no ocupan lugar en la historia ni en la cultura porque la historia y la cultura se ven desde un lugar en el que ellas no han podido estar y al que muy rara vez han tenido acceso. La definición de lo importante, de lo heroico, de lo artístico, de lo ético, de lo bello, tienen que ver con una idea del mundo y de la vida donde lo que interesa y cuenta no es lo que han podido tener y hacer y pensar las mujeres.

Por eso las mujeres, las familias, la vida cotidiana, la vida privada, no parecen estar en la historia. Por eso parece como si ésta sólo se compusiera de momentos de excepción, de acontecimientos de carácter político o militar o artístico que, como dice Asunción Lavrin, “son los signos de distinción de un mundo dominado por valores masculinos y orientado a las acciones de los hombres”,1 mientras que las mujeres “sólo” cuidamos, nutrimos, limpiamos, consolamos, nada de lo cual parece significativo ni importante.

Pero es en la vida privada, esa que se lleva a cabo dentro del hogar y la familia, donde se define lo que somos. Porque ¿para qué se hace la guerra y la política y para qué se estudia y se investiga la naturaleza y se invierte en tecnología y se escriben novelas y se componen conciertos sino para alcanzar una mejor calidad de vida, de la vida de todos los días y de cada uno de los seres humanos?

Y sin embargo, hasta hace poco tiempo, no quisimos asomarnos a ese otro lado, no creíamos importante sacar de la oscuridad esa vida de todos los días que es la que nutre, sostiene, alienta, consuela, justifica y explica a los grandes acontecimientos, a los héroes, a los creadores, a las filosofías y a las artes.

Apenas en el último cuarto del siglo XX, surgió una corriente de pensamiento que acometió el estudio de la historia, la cultura y la sociedad de un modo nuevo, dejando entrar aire en las anquilosadas formas tradicionales del conocimiento.

De ese afán surgieron temas nuevos, como por ejemplo el estudio de las mujeres y de su lugar y papel en la historia y el estudio de la vida privada y cotidiana. Ambos empezaron a merecer un lugar en nuestras preocupaciones cuando se hizo evidente que no se podía seguir dejando fuera a más de la mitad de la humanidad y al ámbito en el que se genera, mantiene y reproduce el tejido social, así como sus representaciones, sus valores, su moral.

A partir de entonces, la familia, la vida cotidiana, la vida privada, el cuerpo y la sexualidad, todo ese “otro lado de la historia” pudo salir a la luz tanto en su pasado como en su presente, y en todos los ámbitos: dentro del hogar, en el mundo laboral, en la política, en las artes y la literatura. Y nació también el interés por conocer a las escritoras: rescatarlas de la oscuridad o del franco olvido y teorizar sobre si la literatura femenina es diferente a la de los hombres, y en caso de que lo sea, en qué consiste esa especificidad.

Eso se hizo desde el feminismo, que en la segunda mitad del siglo XX, se convirtió en una teoría y una práctica, un pensamiento y una acción, un sueño y una propuesta de vida que revolucionaron al mundo y significó la crítica más radical tanto a la tradición del pensamiento occidental, con sus presupuestos epistemológicos e ideológicos, como a la estructura del poder establecido, en todos los niveles: desde el político hasta el económico, desde el laboral hasta el que se da al interior de la familia.

A partir de esas propuestas, fue posible derivar ideas y métodos que le dieron nuevos enfoques a los estudios de lo social, lo político y lo cultural, lo cual permitió no sólo “añadir a las mujeres al lugar en el que antes no figuraban”,2 sino “subvertir todo el modo de pensar respecto a ellas”.3

Este libro se explica por esos afanes y se inserta dentro de esa línea de pensamiento.


LAS MUJERES ESCRIBEN


¿Por qué escriben las mujeres?, preguntábamos.

Y respondíamos: la escritura siempre ha sido un privilegio de clase. Fueran hombres o mujeres, los campesinos, obreros y prestadores de servicios, no disponían de tiempo, recursos y educación para hacerlo. Fueron sólo los aristócratas y después los burgueses quienes pudieron dedicarse a leer, pintar, componer música y escribir.

Y aunque dentro del privilegio de clase, la escritura fue un privilegio masculino, las mujeres siempre leyeron y escribieron, pues fueron ocupaciones no condenadas socialmente (por supuesto con control sobre sus contenidos y siempre y cuando no incurrieran en ellos demasiado) y hasta modos elegantes de su época, desahogos, empleo del tiempo de ocio, refinamiento espiritual.

Su escritura se configuró como una salida contra la aburrición y contra el peso de las convenciones e imposiciones de la sociedad. Fue una manera de desahogarse y una protesta por la falta de un cuarto propio y de medios económicos propios. Expresión de frustración, del encierro en un ámbito limitado y en una tradición social y religiosa que asfixian, de la atención concentrada en la familia y de la imposibilidad de salir al mundo y respirar en él a sus anchas.

Las mujeres escribieron para no aburrirse (“E de ocuparme de algo para poner en práctica el precepto de Ripalda que manda huir de las tentaciones I como no hay cosa peor que la ociosidad, la prevengo con escribir ya que no sea posible hacerlo con oración, consejo y recato”),1 para conjurar a Eros, para liberarse de la vida cotidiana, para no quemarse las entrañas, para sobrevivir a la soledad, para burlarse de las convenciones sociales, para soñar, para transgredir, para nacer, para romper un mundo como quería Hermann Hesse.2 Así lo hizo sor Juana cuando se encerró en un convento para “vivir sola y no tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”,3 y cuatro siglos después así lo hizo María Luisa Puga cuando se encerró en una cabaña junto al lago de Zirahuén, en Michoacán, para dedicarse a ello y a nada más.4 Como escribió Alfonsina Storni, resumiendo esta actitud: “Yo soy como la loba, quebré con el rebaño y me fui a la montaña, fatigada del llano”.5

Dice la China Mendoza: “Escribo porque me he tomado el derecho que nadie dádome ha, muy al contrario, negándoseme es. Solitaria brasa, terco incendio del alma. Escribo con los pedazos de la carne en la soledad. Pesarosamente segregada y porque es, mi escribir, la insolente libertad que me pertenece. Escribo porque si no lo hiciera me hubiera ya muerto de tantas lágrimas. Porque la palabra es mi respiración, porque si no escribo hoy una flor se cierra en el monte. Escribo para lavarme las manos de tanta suciedad que a mi alrededor se acumula”.6

Pero las mujeres escriben también como expresión de la alegría, del amor, de los hijos, de la vida misma: “Ha amado tanto su vida que para defenderla hizo nacer un instinto creador de la más pura sutileza”, escribe Luisa Josefina Hernández de su personaje Elena.7

Por eso, como diría Juan Rulfo, las palabras de las escritoras no son para comunicarse con los demás, sino para explicarse a sí mismas. Así lo escribió Isabel Fraire: “No hay otro rostro nunca en el espejo, es un solo rostro el que con tal detenimiento examinamos”.8

¿Qué escriben las mujeres?, preguntábamos.

Y respondíamos: Simone de Beauvoir dijo que la mujer siempre ha definido su vida tomando al hombre como único marco de referencia.9 Y María Luisa Bombal lo puso así: “Los hombres, ellos logran poner su pasión en otras cosas, pero el destino de la mujer es remover una pena de amor en una casa ordenada ante una tapicería inconclusa”.10

Los temas recurrentes de las mujeres son los que tienen que ver con la representación de su vida: la infancia y juventud, el matrimonio, el amor y la pasión, el hogar y la maternidad, la soledad y la vejez, la fe y el descreimiento, la envidia, el deseo y las ganas, el miedo, la culpa, la angustia, el desengaño.11

Emociones íntimas, mundos privados, asuntos cotidianos, “el transcurrir de la experiencia entre la soledad y el miedo, el amor y la muerte, la locura y el sueño”, como dijo alguna vez Amparo Dávila.

Una experiencia, empero, que el mundo ha dividido en partes irreconciliables: el bien y el mal, la luz y la oscuridad, la emoción y la razón, Eva y María, Dalila y Judith, “ídolo y sierva, fuente de vida y poder de las tinieblas”,12 casta Lucrecia o lujuriosa Aspasia.

Y la síntesis parece imposible:

En dos partes dividida

tengo el alma en confusión,

una esclava a la pasión

y otra a la razón medida.13

¿Cómo es esa escritura?, preguntábamos.

Y respondíamos: con poca complejidad, poca problematización formal, una estructura plana y hasta lineal, un empleo menos rico del lenguaje, menor innovación y experimentación. Escritura mesurada, hay en ella poca acción, poca velocidad, un mismo tono sostenido. Se trata de una expresividad contenida, de un discurso poco denso,14 de una temática centrada en un problema único, o como diría Raymond Queneau, “el estilo Odisea”: un personaje individual que a través de diversas experiencias va evolucionando hasta adquirir una personalidad.15 Lo confesional es su marca, como lo es la poca distancia con su tema.16

Tal vez por eso la misma Simone de Beauvoir dijo que ninguna mujer había reunido el talento y la locura que hacen juntos al genio.17

Pero lo que sucedía era que sus vidas y sus mundos eran lo contrario: la normalidad, o como señaló Annette Kolodny, “el círculo de la costura y no el barco ballenero, la guardería infantil y no la oficina del abogado”.18 ¿Se puede sostener que existe una literatura femenina por el hecho de estar escrita por mujeres?, preguntábamos.

Y respondíamos: ésta que parece una pregunta sencilla no lo es. Algunos sostenemos que sí, porque en ella existen elementos como los ya mencionados. Otros, en cambio, afirman que no, pues no aceptan que el postulado de partida sea que la diferenciación dentro de la literatura se base en un elemento biológico. Para quienes así piensan, lo que hace femenina a la literatura no es el sexo de quien la escribe, sino lo que los textos construyen, lo que subvierten, lo que proponen: “Lo que hace ser escritura femenina a un texto, es que cuestione el discurso masculino y hegemónico más allá de quien lo escriba”,19 y que “deconstruya irónica, paródica o agresivamente los discursos hegemónicos”.20

¿Entonces, es diferente la literatura que escriben las mujeres de la que escriben los hombres?, preguntábamos.

Y respondíamos: quienes pensamos que sí lo es, sostenemos la idea en el hecho de que cada ser humano nace y vive en un momento histórico, un lugar social y cultural, con su carga de códigos, esquemas, relaciones de poder, convenciones, tradiciones y lenguaje. Con esto cargan por igual los hombres y las mujeres que escriben.

La escritura de las mujeres es diferente de la que escriben los hombres porque, como dijo Virginia Woolf, está escrita desde el punto de vista con que ve la vida la mujer. Y no podría ser de otra forma pues es desde ese lugar desde el cual ella se apropia de la realidad y la transforma en subjetividad, como han dicho desde Freud hasta Lacan.21 Esta subjetividad es la que, como diría Octavio Paz, “se transmuta en literatura, se transforma en arte”:22 “La escritora, como ente social de un grupo particular, posee una visión de la realidad diferente a la de los hombres”, escribió Lucía Guerra Cunningham.23

Al nacer mujeres adquirimos una identidad como tales, porque vivimos en un mundo que nos hace sentir mujeres (con lo que esto quiere decir en cada momento de la historia y en cada cultura) y nos los evidencia constantemente: “Los sistemas de género se entienden como procesos de construcción de sentido”.24

Dicho de otro modo: que biología y realidad social y sicológica son entonces las responsables de ese distinto lugar que han ocupado las mujeres y desde el cual viven la vida y escriben la literatura.

¿Cómo leer la escritura de las mujeres?, preguntábamos.

Y respondíamos: lo primero que hay que hacer es rescatar lo que ellas han escrito, sacarlo de la oscuridad y el silencio y llevarlo a la luz. Esto no significa solamente mostrar la historia de las mujeres ocultada e ignorada, sino también la conocida, revalorando sus actividades, sus prácticas y sus saberes que hasta hoy han carecido de prestigio.25

Sólo cuando se haya hecho este esfuerzo, sólo cuando se conozcan esos textos, se les podrá valorar.

Pero esto no significa aplaudir cualquier cosa que ellas escriban, porque en el terreno de la escritura no se trata de un “nosotras las mujeres”, sino de buena o mala literatura.

Lo bueno o lo malo de la literatura no se puede decidir por razones ideológicas o políticas o de género, por modas o argumentos cultural y políticamente correctos, sino que se manifiesta en cada uno de los escritos de cada una de las que escriben: “No se trata de hacer una valoración o una crítica de la literatura que justifique cualquier escrito de las mujeres por el hecho de serlo, pues en el análisis, como en el placer de la lectura, no hay masculino ni femenino, indio o negro, joven o viejo, sino buena literatura”.26

¿Piensan así todas las que analizan la literatura de las mujeres?, preguntábamos.

Y respondíamos: no, para nada. Cuando se empezó a teorizar sobre este asunto, lo que se hizo fue poner de cabeza la manera tradicional de pensar y de analizar la literatura. Con Marx y Freud, Althusser y Lacan, Derrida y la deconstrucción, la teoría del discurso, la semiótica y la sociolingüística, las teorías poscoloniales y culturalistas y pensando desde la perspectiva del feminismo, las estudiosas consiguieron, como afirmó Giulia Colaizzi, “una visión diferente”,27 y como dijo Alessandra Bocchetti, “una redefinición”,28 del proceso de producción de la obra literaria, del proceso de atribución de sentido y del proceso de recepción.

Fue entonces que algunas afirmaron que el lenguaje existente no les servía a las mujeres ya que somete su expresividad a cánones masculinos y por tanto ajenos, o como dice Julieta Kirkwood, “hemos heredado la cultura masculina y sus términos, lo que incluye desde las formas del lenguaje hasta la expresión de contenidos”,29 y hablaron incluso de una distinta discursividad para cada sexo,30 y hasta de la existencia de diferentes procesos conceptuales en hombres y mujeres.31 Y, llevando hasta sus últimas consecuencias esta lógica, terminaron por proponer una crítica literaria específica, que sirviera para la valoración estética de las obras de las mujeres, que fuera capaz de tomar en cuenta aquello que de único tiene la escritura femenina (por ejemplo, su universo imaginativo, dice Annette Kolodny;32 su lenguaje más simbólico, dice Adrienne Rich,33 o su actitud hacia su propia feminidad, dice Nora Kaplan),34 y que tomara también en cuenta lo que la misma Kolodny llamó “las relaciones de poder en la herencia literaria”,35 que van desde las convenciones en la escritura y la lectura, hasta las de la interpretación, la cual, como bien ha dicho Jean Franco, también es un poder.36

Se trataba, en resumidas cuentas, de crear como propuso Elaine Showalter, un canon particular,37 para sacar a las escritoras de la exclusión y su colocación como “las locas de la casa”,38 y liberarlas de todo lo que les han impuesto los hombres: desde las convenciones en la escritura y en la lectura hasta las posibilidades de publicación y distribución.39

Con el paso de los años, y a partir de estas premisas, la teoría feminista sobre la escritura de las mujeres se desarrolló de manera altamente sofisticada, tanto que ¡hasta se llegó a considerar “peligroso privilegiar al género como categoría analítica”!40

Qué lejos se había llegado cuando se afirmó que la mirada sobre la escritura de las mujeres no se podía basar solamente en el dato positivo de haber nacido mujer, porque la diferencia sexual tiene que ver, más allá de la esencialidad biológica, con la constitución del sujeto, en este caso el femenino: “Más allá de los condicionamientos biológico-sexuales y psicosociales, la escritura pone en movimiento varias fuerzas de subjetivación”, afirmó Nelly Richard.41

Esta manera de entender las cosas significó que, como diría la misma Richard, la escritura no tiene sexo y, por lo tanto, no existe eso que entendemos como la identidad femenina, algo muy a tono con “la evolución de la filosofía [que] ha puesto en duda la esencia de cualquier identidad”.42

Y sin embargo, como decía Octavio Paz, aunque es imposible definir en una palabra o en una frase el elemento distintivo, pues es una cualidad elusiva, de todos modos es claramente perceptible.

¿A qué llegamos con esto?, preguntábamos.

Y respondíamos: sin embargo, por provocadora e interesante que pueda resultar una perspectiva de este tipo, no resuelve el hecho fundamental de que las mujeres han ocupado un lugar en la sociedad diferente al que ocupan los hombres, ni la realidad de que las mujeres tienen una identidad como tales porque nacen, crecen, aprenden y son, en un mundo que las hace sentir así y se los evidencia a cada momento y en cada relación (familiar, laboral, sexual, política). Como diría Lacan, “que te nombren mujer te hace serlo”,43 y como diría Althusser, ello ha creado la subjetividad que a su vez es garantía de que así funcionen las cosas.44

Biología y realidad social y sicológica son entonces los responsables de ese distinto lugar que han ocupado las mujeres y desde el cual viven la vida, y ello ha resultado en un acceso diferente a un conjunto de bienes reales y simbólicos y en una configuración subjetiva distinta a la de los hombres. De modo que la diferencia termina convertida en dato cultural, como dice Hortensia Moreno.45

Esto es muy importante. Lo que es naturaleza pasa a ser cultura, lo que es biología pasa a ser historia. Por eso cuando Virginia Woolf se preguntó desde qué punto de vista ve la vida la mujer que escribe, entendemos que se refirió al lugar en el que está parada la mujer: de momento histórico, de país, de clase, de condición étnica, de color de piel, de cultura y de lenguaje, pero siempre como mujer.

¿Y entonces, cómo analizar la escritura de las mujeres?, preguntábamos.

Y respondíamos: enormes son los desafíos para el análisis de la escritura de las mujeres. Se han abierto montones de caminos para ello, perspectivas muy diferentes que han permitido leer y releer textos y autoras de maneras novedosas y ricas. Al mismo tiempo, se han dejado atrás algunos modos de análisis que fueron la biblia hace algunos años.

Hoy podemos decir todo lo que queramos, hacer las grandes elaboraciones teóricas y conceptuales, acusar de esencialistas a las que piensan de otro modo, pero reconocemos que ese lugar que ha condicionado y sigue condicionando a las mujeres, también condiciona su escritura: “La primera identificación del sujeto con su imagen en el espejo implica que las demás identificaciones parciales no tendrán el mismo estatus simbólico, porque ésta proporciona cierto sentido de realidad y en el dominio imaginario se halla también un estadio previo a los ordenamientos sociales”.46 Por eso para Julia Kristeva: “La literatura es un lugar privilegiado porque despliega un saber y a veces la verdad sobre un universo”.47

Hoy, hemos vuelto a buscar lo que de mujer hay en los textos, en sus temas, construcción de personajes, mirada sobre el mundo. Queremos saber de qué esta compuesto y cómo está tejido el universo de las escritoras, sus lenguajes.48 Y entonces, “el feminismo de la diferencia pasa (otra vez) de una concepción constructiva del género a una concepción esencialista que se afianza en la diferencia de sexos”.49

¿Cuál es por fin la principal característica de la literatura de las mujeres?, preguntábamos.

Y respondíamos: cuando estaba en auge la teoría feminista de un canon diferente para las escritoras, se consideró que la respuesta a esta pregunta era su “cualidad transgresora”. Según las teóricas feministas, por definición la literatura de las mujeres es subversiva tanto estética como ideológicamente.50

Sin embargo, hay textos que pueden ser así y otros que no.

La literatura de las mujeres no tiene por qué ser a fuerza transgresora ni subversiva. No tiene por qué a fuerza tener ideologías progresistas o ideas de ruptura, modos de escritura nuevos, lenguajes distintos. La literatura de las mujeres no tiene por qué sólo buscar lo excepcional y no representar lo normal y común de la vida, o la vida de las mujeres comunes, la que tantas conocen y viven, y que, como afirma Beate Krais, son “las expertas en su vida, tienen un conocimiento práctico de ella que es más que una simple ilusión”;51 no tiene por qué no ser lineal, por qué no ser conservadora si usamos una expresión de Lucía Guerra Cunningham. La literatura de las mujeres puede o no hacer las cosas de un modo o de otro porque como todo arte y toda literatura no hay una forma, tema, ideología, modo y todo puede ser de otra manera.

Hoy lo que hay en la literatura que escriben las mujeres es la diversidad, como lo son sus realidades y sus deseos. Algunas siguen en la jaula, otras ya no, algunas no quieren cambiar el mundo, otras sí. Hay infinidad de temas, maneras de enfocarlos, posiciones ideológicas, modos de escritura, valores.

Lo único cierto es que “el Yo a través de la escritura comienza a ser inventado, construido y proyectado desde una perspectiva consciente… nos hemos apropiado del derecho a crear nuestras propias ficciones como un modo fugaz de vislumbrar una identidad más allá de todo lo adscrito”.52

¿Encontramos que es buena la literatura de las mujeres?, preguntábamos.

Y respondíamos: el desafío consiste en de verdad romper con los estereotipos, inversiones y marginaciones, en no imponer nuestros deseos, sino en leer la escritura de las mujeres respetando sus imaginarios pero también sus formas de representación, sus subjetividades pero también sus lenguajes, sus deseos pero también sus realidades.

Porque en todo caso, todavía lo más importante cuando nos encontramos con un texto literario es lo que provoca en nosotros, la ampliación que nos da del mundo y de la vida, su riqueza. Por eso Alaíde Foppa decía: “Que alguien escriba singularmente bien no deja de ser un hecho misterioso, se trate de mujer o de hombre”.53