BREVE HISTORIA
DE LA GUERRA
DE
BOSNIA

BREVE HISTORIA
DE LA GUERRA
DE
BOSNIA

Fernando Sánchez Aranaz

Colección: Breve Historia

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Título: Breve historia de la guerra de Bosnia

Autor: © Fernando Sánchez Aranaz

Copyright de la presente edición: © 2019 Ediciones Nowtilus, S.L.

Camino de los Vinateros 40, local 90, 28030 Madrid

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Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio

Imagen de portada: Paramilitares serbios conocidos como «los Tigres de Arkan» derriban la bandera musulmana en una mezquita en Bijeljina, Bosnia, durante la primera batalla en la guerra de Bosnia el 31 de marzo de 1992 (Ron Haviv)

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ISBN edición digital: 978-84-1305-043-0

Fecha de edición: mayo 2019

Depósito legal: M-12979-2019

Prólogo

Veinte años después del final oficial de la guerra de Bosnia —que no solucionó el problema pero detuvo la masacre—, vivimos en un mundo que repite las mismas historias y los mismos errores. Ucrania, Irak, Siria, Afganistán, Palestina, por no citar los olvidados conflictos de África, son muestras de la incapacidad humana para resolver los conflictos o, dicho de otra manera, de la indiferencia de los poderosos hacia el sufrimiento de las gentes cuando están en juego sus intereses.

Antes de elegir para este trabajo el aséptico aunque descriptivo título de guerra en Bosnia, barajé algunos otros. Acaso debiera haber trasladado el sentimiento que tenía, ciertamente pesimista. Podía haber elegido un título como Bosnia: la muerte de la esperanza, o Genocidio en Bosnia, quizá El sacrificio de los inocentes. Sin embargo, no he querido cargar las tintas del mensaje ya desde el título, no por un deseo de imparcialidad, sino por todo lo contrario.

Pero la guerra de Bosnia, desde mi punto de vista, tuvo otros efectos en nuestra propia sociedad. El pacifismo a ultranza, manifestado en numerosas ocasiones durante los quince años anteriores, en cuestiones tales como el desarme nuclear, la entrada de España en la OTAN, las bases militares de los Estados Unidos, la objeción de conciencia al servicio militar, la resolución no violenta de conflictos, se vio primero sorprendido y, luego, trastornado, confundido, bouleversé que dirían los francófonos, y materialmente puesto patas arriba. Incluso los que, como es mi caso, pretendemos, sin duda presuntuosamante, considerarnos discípulos y seguidores de Gandhi, «aprendices de noviolentos», como diría Gonzalo Arias, no tuvimos más remedio que aceptar hasta la admiración la heroica defensa armada que los ciudadanos de Bosnia y Herzegovina hicieron de su república y de su proyecto político y social, que incluía una defensa de la identidad propia de cada comunidad.

En la guerra de Bosnia hubo posiciones muy diferentes de partida y, después, se dieron una agresión y unos agredidos. Los que, por ejemplo, en los conflictos centroamericanos alentábamos la lucha noviolenta, los que abogábamos por el desarme unilateral, los que nos negábamos a servir a la patria con las armas en la mano, los que repudiábamos el uso de la violencia como arma política, los que estuvimos en contra de la guerra del Golfo, nos vimos exigiendo a la ONU y a la OTAN una intervención militar contra los serbios y nos alegramos, bien conscientes de nuestras contradicciones, cuando los bosnios burlaron el embargo de armas que se les había impuesto.

Con este libro he pretendido cubrir varios objetivos. En primer lugar informar sobre los antecedentes históricos y las razones reales o míticas del conflicto yugoslavo. Luego, dar cuenta de los acontecimientos inmediatamente previos al comienzo de la guerra en Bosnia, así como acerca de aquellos que sucedieron en los primeros meses de esta. Después, extraer consecuencias; consecuencias principalmente sobre los proyectos políticos que se pusieron en juego tras estos acontecimientos, sobre sus posibles vías de solución, sobre el presente y el futuro de las ideas pacifistas y sobre la función de las organizaciones no gubernamentales en todo este tinglado.

Mi idea inicial fue haber hecho un relato exhaustivo de los acontecimientos durante los más de tres años de guerra. Sin embargo, una vez repasados los datos de los que disponían, bastante abundantes por otra parte, fruto de un seguimiento diario de la prensa durante ese tiempo, me pareció innecesario, reiterativo hasta la saciedad, incidir en los sufrimientos, las agresiones, las injusticias, la muerte repetida, la mentira y la burla a los más elementales derechos humanos que supuso la decisión política del ultranacionalismo serbio y, también, del croata, de llevar adelante sus proyectos a costa de la población no serbia y no croata, en su caso, y a pesar de la oposición, blanda desde luego, de la llamada comunidad internacional. Para muestra basta un botón. Lo que sucedió en las primeras semanas, incluso antes en la mente de los meticulosos organizadores de la construcción de la Gran Serbia, reiterado hasta la locura, es lo que pasó a lo largo de toda esta guerra.

Información, pero también indagación para comprobar si de aquel desastre hemos sido capaces de poder extraer alguna ilustración, alguna enseñanza para el futuro.

Y ya a nivel personal, debo explicar cuáles fueron mis razones para emprender este trabajo.

Yo soy uno de los que fueron educados por aquellos jesuitas —temprana y lúcidamente contestatarios de finales de los años sesenta y principios de los setenta—, los cuales nos inculcaron que no se puede permanecer indiferente ante la injusticia. Tal enseñanza es un arma de doble filo, ya que si, como es muy habitual, uno no hace nada ante una situación de abuso o ante una arbitrariedad, un resquemor en la conciencia comienza a corroerle, no dejando elección más que para dos opciones: hacerse un cínico, impasible ante el sufrimiento ajeno, o implicarse en el conflicto en la medida que se lo permitan sus circunstancias, sus posibilidades o sus fuerzas. Los que no tenemos demasiada habilidad para la impasibilidad nos vemos obligados bien a la acción, bien a la corrosiva intranquilidad de conciencia.

En mi caso había algo más. De antiguo he contemplado con una mezcla de horror y solidario estupor la historia de los moriscos españoles. Esa sucesión de vejaciones, ese intento de consecución de la unidad a base de la forzada adscripción a una misma creencia y forma cultural y religiosa, que alcanza su punto culminante, cuando se comprueba la imposibilidad de tal camino, en la eliminación física. Me ha parecido siempre el capítulo más sórdido de la historia de España. Al margen del debate izquierda-derecha, o acaso por mi postura en él, mi actividad política se ha guiado, desde que me preocupo por estas cosas allá por el mítico sesenta y ocho, por la creencia en que la sociedad, cualquier sociedad, es plural, por lo que constituye una necesidad articular una convivencia, un plano de igualdad, entre los que son distintos. Unas veces me ha tocado defender la propia identidad postergada, otras enfrentarme a parte de mis conciudadanos para hacerles comprender que la identidad mayoritaria no puede pretender asimilar a los que no son como ellos, ni mucho menos considerarlos ciudadanos de segunda. Por ello, a medida que individualizaba mi propia identidad personal, me fui haciendo más partidario de que la diversidad aporta riqueza, pero que al mismo tiempo es preciso poseer una identidad propia. Cuando uno emprende este camino, se da cuenta de que no son solo las formas religiosas, étnicas o culturales las que dan forma a las distintas identidades, sino que hay también otras circunstancias y condicionantes que hacen que una persona pueda llegar a ser considerada como diferente por algún motivo. Homosexuales, enfermos de sida, discapacitados, ancianos y un largo etcétera de candidatos a la marginación de todas clases nos dicen, en todo momento, que estamos obligados a fundamentar el futuro en aquello que es común a todos los hombres y no en nuestras diferencias, pero que a la vez es preciso mantener un equilibrio con las identidades comunes de cada colectivo.

Tolerancia y democracia, sociedad de ciudadanos, igualdad, solidaridad, paz en suma, pero también lucha por la consecución de la justicia, deberían ser los valores que guiasen un mundo en el que pudieran evitarse episodios como aquel de la guerra de Bosnia. La esperanza que, en muchos corazones, se abrió aquella noche de agosto en que cayó el muro de Berlín, se rompió en Bosnia al cabo de menos de tres años, con el preocupante episodio previo de Kuwait.

La memoria histórica me retrotrae al momento en el que la Castilla de los Reyes Católicos, allá a finales del siglo XV, decidió que su expansión imperialista precisaba de una unidad nacional, a todas luces inexistente, lo cual se intentó lograr basándose en una común e impuesta adscripción al cristianismo católico romano y a la lengua castellana. Los musulmanes hispanos que todavía no habían emigrado pasaron de ser mudéjares a ser moriscos, musulmanes convertidos, en realidad criptomusulmanes. Los judíos ya antes habían sido obligados a seguir el mismo camino. El resto de las diferencias se pretendieron diluir en la común adscripción a la fe católica, empresa que, como ha demostrado la historia, estaba destinada al fracaso.

¿Quiénes eran esos moriscos que aún resistieron más de un siglo en la clandestinidad esquizofrénica de su doble vida? Simplemente los descendientes de aquellos hispanos que a partir del siglo VIII se fueron convirtiendo al islam. Tan españoles a principios del siglo XVI como cualquiera y más que algunos como, por ejemplo, los navarros, que todavía poseían un reino independiente y parte de los cuales fueron forzados a ser españoles, mientras que otros acabaron siendo franceses contra su voluntad. Con base en su adscripción religiosa, y en nombre de la necesidad de unidad que precisaba la idea imperial, a judíos y moriscos les fue negada su condición de españoles, cuando previamente no les había sido negada la de castellanos, aragoneses, valencianos, andaluces o murcianos. El mudéjar castellano era posible, el morisco español no.

La magnitud de la injusticia me llevó, resabios jesuíticos, a solidarizarme con aquellos moriscos. Entonces estalló el conflicto en Bosnia. Con horrorizado asombro comprobé que lo que allí ocurría, era una repetición, trescientos ochenta años después, de lo que había sucedido en la España de principios del siglo XVII.

El paralelismo era insoportable. Un territorio en el que parte de la población se había convertido al islam, que había sido gobernado por sus naturales musulmanes, en el que, luego, estos habían quedado en minoría demográfica o política. Un proyecto político uniformizador, basado en presupuestos míticos, en el que etnia, religión y territorio se pretende que sean una sola cosa. Tras ello el horror, asesinatos, destrucciones, deportaciones, la eliminación física como solución a un problema que únicamente existía en la mente mitómana y paranoica de políticos e intelectuales. La Biblioteca de Sarajevo en llamas, igual que el 1 de diciembre de 1499 ardieron en la plaza granadina de Bibarrambla todos los libros escritos en caracteres arábigos que no pudieron ser escondidos a tiempo.

¿Qué podía hacer yo sino implicarme? Bosnia y Herzegovina y, por supuesto, cualquier otro país incluido el mío propio, debía ser una sociedad de ciudadanos tolerante y democrática; la injusticia cometida con los moriscos españoles no podía ser repetida con los musulmanes de Yugoslavia.

Acudí, a primeros de septiembre de 1992, a una conferencia sobre el tema celebrada en Valencia y organizada por la Asamblea Europea de Ciudadanos por el Acta de Helsinki. De vuelta contacté en mi ciudad con personas que mantenían la misma inquietud y preocupación que yo. Hablamos con las autoridades y conseguimos que llegasen al País Vasco un contingente de ciento cuarenta refugiados bosnios, la mayoría mujeres y niños, también algunos ancianos, la mayor parte musulmanes, que se repartieron por distintas ciudades del País Vasco. Pretendíamos sacarlos del duro invierno bosnio, esperando que, en primavera, pudieran volver a sus hogares. Nos equivocábamos.

Después de lo pasado y lo vivido en aquellos años, solo un deseo: que no vuelva a repetirse nada parecido. Que no volvamos a sentir como necesaria la intervención de las armas. Es un trabajo duro y largo el que tendría que haber sido hecho para que los jóvenes serbios se negaran a ir a la guerra; el que hubiera provocado que los políticos e intelectuales imperialistas hubiesen sido una minoría absurda.

Que no vuelva a suceder. Que no se vuelva a repetir. Esa es la responsabilidad de todos.

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Antecedentes históricos

DE ROMA AL ISLAM

A la muerte del emperador romano Teodosio, en enero de 395, el Imperio quedó dividido entre Occidente y Oriente bajo el gobierno de sus hijos Honorio y Arcadio. La línea divisoria entre ambos territorios pasaba, de norte a sur, por la actual frontera entre Bosnia y Serbia, siguiendo el curso del río Drina. Lo que hoy es Bosnia y Herzegovina venía a ser la provincia de Dalmacia —junto a la zona costera croata del mismo nombre—, que correspondió al Imperio de Occidente.

Bosnia y Herzegovina es una región interior, montañosa, formada por los Alpes Dináricos, cuya máxima altitud es el monte Cursnica de 2228 metros de altitud. Esta cadena se halla surcada, de sur a norte, por los valles de los ríos Drina, Bosna, Vrbas, Sana y Una, afluentes del Sava que lo es a su vez del Danubio; de norte a sur corre el Neretva, que desemboca en el Adriático. Semejante configuración supone un relieve realmente complicado.

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Serbios ejecutados por austrohúngaros en 1917

La población de Bosnia y Herzegovina es mayoritariamente de origen eslavo. Los eslavos llegaron a esta región a partir del siglo VI, imponiéndose a las antiguas poblaciones ilirias y latinas, que fueron asimiladas por ellos o eliminadas. Los eslavos del sur (eslovenos, croatas, bosnios y serbios) quedaron aislados entre germanos y húngaros al norte, búlgaros al este, albaneses y griegos al sur y los dálmatas, en la costa adriática, cuya cultura y lengua latina subsistirían hasta el siglo XIX.

Muy tempranamente estos eslavos fueron objeto de la actividad cristianizadora de las iglesias de Roma y Constantinopla, cuyos misioneros entablaron una verdadera competencia con el fin de llevar a estas ovejas a sus respectivos rediles. Como consecuencia de ello, croatas y eslovenos se integraron en la Iglesia de Roma, mientras que los serbios se adscribieron a la de Oriente. Esta diferencia motivó que los primeros, a la hora de entrar en el mundo de la escritura, utilizaran el alfabeto latino, mientras que los segundos usarían el cirílico, inventado por el monje griego san Cirilo con fines evangelizadores. Sin embargo el idioma hablado por todos ellos —excepto por los eslovenos que poseen su propio idioma— es el mismo, el llamado serbo-croata.

Los bosnios, por su parte, acogieron mayoritariamente una particular creencia de origen maniqueo, cuyos seguidores, llamados «paulicianos», fueron deportados desde Armenia en 872 por el emperador bizantino Basilio I, y se establecieron en Bulgaria con el nombre de bogomilitas, tomado de su primer predicador, Bogomil —quien extendió la doctrina por toda la región—. Paulicianos y bogomilitas creían en la existencia de dos principios: el del bien y el del mal, en lucha constante. Rechazaban las jerarquías eclesiásticas y los sacramentos, propugnaban una vivencia religiosa espiritual y ascética. Políticamente, el bogomilismo suponía una vía de protesta social de las clases populares frente a los privilegiados, por lo que estas doctrinas neomaniqueas experimentaron una gran expansión, siendo conocidos estos bogomilitas como patarinos en el norte de Italia, y como cátaros en Occitania. No es ninguna coincidencia que tanto los paulicianos de Asia Menor como los bogomilitas de los Balcanes se convirtieran al islam cada uno a su tiempo, ya que sus creencias, salvado el escollo de la absoluta unicidad de Dios, les preparaban a una religión como la musulmana, sencilla e integradora a la vez de todas las facetas de la vida, así como fomentadora de la solidaridad comunitaria y de la igualdad entre los creyentes, independientemente de sus orígenes. Por otra parte, su islamización supuso el fin de una larga época de opresión. Es de resaltar el paralelismo, como veremos, entre esta situación y la producida en la península ibérica a la llegada del islam.

EL IMPERIO OTOMANO

Uno de los motivos por el que los bosnios bogomilitas pudieron mantener su identidad al comienzo de su historia fue sin duda la pobreza de su territorio, realmente poco apto para el desarrollo de la agricultura y la ganadería. El otro fue la movilidad de sus señores, que sin duda impidió una acción continuada en su contra. Al hecho de que se encontrasen en la tierra de nadie entre las cristiandades latina y griega, se unió el de que, de ser la prefectura bizantina de Dalmacia, pasaran a pertenecer, el año 924, al recién creado Reino de Croacia bajo el rey Tomislav. Dicho reino se liberó del vasallaje a Bizancio con el rey Demetrio Zvonimir, coronado por el papa de Roma Gregorio VII en 1076, con lo cual Croacia quedó en la órbita romano-católica. Los bosnios hicieron el papel de pueblo-tapón entre ambas cristiandades. Esta condición de población fronteriza será muy importante en la región también en otros casos, como tendremos oportunidad de comprobar más adelante. En 1089 Croacia pasará a formar parte del Reino de Hungría, siendo a partir de 1102 un banato autónomo dentro de él.

Por su parte, los serbios habían estado divididos en zupas o clanes, de los que primeramente se distinguirán los que profesaban el catolicismo romano, los cuales constituirán Montenegro. Los seguidores de la ortodoxia griega se unificaron en 1151, de la mano de Esteban Nemania, para formar el Reino de Serbia. En 1219 el rey Sava formó la Iglesia nacional ortodoxo-serbia, nexo de unión de todos los serbios en adelante. En 1330, tras la victoria de Küstendil sobre los búlgaros, Serbia se convirtió en la principal potencia balcánica, hasta el punto de que el rey Esteban Dusan, conocido como Uros IV, tras conquistar el norte de Macedonia y de Albania, se hizo coronar en Skopie «emperador de serbios y griegos». En esos momentos la Iglesia serbia, convertida en patriarcado, era el mayor terrateniente se feudalizó el poder y se deshizo el reino en principados incapaces de oponerse al avance otomano, cuya soberanía fue reconocida en 1389, tras la batalla del Campo de los mirlos en Kosovo. En 1459 toda Serbia estaba integrada en el Imperio otomano.

En Bosnia el siglo XIII fue de persecuciones contra los bogomilitas en Bosnia, al igual que lo fue contra los cátaros en Occitania. Posteriormente la caída de Serbia ante la expansión turca provocó un período de independencia, que duró hasta su inclusión en el Imperio otomano en 1463. Herzegovina logró mantener su independencia hasta 1483.

En 1512 Moldavia reconoció la soberanía otomana, en 1526 Hungría y en 1529 los turcos estaban a las puertas de Viena. Solo a partir de la derrota naval de Lepanto, en 1571, el poderío otomano comenzó a declinar lentamente.

Tan lentamente como que en 1683 los turcos asediaron nuevamente Viena. En 1699 perdieron Hungría, incluida Transilvania, cuya corona pasó a manos de la casa de Habsburgo, con lo que se formalizó la constitución del Imperio austrohúngaro. En 1717 tuvo lugar la conquista de Belgrado por las tropas del príncipe Eugenio de Saboya. En 1739 el límite del Imperio otomano dejaba en su interior a las actuales Bosnia, Serbia —excepto la Vojvodina húngara—, Rumanía excepto la Transilvania también húngara y Bulgaria, quedando Eslovenia y Croacia —menos la costa dálmata que era veneciana— para los austrohúngaros. Precisamente de esa época data el establecimiento por los austrohúngaros de poblaciones serbias, como campesinos-guerreros, en los territorios fronterizos con el Imperio otomano, viviendo junto a las poblaciones croatas y húngaras, pero sin mezclarse con ellas. Son las llamadas Krajinas.

TIEMPOS MODERNOS

Las consecuencias de la Revolución francesa y de las campañas napoleónicas supusieron un respiro para los turcos, que vieron como las potencias europeas se repartían sus áreas de influencia en el Congreso de Viena de 1815.

Sin embargo, previamente, los serbios, cuyo nacionalismo era alentado por la Iglesia ortodoxa, habían iniciado una revuelta en 1804, encabezada por George Petrovic, llamado Karadordevic Jorge el Negro, cuyo liderazgo se vio más tarde combatido por Milos Obrenovic, quien a la postre, en 1830, logró la hegemonía en una Serbia, constituida como principado autónomo, dentro del Imperio otomano.

Mientras tanto, en Grecia se había producido, en 1820, una rebelión antiturca fomentada por los británicos, los cuales querían establecer bases navales para completar su control del tráfico marítimo en el Mediterráneo, puesto que ya poseían Gibraltar y Malta. En 1827, el Reino Unido intervino abiertamente en el conflicto, apoyado por Francia y Rusia, y así Grecia se constituyó como Estado independiente; permanecieron dentro del Imperio otomano las actuales Macedonia, Tracia, el Épiro y Tesalia, que hoy pertenecen a Grecia.

En 1853 el Imperio otomano declaró la guerra a Rusia, quien previamente había lanzado un ultimátum a los turcos a raíz de un conflicto habido en los Santos Lugares, bajo administración otomana, entre religiosos católicos y ortodoxos, con el pretexto de su pretendido derecho de protección de la Iglesia ortodoxa, tras lo cual fueron invadidos por los rusos los principados danubianos, es decir, Serbia, Valaquia y Moldavia, que al año siguiente, tras la intervención en la guerra de las potencias aliadas occidentales, cayeron en manos de Austria. Por fin, en 1856, la Paz de París estableció en estos territorios un protectorado europeo bajo soberanía turca, con la neutralización del mar Negro.

El desmembramiento del Imperio otomano prosiguió inexorablemente. En 1861 se formó el Estado de Rumanía por la unión de los principados de Valaquia y Moldavia. En 1862 se configuró también Serbia como Estado independiente, bajo el gobierno de Miguel Obrenovic. En 1875 tuvo lugar un levantamiento búlgaro contra los turcos, que fue apoyado por Rusia y Serbia. Por fin, en 1878, el Congreso de Berlín consagró la independencia de Rumanía, Serbia y Montenegro, mientras que Bulgaria permaneció como principado autónomo dependiente de Turquía, quien mantuvo Macedonia y el Sandzak, mientras Austria obtuvo el derecho de administrar Bosnia y Herzegovina, que permaneció bajo soberanía turca.

Estos nuevos Estados comenzaron bien pronto a tener problemas entre ellos. En 1885 Serbia —que se había proclamado reino en 1882— se enfrentó a Bulgaria y perdió la guerra. Como consecuencia de ello, un movimiento de militares nacionalistas serbios, la Mano Negra, da un golpe de Estado, asesinando al rey Alejandro I, lo que significó el comienzo del expansionismo serbio.

Por su parte Grecia se anexionó en 1897 la Tesalia. Posteriormente, con la ayuda de las grandes potencias, en cumplimiento de la política de Enosis, es decir, la unión de todos los territorios habitados por griegos, provocó una insurrección en Creta, isla que en 1897 obtendrá la autonomía, para más tarde, en 1908, integrarse en Grecia.

A partir de 1903 reinó en Serbia Pedro I Karadordevic, gobernando el Partido Radical de Nicola Pasic. Se produjo un enfrentamiento con Austria, potencia que llevó a cabo la supresión de sus importaciones del principal producto serbio, la carne. Serbia sobrevivirá gracias a la ayuda francesa.

Mientras tanto el Imperio otomano se había ido descomponiendo. Las mermas territoriales, la intervención de las potencias extranjeras y problemas de orden interno, como la rebelión wahabí en Arabia, habían ido minando su estructura. En 1875 se produjo la total bancarrota del Estado, de forma que la deuda pública tuvo que ser, desde 1881, administrada por las potencias internacionales, siendo pignorados los ingresos nacionales. Claro es que a esta desastrosa situación económica se había llegado tras una masiva penetración de capital occidental, a partir de 1856 con la Paz de París, como consecuencia de la cual las potencias occidentales obligaron al sultán Abdul Medjid I a promulgar el Tanzimat Disposiciones Útiles, reforma jurídica y administrativa que, entre otras cosas, favorecía la firma de tratados comerciales con bajas tasas aduaneras para la importación, lo que llevó a la caída de la producción interna y a un fuerte endeudamiento exterior, de manera que la economía turca era dirigida, en la práctica, por los consulados europeos. En 1876, en el marco de un nuevo intento de reconducción de la situación, se publicó la Ley Fundamental del Estado, que fue anulada posteriormente por el sultán Abdul Hamid II.

En estas circunstancias de postración tiene lugar el nacimiento del movimiento de Jóvenes Turcos, resultado de la fusión de varios grupos de oficiales, entre ellos la sociedad secreta de Mustafá Kemal. Este movimiento quería representar la doble oposición popular a los Gobiernos autocráticos y al intervencionismo extranjero.

En 1908 griegos y serbios se disponían a iniciar sus respectivas creaciones de la Gran Grecia y la Gran Serbia. Tales pretensiones se vieron frenadas por el acuerdo entre los imperios austrohúngaro y ruso de reparto de sus influencias en los Balcanes, en lo que respecta a Serbia por la anexión por parte de Austria de Bosnia y Herzegovina, territorio que ya administraba desde el Congreso de Berlín de 1878, y para ambos por la proclamación de Bulgaria como reino independiente. Sin embargo, Rusia se sintió engañada por Austria en la cuestión de la apertura del Bósforo y los Dardanelos a sus barcos de guerra, por lo que rompió el pacto, alineándose junto a Serbia. Gran Bretaña apoyó a Rusia e intentó forzar la celebración de una conferencia sobre el futuro de Bosnia, idea que fue rechazada por Austria, quien lanzó un ultimátum a Serbia. Mientras tanto Turquía abandonó el Sandzak a cambio de una indemnización económica; este pasó a manos serbias. Por su parte Montenegro se declaró independiente en 1909.

En 1912 Rusia alentó la creación de la primera Liga Balcánica, que formaron Serbia, Bulgaria, Montenegro y Grecia, quienes declararon la guerra a Turquía: se trata de la primera guerra balcánica. Se produjo una situación extremadamente crítica ante un previsible cambio de los equilibrios favorable a Rusia y Francia y contrario a Austria, Alemania e Inglaterra. Italia terció en el conflicto al oponerse a que Serbia obtuviera una salida al Adriático, ya que deseaba anexionarse Albania. La situación se resolvió temporalmente en la Conferencia de Londres, en mayo de 1913, de la siguiente forma, siempre en perjuicio de Turquía: Grecia se anexionó el sur de Macedonia, las islas del Egeo y, definitivamente, Creta; Serbia se hizo con el norte de Macedonia, el norte del Sandzak y Kosovo; Montenegro con el sur del Sandzak; Bulgaria obtuvo Tracia, pero descontenta con el reparto, al no conseguir Macedonia, declaró la guerra a Serbia, en la que se conoce como segunda guerra balcánica, viéndose ayudada por todos los demás aliados, por Rumanía y hasta por Turquía. La situación se resolvió en la Paz de Bucarest, firmada en agosto de 1913. Bulgaria perdió definitivamente Macedonia y también la Dobrudja, esta en favor de Rumanía; Albania se constituyó como principado independiente, cortando las aspiraciones serbias de salida al Adriático.

CREACIÓN DE YUGOSLAVIA

El 28 de junio de 1914, un bosnio serbio, Gabrilo Princip, miembro de la organización Unidad o Muerte, fundada por el coronel serbio Dimitrievic en 1911 con el propósito de unir en un solo Estado a todos los territorios en los que hubiera alguna tumba serbia, asesinó a tiros en Sarajevo al archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austriaco, y a su esposa Sofía Chotek. Austria acusó al Gobierno serbio de estar tras la trama del crimen, imputaciones que este rechazó, ante lo cual Austria, tras una escalada de la tensión, declaró la guerra a Serbia el 28 de julio: había comenzado la Gran Guerra, luego conocida como Primera Guerra Mundial.

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Gabrilo Princip capturado en Sarajevo en 1914

Rusia apoyó a Serbia, mientras Alemania hizo lo propio con Austria, declaró la guerra a Rusia el 1 de agosto y exigiendo la neutralidad a Francia, que había firmado una alianza con Rusia. Ante su negativa, Alemania invadió Bélgica y atacó a Francia el 3 de agosto, ante lo cual Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania y a Austria-Hungría. Las demás naciones se alinearon de la siguiente forma: Turquía y Bulgaria con Alemania y Austria-Hungría; Italia, Montenegro, Rumanía y Grecia, este país en 1917, con Gran Bretaña, Francia, Rusia y Serbia; Albania permaneció neutral.

Alemania apoyó en Rusia movimientos revolucionarios que cristalizaron en la Revolución de 1917, que llevó a los bolcheviques al poder. Por su parte Austria fomentó los nacionalismos, lo que dio como resultado la vuelta a la independencia de Polonia en 1916.

El inicio de la guerra fue favorable a las potencias centrales, que lograron dominar el área balcánica, tomando Belgrado en octubre de 1915 y Bucarest en diciembre de 1916, se estabilizó el frente en Macedonia.

El 6 de abril de 1917 Estados Unidos declaró la guerra a Alemania, haciéndolo el 7 de diciembre a Austria-Hungría. Por otro lado, tras el triunfo de la Revolución en Rusia, el nuevo Estado soviético declaró extinguida la situación de guerra con Austria-Hungría y Alemania, con diversas concesiones territoriales, entre ellas el reconocimiento de la independencia de Ucrania, Finlandia, Polonia, Lituania, Letonia y Estonia, en la Paz de Brest-Litovsk.

Sin embargo, a pesar de la situación favorable en el frente oriental, la intervención norteamericana en el frente occidental, unida al extenuamiento de las potencias centrales, y al estallido de levantamientos revolucionarios en su seno, provocó la petición de un armisticio, por parte de los imperios alemán y austrohúngaro, que entró en vigor el 11 de noviembre de 1918, y la rendición incondicional del Imperio otomano.

Como consecuencia del mismo, Hungría accedió a la independencia, aunque bastante mermada territorialmente: Transilvania pasó a Rumanía, Vojvodina, parte a Serbia y otra parte a Eslovaquia, para formar con Bohemia y Moravia la nueva República de Checoslovaquia. A continuación las potencias vencedoras formalizaron tratados de paz con los países vencidos. El mapa de los Balcanes sufrió grandes alteraciones.

Bulgaria cedió Tracia a Grecia. Turquía perdió su imperio asiático en beneficio de Francia y Gran Bretaña, quien también obtuvo Chipre, declarándose independiente Armenia. Eslovenia, Croacia y Bosnia y Herzegovina, desgajadas del Imperio austrohúngaro, pasaron a formar en 1918, junto a Serbia, que englobaba a Macedonia, Vojvodina y Kosovo, y a Montenegro, el reino de los serbios, croatas, y eslovenos, es decir, Yugoslavia.

Tal reino se instauró por medio de la Constitución de 1921 como un Estado unitario, en el que las minorías nacionales no disponían de una autonomía efectiva. En la práctica se trataba de un Estado centralizado en Serbia. Esta situación provocó diversas tensiones y disturbios, especialmente en Croacia, que culminaron con la instauración en 1929, por el rey Alejandro Obrenovic, de la dictadura monárquica, con la disolución del Parlamento y la división administrativa de Yugoslavia en nueve banatos que no se atenían a las tradicionales divisiones históricas, lingüísticas y culturales. En 1934 fue asesinado en Marsella el rey Alejandro, por un militante de un grupo independentista macedonio, aliado de los ustachas croatas de Ante Pavelic. A pesar de la abolición de la dictadura por el regente —Pablo Karadordevic, el nuevo rey, Pedro II, tenía once años—, de la promulgación de una nueva constitución, de la celebración de elecciones para un parlamento bicameral y de la formación en 1939 de un Gobierno con ministros croatas, el descontento persistió.

Mientras tanto, entre 1920 y 1922 se había desarrollado una nueva guerra greco-turca, que había sido precedida por un gran movimiento de poblaciones, en el que 1 350 000 griegos pasaron de la península de Anatolia al continente europeo, mientras que 430 000 turcos se vieron forzados a emigrar de la Macedonia griega y de Tracia a Turquía.

Previamente, Mustafá Kemal se había distinguido como caudillo del Movimiento Nacional Turco, que propugnaba la creación de un Estado republicano y laico dentro de las fronteras nacionales turcas. En 1920, tropas británicas tomaron los ministerios del Ejército y de la Marina, disolviendo el Parlamento. El Gobierno otomano persiguió a los nacionalistas, condenando a muerte a Mustafá Kemal. El sultán Mohamed VI fue obligado a firmar la Paz de Sèvres, por la que Turquía debía ceder a Grecia Tracia oriental, excepto Estambul, las islas del Egeo —excepto Rodas— y Esmirna; a Francia, Siria y Cilicia; a Gran Bretaña, que ya tenía Chipre y Egipto, Irak, Palestina y Arabia; a Italia Antalya, el Dodecaneso y Rodas.

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Alejandro I de Yugoslavia, asesinado en 1934

Este tratado no fue aceptado por los kemalistas, que se hicieron con el poder, circunstancias en las que se produjo la guerra greco-turca, provocada por un mandato de los aliados occidentales al primer ministro griego Venizelos para que restableciera el orden en Anatolia. Esta guerra fue perdida por los griegos, que tuvieron que retirarse de Tracia oriental y de Esmirna; los franceses también se retiraron de Cilicia y los italianos de Antalya. Los turcos aprovecharon la situación para acabar con el joven Estado de los armenios, los cuales debieron resignarse a emigrar o a refugiarse en la República de Armenia integrada en la URSS, produciéndose un auténtico genocidio. Estas recuperaciones territoriales fueron sancionadas en la Paz de Lausana en 1923.

Mustafá Kemal, tras abolir el sultanato, instauró la República turca, y trasladó la capital a Ankara. Su movimiento tomó el nombre de Partido Popular Republicano, siendo el único legal. Se cambió el alfabeto árabe por el latino y, en general, se tendió a occidentalizar y laicizar a los turcos. Mustafá Kemal, denominado por sus seguidores Atatürk, Padre de los Turcos, gobernó de forma omnímoda hasta 1938, sucediéndole Ismet Inönü, quien a su vez ostentó la presidencia hasta 1950. Bajo su Gobierno se realizaron reformas democráticas, se autorizaron nuevos partidos y se reintrodujo la enseñanza religiosa en las escuelas.

El 1 de septiembre de 1939 el ejército hitleriano invadió Polonia por el oeste, mientras el 17 del mismo mes el ejército soviético de Stalin lo hacía por el este. Polonia dejó de existir como Estado independiente. Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania. Había comenzado la Segunda Guerra Mundial. El 5 de junio de 1940 los alemanes invadieron Francia, ocuparon París el 14 de junio. El 22 del mismo mes Francia capituló.

A partir de octubre de 1940 la guerra se extendió por los Balcanes. Italia atacó a Grecia desde Albania, anexionada el año anterior. Los griegos, con ayuda británica, consiguen repeler el ataque e incluso ocupar un tercio de Albania. La política exterior alemana en el área fue en la dirección de lograr adhesiones al pacto tripartito Alemania-Italia-Japón. Así lo hicieron Hungría, Bulgaria, Yugoslavia y Rumanía, que debieron ceder el norte de Transilvania a Hungría y la Dobrudja a Bulgaria, y Eslovaquia, desgajada de Checoslovaquia, convirtiéndose Bohemia en un protectorado alemán. Austria había sido anexionada al Reich en 1938. Turquía permaneció neutral.

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División de Yugoslavia en la Segunda Guerra Mundial

El 27 de marzo de 1941 el rey Pedro II de Yugoslavia dio un golpe de Estado antinazi en Belgrado, y pactó a continuación con la Unión Soviética. Al mes siguiente tropas conjuntas alemanas, italianas, húngaras y búlgaras invadieron Yugoslavia. A continuación se dirigieron contra Grecia que quedó completamente ocupada el 1 de junio.

Yugoslavia fue repartida entre los ocupantes: Carniola y Estiria pasan al Reich alemán; el resto de Eslovenia, Croacia, menos Dalmacia, y Bosnia, formaron el Reino de Croacia, con el duque de Spoleto como rey y bajo el Gobierno fascista de Ante Pavelic; la parte oriental de Macedonia pasó a Bulgaria; parte de la Vojvodina fue recuperada por Hungría; Dalmacia y Montenegro resultaron formalmente independientes, pero bajo administración italiana; el resto de Serbia quedó bajo régimen de ocupación alemana, con un Gobierno colaboracionista.

Desde el primer momento se organizaron en las zonas montañosas de Croacia, Bosnia y Montenegro movimientos de resistencia, de los cuales los principales fueron los chetniks serbios de Draza Mihajlovic, nacionalistas y monárquicos, y los partisanos comunistas del croata Josip Broz Tito. Estas organizaciones guerrilleras lucharon contra alemanes y ustachas fascistas croatas, pero también entre sí. Los aliados apoyaron a Tito y el rey Pedro II, que residía en Londres, presionado por el Gobierno británico, le confirió en 1944 el mando único de la resistencia.

Los reveses alemanes en Rusia y la intervención en Europa de los Estados Unidos dieron la vuelta a la marcha de la guerra, de manera que el 18 de octubre de 1944 los partisanos de Tito, apoyados por tropas soviéticas y búlgaras, liberaron Belgrado. Se formó un Gobierno de coalición apoyado por la URSS, del que fue primer ministro Tito. Se convocaron elecciones para la Asamblea Nacional, siendo la única lista la del Frente Popular de Liberación, constituido en un 90 % por comunistas. En 1945 se proclamó la República Popular Federativa de Yugoslavia, formada por seis naciones: Eslovenia, Croacia, con la península de Istria, Bosnia y Herzegovina, Macedonia, Montenegro y Serbia, a su vez con dos regiones autónomas: Vojvodina con una importante minoría húngara y Kosovo con mayoría albanesa.