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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Marionetas sin hilos

© 2019, Tadea Lizarbe Horcada

© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: CalderónStudio

Imágenes de cubierta: Dreamstime y Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-382-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Ada Cuevas

Oficial de policía Bruna Badía

El pensamiento intruso de Ada Cuevas

El pensamiento intruso de Bruna Badía

Ada Cuevas

Juicio del caso del Titiritero (16 de marzo de 2014. 12:37 h)

Tres semanas antes del juicio

Tres meses antes de la aparición del cuerpo de Antonio

Dos meses antes de la aparición del cuerpo de Antonio

Juicio del caso del Titiritero (16 de marzo de 2014. 12:37 h)

Dos días antes del juicio

Dos días después del juicio del caso del Titiritero

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para las igualdades que se disfrazan de diferencias

 

Para la X oculta que lleva cada nombre

 

Para vosotros

 

 

 

 

 

—¿Señora Cuevas?

—Sí.

—¿Señora Ada Cuevas?

—Sí.

—Sentimos mucho comunicarle que su marido ha muerto.

 

 

 

 

 

Quédate. Esta no es una historia triste…

Ada Cuevas

 

 

 

 

 

—¿Cómo que mi marido ha muerto? —pregunto.

—Permítame que nos presentemos, ella es la oficial Badía y yo soy el oficial Huguet, de la policía de San Sebastián.

Observo al hombre que acaba de llamar a mi puerta, perdida. Procuro centrarme todo lo que puedo en lo que dice, tal vez aún esté a tiempo de retirar sus palabras. Pero es como empeñarte en seguir conduciendo a pesar de tener el parabrisas congelado.

—Martín y Bruna, si lo prefiere —añade la mujer como si…, como si ese detalle al ofrecer su cercanía fuera importante. Más importante que, más importante que…

—¿Cómo que mi marido ha muerto?

—Lo siento, señora. Su marido… —El oficial titubea, lo que me hace pensar que puede que exista la posibilidad de que Iker esté vivo.

—¿Iker?

—Iker ha sufrido un, un…, un… un accidente.

Alguien sujeta mis añicos, conteniendo mis brazos para no caer al suelo. No sé quién. Ella o él. Él o ella…

—¿Cómo está Iker?

—Señora, debe entenderlo: Iker ha muerto. —La oficial no duda, ha sentenciado la muerte de mi marido, y es ahora cuando me percato de que es ella quien sujeta los trozos de mi vida conteniendo mis brazos, agarrando físicamente mi estabilidad. Es la portavoz de la claridad. Su compañero no ha conseguido usar la contundencia necesaria para que llegara a creerme lo que está sucediendo. Ella sí. Tiene algo especial. No hay alternativa: Iker ha muerto. ¿Entonces? Entonces ya no puedo seguir preguntando por él. Jamás.

El rostro de la oficial se centra por completo en mí, como si solo pudiera verla a ella. Sus labios están sellados, comprende que he captado el mensaje y ahora solo le queda mirarme con esos ojos color cuero. Me detengo en sus pupilas. Siento su cuerpo pegado al mío, su fuerza atlética y el olor a jabón de su pelo castaño al rozar mi cuello. Me abraza y me sujeta con el único agarre posible que veo ahora en mi vida mientras me dejo caer lentamente, arrastrándome por la pared, arañándome con el gotelé. El vacío es tan profundo que hasta se puede escuchar el ruido que no hace, marea. Hasta querer vomitar.

Alguien ha cogido un hacha y le ha pegado un tajo a mi mundo. No lo comprendo. Te digo que no lo entiendo. ¿Si no hubiese abierto la puerta, Iker seguiría vivo? Lo pienso seriamente. No…, no, no lo entiendo. ¿Qué puedo hacer para que las cosas sigan como hasta hace tan solo unos pocos minutos? No debería haber abierto la puerta, y todo seguiría bien y, sí, él volvería a casa conmigo… ¿No?

—Tal vez podríamos sentarnos en un lugar más cómodo y hablar de lo ocurrido —sugiere el oficial Huguet.

No reacciono; tirada en el suelo, dirijo mi mirada a los de arriba como una niña perdida. La oficial Badía me sujeta de las axilas y me levanta con la ayuda de su camarada. Un día cualquiera me hubiese podido levantar ella misma sin esfuerzo; pero hoy no, peso más de lo normal, la gravedad me tira de los tobillos.

Ese «lugar más cómodo» al que me llevan es mi sofá blanco. Nuestro sofá blanco. El sofá blanco que Iker detestaba.

—¡No pienso sentarme ahí! —grito. Con fuerza. Con algo que hace que siga respirando. Es algo oscuro, rabia. Caigo en la cuenta de quiénes son mis acompañantes, pero creo que ellos no me reconocen a mí, a pesar de que haya plasmado, literalmente, sus palabras en la pantalla de un ordenador decenas de veces.

Soy la taquígrafa del juzgado donde ellos declaran habitualmente.

Hecha una furia, me abalanzo sobre el sofá blanco. Lo golpeo con los pies y los puños hasta sentir dolor; intento despellejarlo, con las uñas, con cualquier cosa. Iker no lo quería y este sofá ya no puede estar aquí, riéndose de que ha sobrevivido a mi marido. ¡Como si el sofá tuviera más derecho que Iker a estar conmigo!

Oficial de policía Bruna Badía

 

 

 

 

 

—¡Cálmese, señora! Bruna, haz algo —me pide Martín desesperado.

Procuro coger a la señora Cuevas de la cintura, la alejo del sofá, por alguna razón llevarla hasta allí no ha sido buena idea. Por el camino coge un jarrón de la mesa del comedor y lo lanza sobre su tapicería blanca. Reconozco la furia.

—¡QUIERO QUE VUELVA! —grita. Exige.

Se arranca de mi abrazo como una lagartija angustiada desterrada a la oscuridad.

—¿Tiene un contacto a quien podamos llamar? —pregunta Martín.

—¡Iker! ¡Era Iker! Pero ahora ya no es. ¿Lo entienden? No pueden llamar a nadie. NO-HAY-NA-DIE.

La mujer se detiene frente al perchero de la entrada, coge el abrigo que, presupongo, era de su marido y se viste con él. Tras un segundo de aparente calma —estoy segura de que cree que en el baño de ese aroma aún está su marido—, su rostro se transforma y, guiada por la impotencia, se golpea repetidamente contra el asa del perchero, el dolor parece realojarla en un mundo sin recuerdos.

Está empezando a sangrar. Martín y yo la rodeamos con pasos lentos, como domadores de leones, y él coge el móvil para dar aviso:

—Necesitamos asistencia médica en… —Son las últimas palabras que habrá escuchado la señora Cuevas antes de caer inconsciente.

 

 

 

 

 

Pensamiento intruso: dícese de aquel pensamiento disruptivo y de origen inconsciente que en ocasiones invade nuestro consciente, con el consecuente efecto atroz en nuestras decisiones, conductas y estado anímico. Difícil tanto de detectar como de erradicar, ya que en su estado original es invisible. Dada su impulsiva naturaleza, en ocasiones se manifiesta de manera fugaz para firmar su feroz influencia en nuestras historias.

El pensamiento intruso de Ada Cuevas

 

 

 

 

 

Ada Cuevas no fue una niña fácil. De hecho, nadie en el barrio apartado en el que vivió su infancia era capaz de llamarla «niña» siquiera. No cumplía los cánones de la inocencia. Era inteligente en el desempeño de sus actividades, jamás pudieron demostrar que la responsable de todas las gamberradas de las que los vecinos eran víctimas fuera ella; pero lo sabían, detrás de su oscura mirada había un regocijo de satisfacción que la delataba solo lo justo como para que cada vecino apretase los dientes con impotente rabia. Sin pruebas incriminatorias, poco podían hacer.

Sus padres estaban preocupados. Jamás por los chismorreos de los vecinos, sino por las actividades que su hija de repente decidía poner en práctica. Respecto al nivel de alarma, comenzó a crecer de manera perezosa, al principio en situaciones de lo más triviales. En el parque, bajo la atenta mirada de Ada, el antiguo inquilino, de apenas cinco años, recogía su equipaje para dejarle hueco en el columpio a ella.

Después pasó a robar de la higuera del vecino, o trepaba por las pacas de paja de los labradores destruyendo su ardua labor. Cerca de la peligrosa adolescencia, comenzó a colarse en las casonas de los vecinos. No gozaba robando, gozaba cambiando los muebles y los objetos de lugar, de manera que cuando los propietarios volvían no podían dar explicación al suceso. La duda los inquietaba hasta incriminarse entre ellos, acusándose de ese inexplicable cambio en la decoración del que nadie parecía ser responsable. Con todo ello gozaba Ada, con sus originales ideas para atormentar a los demás.

Sus padres recibieron varias llamadas del colegio. A pesar del buen rendimiento académico, jamás hizo vínculo con los demás niños y de nuevo, sin pruebas concluyentes, unas miguitas de pan llevaban a la conclusión de que Ada estaba intimidando e incluso abusando de otros niños.

Entonces llegó el nacimiento de su hermano. Los padres no usaban la pantalla del vigilabebés para comprobar que el niño dormía; en realidad no querían perder de vista a Ada, que observaba la cuna de su hermanito cada día, con curiosidad. Pero jamás lo tocó. Puede que Ada tuviera una oscuridad que experimentar fuera de casa, pero a su familia la respetaba profundamente. Aunque de una manera fría y distante, los quería. Los protegería.

Con diez años recibieron una explosiva llamada del colegio que los citaba esa misma tarde a una tutoría. Con urgencia.

—No sé cómo decirles esto. —La voz de la tutora temblaba.

—Ataje —contestó la madre.

Estaban preparados para ese momento desde hacía mucho tiempo. La profesora cogió aire:

—Su hija ha estado cazando lagartijas y les…, les ha…

—He dicho que ataje.

—Les ha cortado la cabeza y ha dejado los cuerpos regados por todo el patio. —Parecía describir el escenario de una matanza—. Tiene a los niños atemorizados. —Y ella también parecía estarlo.

Hicieron pasar a Ada a la reunión. Sus padres sabían que tendría una explicación inteligente que la absolviera, y se apiadaron de la tutora. Pobre inocente.

—Alguien me dijo que, si cortabas las cabezas a las lagartijas, volvían a crecer.

La profesora sonrió, con cierto temor que provenía del inconsciente, pero con la ternura que le procuraba el gesto inocente de Ada. Manipulada.

—Eso son las colas, cielo, pero tampoco debes hacerlo. Quitarles la cola a las lagartijas las hace más vulnerables ante sus depredadores.

Como si Ada no se relamiera con ello.

—Lo siento, no volverá a ocurrir.

¿Su castigo? El gesto tierno que recibió de la profesora al revolverle el pelo.

Los padres, a pesar de no creer ni una sola palabra de su hija, mantuvieron silencio, no querían arriesgarse a que la echaran del colegio. Pero tampoco se cruzaron de brazos: decidieron que ya era hora de que su hija dejara ese oscuro camino, y que una actividad en equipo como el baloncesto podría ayudarla a ello.

En ese contexto social, que procuraba cierto alivio en Ada al descubrir la permisividad del contacto físico, años después, apareció Iker. Era un chico de alta estatura, con el cuerpo moldeado por el deporte, de ojos rasgados y marrones y una sonrisa enorme. Lo primero que pensó Ada fue en quitarle esa estúpida sonrisa de encima. Pero no hubo manera. La sonrisa de Iker parecía ajena absolutamente a todas sus artimañas. Se obcecó en ello, sus intentos por cerrar esa bocaza y esa inquebrantable serenidad se volvieron una obsesión. Se acercó a él, primero intentó seducirlo, después desconcertarlo, y pronto fue ella quien cayó en las redes de aquel chico inmune al sufrimiento.

El mundo que él le mostró hizo que la esencia oscura de su identidad, aquello que dejó traslucir en la infancia, quedara oculto, acompañándola únicamente en las sombras. En el caso de Ada, ese pensamiento intruso que juega al escondite tiene un nombre: la Vieja Conocida.

El pensamiento intruso de Bruna Badía

 

 

 

 

 

Bruna Badía no fue una niña fácil. Ya desde pequeña destacaba por su testarudez y por sus dificultades para respetar cualquier norma. Para los demás era una niña «excesivamente curiosa». Si es que la curiosidad puede ser excesiva, no debiera, y por ello sus padres no quisieron evitar esa actitud de su hija. Tuvieron que sufrir algún que otro accidente, como aquella cortina que se incendió un domingo o las numerosas llamadas del colegio advirtiendo del desinterés de Bruna por relacionarse con otros chicos y por los estudios. Pero es que se aburría, tantas eran sus ganas de explorar que los libros de texto se quedaban obsoletos y fue el inicio de las clases de anatomía lo que hizo que sonara la estridente alarma sobre su personalidad en forma de una llamada de teléfono que citaba a los padres para una tutoría ese mismo día. Urgente.

—No sé cómo decirles esto. —La voz de la directora temblaba; sentados a ambos lados, el tutor y el orientador intentaban darle fuerza.

—Ataje. —Los padres llevaban tiempo preparados para ese momento.

—Su hija se ha presentado hoy en clase con un gato muerto. —La directora señaló en el suelo una resistente mancha oscura a modo de reguero que rodeaba los pupitres hasta la salida del aula—. Sangre. —Los padres se agarraron de la mano.

—Estábamos en clase de Ciencias Naturales cuando Bruna —interrumpió el tutor— apareció con el gato muerto. ¡Y sonriendo, además!

—¿Qué explicación dio? —Su madre sabía que Bruna tendría una buena respuesta.

—Dijo que por qué no diseccionábamos al gato.

—Estaban en clase de Ciencias, ¿no?

El tutor se sorprendió de que aquella mujer defendiera a su hija en un escenario tan macabro.

—La eché de clase inmediatamente, ella se resistió. El gato empezaba a oler mal. ¿Y qué hizo? En venganza…

—En venganza según su opinión.

—Sí, según mi acertada opinión, en venganza, arrastró el gato muerto por toda la clase hasta la puerta, y ha dejado esa marca de sangre que no hay modo de quitar.

—Debemos averiguar el motivo de sus conductas —intervino el orientador—. Dadas las dificultades de su hija para relacionarse, respetar las reglas y especialmente…, especialmente debido a este suceso, aconsejamos que un psicólogo la valore. ¿Están ustedes de acuerdo?

—Por supuesto. Pero me gustaría hacer pasar a Bruna para que tenga la oportunidad de explicarse.

—De acuerdo —admitió el orientador.

La niña entró en una habitación con cinco adultos observándola en silencio. No hizo falta que le preguntaran.

—Yo no lo maté.

A nadie más que a Bruna se le había ocurrido esa posibilidad, lo que erizó los pelos de las nucas de cinco personas supuestamente preparadas para ver películas de dos rombos.

—Lo encontré en una cuneta, lo había atropellado un coche. Cuando vi las tripas, pensé que podríamos usarlo para entender mejor las clases de anatomía, profesor.

—¿Hemos terminado? —Su madre tenía prisa. Más bien, ganas de proteger a su hija.

—Queda expulsada tres días —señaló la directora con tono perdido. No estaba segura de su decisión.

 

 

Bruna pasó la prueba del psicólogo, que no vio nada trascendental en ella, pero sus padres decidieron hacer algo. Temían que Bruna quedara aislada en un mundo que no comprendía su actitud curiosa.

—Hija, tenemos que hablar. —Su padre la sentó en una silla—. A partir de ahora vamos a elegir bien.

—¿Qué quieres decir?

—Te habrás dado cuenta de que algunas de las cosas que haces no están bien vistas por los demás.

—¡Pero…!

—A partir de ahora, cuestiones como diseccionar gatos, provocar incendios o cualquier ocurrencia tuya que intuyas que va más allá, creo que entiendes a qué me refiero, las harás fuera del horario escolar y con nosotros.

Bruna detectaba perfectamente aquellas situaciones que iban «más allá»; la falta de curiosidad de los demás la irritaba, y cuando esto ocurría, era una señal identificativa.

—¿Vais a diseccionar bichos conmigo?

—Lo que haga falta. —Sus padres querían orientar a su hija en sus experimentos, acompañarla hasta el límite más oscuro, y aclarar su luz. Si no encarcelaban su curiosidad, si no la prohibían, podría convertirse en algo natural y controlado.

—Vale, pero no pienso volver al colegio. —Tras la tutoría, se sentía rabiosa.

—No, Bruna. —Su madre fue contundente—. Tienes que ir al colegio y aprender la lección.

—¿Qué lección?

—En esta vida no solo hay curiosidad allí donde tú quieras mirar. La curiosidad debes encontrarla en cada ocasión que se te presente.

—No sé cómo podría hacerlo. En el colegio todo está… ¿Cómo lo diría? Todo está tan ordenado… ¡Me aburro!

—Por eso tenemos una propuesta para ti, un experimento.

Bruna abrió bien los ojos. A Bruna le gustaba ponerse a prueba y averiguar más sobre el mundo, por eso sus padres, para canalizar su curiosidad, le propusieron un reto, y su hija no podría evitar aceptarlo.

—Observa las relaciones que hay entre tus amigos. Intenta averiguar por qué la gente hace lo que hace. ¿Crees que eres capaz de resolver ese enigma?

Para ojos inexpertos, parecía una niña más jugando en el patio; pero sus juegos no tenían nada que ver con la inocencia, comenzaban sus pericias en la investigación de la conducta humana.

La curiosidad no mató al gato esta vez.

A pesar de que su mundo se dirigió hacia la luz, la esencia de su niñez, sus ganas de indagar en la oscuridad, se mantuvo latente entre las sombras.

En el caso de Bruna, su pensamiento intruso tiene un nombre: la Indiscreta.

Ada Cuevas

 

 

 

 

 

Estoy frente a un cadáver, cruzada de brazos, observando la muerte para pensar en la vida, en una solitaria sala de autopsias.

El cuerpo tendido sobre la mesa no es el de Iker; ese mal trago, que ni siquiera permitieron que acompañase con limón y sal, pasó. Ya pasó. Es el de una mujer más bien joven que podría ser yo misma. Pálida y rígida, se enfrenta a la muerte muerta. Lo digo porque aquí podrían entrar en juego frases como se enfrenta a la muerte «con gesto inmaculado», «con gesto inocente», «con cierta belleza», «con el recuerdo de su vida plasmado». Está muerta y nada más. No sé si han olvidado taparla con una sábana o es que ya no importa nada. Su cuerpo desnudo es esbelto y fibroso, preparado para correr, preparado para poner su corazón a mil por hora. Si no estuviese muerta, claro. Me acerco y poso mi temblorosa mano sobre ese corazón que podría haber participado en una maratón sin problemas.

—¿Qué hace usted aquí, señorita?

El forense me ha descubierto. Es un hombre encorvado, de unos sesenta años; su pelo, canoso y escaso, remata su imagen de científico loco con unas gafas de montura redondeada que bailan sobre sus ojos. Su aspecto es extraño, aunque «qué más da» va a ser mi frase favorita a partir de ahora. Qué más da todo.

—El olor de la sala no es el que esperaba —se me ocurre decir, como si no fuésemos dos extraños.

—¿Y qué esperaba? —Sigue sin cubrir el cuerpo de la mujer. Del cadáver.

—Me hubiese gustado que fuera más impresionante. Aquí solo huele a desinfectante.

—Veo que no pertenece usted a la mayoría.

—¿Qué quiere decir?

—La mayoría de la gente prefiere el olor del desinfectante al de la muerte.

—Es solo que buscaba un sentido…, un sentido a… —No sé expresarme.

—¿Un sentido a la muerte? —Habla como si me conociera. Puede que, por un motivo que desconozco, efectivamente no seamos dos extraños.

—Sí. Me gustaría que la muerte fuera digna.

—Creo que puedo comprenderlo.

Llevo ingresada dos meses en la planta de Psiquiatría del Hospital Universitario. Tras la noticia de la muerte de Iker, intenté suicidarme, dos veces, incluso estando ya ingresada aquí. Lo intenté con un cuchillo de la bandeja de la comida del hospital que apenas tenía potencial para cortar el pescado. Y por ese error llevo dos meses sin pasar con éxito el test de riesgo suicida. Vamos, que me quiero morir y lo notan.

Siento la frialdad con la que digo estas palabras, pero es que me importan poco. Una mierda.

—La muerte debería tener un sentido, y el desinfectante se lo está quitando. Debería ser capaz de hacerte vomitar o de hacerte caer al suelo. Presa de una gravedad que Newton no contempló.

—¿Conoce a la fallecida?

Niego.

—Entonces acaba de sufrir la pérdida de un ser querido.

Joder, algún sentido tendrá observar un cadáver. Joder, algún sentido tendrá estar muerto. Cuanto menos sentido tenga la muerte para mí, menos sentido tendrá la muerte de Iker, lo cual me hace querer abandonar este mundo aún con más ganas.

Visto la bata del hospital, el uniforme de los enfermos, pero no quiero que el forense sepa que provengo de Psiquiatría, así que oculto mi muñeca. A los pacientes de Psiquiatría no les está permitido llevar pulsera de identificación porque consideran que podríamos lesionarnos con ella. Es una tontería; solo a mí, que quiero acabar con mi vida, se me ocurriría cómo poder usar una pulsera de plástico para ello.

También hablan del secreto profesional y esas sandeces, y que por ello no nos ponen la etiqueta; pero a pesar de no llevar pulsera, me siento etiquetada, precisamente por no llevarla. Cualquiera que no la vea, lo sabrá.

—Se ha fugado de Psiquiatría. —El forense, por ejemplo. No he conseguido ocultar la falta de etiqueta que me etiqueta—. Tiene que ser usted muy inteligente para haberlo logrado. Son muy cautelosos ahí arriba.

—¿No debería de estar el cadáver cubierto con una sábana? —La conversación está siendo fría de cojones. Y extraña. No entiendo esta complicidad ni por qué no ha llamado ya a seguridad. Vengo de Psiquiatría. ¿Acaso no me teme? Esa es la estupidez que cometen todos, cuando yo solo quiero hacerme daño a mí misma.

—¿Por decoro?

—Exacto.

—¿Le preocupa el decoro?

Una voz dentro de mí dice que no. Es una voz que me deja helada por un instante, pero que siento reconocerla como una vieja amiga.

—El cuerpo no está oculto porque iba a comenzar con la autopsia, no esperaba visita. ¿Quiere ver cómo lo hago?

—¿Va a diseccionarla?

Cada vez más raro todo.

Observo el rostro de la joven. Sigue estando, simplemente, muerta. Como Iker. ¿Quiero estar presente en una autopsia? Diré que sí. Tal vez la muerte tenga sentido por ahí adentro, en sus entrañas.

Antes de que la parte lúgubre que me posee ahora pueda saciar su apetito, alguien nos interrumpe. La sorpresa es tal que podría haber transmitido parte de mis palpitaciones al cadáver creando un segundo de vida, un espasmo. Incluso el forense ha reaccionado con un respingo.

—Te estábamos buscando, empezábamos a preocuparnos. —Vienen a por mí, es el celador de la planta de Psiquiatría.

No recuerdo su nombre, es un hombre alto y delgado, el pelo comienza a encanecerse en las raíces de sus patillas y muestra una mirada que dice poco, pero compensa ese silencio gestual con todo lo que habla. Aunque para mí, nadie dice nada. Tal vez esto tenga que ver con el estado de embotamiento emocional en el que me encuentro.

Me fastidia su interrupción, estaba segura de que algo tan brutal como una autopsia me sacaría con una cuerda y una polea del pozo en el que me encuentro. Avanzo hacia el celador con la estricta mirada del forense tras de mí, que ha ocultado el cuerpo de la joven bajo una manta. ¿Por qué no ha tenido la precaución de hacerlo conmigo? ¿Quería provocar una reacción en mí? Es lo que buscaba en la morgue, al fin y al cabo. Sigo sorprendiéndome de nuestra complicidad.

El celador me agarra del brazo. Sujetos el uno al otro, como dos abuelas, eternas amigas, que se susurran y se apoyan la una en la otra, nos dirigimos a la salida.

—Ada —interrumpe el forense—, no hay nada malo en esa curiosidad.

No recuerdo haberle dicho mi nombre. Y sin dar explicaciones se coloca su protector en el rostro y su delantal, para no mancharse de sangre, y no da opción a réplica. Tampoco la sorpresa me ha dado tiempo para concebir la pregunta: ¿cómo sabe mi nombre?

El celador pulsa el botón de llamada del ascensor. Es interesante que para poder llegar a Psiquiatría necesites un pase de admisión, una tarjeta de código. Sin embargo, para ir a la morgue basta con pulsar. Creo que en la vida ocurre igual, con pulsar el botón equivocado estás muerto.

Cuando el ascensor abre sus puertas, me veo obligada a cerrar los ojos. No puedo controlar los recuerdos que mi mente trae para castigarme.

Era un día cualquiera, había tenido un día cualquiera en el trabajo y una tarde cualquiera. Me tumbé en el sofá con un suspiro. Ojalá hubiese sido un suspiro de cansancio, era de aburrimiento. Qué asco de aburrimiento. Qué asco de rutinas. Qué asco de hacer siempre lo mismo. Y más suspiros. Entonces, llamaron al timbre:

—Sube un paquete. —Reconocí la voz.

—¿Cómo que sube un paquete, Iker?

—Señora, reparto a domicilio.

Estaba jugando. ¡Justo en mi día de aburrimiento!

No sabía muy bien a qué atenerme, me asomé al rellano y esperé. Escuché el ascensor bajar y después subir otra vez. Como el ascensor estaba ocupado, el aburrimiento bajó por las escaleras hasta desaparecer. Cuando se abrieron las puertas, allí estaba: un minúsculo táper ocupando todo un ascensor. Una imagen muy divertida: me encontré de bruces con mi ensalada mixta favorita. Uy, sí. ¡Una ensalada! Ni un bocata grasiento de salchichas con cebolla pochada y mostaza, ni una hamburguesa con queso de cabra y beicon, ni una tortilla de patata recién hecha. ¡Mi ensalada! En el bar de enfrente, El Cortés, preparan una ensalada mixta que me vuelve loca. Es el aliño secreto, o el atún, o la textura de la lechuga. No sé muy bien qué es, pero es algo que nadie comprende. Iker lo comprende. Lo comprendía, quiero decir. Bueno, no lo quiero decir, pero Bruna me dejó bien claro que mi marido estaba muerto. Ah, no, mi marido no estaba muerto, mi marido está muerto.

Al recordarlo, vomito en la papelera, creo que mi cuerpo no encuentra la manera de expulsar los recuerdos felices y lo intenta todo. Se conoce que los recuerdos felices, a diferencia de un cadáver, sí son capaces de hacerme vomitar.

—¿Estás bien? —pregunta el celador. Llevamos tiempo «trabajando» juntos y al parecer ha creado un vínculo conmigo, lo veo consternado, parece realmente preocupado por mí. Yo no estoy para vínculos con nadie, tampoco para preocuparme ni por mí misma.

—Sí, tranquilo.

—¿Es por el cadáver? —Aún se puede ver la mesa de autopsias desde aquí.

—Es posible. —Mentira, pero no quiero que me haga preguntas.

—Te has fugado, esto te costará otro mes de internamiento.

—Qué más da. —Y qué más da todo.

—¿Cómo has conseguido escapar?

Ahora sí que me sonrío, no con alegría, con picardía. Por haber dejado como tontos a toda una planta psiquiátrica con una fuga casi perfecta. Últimamente las emociones que más me atraen no entran en la gama heroica.

Pero prefiero el dolor, la rabia, a la picardía. Prefiero el lado oscuro de los sentimientos al recuerdo de la felicidad.

¿Qué es lo que había dicho el forense? «No hay nada malo en esa curiosidad».

 

 

 

 

 

El celador coloca la tarjeta de código en la puerta de la planta de Psiquiatría y me arrastra del brazo como un pelele hasta el interior. De camino pasamos por el botiquín, o la atalaya de vigilancia, como yo lo llamo, acristalada. Me deja en el salón común y se dirige hacia la zona de despachos para informar de lo ocurrido a nuestra psiquiatra, la doctora Azcárate, Paloma para los amigos. Suspiro con hastío mientras me desplomo en el sillón mullido. Qué aburrimiento de vida con lo interesante que sería la muerte. Manoseo el reposabrazos a la espera de la sentencia que dicte Paloma para mí. No creo que estos sillones estén tan mullidos por el bien común de las posaderas de los pacientes psiquiátricos, se han tomado la molestia por si alguno decide utilizarlos como arma de algún modo. Al menos es lo que me pasa a mí, que veo cualquier objeto como una posibilidad para lesionarme hasta morir.

—¿Te han pillado? —dice Tara. Asiento con un resoplido. Qué más da todo.

Tara mantiene cierta calma, como si se hubiese acostumbrado a estar aquí. A veces pienso que realmente siente que este es su hogar y otras que se ha rendido a sabiendas de que no hay opción.

—Al menos los has burlado —dice, dejando de prestar atención a la televisión por un segundo.

—Sí, solo por eso ha merecido la pena. —Me regocijo.

—Eres una mujer inteligente, Ada.

No contesto. ¿Y qué más da lo que sea? Si no quiero ser nada.

El celador sale del despacho y se dirige a nosotras. No veo que Paloma le acompañe.

—Le he dicho que no te has resistido a venir.

—Muy bien, gracias. —Por el tono que estoy usando, tranquilamente podría haber dicho «el solomillo poco hecho, por favor». ¿Qué más da que el celador quiera echarme un capote? Qué más da todo.

—¿No quieres saber qué ha contestado Paloma?

—¿Qué ha contestado? —Eco.

—Ha dicho que, si hemos sido tan imbéciles como para dejarte escapar, que no te mereces un castigo, que te mereces un premio.

Tara ríe con ganas y el celador reacciona con un gesto contenido también, quiere mofarse de la negligencia de sus compañeros, incluida la suya propia.

—No es nada fácil lo que has hecho. Aquí son concienzudos, has competido contra grandes profesionales.

—Más grande es ella. —Sonríe Tara junto con el celador. Yo no puedo acompañarlos en la risa. Soy un despojo. Por el momento me agarro al regocijo que he sentido al burlar a todo este conjunto dictatorial.

En la puerta del salón, aparece la compacta silueta de Ander, compañero de internamiento; espera a que el celador se aleje para coger asiento con nosotras. Tara ensombrece, el chico le tapa el poco sol que queda en esta cárcel, porque no utiliza su sonrisa como debiera, es decir, la usa para burlarse de los demás, y especialmente para burlarse de Tara. Estoy segura de que no sabe qué hacer con su tiempo y ha buscado refugio en esta planta psiquiátrica. Debería sentir cierta empatía, yo tampoco sé qué hacer con mi tiempo.

Ander se coloca en cuclillas sobre el sillón. Como un simio sin espacio. Preparado para usar su lengua viperina.

—Dime, esta mañana, cuando has lanzado la moneda, ¿qué ha salido? ¿Cara o cruz? —Habla de los bruscos cambios de humor de Tara.

—Déjalo ya. ¿Me meto yo en tus asuntos? ¿Crees que es plato de gusto verte cuando te atan a la cama? ¿Crees que me gusta verte cuando te estiras las mangas de la camisa tapando los cortes de las muñecas? No entiendo por qué disfrutas hurgando en mi sufrimiento, una y otra vez, una y otra vez, cuando yo sufro cada vez que te veo perder el control. ¡Sufrimos! ¡Sufres tú y sufro yo!

Su discurso hace silenciar el tono burlón de Ander, ha cerrado esa bocaza suya para mirarla con ojos extraños. No sé si sigue burlándose con ellos también o este juego ha dejado de hacerle gracia.

Soy mera observadora de todo lo que ocurre con los internos de esta planta, porque poco me importa. Porque no hay nada que me produzca suficiente curiosidad como para detener mi pensamiento en algo que no sea querer acabar con mi vida.

 

 

 

 

 

Tengo otro plan para suicidarme. Los dos anteriores fallaron, esta vez no seré tan imbécil. Para llevarlo a cabo, primero debo salir de esta mierda de hospital y de esta mierda de planta psiquiátrica. Y es que, irónicamente, son otros los que deben decidir si quiero seguir con mi vida. Cuánto me arrepiento de haberme dejado robar el tiempo por el frenesí de mi vida pasada. Un maldito anuncio en televisión que me hizo retirar la atención de Iker un segundo, por ejemplo. Lo que daría ahora por ese segundo. ¡Y ahora que quiero renunciar completamente a todo mi tiempo de vida, es cuando me lo niegan!

Si esto fuera una historia de ficción, mi marido habría sido víctima de asesinato. Se pondría en curso una investigación policial y la necesidad de encontrar al asesino me impulsaría a vivir. «La venganza es lo único que le queda», dirían en el spoiler de la película mostrando la mirada fiera de la protagonista. Y la duda eterna del espectador: «¿Acabará matándolo con sus propias manos o lo entregará a la justicia?». Joder, ni un atisbo del misterio de un asesinato que me obsesione y me empuje a vivir. Cero clichés. La muerte de Iker fue un puñetero y absurdo accidente con un bordillo, a doscientos kilómetros de nuestra casa, a punto de coger el coche para volver conmigo. ¿Cómo fue el accidente? Estúpido. Corría cruzando un semáforo en rojo, apoyó mal el pie al llegar a la acera, resbaló y se golpeó el cráneo contra una valla protectora. Sí que hizo bien su labor protectora, la muy gilipollas.

Ojalá lo hubiese visto el mismo día que iba a morir porque ahora me queda una odiosa suma matemática: días sin verlo = días sin verlo mientras estaba vivo + días sin verlo mientras está muerto. Se me desgarran las lágrimas. Lo explico, sale una lágrima de mi ojo, que va a desbordar, y mientras recorre mi mejilla se desgarra en más tiras de lágrimas hasta tapar mi rostro como las vendas de una momia. Tampoco es que me importase morir asfixiada.

 

 

Hoy me enfrento de nuevo al test de riesgo suicida, por eso mi familia y Maite, mi mejor amiga, están de visita. Su Amor es lo único malo de haber decidido matarme, me siento culpable. Y utilizo el término «amor» con mayúsculas porque es un ente con identidad propia que me acosa continuamente. Mira, ahí está el amor de Maite, dando graciosos saltitos a mi alrededor, no parará hasta que me alcance, porque me quiere muchísimo y, cuando me saluda, se vuelve loco de contento. Se acurruca en mí, pero no se quedará para siempre. He dicho que me agarro a la rabia, al regocijo de esa siniestra curiosidad. El amor solo me hace daño.

 

 

Quiero que mi familia comprenda que, cuando acabe con mi vida —un acto sobre el que no tienen nada que decidir—, entendiéndome, harán el supremo acto de amor y comprensión, y dejarán de manipular mi tiempo. Eso solo a mí me corresponde. No es que no los quiera, pero no pienso en ellos cuando no están, no pueden acompañar mi dolor cuando no están, y no pueden pasar el resto de sus vidas a mi lado.

El amor ya no me espera en ninguna parte, viene y se va, nunca se queda conmigo. Iker, experto en mis suspiros, era el único capaz de hacerlo.

 

 

Espero pasar el test y salir de aquí. Si quiero ganar esta partida de ajedrez, solo dispongo de un movimiento para lograr que Paloma crea que no quiero acabar con mi vida, y ese movimiento es una representación perfecta.

No será fácil; en su momento, en un ataque de rabia, le describí muy claramente cuáles eran mis intenciones. De alguna manera —de alguna estúpida manera— quería, desesperadamente, que ella me entendiera. Que actuara como persona y no como psiquiatra, que empatizara con mi causa y me dejara morir. Con este dolor no puedo vivir. Joder, ¡es tan fácil de entenderlo!

 

 

 

 

 

—Hora de desayunar y, después, hora de asamblea —dice la auxiliar de enfermería.

Apenas puede entrar más allá de la puerta: entre la visita de mi familia y el espacio que ocupa su molesto amor, la habitación está abarrotada. Se queda estupefacta.

—Tan solo se admiten dos personas por visita y… ni siquiera es hora de visita —añade mirando a mis padres y a mi hermano.

Aquí es todo tan frío. Cosa que en estos momentos me viene bien, prefiero lidiar contra personas que no se ven obligadas a mostrar su amor y no me hacen sentir culpable. He dicho: rabia, regocijo y siniestra curiosidad.

—Disculpe, pero hoy es un día especial —dice mi madre. Con educación, pero con una contundencia que apabulla a la auxiliar.

Ahí está su amor. En realidad, lleva toda la vida entre madre e hija, como si el cordón umbilical jamás se hubiese cortado. Es una masa moldeable y flexible que te envuelve como un guante de látex de quirófano. Difícilmente puede romperse. Pero ahora lo hace, su fuerza no es suficiente como para que yo quiera seguir viviendo. Conforme mi madre se aleja, el guante de látex de su amor se va estirando hasta romperse dejándome un latigazo de dolor como recuerdo. Me siento muy culpable cada vez que la veo: ella me dio la vida que ahora yo quiero quitarme. Voy a repetírmelo: rabia, regocijo y siniestra curiosidad.

—¿Qué ocurre hoy?

—Exageran —añado—. Hoy paso el test de riesgo suicida. Otra vez.

—Ah. —La auxiliar está acostumbrada a palabras como riesgo y suicida—. No es habitual que la familia venga.

—Mi familia no es habitual —digo con cariño y admiración. Qué ruin soy, querer morir.

—¿Cuándo haces el test?

—A las doce.

—Entonces, te vienes a desayunar y, después, a la sala de terapia. Ustedes pueden esperar en la cafetería si lo desean. —Me levanto resignada. Joder, aquí te quitan la libertad de decisión para todo. ¿Quiero ir a la asamblea? No. ¿Quiero vivir? No.

 

 

El comedor de la planta de Psiquiatría es algo digno de ver. A mi alrededor, hay gente que está aquí, y gente que está allí. Gente que parece que masca chicle, cuando en realidad conversa. Consigo misma o no.

—No puedo soportar esto —dice el doctor Benítez. Puede que la denominación de doctor despierte otras expectativas, pero no, es un paciente más, nadie es inmune a esto de la salud mental. Mi compañero se levanta y se aleja para volver, y así sucesivamente.

Es un hombre que siempre va cabizbajo, el runrún de sus pensamientos pesa tanto que le hace caminar de esa manera, lo va encorvando. Sus gotas de sudor caen al vacío interponiéndose en sus pasos, en su deambular continuo. Alguna vez se ha dirigido a mí, parece que sus palabras no tengan sentido, entrelaza conceptos de física, política, filosofía e historia hasta hacerte perder el hilo. ¿Mi opinión?, hace que todos lleguemos al límite de nuestra inteligencia. Es decir, pone tan a prueba nuestro intelecto que llega un momento en el que desconectamos y decidimos volvernos tontos. El doctor Benítez vuelve a sentarse en su silla. Aunque su angustia hace augurar que volverá a levantarse. Es una angustia ceremonial.

—¿Te encuentras bien? —pregunta una enfermera.

—Lo siento, es solo que no puedo… He sido incapaz de resolver el logaritmo del teorema de hoy y no puedo seguir adelante hasta hacerlo. Tengo que hacerlo bien. Tengo que hacerlo bien… —Levanta su mirada, tenaz pero respetuosa.

—Si no te encuentras bien, podemos dar un paseo —dice la enfermera. Parece que se haya teletransportado. Joder, sí que nos vigilan bien desde la atalaya.

—Debería volver a mi despacho —se refiere a su habitación— y seguir con el teorema. ¿Podéis darme otro lápiz? Tal vez la densidad del grafito del lápiz haya influido en mi fracaso. —Y ahí está la causa por la que los demás lo encuadran en la locura y desechan el resto de sus mensajes.

Podemos entender que creer que la mina de un lápiz pueda influir en la resolución de un logaritmo es una locura, y eso nos da permiso para invalidar el resto de sus mensajes. Debería quedar claro: es más inteligente que nosotros. A pesar de su hipótesis del grafito del lápiz.

—Podría permitir dejar descansar a su inteligencia un poco antes de ponerla en marcha, doctor —digo.

El doctor Benítez me observa con una minúscula sonrisa y acepta el paseo con la enfermera. Como taquígrafa, siento una responsabilidad, debería copiar literalmente lo que dice para que sus ideas nunca abandonen este mundo. Ofrece conocimiento a cambio de que los demás decidamos volvernos idiotas. Y eso me da rabia. La rabia me hace sentir. Los recuerdos felices… me matan.

Pero ya no seré taquígrafa nunca más.

La terapeuta ocupacional espera sentada en una silla, con su bata y su sonrisa. Alrededor están mis compañeros de encierro, aunque aún no han llegado todos.

—Esperamos cinco minutos más y empezamos —dice saludándome con un asentimiento de bienvenida. La terapeuta es una joven morena, que se coloca el pelo detrás de la oreja cada pocos minutos y que tiene una mirada amplia y serena.

Me siento en una de las sillas mientras recuerdo una época en la que ni siquiera me quedaban fuerzas para vestirme o ducharme, y una auxiliar de enfermería debía ayudarme hasta para tirar de la cadena del inodoro, y ahora incluso participo en las terapias. Toda una pantomima para poder escapar de aquí y seguir con mi plan de suicidio. Parece que mis ganas de vivir lo suficiente como para encontrar la manera de morir me empujan a mejorar. Al menos es algo que pensará alguien que me vea desde fuera.

La terapeuta ocupacional, Blanca, tiene un plan de actividades meticulosamente elaborado, con un horario casi militar, pero intuyo por sus comentarios que ni siquiera ella está de acuerdo con el ritmo que nos imponen. Puede que sean órdenes de arriba, o de otro motivo. Puede que ella tampoco tenga opción de elegir en esta maldita planta psiquiátrica.

Los lunes, miércoles y viernes participamos en una actividad que llaman «taller». Cualquiera que lo vea pensará, básicamente: hacéis manualidades. Yo también lo pensé, pero un día ocurrió algo en la sesión:

—No te gusta el cuadro —acertó Blanca.

Tampoco era una conclusión difícil, estaba cruzada de brazos ante un estúpido dibujo de un paisaje marítimo hecho con témperas. No quiero irme a las Bahamas, quiero irme a la mierda. Aunque voy a decir a su favor que no me puso un estúpido dibujo infantil para colorear. No perdí mi adultez cuando ingresé aquí, y eso debería quedar claro.

—¿Qué sentido tiene pintar? Es de niños —escupí. Rabia, regocijo, siniestra curiosidad y escupitajo.

—Los niños son muy sabios. —Esbocé una mueca escéptica, a ver qué cuento tenía para contarme—. Ellos sonríen mientras pintan y son expertos a la hora de elegir cómo encontrar esas sonrisas. A los adultos se nos olvida a veces que el disfrute puede ser el único propósito de una actividad. No me juzgues por intentar imitar la genialidad de los niños, aunque falle. —Esbozó una mueca simpática, como en una reflexión nostálgica—. Dime, ¿qué es lo que más odias de aquí?

—No poder tomar decisiones.

—Elige.