Acerca de Nancy Lodge

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Escribir libros para niños me permite combinar mi amor por la literatura con mi formación en Arte como doctora en Historia del Arte del Renacimiento y con mi experiencia como profesora universitaria en las universidades de Boston and Washington, D.C. Crecí entre libros. Mis padres y mis dos abuelas me leían siempre infinidad de libros. Yo he seguido la tradición con mis hijos. Me rompí una pierna y entonces me leí del tirón Los libros de Oz, Los misterios de Nancy Drew, La Princesita, La isla del tesoro, El sol y el este de la luna y El jardín secreto, que me marcaron definitivamente como autora.

Los libros me han sostenido en mi infancia y como persona adulta. Mi abuela materna Dorothy Meserve Kunhardt, ya fue una autora de éxito con maravillosos libros como Pat el conejo, La señora Ticklefeather, El pequeño Peewee, La pequeña librería dorada y muchos otros maravillosos libros para jóvenes lectores. Mi autor favorito es E.B. White.

EL NAVEGADOR
DE CRISTAL

UN PELIGROSO VIAJE AL PASADO

Nancy Kunhardt Lodge

KOLIMA BOOKS

Dedico este libro a mi Corgi, Wilbur, un dulce sabio que me sentó un día y me contó una historia

El mundo está repleto de magia, esperando pacientemente a que nuestros sentidos

se vuelvan más perspicaces

W. B. Yeats

1. Presagios

Lucy Nightingale estaba llegando a la mejor parte de su exposición, en la que el General Aníbal cruzaba los Alpes a lomos de sus elefantes, cuando un ganso empezó a graznar. Sólo era ese repugnante Víctor Snorkle sonándose la nariz. Ese asqueroso graznido había sobresaltado tanto a Lucy, que se quedó un poco, sino totalmente en blanco. Sus apuntes salieron volando de sus manos y planearon sobre el suelo de la clase. A partir de ese momento, las cosas fueron de mal a increíblemente horrible.

La profesora de Sexto de primaria, Velma Dawson, era la profesora más mala del colegio. Era como una bruja con las medias llenas de bultos, los zapatos negros y burdos, y una larga y canosa trenza que se enrollaba alrededor de la cabeza. Siempre llevaba una regla súper larga como si fuera su palo de escoba. Notando que había ocurrido algo, la señorita Dawson dejó de juguetear con su bolígrafo, que tenía una calavera con huesos cruzados, levantó la cabeza de golpe, y clavó su mirada de rayos láser en Lucy.

–¡Clase! –gritó la señorita Dawson–, decidle a la señorita Nightingale que estamos esperando.

–Estamos esperando Luuucy –repitió la clase al unísono.

Los segundos se volvieron minutos. Lucy sentía un calor punzante clavándose en su cara mientras sus compañeros la miraban fijamente. Un par de ellos susurraban, Víctor se burlaba de ella. Lo último que pensó Lucy antes de desplomarse en el suelo fue: «No puedo respirar. Se están riendo de mí». Luego, alguien que olía a esos caramelos masticables de frutas, estaba respirándole en la cara. Lucy abrió los ojos para ver la cara rosada e insegura de la enfermera del colegio, la señorita Herbert, y por encima del puntiagudo sombrero de la señorita Herbert, las caras de asombro de sus compañeros observándola.

Víctor se hizo hueco a empujones en el círculo, le echó un vistazo, y dijo:

–Se nos va.

«Se nos va», pensó Lucy. «Tiene razón. Parte de mí ya se ha ido».

La parte segura de ella, la Lucy a la que le encantaba el colegio, la Lucy que podía hacer unas presentaciones fantásticas y sacar un sobresaliente; esa Lucy la había abandonado. Probablemente no conseguiría otro sobresaliente en todo el año. Mientras yacía en el áspero suelo deseó que pasara algo, lo que fuera, que hiciera desaparecer sus problemas.

A la mañana siguiente, mientras se vestía, Lucy tuvo claro que su vida estaba arruinada. ¡Lo que le había pasado había sido tan humillante! «Ese estúpido Víctor nunca deja de estornudar y sorber. Es increíble que no haya más gente que se quede en blanco». Su verdadera preocupación era que se hubiera quedado en blanco para siempre. Quizás debería intentar convencer a sus padres para mudarse a otro estado.

Se puso su vestido azul favorito con bolsillos de cremallera y se ató las botas plateadas. Mientras se trenzaba el pelo rojo que le llegaba hasta la cintura, ocurrió algo extraño. Una suave luz amarilla salió de la estantería. Sólo duró una fracción de segundo. Fue enseguida a investigar. Poniéndose de puntillas, alcanzó la repisa que contenía una fila de cristales de colores y tocó por ahí. Al fondo de la repisa, sus dedos notaron un pequeño cristal. Lo raro es que nunca antes lo había visto. Era completamente plano con la superficie lisa, biselado por los lados y transparente salvo por unas agujas doradas que lo atravesaban, brillando bajo el sol matutino. Cuanto más lo sostenía en las manos, más feliz se sentía. Era raro, pero el cristal parecía conocerla y, puesto que había aparecido como por arte de magia, debía ser especial. Lo guardó en uno de sus bolsillos de cremallera. La siguiente vez que ocurriera algo malo, lo cogería y se sentiría bien de nuevo.

Antes de salir de la habitación, Lucy se colgó en el cuello una cinta azul con una memoria USB enganchada a ella, cogió un jersey y echó una última mirada alrededor para asegurarse de que todo estaba donde debía. Pero algo raro estaba pasando con los cristales grandes de la estantería. Estaban en línea recta en una repisa elevada, pero sus irregulares sombras apuntaban a la dirección equivocada. ¿Esto no era algo científicamente imposible? ¿Tal vez las sombras al revés eran presagios de algo malo en el futuro? Tal vez la bruja de la señorita Dawson estaba enviándole algún tipo de mensaje horrible. Su mejor amigo, Sam Winter, sabría lo que significaban esas sombras al revés.

Sam y Lucy llevaban siendo amigos desde que él se mudó a la casa de al lado cuando ambos tenían cinco años. A Sam no le preocupaban las notas o lo que la gente pensara de él y no le interesaba lo más mínimo agradar a los profesores. Sus padres, ingenieros aeronáuticos, estaban de acuerdo con él prácticamente en todo, especialmente en que el colegio eran una gran molestia. Dedicaba todo el tiempo libre a recoger antiguos aparatos de comunicación que utilizaba para inventar otros nuevos. Sus últimas teorías tenían que ver con moléculas y ondas cerebrales. Como era un experto en comunicación, Sam podía oír todo tipo de cosas que los que no eran genios como él no podían oír. Lucy le oía a menudo mantener largas conversaciones con su adormilado y vidente perro pastor, Doppler.

No podía aguantar ni un minuto más en la habitación. Salió corriendo, cerrando la puerta de golpe, bajó estrepitosamente las escaleras, y pasó deprisa por donde estaba su madre diciendo algo sobre huevos revueltos. Cuando Lucy llegó a la parada del autobús, Sam tenía pinta de haberse caído de cabeza desde un árbol. De hecho, estaba mirando medio bizco a través de un magnífico cristal a una especie de moho amarillo.

Sin girar la cabeza, dijo:

–Sé que estás aquí, Lucy.

–¡Puaj! –soltó ella, mirando por encima de su hombro–. ¿Por qué te iba a interesar una especie de savia asquerosa que rezuma de un árbol?

Sam no parecía comprender.

–Puede que sea asqueroso, pero resulta que es una especie no descubierta de moho o, mejor dicho, de savia. Estoy bastante seguro de que no está registrada en Den Vinter Svampe, la autoridad danesa de todos los tipos de savias del mundo. Eso significa que le pondrán mi nombre a una savia. Impresionante, ¿verdad?

–Lo que tú digas –respondió Lucy–. Pero, ¿en serio crees que no se ha descubierto ya esa cosa viscosa? Espera, no contestes. Oigo venir al autobús. Si quieres guardar una muestra de esa sustancia pegajosa, más te vale ponerla en un tubo de ensayo o algo.

–Cierto –coincidió Sam recogiendo una gota de la extraña savia y vertiéndola en un tubo de cristal.

Cuando estuvieron sentados en el autobús, Lucy comenzó:

–Sam, ha ocurrido algo.

–Mmmm, vale.

Estaba ocupado escribiendo algo sobre la savia en un pequeño cuaderno de cuero.

Lucy volvió a empezar.

–¿No parece todo diferente hoy? ¿Cómo si hubiera ocurrido algo espeluznante?

Sam levantó la cabeza de golpe del tubo de ensayo que estaba etiquetando. Al escuchar algo sobre anomalías, se puso alerta y prestó atención.

–¿Espeluznante? ¿En qué sentido espeluznante?

El autobús chocó contra un bache, empujándolos contra los duros asientos. Lucy se agarró a la barra de detrás del asiento que tenía delante.

–Baja la voz –susurró–. Espeluznante, como ver sombras al revés.

Sam acercó tanto la cabeza hacia ella que se puso bizca.

–¿De verdad has visto una aberración cromática?

Lucy no podría creerlo. ¿De verdad había un nombre para eso?

–Sí, creo que podría ser eso –dijo ella–. Mis cristales estaban proyectando las sombras al revés esta mañana. ¿Crees que significa algo malo? ¿Cómo que la vieja de la señorita Dawson va a apuñalarme con su regla?

Sam se quedó mirando el techo del autobús.

–¿Y bien? ¿Qué opinas? –preguntó Lucy.

Muy lentamente, él respondió:

–No creo que las sombras desobedientes predigan apuñalamientos. La mayoría se conocen por pronosticar un viaje peligroso.

Lucy se estremeció. Los viajes peligrosos implicaban tormentas en el mar o caerse de un globo. Apoyó la cabeza contra la ventana abierta que tenía al lado y cerró los ojos. El viento le golpeaba la cara, moviéndole el pelo hacia atrás en finos hilos. «Espera un momento –pensó–, quizás las sombras desobedientes señalaban algo emocionante en el futuro, como la búsqueda de un tesoro». Ése era el pensamiento más seguro y menos aterrador.

El autobús patinó de lado en una resbaladiza alfombra de hojas mojadas antes de detenerse frente al colegio de secundaria Beverly. Lucy se preparó para los ojos de bruja de la señorita Dawson, pero cuando atravesó las puertas de la clase, la silla del profesor estaba vacía. Tampoco estaba acechando en las esquinas del aula.

–¿Dónde está? –quiso saber Lucy.

Sam se encogió de hombros.

–¿Qué más da?

No estaba ni remotamente interesado en el paradero de ningún profesor. Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Sin ellas, las cejas de Sam se juntaban dándole un aire preocupado. Su pelo casi blanco le colgaba por la frente como cintas despuntadas que se deslizaban bajo las gafas y se le metían en los ojos.

–Tienes suerte de no llevar gafas –comentó.

–De hecho, he estado pensado en comprarme unas transparentes para parecer más inteligente –replicó Lucy.

Sam suspiró.

–Qué tontería. ¿A quién le importa parecer inteligente?

–A mí –contestó Lucy–. Podrían hacer que mi cerebro trabaje más deprisa.

–Oh, por favor. Si tu cerebro trabajara más rápido, podría cortocircuitarse. Tienes sinapsis excesivamente veloces activas al mismo tiempo.

–Vale, ¿qué son las sinapsis?

–Son cortocircuitos minúsculos del cerebro que despejan tu mente para que puedas concentrar grandes cantidades de energía en una sola cosa –respondió Sam.

Incluso sin entender por qué las sinapsis y los cortocircuitos eran importantes, a Lucy le hacía sentirse mejor saber que él creía que los tenía.

Sam llevaba todas las cosas del colegio en una cartera vieja y estropeada que había pertenecido a su abuelo. Lucy le vio sacar el tintero, la pluma estilográfica, («no me sorprende que siempre tenga los dedos manchados de tinta», pensó) y un libro gordo titulado La atenta mirada de la Momia de Tauret, que sostuvo enfrente de ella.

Lucy leyó el título.

–Es un título estúpido. No hay ningún agujero en las vendas de las momias como para que la antigua momia como se llame pudiera mirar fijamente o no tan fijamente –opinó.

Sam metió un dedo entre las páginas del libro y explicó:

–La mirada no se refiere a la momia de verdad. De hecho, no existe tal cosa como los agujeros de las momias. El autor probablemente se los inventó porque sonaba macabro.

–Entonces, ¿de dónde viene la mirada?

Sam señaló a la estatua de la cubierta del libro y dijo:

–Los faraones egipcios eran enterrados en ataúdes de piedra dentro de grandes tumbas en medio de las pirámides. No les gustaba la idea de estar metidos dentro de las aburridas vendas durante siglos, así que mandaron hacer grandes estatuas con ojos de cristal, que daban miedo, para que las enterraran con ellos.

–Genial, pero, ¿por qué eso…?

–Espera un minuto, no he acabado –le cortó Sam–. En cuanto todos abandonaban la pirámide, el espíritu del rey salía flotando de las vendas y se introducía dentro de una de las estatuas. Desde el interior de la estatua podía observar las escenas felices de su vida que estaban pintadas en las paredes.

–Ah ya lo pillo –exclamó Lucy–. Es la mirada fija del espíritu del faraón la que mira a través de los ojos de cristal de la estatua.

–Exactamente.

Lucy apoyó la barbilla en las manos y dijo:

–Mi madre me contó que, después de que el faraón muriera en su tumba hace unos cuantos cientos de años, su espíritu subía hasta las estrellas en un barco mágico.

Sam asintió.

–Debía utilizar los túneles para volar hasta las estrellas.

Lucy levantó la cabeza de repente.

–¿Qué túneles?

–Bueno –dijo él–, más bien había como conductos de aire que iban desde la tumba hasta el exterior de la pirámide. Así es como los ladrones de tumbas conseguían entrar y robar todos los tronos y gatos de oro.

Llevaban esperando casi diez minutos. Lucy miró su reloj de Apple que brillaba en la oscuridad.

–La señorita Dawson nunca llega tarde. Si no viene pronto, la castigarán. Confío en que haya una ley en el Manual del Profesor que diga que un profesor no debería estar por ahí pasándoselo bien justo antes de la clase.

–No está pasándoselo bien –aclaró Sam–. Si necesitas saberlo, la señorita Dawson no está en ningún lado cerca del colegio hoy. Hay otra profesora justo a la entrada del aula hablando con alguien invisible.

Lucy lo miró boquiabierta.

–¿Qué?

Sabía que Sam hablaba a Doppler en lenguaje perruno y sabía que podía oír cosas fuera de lo normal, pero esto era de locos.

–La señorita Dawson zurraría con su regla a una persona que se atreviera a ser invisible.

–Te lo he dicho, no es ella –repitió Sam–, es alguien nuevo, alguien peculiar.

–¿Cómo sabes que alguien es invisible si ni siquiera puedes verlo?

–Lo sé porque quien quiera que esté ahí fuera suena como vacío.

Lucy no podía imaginarse cómo sonaba algo vacío.

–¿Y de qué hablan? –preguntó.

–No sé –contestó Sam–, pero hablan en un idioma que no tiene pronombres ni verbos transitivos.

–¿Cómo sabes esas cosas, Sam?

–No sé cómo las sé. Simplemente las sé, ¿vale? Date la vuelta, ya viene.

2. La señorita Arabella Lang

El picaporte giró, la puerta se abrió, y una mujer que parecía todo lo contrario a una profesora entró distraída en la clase. Tenía el pelo rubio recogido en un brillante moño francés. Sus zapatos plateados centelleaban y su vestido se agitaba a medida que cruzaba la clase hasta la mesa del profesor. Un saco rojo como el de Papá Noel le colgaba del hombro.

Lucy parpadeó. No era una persona normal. Tenía la palabra «magia» escrita por todos lados. La mujer se sentó en la mesa del profesor y cruzó las piernas. Lucy estaba hipnotizada por el zapato plateado que le pendía del dedo del pie. La hermosa mujer sonrió a las caras impacientes de los alumnos.

–Mi nombre es Arabella Lang. Estoy encantada de ser vuestra profesora mientras la señorita Dawson esté ausente.

«¿Ausente? –pensó Lucy– ¿Para siempre

–Qué bien lo vamos a pasar –comentó la señorita Lang alegremente. Parecía desprender luz desde dentro.

–Esperad a ver los deberes. Os van a encantar.

Lucy nunca había oído a un profesor hablar del colegio y de pasarlo bien a la vez, y claramente nunca le habían encantado los deberes. Había demasiada presión para hacerlos perfectos.

Se dio cuenta de que Sam había dejado de darse golpecitos en los dientes con su pluma de cristal.

–Completamente fascinante –susurró.

La señorita Lang continuó:

–Debéis estar pensando: «esta profesora está chiflada». ¿Quién ha oído alguna vez hablar de deberes divertidos?, ¿no?

Parecía una pregunta trampa. Los alumnos asintieron, luego lo pensaron mejor y negaron con la cabeza.

–Sin duda, os gustará aprender de mí –aseguró la señorita Lang–. Pero la verdadera diversión es aprender los unos de los otros. ¿Qué podría ser más fascinante que ver el mundo a través de los ojos de otra persona?

Los alumnos asintieron y se encogieron de hombros. Era difícil seguir a la profesora.

La señorita Lang se levantó de un salto de la mesa y concluyó:

–Ya es la hora de la fiesta.

–¿Qué fiesta? –preguntó Lucy.

Sam se encogió de hombros.

La señorita Lang explicó:

–He preparado rápidamente mi famoso pastel de piña al revés sólo para vosotros. Las piñas vienen muy bien para romper el hielo, ¿no creéis?

Alcanzó su saco y cogió un pastel cubierto con piñas, una jarra de limonada, y un montón de trompetas de fiesta. Entonces cortó el pastel en trozos uniformes y puso todo en una bandeja que empezó a pasar alrededor de la clase.

Los compañeros de Lucy asentían con la cabeza como robots. Sam le dio con las gafas.

–¡Ay! ¿Qué pasa? –exclamó Lucy.

–¿Qué tipo de profesora pierde el tiempo repartiendo pastel y trompetas?

–El tipo de profesora que mola, cállate –susurró.

Mientras comían el pastel, la señorita Lang hurgaba en su saco murmurando para sí.

Recórcholis. ¿Dónde he puesto esos chismes?

Rebuscaba en su saco pasando de lo que debían ser todo tipo de cosas guays hasta que finalmente dijo:

–Ah bien, aquí están –y sujetó un montón de sobres de color azul claro con los nombres de los alumnos escritos delante con una letra en forma de espiral.

Cuando todos hubieron engullido hasta la última miga del pastel, la señorita Lang sujetó los sobres y comenzó:

–Vuestra primera tarea es preparar una breve presentación en PowerPoint sobre el tema que hay dentro de vuestro sobre.

Esto era lo único que Lucy no quería volver a oír en su vida. Después de su humillante experiencia del día anterior, vivía aterrorizada con la idea de tener que hacer otra exposición oral.

–No intercambiéis las preguntas ni inventéis otra pregunta que os guste más –continuó la señorita Lang–. He diseñado cada pregunta sólo para vosotros y, si seguís mis instrucciones, no os perderéis.

Una luz centelleó en uno de los ojos azules de la señorita Lang. Se deslizó de mesa en mesa, lanzando los sobres con la palma de la mano.

Cuando Lucy leyó su pregunta, el precioso papel azul de la señorita empezó a agitarse en sus manos. Esta maravillosa profesora le había mandado una tarea imposible. La pregunta de Lucy era: