Portada

ÍNDICE

Portada

Página de título

Canción real

Cicatrices de acero

Agradecimientos

Datos de la autora

Página de créditos

Página de título

CORONA CRUEL

Título original: Cruel Crown

Queen Song © 2015, Victoria Aveyard (Canción real)

Steel Scars © 2016, Victoria Aveyard (Cicatrices de acero)

Traducción: Enrique Mercado

Ilustración de portada: © 2016, John Dismukes

D.R. © 2017, Editorial Océano, S.L.
Milanesat 21-23, Edificio Océano
08017 Barcelona, España
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D.R. © 2017, Editorial Océano de México, S.A. de C.V.
Eugenio Sue 55, Col. Polanco Chapultepec
C.P. 11560, Miguel Hidalgo, Ciudad de México
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Primera edición en libro electrónico: enero, 2017

eISBN: 978-607-527-113-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

Libro convertido a ePub por:
Mutāre, Procesos Editoriales y de Comunicación

CANCIÓN REAL

Como de costumbre, Julian le regaló un libro.

Igual que hacía un año, y que hacía dos, y que cada celebración o fiesta que él podía encontrar entre los cumpleaños de su hermana. Ella conservaba en repisas esos supuestos regalos. Algunos habían sido hechos de corazón, y otros simplemente para dejar espacio en la biblioteca que él llamaba su habitación, donde las columnas de libros eran tan altas e inestables que incluso a los gatos se les dificultaba salvar esos montones laberínticos. Los temas variaban, desde relatos de aventuras de invasores de la Pradera hasta recargadas colecciones de poemas sobre la insípida corte real que ambos se esmeraban en evitar. “Éste será más útil como combustible”, decía Coriane cada vez que él le legaba otro aburrido volumen. Cuando cumplió doce años, Julian le obsequió un texto antiguo escrito en un idioma que ella desconocía y que sospechaba él fingía comprender.

Pese a su aversión por la mayoría de las historias de su hermano, ella mantenía su creciente colección estrictamente alfabetizada en ordenadas repisas, con los lomos al frente para que exhibieran los títulos de los libros, encuadernados en piel. La mayor parte quedaría sin tocar, abrir ni leer, lo cual era una tragedia para la que ni siquiera Julian podía hallar palabras con que lamentarse. Nada hay tan terrible como una historia que no se cuenta. Pero Coriane conservaba esos tomos de todas formas, bien sacudidos y lustrados, de manera que sus letras grabadas en oro brillaban bajo la brumosa luz del verano o los grises rayos del invierno. “De Julian” eran los garabatos que se leían en cada uno, y ella estimaba esas palabras sobre casi cualquier otra cosa. Sólo los regalos que él le había hecho de corazón le eran más queridos: las guías y manuales forrados de plástico, que yacían escondidos entre las páginas de una genealogía o enciclopedia. Unos cuantos tenían el honor de reposar junto a su cabecera, metidos bajo el colchón, para poder sacarlos de noche y devorar los esquemas técnicos y los estudios sobre máquinas. Cómo armar, desarmar y dar mantenimiento a motores de transporte, aviones, equipo de telegrafía y hasta lámparas y estufas.

Su padre reprobaba esto, como era costumbre. Una hija Plateada de una Gran Casa noble no debía tener los dedos manchados de aceite para motor, las uñas rotas por herramientas prestadas ni los ojos rojos por tantas noches dedicadas a forcejear infatigablemente acompañada con libros inapropiados. Pero Harrus Jacos olvidaba su recelo cada vez que la pantalla de video en la sala de la finca sufría un cortocircuito y hacía sisear chispas y mostraba imágenes borrosas. Repárala, Cori, repárala. Ella hacía lo que su padre le ordenaba, con la esperanza de convencerlo de una vez por todas, sólo para que sus modestas reparaciones fueran desdeñadas días después, y olvidado todo su buen trabajo.

Le alegraba que él se hubiese marchado a la capital a ayudar a su tío, el Señor de la Casa de Jacos, porque así ella podría pasar su cumpleaños junto a las personas que más quería: su hermano, Julian, y Sara Skonos, quien había llegado específicamente para la ocasión. Cada día está más linda, pensó Coriane cuando vio arribar a su más querida amiga. Habían pasado varios meses desde su último encuentro, la fecha en que Sara cumplió quince años y se mudó a la corte en forma definitiva. Y aunque era cierto que no había transcurrido tanto tiempo, la joven ya parecía diferente, más avispada. Sus pómulos sobresalían notoriamente bajo su piel, de algún modo más pálida que antes, como si se hubiera ajado. Y sus ojos grises, en otro tiempo estrellas relucientes, parecían oscuros, llenos de sombras. Pese a todo, aún sonreía con facilidad, como lo hacía siempre que estaba con los chicos Jacos. Con Julian en realidad, sabía Coriane. Y su hermano era también el mismo de siempre, con su amplia sonrisa y en posesión de una distancia que ningún muchacho, por insensible que fuera, habría pensado en mantener. Tenía una conciencia quirúrgica de sus movimientos, y Coriane la tenía de él. A sus diecisiete años, no era demasiado joven para hacer una proposición matrimonial, y ella sospechaba que la concretaría en los meses venideros.

Julian no se había tomado la molestia de envolver su regalo; era hermoso de por sí. Estaba encuadernado en piel y tenía rayas del dorado grisáceo de la Casa de Jacos, así como la Corona Ardiente de Norta grabada en la cubierta. No había título en la carátula ni en el lomo, y Coriane supo que sus páginas no ocultaban guía alguna. Puso mala cara.

—Ábrelo, Cori —le dijo él mientras le impedía arrojar el libro a la exigua pila en que se acumulaban otros presentes.

Todos ellos eran insultos velados: unos guantes para esconder sus manos toscas, algunos vestidos imprácticos para una corte que ella se negaba a visitar y una caja de dulces ya abierta que su padre le prohibía comer. Todos se habrían esfumado para la hora de la cena.

Coriane hizo lo que se le instruyó, y cuando abrió el libro vio que las páginas de color crema se hallaban en blanco. Arrugó la nariz, sin preocuparse por ofrecer el aspecto de una hermana agradecida. Julian no requería tales mentiras, y no las creería de todas formas. Más aún, no había nadie ahí que fuera a reprenderla por ese comportamiento. Mamá está muerta; papá, ausente, y la prima Jessamine continúa felizmente dormida. Julian, Coriane y Sara eran los únicos ocupantes de la pérgola, tres gotas sueltas en la empolvada tinaja de la finca Jacos. Aquel era un salón enorme, igual que el vacío siempre presente en el pecho de Coriane. Ventanas arqueadas daban a un rosedal enmarañado, otrora pulcro, que no había visto en una década las manos de un guardaflora. Al piso le urgía una buena barrida, y los cortinajes dorados estaban grises de arenilla y probablemente también de telarañas. Incluso el retrato sobre la tiznada chimenea de mármol echaba de menos su marco de oropel, que había sido rematado muchos meses atrás. El hombre que miraba desde la descarnada tela era el abuelo de Coriane y Julian, Janus Jacos, a quien sin duda le desalentaría el estado de la familia: nobles caídos en desgracia que explotaban su antiguo apellido y tradiciones, y que se las arreglaban cada año con menos.

Julian echó a reír, con su tono acostumbrado. De exasperación complaciente, sabía Coriane. Ésa era la mejor forma de describir su actitud. Dos años mayor que ella, siempre estaba presto a recordarle su superioridad en edad e inteligencia. Con dulzura, desde luego. Como si no diera lo mismo.

—Es para que escribas en él —continuó su hermano al tiempo que deslizaba sus finos y largos dedos sobre las páginas—. Tus pensamientos, lo que haces durante el día.

—Sé qué es un diario —replicó ella y cerró el libro de golpe. A él no le importó ni se ofendió; la conocía mejor que nadie. Incluso si ignoro el significado de las palabras—. Y mis días no son dignos de que deje constancia de ellos.

—¡Tonterías! Eres muy interesante cuando te lo propones.

Ella sonrió.

—Tus bromas han mejorado, Julian. ¿Por fin hallaste un libro que te enseñe un poco de humor? —y añadió, con los ojos puestos en Sara—: ¿O una persona?

Aunque él se avergonzó y las mejillas se le azularon de sangre plateada, el rostro de Sara no mostró ninguna alteración.

—Hago curaciones, no milagros —dijo con una voz melodiosa.

La risa de los tres hizo eco y llenó por un grato momento el vacío de la finca. El viejo reloj sonó en un rincón, como si anunciara la hora fatídica de Coriane: la inminente llegada de su prima Jessamine.

Julian se levantó y desplegó su desgarbada figura en tránsito a la edad adulta. Le faltaba mucho por crecer todavía, tanto a lo alto como a lo ancho. Coriane, por el contrario, había mantenido la misma estatura durante años y no daba señas de cambiar. Era ordinaria en todo, desde el azul casi incoloro de sus ojos hasta el lacio cabello castaño que se rehusaba a crecer más allá de sus hombros.

—No irás a comer esto, ¿verdad? —preguntó él, mientras tendía la mano en dirección a su hermana, hurtaba de la caja un par de caramelos confitados y obtenía en respuesta un manotazo. ¡Al demonio con los buenos modales! Esos dulces son míos—. ¡Cuidado! —la previno—. Le diré a Jessamine.

—Eso no será necesario —resonó en el columnado vestíbulo la voz atiplada de la anciana prima.

Coriane cerró los ojos con un siseo de fastidio, como si deseara con todas sus fuerzas echar de su vida a Jessamine Jacos. Pero será inútil, por supuesto; no soy una susurro, sólo una arrulladora. Y a pesar de que podría haber dirigido contra Jessamine sus escasas destrezas, eso no habría acabado bien. Por vieja que fuese, su voz y habilidad eran todavía muy agudas, mucho más rápidas que las suyas. Terminaré fregando pisos con una sonrisa si la pongo a prueba.

Adoptó entonces una expresión cortés y, cuando se volvió, vio a su prima apoyada en un bastón enjoyado, uno de los pocos objetos bellos que quedaban en esa casa. Claro que pertenecía a la peor de sus habitantes. Jessamine había dejado de frecuentar a los sanadores de la piel Plateados desde hacía mucho tiempo, para envejecer con dignidad, como ella decía, pese a que lo cierto era que la familia ya no podía permitirse tales tratamientos de manos de los más talentosos miembros de la Casa de Skonos, y ni siquiera de sanadores aprendices de baja cuna. La piel le colgaba ahora, gris de tan pálida, con manchas violáceas de la edad que se esparcían por sus manos y su cuello, uno y otras arrugados. Esa mañana envolvía su cabeza en una pañoleta de seda amarillo limón, para ocultar su cada vez más escaso pelo blanco que cubría apenas su cuero cabelludo, y llevaba un vestido suelto y largo que hacía juego con él, aunque había ocultado bien los bordes apolillados. Jessamine era experta en la ilusión.

—No seas malo, Julian, y lleva esto a la cocina, ¿quieres? —dijo mientras picaba los dulces con la uña larga de uno de sus dedos—. El personal estará muy agradecido.

Coriane tuvo que hacer un esfuerzo para no reír. El personal constaba de apenas un mayordomo Rojo más viejo que Jessamine, que ni siquiera tenía dientes, y del cocinero y dos jóvenes sirvientas, de quienes se esperaba se ocupasen del mantenimiento de toda la finca. Pese a que podía ser que a ellos les agradara recibir las golosinas, era evidente que Jessamine no tenía la intención de permitirlo. Irán a dar al cesto de basura, aunque lo más probable es que ella las guarde en su habitación.

Julian pensó exactamente lo mismo, a juzgar por su expresión retorcida. Pero discutir con Jessamine era tan infructuoso como los árboles del huerto viejo y podrido.

—Desde luego, prima —respondió con una voz más propia de un funeral.

Su mirada era de disculpa, en tanto que la de Coriane era de resentimiento. Ella vio con poco velado desdén que Julian le ofrecía un brazo a Sara y que recogía con el otro su indecoroso regalo. Ambos ansiaban escapar del dominio de la anciana, pero se resistían a dejar a Coriane. Lo hicieron de cualquier forma, y se alejaron del salón a toda prisa.

De acuerdo, déjame aquí. Así lo haces siempre. Coriane fue abandonada de este modo a Jessamine, quien se había propuesto convertirla en una verdadera hija de la Casa de Jacos. Para decirlo llanamente, en una hija muda.

Y siempre la dejaba a su padre cuando él regresaba de la corte, después de largos días a la espera de que el tío Jared falleciese. El jefe de la Casa de Jacos, gobernador de la región de Aderonack, no tenía hijos, así que sus títulos pasarían a su hermano, y después a Julian. Cuando menos, no tenía hijos ya. Los gemelos, Jenna y Caspian, habían muerto en la guerra contra los Lacustres, y dejado a su progenitor sin un heredero de su sangre, para no hablar de su deseo de vivir. El padre de Coriane ocuparía ese sitio ancestral de un momento a otro, y no quería perder tiempo en hacerlo. Ella consideraba perversa esa conducta, en el mejor de los casos. No imaginaba que pudiera hacerle algo así a Julian, verlo consumirse de dolor sin hacer nada, por más enfados que él le infligiera. Aquél era un acto horrible, sin amor, y sólo pensar en ello le revolvía el estómago. Pero yo no tengo la intención de encabezar a nuestra familia, y papá es un hombre ambicioso, aunque falto de tacto.

No sabía lo que él pensaba hacer con su eventual ascenso. La de Jacos era una Casa pequeña, poco importante, de gobernadores de un área atrasada con poco más que la sangre de una de las Grandes Casas para mantenerlos calientes durante la noche. Y con Jessamine, desde luego, para asegurarse de que todos fingieran que no se estaban ahogando.

Ésta tomó asiento con la gracia de una dama de la mitad de su edad y golpeó con su bastón el suelo sucio.

—¡Ridículo! —murmuró mientras sacudía una nube de motas de polvo que giraban en un rayo de sol—. ¡Qué difícil es hallar buenos ayudantes en estos tiempos!

Sobre todo cuando no puedes pagarlos, se mofó Coriane en su mente.

—Así es, prima. Muy difícil.

—Bueno, acerca ya esas cosas. Veamos lo que Jared envió —dijo.

Alargó una mano ganchuda que abría y cerraba agitadamente, y como este gesto le enchinó la piel a Coriane, se mordió el labio para no decir algo inoportuno. Tomó en cambio los dos vestidos regalo de su tío y los tendió en el sofá donde Jessamine se había sentado.

La prima los olfateó y examinó como hacía Julian con sus textos antiguos: entrecerró los ojos ante el bordado y el encaje, frotó la tela y tiró de invisibles hilos sueltos en ambos vestidos dorados.

—Parecen aceptables —dijo después de un largo momento—. Aunque son anticuados. Ninguno de ellos está a la última moda.

—¡Qué raro! —exclamó Coriane sin poder reprimirse, con palabras arrastradas.

¡Zas! El bastón volvió a golpear en el suelo.

—¡Sin sarcasmos! Son impropios de una dama.

Todas las que yo conozco parecen muy versadas en ellos, tú incluso, si es que puedo llamarte una dama. La verdad es que Jessamine no había asistido a la corte durante al menos una década. No tenía idea de cuál era la última moda y, cuando ingería demasiada ginebra, ni siquiera recordaba qué rey estaba en el trono.

—¿Es Tiberias VI o V? No, todavía es el IV; la antigua llama no morirá.

Coriane le recordaba amablemente que quien los gobernaba entonces era Tiberias V.

Su hijo, el príncipe heredero, sería Tiberias VI cuando su padre falleciera. Aunque con su sedicente gusto por la guerra, ella se preguntaba si el príncipe viviría tanto como para portar una corona. La historia de Norta estaba llena de incendiarios Calore que morían en batalla, especialmente príncipes segundos y primos. Coriane deseaba en secreto que el príncipe muriera, así fuese sólo para ver qué pasaba. Hasta donde sabía, si las lecciones de Jessamine eran de dar crédito, él carecía de hermanos, y los primos Calore eran pocos, por no decir débiles. Norta había combatido durante un siglo a los Lacustres, pero una guerra interna se cernía en el horizonte, una guerra entre las Grandes Casas para llevar al trono a otra familia. La Casa de Jacos no estaba involucrada en ello en absoluto. Su insignificancia era una constante, lo mismo que la prima Jessamine.

—Bueno, si los mensajes de tu padre son de fiar, estos vestidos deberán ser útiles muy pronto —continuó, al tiempo que dejaba los presentes.

Sin consideración de la hora ni de la presencia de Coriane, sacó de su vestido una botella de ginebra y tomó un buen sorbo. El aroma del enebro se esparció por el aire.

Coriane frunció el ceño y apartó la mirada de sus manos, que ya se ocupaban en estrujar los guantes nuevos.

—¿El tío se encuentra bien?

¡Zas!

—¡Qué pregunta tan tonta! No ha estado bien desde hace años, como bien lo sabes.

El rostro de Coriane ardió en color plata, con un bochorno metálico.

—Quise decir mal, peor. ¿Se encuentra peor?

—Harrus lo cree así. Jared ya no abandona sus aposentos en la corte y es raro que asista a banquetes, menos aún a reuniones administrativas o al consejo de gobernadores. Tu padre lo sustituye cada vez más. Por no mencionar el hecho de que tu tío parece decidido a beberse hasta la última gota de las arcas de la Casa de Jacos —dijo la anciana antes de tomar otro trago de ginebra, ironía que casi hizo reír a Coriane—. ¡Qué egoísta!

—Sí, qué egoísta —balbuceó la joven.

No me has deseado feliz cumpleaños, prima. Pero no insistió en ese asunto. Duele ser llamado ingrato incluso por una sanguijuela.

—Otro libro de Julian, ya veo. ¡Ah!, y guantes. Magnífico, Harrus aceptó mi sugerencia. ¿Y de Skonos?

—Nada.

Por lo menos todavía. Sara le había pedido esperar, porque su regalo no era algo que pudiese apilarse con los otros.

—¿Nada? ¡Pero si viene aquí a consumir nuestra comida, a ocupar espacio…!

Coriane hizo cuanto pudo para que las palabras de Je­ssamine flotaran y se alejaran de ella como nubes en un cielo despejado por el viento. Se concentró en el manual que había leído la noche anterior. Baterías. Cátodos y ánodos, los de uso primario se desechan, los secundarios pueden recargarse

¡Zas!

—¿Sí, Jessamine?

Una mujer muy vieja y de ojos saltones sostenía la mirada de Coriane, con la irritación inscrita en cada arruga.

—No hago esto para beneficiarme, Coriane.

—Ni a mí tampoco —siseó ella, sin poder evitarlo.

Jessamine cacareó en respuesta, con una risa tan crispada que habría podido escupir polvo.

—Eso es lo que querrías, ¿verdad? Creer que sufro por diversión tu mala cara y tu amargura. ¡Piensa menos en ti, Coriane! No hago esto más que por la Casa de Jacos, por nosotros. Sé mejor que ustedes lo que somos. Y recuerdo lo que fuimos cuando vivíamos en la corte, negociábamos tratados y éramos para los reyes Calore tan indispensables como su flama. Recuerdo. No hay peor castigo ni dolor que la memoria.

Revolvió el bastón en su mano y comenzó a contar con un dedo las joyas que pulía cada noche: zafiros, rubíes, esmeraldas, un diamante. Pese a que Coriane no sabía si eran obsequios de pretendientes, amigos o familiares, componían el tesoro de Jessamine, cuyos ojos destellaban como las gemas mismas.

—Tu padre será Señor de la Casa de Jacos y tu hermano después de él. Eso te deja en necesidad de un Señor propio. ¿O deseas permanecer aquí por siempre? —Como tú. La insinuación era clara, y Coriane descubrió que no podía hablar a causa de un súbito nudo en la garganta; lo único que pudo hacer fue sacudir la cabeza. No, Jessamine, no quiero quedarme aquí. No quiero ser tú—. Muy bien —dijo la prima e hizo sonar su bastón una vez más—. Emprendamos el día.

Esa noche, Coriane se sentó a escribir. Su pluma fluyó por las páginas del regalo de Julian derramando tinta a la manera en que un cuchillo vertería sangre. Escribió acerca de todo. De Jessamine, su padre, Julian. De la aprensión de que su hermano la abandonaría para sortear solo el huracán que se avecinaba. Tenía a Sara ahora. Los había sorprendido besándose antes de la cena, y aunque sonrió, fingió reír y aparentó darse por satisfecha con la vergüenza de ambos y sus vacilantes explicaciones, Coriane se sintió abatida por dentro. Sara era mi mejor amiga, lo único que me pertenecía. Pero ya no. Al igual que Julian, ella pondría tierra de por medio, hasta dejarla sólo con el polvo de una casa, y una vida, olvidadas.

Porque por más que Jessamine dijera, se pavoneara y mintiera sobre las supuestas posibilidades de Coriane, lo cierto era que no había nada que hacer. Nadie se casará conmigo, al menos no quien yo quiera. Rechazaba y aceptaba esa realidad al mismo tiempo. No dejaré nunca este lugar, escribió. Estas paredes doradas serán mi sepulcro.