Sara Stridsberg

 

 

 

BECKOMBERGA
Oda a mi familia

 

 

Traducción de Carmen Montes

 

019

 

 

Sara Stridsberg, (Solna, 1972).

Escritora y dramaturga sueca. Su primera novela, Happy Sally, se publicó en 2004, y dos años después obtuvo un gran éxito con la publicación de Facultad de sueños, su segunda novela. Su tercera novela, Darling River, fue publicada en 2010. Por Beckomberga. Oda a mi familia recibió en 2015 el Premio de Literatura de la Unión Europea. Además de varios premios importantes, ha sido seleccionada tres veces para el prestigioso Premio August, la última en 2012 por su colección de obras de teatro, Medealand. De 2016 a 2018 fue miembro de la Academia Sueca, que otorga anualmente el Premio Nobel de Literatura. En abril de 2018 anunció su renuncia a las obligaciones como miembro de la academia a causa del escándalo de filtraciones y supuestos abusos sexuales. Stridsberg vive en Estocolmo.

 

 

 

Título original: Beckomberga - Ode till min familj

 

Agradecemos la ayuda de Swedish Arts Council
para la traducción de este libro

 

© Sara Stridsberg 2014

Publicado por acuerdo con Hedlund Agency

© De la traducción: Carmen Montes Cano

Edición en ebook: mayo de 2019

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B

28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

 

ISBN: 978-84-17651-61-9

 

Diseño de colección: Filo Estudio

Maquetación: Diego Moreno

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Composición digital: leerendigital.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Oda a mi familia

 

 

CubiertaPREMIO DE LITERATURA DE LA UNIÓN EUROPEA 2015 Beckomberga es un hospital psiquiátrico en las afueras de Estocolmo. Cuando Jimmie Darling es admitido en él, su hija, Jackie, comienza a pasar cada vez más tiempo allí. Cuando su madre se va de vacaciones al mar Negro, el hospital se convierte en el mundo de Jackie. El médico a cargo, Edvard Winterson, lleva algunas noches a Jimmie y algunos otros pacientes a grandes fiestas en la ciudad. Nada más entrar en el coche de Edvard descorchan la primera botella de champán en el asiento trasero. «Una noche más allá de los confines del hospital te vuelve humano», dice a sus pacientes. Beckomberga. Oda a mi familia, que recibió el Premio de Literatura de la Unión Europea en 2015, es una novela excepcional. Su autora, Sara Stridsberg, una de las mejores narradoras suecas de su generación. El hospital psiquiátrico, protagonista del libro, está ubicado en un hermoso parque cerca de un lago y adquiere dimensiones casi míticas.

  «Su franca honestidad y su reconocimiento del valor de los excluidos de la sociedad hacen de este un libro audaz e inteligente que, en definitiva, invita a sacar el mayor provecho de la vida».
Alastair Mabbott, The Herald

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Índice

 

 

Portada

Oda a mi familia

El último paciente (Olof)

I

La primera conversación

La noche

El último paciente (aún en la luz)

Pabellón de Stora Mans, marzo de 1986

El mapa (la arquitectura de la tristeza)

El último paciente (aún en la luz)

El paisaje

Bajo un cielo inmenso (el boceto de un hospital)

Oscura primavera

El último paciente (aún en la luz)

La llamada telefónica (Estocolmo-Cariño)

Los juguetes de Winterson

El bulevar de los tilos (Marion)

II

La segunda conversación (el Atlántico)

El mar Negro

Desde la perspectiva de la eternidad (Vita)

La enfermedad

El último paciente (aún en la luz)

Inger Vogel

Gravity the Seducer

Desde la perspectiva de la eternidad (Vita)

El Observatorio

El último paciente (aún en la luz)

La edad de los ángeles

Desde la perspectiva de la eternidad (Vita)

La gravedad del amor

Invierno en Estocolmo

III

La última conversación (sobre la soledad)

El último paciente (aún en la luz)

Et misericordia

Promoción

Sobre este libro

Sobre Sara Stridsberg

Créditos

Contraportada

Si te ha gustado

Oda a mi familia

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Memoria de la nieve

de Julio Llamazares

 

1

Mi memoria es la memoria de la nieve. Mi corazón está blanco como un campo de urces.

En labios amarillos la negación florece. Pero existe un nogal donde habita el invierno.

Un lejano nogal, doblado sobre el agua, a donde acuden a morir los guerreros más viejos.

En un mismo exterior se deshacen los días y la desolación corroe los signos del suicidio:

globos entre las ramas del silencio y un animal sin nombre que se espesa en mi rostro.

2

No existe otra espiral que el bramido del tiempo.

Amasar la memoria es bondad de alfareros, lentitud de veranos en fabulación.

Las grosellas derraman granates en la nieve y los silencios más antiguos en humo y humildad se desvanecen.

¿Dónde encontrar ahora el amargor del muérdago y el agua?

¿Dónde la ocultación de las leyendas y los bardos?

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3

Este es un paisaje de miradas de nata y tejados helados. Es un paisaje helado e indestructible.

Los niños muertos juegan junto al molino con cuévanos vacíos y varas de avellano.

Coronan de laurel y de nieve sus cabezas mientras, tras los marzales, aúllan a la luna, dolor del amarillo.

¡Dolor del amarillo! Hay en la noche cánticos sagrados y láminas de plata y hogueras rumorosas como lenguas de escarcha.

Como si todo fuera igual. Como si no hubieran pasado tantos años.

4

País de las abejas, donde derrama el sol su sangre por lánguidas riberas.

País de las abejas, más allá del lugar que brota en avellanos y en círculos de barro.

Un dolor atraviesa tus campos amarillos: espiral de la muerte, memoria de la nieve, remansada quietud de los helados estanques del invierno.

Bajo la bóveda perfecta de la tarde, arden sustancias indestructibles, bosques y animales, interminablemente.

Es el sonido blanco de los avellanos, la belleza crecida de la desposesión.

Y el silencio extendido como sangre sobre las lánguidas riberas del país de las abejas.

Oda a mi familia

Un ave marina de color blanco recorre flotando solitaria las galerías de Stora Mans, el pabellón masculino de Beckomberga. Es grande y reluciente y, en el sueño, yo corro para tratar de atraparla, pero no logro darle alcance antes de que salga volando por una ventana rota y desaparezca en la noche.

El último paciente (Olof)

Es junto al mástil de la radio de la estación de Spånga, final del invierno de 1995. Un paisaje invernal solitario y rígido se extiende ante él mientras va trepando por el mástil expuesto a los gélidos vientos. Tiene el cuerpo viejo y frágil, pero, por dentro, él se siente joven y está lleno de vigor. Mantiene la vista fija en las manos para no sufrir vértigo y la noche es clara a su alrededor, las puntas de alfiler que son los orificios de las estrellas a través de los cuales penetra la luz procedente de otro mundo, un destello intenso que brilla detrás de lo negro, una promesa de algo distinto, un resplandor capaz de iluminar y de velar por él en lugar de esta oscuridad fría y húmeda que siempre lo ha rodeado: un sol gris, un rayo de sol gris granulado. En el horizonte, la primera luz débil, palpitante, una franja atmosférica estrecha rosa y oro y, unos kilómetros más allá, está esperándolo su cama en un dormitorio de Beckomberga, vacía y vestida de limpio al lado de otras camas en cuyas sábanas descansaron un día las sombras de cuerpos blandos, durmientes y desprotegidos. Ya no queda ninguno.

Un buen rato se queda en lo alto, en el voladizo, y contempla la ciudad apagada y las escasas luces blancas en la noche. Luego se quita la chaqueta y el jersey grueso, el gorro negro del hospital y las gafas, lo deja todo a su lado en un pulcro montoncillo. El mundo se extiende a sus pies, un cobertor de casas y de calles y de personas que respiran como un único pulmón humano saludable y limpio y sereno, pero aquí no hay ningún futuro para él, nunca lo ha habido, él siempre ha vagado solo, con la marca de la enfermedad como un dibujo repujado bajo la piel, visible para todos salvo para él mismo. Cada vez que se ha acercado a una muchacha ella se ha retraído asustada y cada vez que le ha tendido la mano a alguien lo han interpretado como un gesto de hostilidad y lo han vuelto a trasladar al hospital. Una reja invisible extendida entre el mundo y él, con rostros mudos ellos le han dado la espalda, eso ha hecho que tenga miedo a las personas y ha ido retrayéndose y manteniéndose cada vez más apartado. No hay nadie que vaya a echarlo de menos en el mundo, esa grisura inmanejable, no cuenta con nada en particular que lo arraigue a nadie en particular, nunca ha estado desnudo con nadie, nunca ha conmovido a nadie, es como si hubiera ido avanzando bajo un ardor de oscuridad, ninguna deuda, ningún lazo con las personas, solo esa reja, esas cadenas invisibles que lo retienen y hacen de él un hombre solo.

Y cuando la enfermera atraviesa los dormitorios vacíos y enciende las lámparas diurnas de la última sección del pabellón masculino de Stora Mans, se lanza a la noche con un único deseo, que algo lo lleve, una mano o un viento, que algo lo mantenga en el mundo, pero no es más que un fardo que va dando vueltas, que gira varias veces en el aire antes de alejarse rodando por encima del filo del mundo, y cae a la tierra y se hace trizas.

Los últimos meses que ha pasado en Beckomberga le han dado permiso para salir solo, pero él nunca usa esos permisos, sino que se pasa los días junto a la ventana mirando los árboles, ni una sola vez sale al jardín a pasear con los demás. Deja de encender el globo terráqueo que durante muchos años ha tenido al lado de la cama, y la víspera del día en que va a dejar el hospital, después de la consulta del alta con el doctor Janowski, se para delante del cuarto de la enfermera de planta con la gorra y la americana encima del pijama y le comunica que va a salir unas horas a recoger flores. («¿Recoger flores en febrero?»). Él desaparece y no vuelve por la tarde ni tampoco al día siguiente. Unos días después, hallan el cuerpo sin vida debajo del mástil de la radio, una mujer que va paseando por la zona con un perro lo encuentra allí sobre el césped amarillo del año anterior, tendido con el pijama de rayas, la cabeza aplastada y escarcha en la ropa.

I

La primera conversación

—He visto en el periódico que ha muerto Edvard Winterson —dice Jim, sentado en el círculo de luz de mi flexo en la calle Jungfrugatan, y manosea un recorte de periódico, es una necrológica—. El jefe médico de mi sección en Beckomberga. ¿Te acuerdas de él, Jackie?

Las estrellas se encienden en el cielo una tras otra mientras hablamos, una hilera de perlas sobre el profundo azul, es la luz sorda, vertiginosa de las estrellas nocturnas, y claro que me acuerdo de Edvard, solía estar a la entrada de Stora Mans fumándose un cigarro al atardecer, una guirnalda de humo en la luz gris, su amplia sonrisa cuando vio a Jim, aquella vez que me quedé dormida en el tapizado desvaído del asiento trasero de su coche, cuando me llevó a casa desde el hospital.

A la suave luz de la lámpara, Jim me cuenta que, cuando estaba ingresado en Beckomberga, solía ir con Edvard Winterson en su Mercedes plateado a fiestas nocturnas en el barrio de Östermalm. A la puesta del sol lo recogían en su sección y luego cruzaban por el paseo de tilos y continuaban en dirección a la ciudad que se iba apagando, aquella ciudad que un día fue su vida. Edvard Winterson llevaba ropa de calle para él, una camisa limpia, vaqueros y chaqueta, que esperaban en la carrocería del coche en una pila ordenada, y cuando cruzaban la verja del hospital, ya tenía una copa y un cigarro en la mano.

—Edvard era un hombre fabuloso —dice Jim, y se ríe—, y él también estaba completamente loco. Nos enamoramos de la misma mujer. Sabina. ¿Te acuerdas de ella? Era un ser salvaje, y como Edvard no era más que un niño rico de Östermalm, no tenía ni idea de cómo tratarla.

Unos restos de nubes rezagadas avanzan por ese grabado desbordante que es el cielo esta primera tarde de invierno en la que Jim viene a verme y me habla de Beckomberga. Está de visita en Estocolmo, dentro de unos días vuelve a Cariño, la casa que tiene en el Atlántico. El latir de las últimas venillas rojas del sol y los bucles del humo de tabaco que abandonan sus labios mientras habla me hacen pensar en la niebla que se extendía sobre la zona cuando Lone y yo fuimos allí por primera vez para hacerle una visita, el humo de la nieve entre los edificios.

Todo estaba helado a nuestro alrededor, mientras caminábamos por los estrechos paseos asfaltados tratando de leer los letreros. Parecía que alguien hubiera cortado la corteza de los troncos empapados, y aún puedo oír los gritos de las urracas rebotando entre los edificios de aquel patio similar a un cuartel cuando corríamos a toda prisa hacia Stora Mans. Lone con un abrigo rojo claro y unas botas, algo inclinada hacia delante, agarrando fuerte las solapas del cuello con las manos. Parecía que estuviera atravesando una tormenta. El semblante pálido de Jim, sin sonrisa, tenía la mirada apagada y le temblaban tanto las manos mientras trataba de encender un cigarro que tuvo que rendirse y guardarlo otra vez. Lone, que en realidad había dejado de fumar, echó mano del paquete y se lo encendió, uno para él y otro para sí misma, y dio unas cuantas caladas rápidas sin tragarse el humo antes de aplastar el cigarro con el tacón de la bota.

Jim: Lo había intentado muchas veces con anterioridad, pero nunca demasiado en serio. Muchas veces me encontraba con la cabeza metida en el horno de gas de Lone cuando ella llegaba del trabajo. Un ramo de rosas en la mesa de la cocina y a encender el gas. Era un experimento. En esta ocasión fue como estar en caída libre. Iba cayendo y luego seguí cayendo sin cesar.

Los amigos de Jim en el hospital lo llamaban Jimmie Darling, y al cabo de un tiempo, yo también empecé a llamarlo Jimmie Darling cuando nos sentábamos junto con los demás pacientes en la breve pendiente rodeada de abedules jóvenes. El humo de los cigarros, que ascendía hacia el cielo, era señales de humo para quienes se encontraban al otro lado de la valla, un saludo nuestro al mundo de allá fuera. Yo juntaba colillas, que les daba a Jim y a Sabina, y más tarde a Paul.

—¿Jimmie Darling?

—Sí.

—¿Te vas a poner bien?

—No lo sé, Jackie.

—¿No quieres ponerte bien?

—Yo ya no sé lo que quiero, ya no sé lo que significa eso, lo que significa estar bien. Y aquí me siento en casa, más en casa de lo que me había sentido hasta ahora en ningún otro lugar. Las personas son distintas aquí, no tienen nada, y eso lo he aprendido aquí, que no importa lo que uno tiene ni dónde vive. Al final, todos somos iguales, no hay forma de protegerse.

—¿De protegerse de qué?

—No lo sé. De la soledad…, del precipicio interior.

—O sea, que no vas a volver, ¿no?

—Todavía no lo sé, Jackie. Tú no me esperes.

Sabina está tumbada boca abajo en la hierba negra que hay delante de la capilla, con un libro abierto.

—Todo lo que pido es libertad —dice, y levanta la vista hacia mí, y se le abren las pupilas a pesar de la intensidad del sol, hasta que lo único que queda del ojo es tinta negra y dolor puro—. Y cuando me niegan la libertad, como hacen siempre, yo me la tomo de todos modos.

Nunca olvidaré sus ojos, cómo se dilataban y se contraían a aquella luz tan fuerte bajo los árboles de Beckomberga. Ojos grandes, oscuros e inmóviles en su rostro, rígidos por las medicinas y el alcohol. Durante mucho tiempo ella fue mi imagen del futuro, ahora ya no sé. Una tarde que estoy en la ventana de la sección 6 la veo correr pendiente abajo junto a los abedules que hay detrás de Stora Mans, seguida de Edvard. Al llegar al gran roble, él le da alcance y tira de ella hacia abajo hasta la hierba, le arranca el collar y las perlas salen volando por el aire, como una cascada de agua, como gotas de lluvia de color azul.

Me paso meses encontrando perlas en la hierba, debajo del roble. Azul aciano, índigo, azul intenso, azul cielo… Y se van quedando cada vez más deslucidas, algunas perlas han perdido el color por completo, se han quedado como el marfil, incoloras. Primero pienso en devolverlas, pero resulta que no hay nadie a quien dejárselas.

Jim parece un niño viejo allí sentado, hundido en el sillón de un modo que parece que el asiento fuera enorme, con las piernas huesudas extendidas de cualquier manera. El sillón es una de las pocas cosas que quedan de Vita y Henrik, todo lo demás se ha perdido, lo vendieron hace mucho, cuando Jim necesitaba dinero. En las fotografías ellos van siendo cada vez más jóvenes a medida que nosotros envejecemos. Vita no tenía ni cuarenta cuando se marchó, un poco más joven de lo que yo soy ahora, y sus ojos siguen irradiando luz en las viejas fotos en blanco y negro de la boda.

Nadie creyó nunca que Jim iba a envejecer, claro. Siempre ha estado fuera del tiempo y ha vivido según sus propias reglas, como un niño grande ingobernable y peligroso, y siempre ha amado la muerte demasiado para que alguien pudiera imaginarse a un Jim envejecido. A veces pienso que Jim no tiene fotos de la vida posterior a la juventud, del envejecimiento, él siempre ha hecho lo que le ha venido en gana, siempre ha seguido todos los impulsos e instintos: ha mentido, engañado, bebido, abandonado; no creo que haya querido a nadie nunca. Ni a mí ni a mis hermanastros, quizá ni siquiera a Lone.

—Venga ya, Jackie —dice, olvidando que el año que viene cumple setenta—. Yo nunca me haré viejo. He llevado una vida demasiado dura. Y nunca he querido vivir. No de verdad. No como tú.

Otra vez ha decidido morirse, lo comunica sin ambages en cuanto entra por la puerta del piso de Jungfrugatan. «No quiero hacerme viejo, Jackie. Ya no hay nada por lo que seguir viviendo». Ha venido a Estocolmo para despedirse de mí y de Marion. Dentro de unos meses nadará mar adentro desde la pequeña bahía del norte de España. Ha guardado una caja de somníferos de la marca Imovane y me ha pedido la bendición, y yo se la he dado, puesto que suelo darle lo que me pide. Siempre me he quedado muda ante su presencia, es como si todos los pensamientos se destruyeran dentro de mí.

—Haz lo que quieras, Jim —le digo sin más—. Es lo que has hecho siempre.

Jim solía escribirme cartas cuando se mudó de la casa donde vivíamos Lone y yo a la estrecha habitación de alquiler de la calle Observatoriegatan, eso fue antes de que se fuera a Beckomberga.

—Por favor, Jackie, tienes que ayudarme. Basta con que vengas un rato después del colegio. Tú eres la única que puede salvarme ahora. ¿No puedes venir a verme, Jackie? Estoy tan solo aquí…

Yo nunca respondía a esas cartas, porque no sabía qué decir, y porque nunca tuve la sensación de que yo pudiera salvar a Jim ni aunque lo intentara de verdad. Al final, siempre lo ha salvado otro, una mujer como Sabina o el alcohol.

Jim está muy cambiado. Tiene la cara pálida a pesar del intenso sol ardiente que brilla sobre la casa de Cariño, y va vestido con un traje de caballero varias tallas más grande de la cuenta, y unos zapatos muy elegantes, un tipo de indumentaria que nunca había llevado hasta ahora. Antes siempre iba en vaqueros y camisetas archilavadas y zapatillas de deporte. Es como si se hubiera vestido para su propio entierro. Y aquella luz que siempre se le veía en los ojos ya no está. Aquella luz hermosa, aterradora, solitaria que se desbordaba, que iluminaba la noche a su alrededor y que revelaba un tipo particular de intensidad y de brutalidad, algo imparable, un fuego violento o un precipicio. Tiene el iris azul oscuro de uno de los ojos cubierto de una débil membrana lechosa, y la mirada inquieta, anhelante. Sin las mujeres y el alcohol, sin llevar dentro el destello de ese ardor sexual destructivo, no queda nada sino cenizas, solo un cuerpo envejecido dentro de un traje demasiado grande, sin futuro, sin esperanzas. Un tritón que surca el aire en verano, ese cuerpecillo tenso reluciente de agua, vibrante, elástico, a rebosar de vida y energía, que se seca cuando llega el frío con el invierno.

Hace mucho tiempo yo creía que nuestra familia estaba bendecida con una luz especial, pensaba que no iba a pasarnos nada malo. Jim tenía una forma de hablar del mundo que me hacía sentir que éramos sublimes y selectos, y cuando escuchaba sus historias sobre nuestra vida, parecía que todo se volvía dorado a nuestro alrededor. Cuando llegué a Beckomberga y conocí a aquellos ancianos que se referían a sí mismos como a reyes y majestades, reconocí en ellos algo de Jim. Su vida también parecía dorada, sublime. Flotaban solitarios un poco por encima de la vida de los demás. En sus cabezas, ellos recorrían el mundo en grandes carrozas doradas, amados y temidos por todos.

Al otro lado de mi ventana se ve el blanco sol invernal deshilachado que se alarga en busca de los pinos y transforma las copas de los árboles en oro, antes de desaparecer detrás de la iglesia de Hedvig Eleonora. Por un instante, me da la impresión de que aquellos árboles enormes están ardiendo. Las raíces y los troncos desnudos brillan como el fuego al anochecer, pero la débil luz dorada no tarda en ahogarse en las sombras. Es un invierno de Judas, de una suavidad traicionera.

Jim me ha parecido frágil hoy, cuando nos hemos visto en los jardines de Humlegården, inestable a pesar de que estaba sobrio, desorientado en la nueva Estocolmo. Y si él es viejo ya, yo tampoco puedo ser muy joven, me dije observándolo mientras me buscaba inquieto con la mirada entre la muchedumbre, como un niño que buscara a sus padres. Lone es más atemporal, a veces me da la impresión de que es más joven que yo, nunca la he oído hablar mal de nadie, ni de Jim ni de ninguna otra persona. Pienso que debe de tener una predisposición especial para el amor, Marion se siente atraído por ella como por una flor.

—Háblame más de Edvard —le digo a Jim, que sigue sentado bajo el blando círculo de luz de la lámpara, porque tengo la clara sensación de que está a punto de irse de verdad, de que esos son nuestros últimos minutos juntos antes de que desaparezca. Y él sigue hablando mientras la luz de la hora azul desciende a toda velocidad y la sustituye el frío resplandor de la farola.