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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Alison Hart

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Fuerte como el amor, n.º 1013 - septiembre 2019

Título original: Rock Solid

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-430-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

El cielo de Idaho era de un azul resplandeciente; el paisaje montañoso, una belleza; la tarde primaveral tan seductora como el beso de un amante… y el corazón de Lexie latía, aterrorizado.

Siempre le había gustado volar y la avioneta era más emocionante que una montaña rusa. Volar no era el problema. Sus recientes ataques de ansiedad lo eran.

Llevaba varios meses soportándolos. Su corazón empezaba a dar saltos en cualquier momento, le sudaban las manos, no podía dormir y se le hacía un nudo en el estómago. Su médico le había dicho que era estrés, pero ella sabía que no era cierto.

A los veintiocho años, su vida era un sueño. Ganaba dinero a sacos y, además de tener éxito, su trabajo era una alegría y un reto para ella. No había ninguna excusa para esos repentinos ataques de pánico… pero Lexie podía sentir que empezaba de nuevo: el nerviosismo, el nudo en la garganta, el miedo absurdo…

–¿Se encuentra bien, señorita Woolf? –preguntó el piloto, un personaje con camisa de flores y un gran bigote.

–Estupendamente –contestó ella. O debería estarlo, pensó. Había decidido retirarse a la montaña precisamente para resolver ese estúpido problema suyo.

–Estamos a punto de aterrizar. La montaña Silver es uno de los lugares más bellos del mundo. Le va a encantar.

–Ya –murmuró ella. Montañas, árboles, aire fresco. Estaba empezando a sentir náuseas. Lexie recordó su despacho en Chicago, con el escritorio de caoba, la alfombra persa y… la pantalla gigante de televisión, conectada permanentemente al servicio de noticias financieras de la NBC.

Quizás aquel ataque de ansiedad era justificado, pensó entonces. Además de su constante preocupación por el índice de bolsa Dow Jones, para ella una estancia en el campo era peor que tomar jarabe de ricino.

La avioneta rodó sobre la hierba, dio un par de botes y volvió a rodar hasta quedar parada. Frente a ella no había nada, excepto pinos y montañas. Ni edificios, ni teléfonos, ni asfalto… nada familiar.

El piloto, Jed Harper, apagó el motor y abrió la puerta de la avioneta con una sonrisa en los labios.

–Usted no se preocupe de nada, señorita Woolf. Será una persona nueva dentro de un mes, se lo garantizo. Y… ah, mire, ahí llega Cash. Le va a encantar. Como a todas las mujeres.

Lexie salió de la avioneta. No había ido allí para conocer a nadie. Solo había ido para librarse de sus ataques de ansiedad. Sin embargo, el aire tan puro, el aroma a… naturaleza, hacían que su estómago se encogiera. A aquella altura, el aire era tan limpio que le dolían los pulmones. ¿Cómo iba a respirar sin polución? No estaba acostumbrada. ¿Dónde estaba el reconfortante monóxido de carbono, el olor a gasolina? ¿Dónde estaban los grandes almacenes?

–Hola, Jed. La estábamos esperando, Alexandra. Bienvenida a la montaña Silver.

Lexie estaba tan distraída con el paisaje, que no le prestó atención al hombre con voz de tenor. Había pagado una pequeña fortuna por pasar allí un mes, de modo que sería culpa suya si se ahogaba con tanto oxígeno.

–Gracias, señor McKay… Cash. Y no me llames Alexandra, llámame Lexie…

Lexie no pudo terminar la frase. Sabía que el hombre con el que estaba hablando era Cash McKay, el propietario del refugio. Había reconocido su voz por las conversaciones telefónicas, pero pensó que sería un tipo feo y viejo.

El sol le impedía ver su cara, pero cuando se acercó, se dio cuenta de dos cosas: la primera, que estaba frente al hombre Marlboro en carne y hueso… sin cigarrillo. Aquel tipo era guapísimo; alto, musculoso, con los ojos azules y… «estaba para comérselo». Y la segunda, que estaba colocada en una pendiente y la mano que había alargado para estrechar la del hombre estaba peligrosamente cerca de la entrepierna del «bombón».

Lexie levantó la mano hasta una altura apropiada y Cash la estrechó, sonriendo. Ella se había resignado a un mes de tortura, pero ver a Cash McKay de vez en cuando iba a aliviar gratamente sus sufrimientos.

–Lexie… –repitió él, con una sonrisa. Pero ella se dio cuenta de que no le había causado demasiado efecto. Quizá no le gustaban las morenas de pelo corto y piel pálida–. Me alegro de conocerte en persona. Espero que te guste la montaña. Jed, ¿quieres subir a tomar un té?

–Claro. ¿Dónde está mi mocoso favorito?

–Sammy está en el colegio, pero llegará a casa dentro de una hora –sonrió Cash.

–¿Sammy? –repitió Lexie.

–Mi hijo. En realidad, es mi sobrino, pero yo lo considero mi hijo. Lo conocerás durante la cena, si no antes… aunque es un poco vergonzoso con las mujeres –explicó Cash, sonriendo. Lexie se quedó alelada mirando aquella sonrisa de cine. Jed sacó dos de sus maletas de la avioneta y él sacó otras tres. Ninguno de los dos hombres hizo comentario alguno sobre la enorme cantidad de equipaje–. ¿Alguna cosa más, Lexie?

–Eso es todo –contestó ella, pensando en eso del sobrino-hijo. Pero, mientras lo pensaba, se tropezó con una raíz. No tenía mucha importancia porque Lexie estaba acostumbrada a tropezarse continuamente, pero debía cambiar sus sandalias italianas por algo más cómodo. Cuando llevaban caminando unos metros, empezó a faltarle la respiración–. No estoy acostumbrada a hacer ejercicio.

–Nadie lo está la primera vez que llega aquí. Para eso vienen. Para olvidarse del estrés de la gran ciudad, ¿no es así?

–Sí –contestó ella. Aunque nadie le había advertido que tendría que respirar un aire tan exageradamente limpio.

–Aunque no estés acostumbrada al campo, esto te gustará. Aquí no hay reuniones, ni presión…

Lexie conocía las razones por las que había ido allí, de modo que no tenía por qué escucharlo. Además, podría haber estado mirando su espalda durante todo el día.

Durante años, había elegido a sus novios con el mismo cuidado con el que elegía sus acciones, estudiando los pros y los contras, la posible duración, el valor a largo plazo. Su método de análisis funcionaba estupendamente en la bolsa, pero con los hombres… Lexie había renunciado temporalmente a jugar con algo tan arriesgado.

Como le había dicho a su amiga Blair, los vibradores eran mucho menos exigentes.

Pero eso no significaba que no le gustase mirar. En una escala de 0 a 10, Cash McKay era un diez en lo que se refería a traseros. Y a Lexie siempre le habían gustado mucho los traseros masculinos. Los vaqueros le quedaban como si se los hubiera hecho a medida. Tenía el pelo corto, de un color entre castaño y caramelo, y su piel bronceada contrastaba con sus brillantes ojos azules. Era un hombre-hombre, con mandíbula cuadrada, nariz recta y… aquel trasero del que Lexie no podía apartar la mirada.

–Estamos llegando. La casa está a unos metros.

–Muy bien –suspiró Lexie, sin dejar de mirar el objeto de sus simpatías. Unos segundos después, una cabaña de madera apareció ante sus ojos. Una cabaña enorme de tres pisos, con un porche que la rodeaba completamente. Lexie subió los escalones, tropezándose en uno de ellos, y entró en la casa.

Aquel sitio parecía el decorado de una película del oeste. En el vestíbulo había una escalera estilo Lo que el viento se llevó y a la derecha, un enorme salón, con una chimenea de piedra y sillones de cuero. Las ventanas eran muy altas y el suelo de madera estaba cubierto de alfombras. En una esquina, una mesa de billar y un piano.

Un sitio muy acogedor.

–Aquí es donde solemos pasar las tardes –explicó Cash, indicándole que lo siguiera–. Por la noche encendemos la chimenea porque casi siempre hace fresco. Aquí está el comedor… –Lexie asomó la cabeza y vio una enorme mesa de pino y una lámpara hecha con una antigua rueda de carromato–. Encontrarás las horas de las comidas en tu habitación, pero si tienes hambre, puedes bajar a la cocina cuando quieras. Queremos que te sientas como en casa… con una sola excepción. Antes de seguir, tenemos que parar un momento –siguió diciendo Cash, mientras abría la puerta de una oficina–. Me temo que tienes que desnudarte.

Lexie se quedó boquiabierta.

–¿Has dicho desnudarme?

–Sí –contestó él, muy serio–. Vamos, ve soltando todos tus valores o tendré que registrarte yo mismo –siguió diciendo Cash, con una sonrisa malévola–. El ordenador, el móvil, la calculadora…

Lexie sonrió.

–¿Todo?

–Bueno, si necesitas un chupete puedes quedarte con el móvil. Aquí no hay cobertura, así que da igual. Lo demás, a la caja. Si no lo puedes soportar, pídeme la llave y te dejaré jugar un rato con tu ordenador.

Lexie lo miró, un poco asustada. Aquella era la razón por la que había ido a la montaña Silver; para no trabajar, ni hablar por teléfono, ni ver las noticias económicas. Le había pagado una fortuna al señor Cashner McKay para que la mangonease a su antojo, de modo que no tenía sentido protestar.

–Pero tendrás una televisión, ¿no?

–Sí. En mi dormitorio. Ninguna en las habitaciones de invitados.

Lexie tragó saliva.

–Yo… no me he separado del índice Dow Jones desde hace nueve años.

–Te entiendo –dijo él, con paciencia–. Uno de mis clientes es un médico que suele sufrir un ataque de asma durante los primeros días porque no puede usar el busca. Los primeros días son lo peor, pero luego se pasa. Tienes que darte una oportunidad a ti misma.

–Claro que sí. De hecho, estoy deseando empezar con el programa –dijo ella, muy decidida. Pero Cash tuvo que luchar un poco para quitarle el ordenador. Para Lexie era como si le arrancaran el cordón umbilical–. ¿Hay algún teléfono?

–Claro. No estamos en la luna. Jed viene con la avioneta un par de veces por semana y en mi cuarto hay radio, teléfono y ordenador. ¿Quieres ver tu habitación? –preguntó Cash, antes de quitarle todos sus juguetes. Incluso le quitó el reproductor de discos compactos. De un tirón–. La cocina está por aquí –siguió diciendo Cash, mientras la acompañaba por el pasillo–. También hay un gimnasio, una sala de masajes y un jacuzzi. Bubba es el masajista. Lo conocerás mañana. Esta noche conocerás a Keegan, el cocinero, y a George, que se encarga de la limpieza. Si sales de la casa, díselo a alguien. O deja una nota en la cocina. No queremos que te pierdas…

Cuantas más cosas le contaba sobre aquel sitio, más asustada estaba Lexie. Quizá aquello había sido un error, aunque en Chicago, le había parecido una idea estupenda. Ella era una trabajadora compulsiva y había tenido que elegir un sitio en el que, sencillamente, no podría trabajar. Pero no había imaginado que fuera un sitio en el que podría haber osos. Y en el que no había grandes almacenes.

–Hemos llegado –dijo Cash entrando en una habitación–. El cuarto de baño es esa puerta. La cena se sirve a las siete, de modo que tienes tiempo de descansar y dar una vuelta. Si quieres algo antes de…

–No, estoy bien.

–¿Ninguna pregunta? ¿Te gusta la habitación?

–Me encanta –sonrió ella, mirando la cama con dosel, la cómoda de cerezo y el edredón de colores. En aquella cama podrían dormir tres personas.

Las ventanas en su apartamento de Chicago, su apartamento de dos mil dólares al mes, daban a otro edificio. Pero allí solo había montañas y montañas. Y montañas. En realidad, era tan precioso como una postal. Pero Lexie se preguntaba si podría estar allí más de veinticuatro horas.

–¿Lexie?

Cuando Cash puso la mano en su hombro, ella se volvió con el instinto de una mujer de ciudad que desconfía de los extraños. Cash apartó la mano, pero la calidez de sus ojos azules la sorprendió.

–Perdona, estaba distraída.

–Te sientes como un pez fuera del agua, ¿verdad?

–Sí –contestó ella, sinceramente.

–Esta montaña es mágica, te lo juro. No tiene que gustarte el paisaje inmediatamente, ya lo irás descubriendo –dijo Cash–. Los dos tenemos el mismo objetivo. Que no te vayas de aquí hasta que estés completamente relajada. ¿De acuerdo?

–De acuerdo –murmuró Lexie. Y, en ese mismo instante, decidió que estaba enamorada de Cash McKay.