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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2008 Fiona Harper

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un sí para el millonario, n.º 2225 - mayo 2019

Título original: Saying Yes to the Millionaire

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-879-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

NO, NO puedo. ¡No puedo hacerlo!

El suelo era un recuerdo lejano. Fern miró bajo sus pies y sintió náuseas en el estómago. El Támesis reflejaba el sol del mes de junio y Londres continuaba educadamente con su rutina diaria cuarenta y cinco metros mas abajo.

–¿Va a saltar o no? –musitó alguien a su espalda.

¡No! ¡Claro que no! ¡No estaba loca! Seguro que si Dios quería que el puenting fuera parte natural de nuestras vidas habríamos nacido con metros de cuerdas elásticas atadas a los pies.

Fern tragó saliva. Tenía todos los músculos del cuerpo tensos como alambres. Cerró los ojos, pero eso aún fue peor. La oscuridad aumentaba el ruido monótono del tráfico en tierra y el golpeteo de la cuerda suspendida en el aire.

No, no iba a saltar.

Abrió los ojos de par en par y giró la cabeza, abriendo la boca para decirles que todo había sido un error. Pero entonces notó un par de manos fuertes que la sujetaban por la cintura.

–Ahora salta –dijo una voz a su espalda–. ¿Verdad, Fern?

Fern negó con la cabeza, pero el gritito que salió de su garganta sonaba más bien como un sí.

Fern aspiró la fragancia de la loción de afeitado y sintió el aliento masculino acariciarle los mechones de pelo que se le habían soltado de la coleta.

–Puedes saltar –dijo la voz cálida y tranquilizadora–. Sabes que puedes, ¿verdad?

Durante un segundo Fern casi se olvidó de dónde estaba, en lo alto de una grúa a orillas del río Támesis, casi a cincuenta metros del suelo. Casi se olvidó de los curiosos y los organizadores del evento benéfico que los observaban desde el suelo. ¡Esa voz le sonaba!

Dios, estaba allí.

Justo detrás de ella, susurrándole palabras de ánimo al oído. Su pulso enloqueció. No sabía si ir más deprisa, más despacio o detenerse por completo, pero Fern se sintió más segura ahora que él estaba allí, tan cerca que casi podía notar el latido del corazón masculino en la espalda.

–Eh… sí –balbuceó.

Esa vez casi creyó su respuesta.

–Bien, voy a contar hasta tres, y cuando diga «ya» te dejas caer.

Él tenía una voz deliciosa y Fern se dejó llevar por los sonidos y las sílabas individuales que parecían rodar en sus oídos con suavidad, olvidando el significado de las palabras.

De repente se dio cuenta de que Josh ya estaba diciendo…

–Tres.

–Pero…

Josh no gritó. Todo lo contrario. Dijo la siguiente palabra suavemente, apenas en un susurro.

–Ya.

Y ella se vio caer, y caer, y caer. Y en esos momentos fue incapaz incluso de gritar.

 

 

Tres días antes

 

–No, gracias –Fern negó firmemente con la cabeza, confiando en que Lisette entendiera el mensaje.

Pero tenía que haber sabido que no sería así. Su amiga estaba agitando un tenedor que llevaba pinchado algo de aspecto alargado y pegajoso delante de sus narices, tan cerca que a Fern le costaba verlo.

–Venga, pruébalo.

–No, Lisette, no me gusta el marisco.

–Es calamar. Casi no sabe a nada –continuó Lisette–. Hace un año que venimos a Giovanni’s al menos una vez al mes y tú siempre pides lo mismo.

Fern apartó el tenedor con la mano.

–Me gusta la salsa napolitana. Es mi favorita.

Lisette dejó el tenedor en el plato.

–Qué aburrido, siempre igual.

–Está buena, y así no me arriesgo a sufrir una intoxicación si no lo han cocinado ni almacenado adecuadamente –dijo Fern clavando el tenedor en su plato de pasta y sin dejar de mirar desafiantemente a su amiga.

Después bebió un sorbo de vino.

–Bueno, dime, ¿qué trabajo tienes ahora entre manos? –preguntó.

No todo el mundo podía tener trabajos tan extravagantes como Lisette, que era una especie de «extra» profesional. Tan pronto estaba sentada en un pub participando en uno de los culebrones semanales de la televisión británica como vestida con un traje plateado para una serie de ciencia ficción.

–Tengo un papel en una serie policíaca nueva. La semana que viene, llevaré medias de malla, zapatos de tacón y un seductor destello en los ojos.

–¿Desde cuándo llevan medias de malla las policías?

Lisette le sonrío.

–Por favor, no creerás que voy a hacer de policía, ¿eh? –se rió Lisette–. Yo seré la prostituta número tres. Mola, ¿eh?

Fern asintió, aunque con el ceño fruncido.

–Lo siento, Lisette. Me encanta que te hayan dado el papel, pero…

–Ya sé que plantarte medio desnuda en una habitación y portarte como una descarada no es lo tuyo –dijo Lisette–. Si yo fuera investigadora de seguros, me moriría de aburrimiento.

–Análisis de riesgos –le recordó Fern, aunque no sabía para qué se molestaba.

Lisette siempre se confundía con el nombre de su trabajo.

–Sí, sí, ya me acuerdo –dijo Lisette, pinchando un mejillón con el tenedor y ofreciéndoselo a Fern–. Si no quieres calamar, al menos prueba uno de éstos.

Fern suspiró.

–No.

–¿Sabes?, me parece que ésa es la palabra que más abunda en tu vocabulario –dijo Lisette divertida.

–De eso nada.

–Claro que sí. Lo que necesitas es un poco de emoción en tu vida.

Bueno, ya empezábamos.

Lisette estaba convencida de que su misión en la vida era animar la monótona y rutinaria existencia de su pobre amiga. A lo largo de los años la había arrastrado a todo tipo de actividades a cual más extravagante: kickboxing, parapente, clases de yoga en las que te tenías que doblar como una rosquilla… Después intentó buscarle hombres emocionantes para salir. Tras una velada con Brad, el piloto de Fórmula 1, Fern tardó más de una semana en subirse a un coche.

–No, de eso nada.

La boca de Lisette se estiró en una amplia sonrisa.

–Otra vez la palabrita. No puedes evitarlo, ¿verdad?

–Sí, claro que puedo –dijo ella sonriendo de oreja a oreja.

Lisette se metió un tenedor lleno de pasta en la boca mirando pensativa al techo. Cuando terminó, se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó los brazos.

–Seguro que, si tuvieras que pasar una semana sin decir «no», te daba un infarto.

–No seas ridícula.

–¿Tú crees? Bien, entonces probemos si mi teoría es tan ridícula –dijo Lisette con un gesto desafiante–. A ver si puedes decir «sí» a todo lo que te pregunten una semana entera.

Fern soltó tal carcajada que varias cabezas se volvieron a mirarlas, y se llevó rápidamente la mano a la boca.

–¿Y por qué iba a aceptar un desafío como ése?

Un destello divertido brilló en los ojos de Lisette y Fern sintió que se le desplomaba el alma a los pies.

–Porque, si lo haces, donaré quinientas libras a esa organización que recauda fondos a favor de la investigación de la leucemia.

Oh, aquello era un golpe bajo. ¿Cómo podía rechazar una oferta semejante? La asociación de lucha contra el cáncer que lideraba necesitaba desesperadamente fondos para investigar tratamientos; tratamientos que habrían podido salvar la vida de Ryan años atrás, si alguien los hubiera descubierto. La asociación había pedido a sus voluntarios que recaudaran cien mil libras para investigación, y ella había participado en todo tipo de eventos con fines benéficos, desde carreras y maratones a fiestas infantiles, y ya casi lo habían conseguido. Sólo les faltaban cinco mil libras, y ahora Lisette le ofrecía una décima parte, que era mucho más de lo que ella podía reunir en una semana.

–Estás loca.

–Seguramente, pero estaré encantada de darte la pasta a cambio de verte correr algunos riesgos y vivir un poco.

Fern respiró profundamente, meditando sobre la propuesta.

–No creo que lo hayas pensado bien –dijo por fin–. No puedo responder afirmativamente a todas las preguntas que me hagan en una semana. ¿Y si alguien me pregunta si quiero robar un banco o quemarme a lo bonzo?

–Sí, eso es lo que tiene Londres, que continuamente se te acercan desconocidos preguntándote ese tipo de cosas.

Fern puso los ojos en blanco y apartó el plato.

–Estás exagerando, como siempre. Ya sabes a qué me refiero, y no puedes ignorar el hecho de que en esta ciudad hay mucho loco suelto.

Lisette debería saberlo. Había salido con la mitad de ellos.

–Tienes razón –Lisette sacó un bolígrafo del bolso y empezó a garabatear algo en una servilleta–. Necesitamos unas reglas básicas.

–Olvídalo. No pienso hacerlo.

Lisette continuó escribiendo.

–Bien, éstas son las cláusulas. Nada ilegal, ni nada que sea muy peligroso.

–Ni inmoral.

¿Estaba aceptando? Aquello no iba a ninguna parte.

Al oírla Lisette levantó la cabeza.

–¿Ni inmoral? Qué lástima. Así eliminas de un plumazo un montón de cosas que pueden ser muy divertidas –dijo en un tono que no dejaba duda sobre el tipo de cosas al que se refería.

–Divertidas para ti, pero desde luego yo no pienso acostarme con el primero que se me acerque por la calle y me lo pida.

–Lo dicho, estás eliminando un montón de cosas divertidas –insistió Lisette.

–¿Y cómo vas a comprobar que lo hago? –preguntó Fern sonriendo–. No puedes seguirme toda la semana. ¿Y si hago trampa?

Lisette quedó pensativa un momento y después se echó a reír.

–No, no lo creo. Incluso si te sintieras tentada a hacerlo, me lo confesarías cuando te diera el cheque, ¿a que sí?

–¡Para nada!

¿Qué clase de idiota se creía que era? Claro que… Fern enterró la cabeza en las manos.

–Oh, qué narices. Sí, es verdad –reconoció.

Lisette conocía bien a su amiga y supo que estaba a punto de capitular.

–Imagina que es otro evento para recaudar fondos –insistió, segura de que ya la tenía medio convencida.

Maldita Lisette. Después de vivir con ella tres años, su amiga sabía perfectamente cuáles eran sus puntos débiles. Y recaudar dinero para evitar que más niños sufrieran como sufrió su hermano antes de morir víctima del cáncer era lo más importante en su vida.

–¿Puedo dejarlo en cualquier momento?

Lisette se encogió de hombros.

–Sí, pero te quedarás sin la pasta.

Fern levantó la copa de vino y la apuró de un trago.

–Está bien, sí, lo haré.

«Por Ryan», pensó mientras tragaba el chardonnay.

Lisette aplaudió emocionada.

–Te aseguro que va a ser la semana más emocionante de tu vida.

Fern tomó la botella de vino y se sirvió otra copa. Eso era exactamente lo que temía.

 

 

–Lo siento, Callum, vas a tener que ocuparte de la reunión en Nueva York solo –Josh asomó la cabeza por la puerta del salón y miró a su padre adormilado en el sofá con el periódico sobre la cara. Cerró la puerta y bajó la voz–. Mi padre está mejor, pero voy a quedarme un par de semanas más.

Mientras su socio lamentaba que se iba a perder una reunión importante con el presidente de una cadena hotelera, Josh fue a la cocina y miró al jardín. Callum podía hacerlo solo. Personalmente, Josh lamentaba más abandonar el viaje que tenía preparado después de Nueva York, una visita a uno de sus proyectos más queridos.

Recientemente One Life Travel, su agencia de viajes especializada en viajes inolvidables y exclusivos, había iniciado una nueva línea de negocio que organizaba expediciones con fines benéficos.

 

¿Quieres recorrer la Gran Muralla china para ayudar a salvar a las ballenas? ¿O ascender el Amazonas en canoa para luchar contra las enfermedades coronarias? Con One Life Travel lo conseguirás.

 

El Amazonas. Josh suspiró. Entre sus planes había estado apuntarse al viaje en canoa para comprobar que, en la expedición a lo largo del río más grande del mundo, todo funcionaba correctamente. Desde la cocina vio a su madre arrodillada en el jardín, plantando unas petunias. El jardín de sus padres era precioso, sin duda, pero demasiado artificial y cuidado para su gusto. Y pequeño. Allí no había posibilidad de encontrarse con serpientes ni pirañas.

–Todo irá perfectamente. Lleva a Sarah contigo –le dijo a Callum. Su ayudante personal era tan eficiente que sería casi como estar allí personalmente–. Sarah conoce el proyecto de pe a pa –le aseguró–. Te llamaré dentro de una semana.

Josh se despidió y dejó el teléfono inalámbrico en la encimera de la cocina. Seguro que su madre se lo recordaría más tarde.

Le resultaba extraño estar de nuevo en casa de sus padres, incluso dormir en su vieja habitación, en lugar de en la casa que tenía en el otro extremo de Londres. En casa de sus padres no había cambiado nada, la casa seguía siendo tan acogedora y agobiante como siempre.

Claro que su madre estaba encantada de tenerlo allí. Últimamente, sólo iba a visitarlos en las grandes celebraciones, como el sesenta cumpleaños de su padre o la cena de Navidad. Bueno, no siempre. Las Navidades pasadas se había quedado atrapado en Nepal después de una excursión a las faldas del Himalaya, cuando su vuelo fue cancelado por causa del mal tiempo.

Se alegraba de volver a ver a sus padres, pero habría preferido que fuera en otras circunstancias. Mes y medio antes había recibido una frenética llamada de su madre diciéndole que su padre estaba siendo operado del corazón de urgencia. En ese momento tomó el primer avión para estar junto a ellos, sin importarle las diez horas de vuelo ni tener que abandonar sus obligaciones profesionales.

Sacudió la cabeza y salió al jardín. Ahora que su padre estaba mejor, sentía de nuevo la inquietud de continuar con su vida habitual.

–Muy bonitas, mamá.

Su madre se volvió a mirarlo.

–No son muy exóticas, lo sé, pero me gustan.

Josh sonrió y recorrió con la mirada el jardín donde había pasado tantos ratos durante su infancia. Y entonces se dio cuenta de que faltaba algo.

–Mamá, ¿dónde está el manzano?

Su madre se limpió las manos con un trapo y se acercó a él.

–Esta primavera ha hecho mucho viento. Una noche tuvimos ráfagas de hasta ciento cincuenta kilómetros por hora –la mujer se encogió de hombros–. Por la mañana, cuando nos levantamos, el manzano estaba en el jardín del vecino.

Sin pensarlo, Josh echó a andar hacia donde había estado el manzano. Sólo quedaba el tocón. De repente sintió rabia. El árbol había sido una importante parte de su infancia. Durante los veranos, su vecino y amigo Ryan y él pasaban más tiempo encaramados entre sus ramas que con los pies en el suelo. De haber sabido que ya no estaría allí, la última vez que estuvo en casa habría… habría rezado una plegaria, o algo así.

No le gustaban los cementerios, y no había ido a ver la pequeña lápida de mármol en el cementerio de St. Mark’s, ni siquiera el día del funeral de su amigo. En lugar de eso, trepó hasta las ramas más altas del manzano y permaneció allí en silencio, con las piernas colgando.

Una sensación fría y sombría le encogió el estómago y de repente se vio obligado a volverse hacia la casa y alejarse de sus recuerdos.

Cuando entró en la cocina su madre estaba preparando el té.

–Todavía le echas de menos, ¿verdad?

Josh encogió un hombro, con los ojos clavados en el suelo, consciente de que no se había limpiado los zapatos en el felpudo al entrar. En silencio, fue de nuevo hasta la puerta y se los limpió. Cuando levantó la cabeza, su madre lo observaba con una expresión que dejaba claro que no la engañaba.

¿De qué serviría decirle que todavía había veces que esperaba ver a Ryan aparecer por la puerta de la cocina y pedirle a su madre un trozo de su famoso bizcocho de crema?

Josh miró hacia el jardín de los Chambers.

–Aún no he visto a Fern.

Su madre sacó un par de tazas del armario.

–Creo que está muy ocupada con el trabajo.

Josh asintió. Así era Fern. Entregada, trabajadora, leal.

–Espero que no se exceda demasiado.

Su madre se echó a reír.

–¡Eres tan terrible como Jim y Helen! –exclamó la mujer–. Toda la vida queriendo protegerla. No me extraña que se haya ido a vivir por su cuenta.

Pero su madre no conocía la promesa que había hecho Josh el día del entierro de Ryan, oculto entre las ramas del viejo manzano. Adoptar a su hermana pequeña como si fuera suya y jurar cuidarla para siempre. Oh, se metía con ella igual que lo había hecho Ryan, sí, pero también la protegía.

–Aunque su compañera de piso es un poco rara –estaba comentando su madre–. Un poco alocada, diría yo.

–¿Sale… sale con alguien?

Su madre negó con la cabeza.

–No que yo sepa. Sé que el año pasado tuvo una relación más seria, y yo estaba segura de que terminarían casándose, pero de repente él desapareció.

–¿Puedo buscarlo y pegarle? –preguntó Josh.

–No tiene nueve años –le recordó su madre.

Josh lo sabía perfectamente. Pero era más fácil pensar en ella como si todavía fuera una niña.

–Eres igual que sus padres –continuó su madre–. Siempre llevándola entre algodones. Ella lo aguanta por ellos, por Ryan, pero no le va a hacer ninguna gracia que tú hagas lo mismo –le advirtió.

Tonterías. A Fern le encantaba verlo. Él era su hermano mayor favorito.

–Ve a ver si tu padre quiere un té.

Josh salió de la cocina, pero su madre lo llamó de nuevo.

–Y pon el teléfono en su sitio.

Josh sonrió, volvió a recoger el teléfono y fue al salón, donde su padre roncaba sonoramente debajo del periódico. Con cuidado, se lo quitó y empezó a doblarlo. Mejor que siguiera descansando. Su padre lo necesitaba.

Pero Josh ya estaba harto de tanto descanso. Lo suyo eran las emociones fuertes, la acción, la aventura. Sí, quería ayudar a su madre, pero si seguía mucho más tiempo allí, se iba a volver loco. Necesitaba hacer algo para poder permanecer unos días más en Londres sin perder totalmente la cabeza.

Poli malo, poli bueno

Simon la miró presa de pánico.

–¿Y el dinero de tu patrocinador?

–Bueno, creo que tengo la solución… –se volvió a mirar a Fern, y a ésta se le puso la piel de gallina al instante–. Fern, mi querida y responsable amiga…

Fern se levantó de la silla como empujada por un resorte y tapó la boca de su amiga con la mano.

¡No! ¡Para nada!

–Lisette, ni se te ocurra…