Rogelio Riverón

BAILAR CONTIGO EL ÚLTIMO CUPLÉ

Ganadora del Premio Italo Calvino 2008

Edición Digital

LECTORUM

Colección Marea Alta


D. R. © Editorial Lectorum, S. A. de C. V, 2009

L. D. Books Inc.

Primera edición: marzo de 2009

ISBN edición electrónica: 9781939048318

© Portada: Raúl Chávez Cacho

Características tipográficas aseguradas conforme a la ley Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización escrita del editor.


Para Kathy, que aún me está escribiendo.

 

Esta noche cenaré con mi espectro.

Alexandr Blok

 

...y luego, de pronto, le preguntó si no lo habían asaltado.

Miguel Collazo


Índice:

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

 


I

Son dos negros —dijeron la Bella y la Cupletista—, pelados al rape, flacos, y uno tiene la voz de un cantante de ópera.

Pero los policías querían más detalles, por ejemplo, la edad aproximada de ambos, la estatura.

—Si se apuran un poco, los agarran —les dijeron en respuesta—; no hace nada que se fueron por esa esquina.

—Correcto —aceptaron los policías—, pero ¿seguro que están bien?

—Pues, claro, compañeros.

Y uno de ellos extrajo su walkie-talkie y trató de poner sobre aviso a sus colegas.

—¿Nos podemos ir? —preguntaron entonces, casi a dúo.

—Sí, vayan —respondió un agente—, y tengan más cuidado las tres por esas calles oscuras.

—Te salvaste —le dijeron a la mujer cuando habían dejado atrás a los policías—, si llegas a decirles que te estábamos asaltando, te hubiéramos apuñalado allí mismo, aunque después ellos sacaran las pistolas y nos tirotearan.

La mujer, enmudecida, les entregó lo que llevaba y se escurrió pegada a la pared.

—Vamos —dijeron, entonces—, por hoy es bastante —y salieron en busca de una guagua que las llevara a dormir lejos de La Habana Vieja y su bullicio de bares y de paseantes, y de las impúdicas oportunidades para ganar dinero.

Llegaron a la casa y una dijo: “¡Qué cansada estoy!, no voy ni a mear”, y cayó en la cama a medio desvestir, mientras la otra seguía hacia un rincón, rebuscaba en cazuelas heladas, se metía algo en la boca, iba al baño, permanecía después frente a la ventana unos minutos observando la noche (ahora silenciosa), escuchaba el ulular distante de un perro, suspiraba, se dirigía a la cama. “Muévete un poco”, decía, buscando su espacio.

Despertaron tarde, hambrientas y morosas, estirándose con expresión contrariada, como si el sueño en realidad las hubiera agotado. Casi enseguida una fue hasta el equipo de música y puso un bolero sentencioso y suave, para atemperar el ambiente del cuarto escaso de luz, escaso de muebles —apenas un viejo sofá que dificultaba el paso, una mesa redonda y dos sillas contra la cama— y salpicado de ropa por aquí y por allá: unas blusas sobre la mesa, unos jeans en el sofá, un ancho pañuelo de seda en el respaldo de una silla.

Cuando el olor de un pésimo combustible comenzaba a esparcirse por el cuarto, alguna dijo:

—Un día nos va a comer la mugre. Deberíamos limpiar un poco, ventilar esta cueva.

—Quema un palo de incienso —replicó la otra—. El incienso se lleva los malos olores y es como si hubieras limpiado.

Callaron unos minutos durante los que en el cuarto reinó el resuello del fogón de queroseno. Después, la Bella comentó:

—Si supieras lo que soñé anoche...

—Desahógate —sugirió la Cupletista.

—Soñé que asaltábamos a una mujer.

—Qué bueno.

—Y que nos sorprendió la policía.

—Coño.

—Pero entonces fingimos ser las víctimas y los policías se lo creyeron.

—¿Cómo hicimos?

—Tú mencionaste a unos negros. Aseguraste que las tres éramos víctimas, que los negros nos habían asaltado a las tres, y la mujer no te desmintió. Si supieras lo claro que veo todavía el miedo en su cara... Se le había congelado la mirada. La aterraba pensar que pudiéramos matarla allí mismo.

—Tanto detalle para qué —protestó la Cupletista.

Después hizo como si le interesara el relato del asalto y dijo:

—Unos negros. Unos negros.

—Dos, flacos, sin pelo, perfumados, y uno tenía la voz gruesa, como si pesara en realidad 200 libras.

Almorzaron a media tarde y comenzaron a prepararse para la noche. Parecía que alimentaban un ritual de doble filo: bañarse, amoldarse el cabello, pintarse las uñas; todo como si les disgustara y al mismo tiempo fuera alentador, promisorio. En esos trajines andaban cuando llamaron a la puerta. Era Rítzar, macilento, silencioso, a veces risueño; “con los ojos perdidos no se sabe en qué sitio”, pensó la Bella, “como siempre”.

Le ofrecieron un té y él indagó por algo de ron para mezclarlo. Le indicaron una botella a punto de vaciarse, y sonrió. “Es lo único que hay”, escuchó que le advertían, y se acomodó en una esquina del sofá, y ellas parecieron olvidarse de su presencia por un rato. Después, una le preguntó por los libros, por Anazabel.

Rítzar bebió del té y suspiró.

—Ahí —dijo y volvió a beber.

—¿Los libros o ella? —indagó la Cupletista.

—Las dos cosas —contestó él.

—Esos amores oscuros —comentó la Cupletista.

—Así está bien —susurró él—, oscuros y todo.

—Allá tú —estimó la Cupletista.

Eran amigos sin saber bien por qué. Puestos a buscar la lógica de aquella relación, tal vez los tres se encogerían de hombros, desistieran de las explicaciones. Lo cierto es que las visitas de Rítzar tenían algo de cíclico, de imprecisa simetría. Recalaba en aquel cuarto cada cierto tiempo, siempre a matar su melancolía en la sombra, lejos del mundo. “Esa Anazabel es una puta”, habían tratado de explicarle sus amigas, “fina y simpática, pero puta, Rítzar”, mas él era terco. En todo caso, no se trataba sólo de ella, pensaba.

—Dejen eso así —les pidió ese día—, que yo veré qué hacer.


II

Inclinado a fabular, Rítzar advertía una especie de parábola en la manera en que había conocido a Anazabel. Fue en el verano, una tarde en que de pronto pareció que se gestaba un pequeño diluvio. Miró entre los edifcios hacia el norte, de donde soplaba el presagio, y como andaba lejos de su casa, se dijo que mejor trataba de encontrar una guagua antes de que se hiciera la lluvia. Estaba en Ayestarán y debía llegar hasta Monte, pero enseguida comprendió que no tenía paciencia para aguardar y siguió a pie, cruzó frente a la Plaza de Carlos III y se alejó por la acera, entre los vendedores tumultuosos y siempre algo agresivos, y la gente que paseaba ajena a la vecindad del agua, según creyó. Sólo por curiosidad, pues no se había dejado intimidar por la inminencia de la lluvia, volvió a escrutar el cielo entre los edificios, hacia el norte. El gris oscuro de las nubes se iba trasladando hacia Carlos III, y de vez en cuando unas gotas reventaban contra el pavimento, pero se contenían de repente, como mandadas a esperar por un influjo caprichoso.

Unas cuadras más allá, Rítzar se vio alcanzado por un bullicio gradual y se apresuró, en busca de una explicación. En la esquina descubrió al grupo de observadores y un mechón de humo que se escapaba de un edificio Se detuvo a mirar a la distancia el humo que, desde el último piso, trepaba al cielo despacio, desdibujado por leves golpes de un viento que olía a humedad. El fuego no era considerable. De hecho, comentaban algunos, había sido controlado por los mismos vecinos antes de que aparecieran los bomberos. Una débil guedeja se elevaba todavía, irresoluta, cada vez más desorganizada a causa del viento, y un olor, también contenido, a madera chamuscada se dejaba caer sobre los transeúntes. Por entre la gente que se había detenido a observar, Rítzar distinguió a una muchacha que venía del edificio y, cuando la tuvo cerca, descubrió que estaba llorando.

Quiso saber qué le sucedía, pero ella le dijo que no, que no era nada, sólo se había dejado impresionar por el fuego. Le gustó aquella forma de decirlo: “Sólo me he dejado impresionar por el fuego”, y lo rondó la idea de que tal vez la muchacha no fuera cubana.

—Me llamo Anazabel —dijo ella—, y soy cubana; una cubana del Cotorro con un nombre poco usual.

Sonrió Rítzar y se autorizó a mirarla con algún detenimiento. Era trigueña, de pelo largo, negrísimo, y una cintura que estaba más allá de sus palabras, y unos brazos fuertes, y una boca pequeña, y unos ojos que ahora reflejaban reposo tras los espejuelos.

Finalmente la lluvia había comenzado a repicar en la acera, y el coro frente al edificio, del que ya no brotaba humo, se iba disipando. Anazabel intentaba sonreír y, mientras subían a los portales, Rítzar comprendió que no podía dejarla escapar. Ella murmuraba algo sobre el fuego en el edificio, pero él no la escuchaba. Atropelló la frase al proponerle otro encuentro y ella, mirando a lo lejos la calle mojada, dijo despacio que bueno, que estaba bien, que si tenía paciencia cualquier día se la iba a encontrar en un recodo del malecón, cerca del Prado, cerca de un edificio al que llamaban De las Cariátides. Para colmo, la lluvia cesó de forma repentina, fue tan simulada como el incendio de poco antes, y Anazabel declaró que debía marcharse. Rítzar se apresuró a decir que pronto, al día siguiente, iría a buscarla, porque no quería que su imagen se le volviera humo, como el que un momento atrás la había hecho impresionarse, y la acompañó un poco más, hasta que se despidieron.

Sentados en el muro del malecón la tarde en que finalmente volvieron a encontrarse, Anazabel no demoró en confesarle que acababa de salir de una relación difícil: “Hasta hace poco tuve marido”, dijo, y él no pudo entender si lamentaba la separación o se alegraba de ella. Después hizo una pausa y miró a lo lejos, donde el mar se volvía cielo, o al revés. A su lado, también en silencio, Rítzar comenzó a sentirse extraño, pensó que hubiera sido mejor que ella se reservase su historia para más adelante, que en un momento así necesitaba oírla hablar sobre otras cosas, pero después se rebeló contra aquellos escrúpulos y decidió que no había nada incongruente, nada capaz de sugerir que su relación con ella no iba a tomar un camino fascinante.

Sin que mediaran palabras, Anazabel le dio la razón. Extrajo de su bolso un libro y se lo puso delante de los ojos con júbilo repentino, como si hubiera estado aguardando un buen momento para darle la sorpresa. Era Hombres sin mujer, la novela del escritor cautivo Carlos Montenegro, en una edición de papel descolorido, fea y punzada de erratas.

—Hombres sin mujer, edición de Letras Cubanas, 2001 —dijo Rítzar en tono doctoral.

Anazabel se extrañó de su precisión y quiso saber si le gustaba la literatura, si le gustaba Montenegro. Él le dijo que no sólo le gustaba, sino que, de hecho, lamentaba que existiese una cosa como aquella: la literatura. “Una cosa”, la había llamado, y Anazabel abrió exageradamente los ojos y se echó a reír.

—Mejor no te ríes y aprovechas para conocerme —teatralizó Rítzar—, aquí tienes a un escritor.

Después hizo como si titubeara.

—O algo semejante —agregó enseguida y notó que, por raro que pudiera parecerle a él mismo, comenzaba a sentirse cómodo en la compañía de aquella mujer con ojos de andaluza.

Ella miró despacio al mar, miró a Rítzar y al mar otra vez. Comenzó a sonreír, pero con una especie de mansedumbre en la mirada.

—Vivo de escribir —precisó Rítzar—, pero lo hago en la sombra.

Y le contó cómo subsistía de la venta de ideas: era un ghostwriter, un testaferro, un negro, como también se dice en español. Escribía libros que firmaban otros, gente famosa que no sabía redactar, pero podía darse el lujo de pagar por ello y aparecer después en las cubiertas con trazos inmaculados. Ésos eran sus clientes: músicos, deportistas, militares. Sólo tenía que entrevistarse con ellos y entonces se ponía a escribir. En un par de encuentros quedaba todo definido: biografías, disertaciones, testimonios bélicos. Después, raras veces no estaban de acuerdo con las versiones que, sobre sus propias vidas, él les proponía.

—Me he convertido en un experto —sonrió—, no imaginas la cantidad de gente que me busca.

Anazabel no lo imaginaba. De hecho, no le había pasado por la mente que existiera una profesión así, y mucho menos que tuviera cierta demanda. Pero si Rítzar no exageraba, si no se burlaba de ella, el asunto era por lo menos curioso.

—Hasta escritores de ficción en aprietos —puntualizó Rítzar—. Yo les hago el trabajo y los dejo asombrarse de lo bien que escriben. Son engreídos hasta en el momento de pagar. Estoy seguro de que, al cabo de un tiempo, olvidan que existo, que no fueron ellos quienes escribieron esos libros.

Sonrió con un dejo de cansancio. Anazabel había notado que, mientras hablaba, se había ido poniendo serio, como si las frases se le hiciesen pesadas, amargas.

—¿Y por qué no escribes tus propios libros? —se atrevió a preguntar.

Rítzar negó con la cabeza.

—No sé —comentó—, supongo que hay un destino, y el mío es ser patético; patético y mordaz, como los grandes perdedores.

Suspiró y miró a Anazabel, ahora con una expresión un poco más calmada.

—Hay cosas que simplemente necesitan ser escritas —dijo—, que deben ser escritas a cualquier precio. Entonces, no importa quién lo hace, sino el puro acto de la letra.

Guardó silencio nuevamente. Lo que acababa de decir lo había meditado durante un buen tiempo y no se ocultaba la pizca de extravagancia que lo sazonaba. Pero aun sabiéndolo, insistía. Era una de esas verdades riesgosas que nos acompañan una buena parte de nuestras vidas y nos hacen dudar, no porque vayan a resultar una falsedad, sino porque probablemente nunca seamos capaces de explicarlas. Con aquella frase: “Hay cosas que simplemente necesitan ser escritas”, no quería tampoco decir que fueran cosas sorprendentes. En ellas, el criterio estético no tenía protagonismo, pues estaba convencido de lo inevitable, de que, así como se redactan páginas que incluso si no atinamos a leerlas nos hacen de todas formas la merced de existir, también se escriben muchas otras sin mayor importancia. Cambió de posición, estiró una pierna, como si se le hubiese adormecido, y preguntó:

—¿Te acuerdas de Rusticello de Pisa?

Anazabel no lo recordaba. Y estaba segura de que el hecho de haberse graduado en la Facultad de Letras no era obligación para conocer a Rusticello.

—Es el verdadero autor de El libro de las maravillas de Marco Polo, quien se lo dictó en la cárcel. Como te imaginarás, en ese libro está la mente de Marco Polo y la mente de Rusticello, pero el estilo es todo del último — Rítzar se detuvo y tomó aliento. Añadió: —Rusticello es el dueño del espíritu de esa obra inmortal, pero hasta los humanistas de ahora lo ignoran. Para colmo, el de Pisa tenía fama de mentiroso, por el carácter de su propia obra, de la cual se decía protagonista. Así que, ¿es realmente tan extraño que yo escriba para otros? ¿Acaso soy mejor que Rusticello? —concluyó con un gesto de sarcasmo.

—Si tú lo planteas así —comentó Anazabel—, ni eres mejor que Rusticello ni él mejor que tú. Pero no cuesta mucho entender que lo que te cuentan otros para que tú se lo pongas en letra impresa no debe ser tan fascinante como la vida de Marco Polo.

—Estoy de acuerdo —dijo Rítzar—, y ése es mi dilema. En él pienso una y otra vez, pero me he ido acostumbrando.

Quedó un rato en silencio, y ella, para hacerlo cambiar de ánimo, volvió a hablar de Hombres sin mujer. Afirmó que ése había sido, pocos meses antes, el motivo de su tesis de grado.

—Tu nueva amiga es toda una filóloga —recitó—, aunque serlo no la entusiasme demasiado. Sólo te puedo contar que, desde que conocí este libro, he tenido problemas con los hombres.

—Vaya —dijo él.

—¿Tú no eres supersticioso? —preguntó Anazabel.

Rítzar sonrió. Observándola, creyó que su mirada también era irónica, de una ironía como a gotas, discontinua, pero insistente. La idea lo disgustó un poco. Anazabel se dejó mirar otro tanto. Después se le aproximó y susurró:

—A mí me gustan los supersticiosos. Todos mis amigos lo son.

Oscurecía y el sol, grande y naranja, se dejaba caer en el agua hacia el final del malecón, donde se adivinaban los muros de un pequeño castillo. “Vamos”, pidió ella y él se puso de pie y le tendió una mano para ayudarla a descender, y ella, en efecto, se deslizó hasta el suelo, pero lo rozó a propósito con todo el cuerpo, y terminó colgándosele del cuello para que la besara. El le buscó los labios y la sintió suspirar. Suspiró a su vez, pues ya había comenzado a temer que ella no le permitiera aquella cercanía que llegó a considerar lógica, impostergable, y siguió besándola sin prisa, empujándola suavemente contra el muro del malecón, y notó cómo ella solo abría la boca y le dejaba el resto a él, pero aquella táctica no lo molestaba. Recorrió su lengua, conoció el calor de aquella boca semiabierta que exhalaba pequeños gemidos y sintió, finalmente, cómo Anazabel le tomaba una mano y la empujaba hacia sus muslos. Buscó una brecha en el vestido, apartó el blúmer y tomó un poco de la humedad que la inundaba. Con ella le untó la boca y la siguió besando.

 


III

Destilando un complicado perfume, salieron la Bella y la Cupletista, a esa hora en que aún no es noche y ya no es día, y las cosas aparentan un matiz de quietud capaz de confundir: bienaventurados los que se confunden con el anochecer. Una estaba impaciente por llegar a La Habana Vieja, “la verdadera Habana”, decía, “el verdadero downtown de esta ciudad de locos”, y refunfuñaba, pues la otra, con su manía de escoger vestidos, se había demorado hasta la exageración. “¿Tú de verdad te crees eso de que eres la Bella?”, decía la Cupletista malhumorada, taconeando con una energía un poco sentimental para subir a la guagua seguida de su amiga, que no hablaba: aparentemente ensimismada, la Bella le alargó al chofer un billete y se puso a silbar al fondo del pasillo. En la parada siguiente subió un hombre tocado con un sombrerucho de casimir, que mal conseguía hacer pasar su guitarra por entre los pasajeros que viajaban de pie. Había una sospechosa similitud entre el color del sombrero y el de la guitarra. Como al habla consigo mismo, el hombre casi enseguida dijo que ahora venía el bolero más hermoso que había compuesto en su vida. Lo reiteró así:

—Este bolero hace llorar a un difunto —y cantó:

“Después de tanto tiempo, al fin te has ido, y en vez de lamentarme he decidido tomármelo con calma.

De par en par he abierto los balcones, he sacudido el polvo a todos los rincones de mi alma”.

Hizo una pausa y comprobó que la gente seguía impasible, cada viajero en lo suyo, como si no existieran él y su guitarra. Añadió:

“Me he dicho que la vida no es un valle de lágrimas, y he salido a la calle como un explorador.

He vuelto a tropezar con el pasado y he pedido, en el bar de mis pecados, otra copa de ron”.

Se detuvo. Miró hacia delante y empuñó otra vez la guitarra, pero ya la gente había comenzado a burlarse, a protestar. Rasgó las cuerdas e hizo una pausa, como si le costara encontrar los acordes precisos, pero cuando tomaba otro impulso, alguien lo mandó a callar, a dejar el concierto para cuando bajara de la guagua.

—De eso nada —se encaró con todo el ómnibus—, a mí ahora hay que pagarme. Ya yo canté lo mío —reiteró—, a mí no me cogen de mono.

—Éste viene con deseos de divertirse —intervino una voz—. Viene con deseos de joder.

—Deseos, tranca —provocó el guitarrero—. Deseoso es aquel que huye de su madre.

La gente acogió su provocación con silbidos y risas, pero ya el ofendido había saltado de su asiento y se abría paso por entre el pasillo atiborrado. Llevaba una levita de casimir, como el sombrero del cantante, y tendría, como él, poco menos de 60 años. Por alguna razón trataba de asir el sombrero, mientras advertía que a su madre nadie la injuriaba, pero el cantante reculaba con la cabeza hacia atrás y la guitarra a modo de panoplia. Después realizó un giro rápido y quedó de costado, comprimiendo a la gente que tenía a la espalda, y lanzó breves mandobles con el instrumento. El de la levita insistía en que su madre era una cosa sagrada, en que él a su madre la visitaba todos los días, en que agraviarla era una declaración de guerra, pero el cantante, ahora olvidado de reclamar el pago por el bolero, decía, burlón:

—Deseoso es dejar de ver a su madre.

El de la levita bufó. De una sacudida mal despejó el pasillo de la guagua y se quedó solo frente al guitarrero. Dijo algo que nadie logró entender y lanzó un golpe de puño, pero antes de encontrar su blanco recibió un guitarrazo en la cabeza que lo detuvo en seco. Fue como si, además, los pasajeros hubieran estado aguardando una transformación. Lo que pareciera una farsa se les aparecía ahora ritualizado por el golpe en la frente del hombre que trataba de sostenerse con una mano, mientras con la otra tanteaba en el bolsillo inferior de la levita, en procura de un pañuelo para la sangre que suponía bajándole por la cara.

El ómnibus se había detenido y la gente miraba con raro desprecio al agresor. La lentitud de aquel desprecio los sumía en una apariencia cinematográfica que lo desconcertó y lo impulsó hacia la salida, mientras murmuraba insolencias que eran su manera de justificarse. Al pasar resoplando frente a la Bella Repatriada, le dejó en el rostro un olor a alcoholes arcaicos.

Penetraron por Obispo a la parte en que La Habana se hace describir con metáforas cansadas, rutilantes, de guías para turistas, pero aún se les veía impresionadas por el encuentro entre el guitarrero y el de la casaca. La calle estaba iluminada, tranquila, y sólo a intervalos una esquina se llenaba de música, como breves focos de resistencia a la quietud de la velada por estallar.

—Todavía es temprano —dijo la Bella tratando de serenarse, de pensar en algo seductor—. Esto no se pone bueno hasta dentro de una hora, o de dos.

Su amiga se contoneaba a su lado, parsimoniosa y con expresión aburrida, mirando a las vidrieras, mirándose las uñas en silencio, lo cual la hizo temer que la pelea en la guagua le hubiera descompuesto el arrojo y ya no pudieran procurarse nada esa noche. Distraídas ambas, no habían advertido a los dos hombres que avanzaron hacia ellas y las hicieron detener con una reverencia.

—¿A dónde van las señoritas? —dijo uno marcando las eses y entonando como un ibérico.

—¿Salieron a calentar la noche? —dijo el otro—. ¿Tienen alguna preferencia que estos caballeros puedan atender?

Callaron. Callaban los cuatro, hasta que la Cupletista dijo:

—Sigue, que éstos son tan gallegos como el Morro.

Los hombres comenzaron a reír. Lanzaban besos y reían, agregaban promesas de ser tiernos, de ser comprensivos, y la Bella y la Cupletista los miraban de reojo y reculaban graciosamente, con una mueca de desprecio.

—Bandoleras —decían los hombres—, pájaras perfumadas es lo que son.

Escaparon de los provocadores pegadas a la pared y, cuando comprobaron que no las perseguirían, trataron de caminar con holgura, adoptando poses de damas refinadas.

Al rato, algo frente a un bar las detuvo (más tarde ninguna de las dos sabría exactamente qué) y se quedaron tranquilas en la entrada, observando, vueltas a ilusionarse. Había escasos clientes y una música serena que se dejaba cortar por el ruido de vasos entrechocados con insistencia por unos parroquianos en las mesas del fondo. Miraron todavía unos minutos y se volvieron en busca de la calle. Entonces, una desanduvo unos pasos, picada por alguna visión furtiva, casi como un reflejo.

Acodada sobre la barra, descubrieron a una mujer que se dejaba estar jugueteando con una botella.

—Eso es —susurró la Cupletista, pensando que quizás tuvieran allí una buena oportunidad.

Por las ropas, por el color de la piel y el pelo corto, de un cobre atrevido, parecía europea, alemana tal vez. Las amigas se miraron pidiéndose calma una a la otra, sin definir todavía qué las esperanzaba. Permanecieron en la acera, como si tuvieran mucho para comentar, al acecho. La Bella rogó porque la ocasión cristalizara, porque fuera una verdadera posibilidad. La Cupletista le dijo que no se preocupara, que su olfato le garantizaba alguna maniobra, algún tipo de éxito.

Observaron.

La mujer, que casi no se había movido, salió finalmente del letargo, hizo a un lado la botella, y llamó por señas al cantinero. Cuando lo vio venir, rebuscó en un bolso de cuero y le tendió un billete. La Bella Repatriada creyó notar que tenía el dinero suelto en el bolso, y le agradó el detalle. “¡Cómo debe haber dinero ahí adentro!”, se relamió. La mujer aguardó a que el empleado volviera con el vuelto, lo tomó en silencio y se llevó su seriedad a la calle.

Tendría unos 50 años, poco menos tal vez, y su andar despacio y sin meta aparente le infundía a su silueta una docilidad que hizo asentir a la Cupletista, mientras la Bella contenía la respiración, con la esperanza de poder arrancarle cualquier cosa de valor.

En realidad rogaban por que la alemana (era el nombre que enseguida le dieron) abandonara Obispo y se aventurara por calles de menos presunción, de más sombras. Si no lo hacía antes de la Plaza de Armas, la habrían perdido. Iban naturalmente alejadas, sin impaciencias visibles, como amigas con todo el tiempo enfrente, o como una pareja de enamoradas que se dejara rodar por la noche habanera.

Ahora, según les pareció, la calle comenzaba a poblarse. De gente con paraguas en espera de una lluvia que quizás no les diera la razón esa vez; de gente perfumada, en busca de lugares para diversiones baratas; de gente sin sueño y sin ningún proyecto, como la alemana, quien unas cuadras más adelante condescendió a dejar Obispo y comenzó a desvanecerse entre unos autos abandonados junto a la acera.

Temieron perderla. Apresuradas, se deslizaron tras ella; una tropezó con un bulto que produjo un sonido de metal abollado y quedó sobre la acera como un animal adormecido.

La alemana era ahora un contorno pesado, a punto de cruzar la calle.

Ellas llegaron antes y la empujaron a un zaguán del que manaba la oscuridad y el olor desesperanzado de las cloacas. “Money”, le susurraron apagadamente, punzándola con unas tijeras, dejándole caer en el rostro una respiración fuerte, de cigarro. “We want allyour money, alemana”, y le arrancaron el bolso, y una le hizo correr las uñas por la cara sin gran énfasis, sólo para aterrorizarla y conseguir que desistiera de gritar.

La mujer, en efecto, se mantenía en silencio, encogida contra la pared, respirando apenas. Comenzó a ceder. Dejó que una de las asaltantes tomara el bolso, pero no lo liberó enseguida. Estiró el brazo prendido aún al asa, como si intentara sentir su contacto hasta el último instante.

—Vamos —dijo la Cupletista—, sé buena y verás que no te va a doler. Be good para que después allá, en Berlín, puedas contarlo.

La Bella celebró la broma con una carcajada oscura y habían dado quizás tres pasos cuando vieron a los policías.

Eran dos, de espaldas a la poca luz que chorreaba de una luna breve y amarilla; dos sombras sin ojos, apenas una boina y las cinturas abultadas, marcando el sitio del arma.

—¿Qué pasa? —preguntaron.

Nadie respondió.

—¿Qué pasa? —insistieron los gendarmes ahora más despacio, con irónica autoridad.

La Cupletista recordó el sueño de su amiga esa madrugada y, osada como era, decidió jugar. Afirmó:

—Nos asaltaron.

Los policías guardaron silencio. Parecían dudar. La alemana, encorvada, no dijo nada, sólo resollaba por lo bajo, como si estuviera cansada o herida.

—Vengan para acá —mandó un policía por fin.

La alemana no hacía por moverse, continuaba encorvada, reponiéndose. Las otras comenzaron a avanzar con recelo hacia los policías, mirando a la alemana, quien por fin dio unos pasos para reunirse con ellos.

—Entonces, fueron asaltadas —comentó un policía.

—Eran dos hombres —dijo la Cupletista despacio, con un brazo sobre los hombros de la alemana, como si disfrutara lo que estaba contando—, dos morenos flacos, rapados; uno con la voz potente, como de un peso completo; una voz que no cabía en él.

—Ah —dijo un policía—, vamos a ver —y extrajo su walkie-talkie.

Se puso a hablar en el tono torpemente neutral de las comunicaciones por radio, tratando de explicarle a alguien que unas ciudadanas habían sido atacadas, mientras las salteadoras se impacientaban encimadas sobre la alemana, para evitar que fuera a delatarlas.

—Deberán acompañarnos —explicaron los policías al poco rato.

La Cupletista titubeó. La Bella tragó en seco y comprendió que no se le ocurría nada para salir de aquel trance. La alemana seguía en silencio.

—Vamos —reiteró un policía.