CUENTOS FRÍOS

Virgilio Piñera

Selección y prólogo de Julio Travieso Serrano

LECTORUM

 

© Herederos de Virgilio Piñera, 2006

D.R. © Editorial Lectorum, S.A. de C.V., 2006

L.D. Books

Primera edición: junio de 2006

ISBN edición digital: 9781939048967

DR © Portada: Raúl Chávez Cacho

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Indice

Prólogo

La caída

La carne

El caso Acteón

Las partes

El cambio

La cena

Proyecto para un sueño

El baile

El álbum

El parque

El comercio

La boda

La batalla

En el insomnio

El infierno

Cosas de cojos

La cara

La condecoración

Cómo viví y cómo morí

El viaje

El conflicto

El Gran Baro

El muñeco

EL que vino a salvarme

Grafomanía

Una desnudez salvadora

Natación

La montaña

El señor Ministro

Amores de vista

Unión indestructible

Oficio de tinieblas

La transformación

El balcón

La gran escalera del Palacio Legislativo

El filántropo

Unas cuantas cervezas

El caramelo

Unos cuantos niños

El que vino a salvarme

Un fogonazo

La muerte de las aves

Belisario

El talismán

El interrogatorio

El otro yo

Tadeo

Un fogonazo

Muecas para escribientes

Unjesuita de la literatura

El caso Baldomero

Cuentos no recogidos en libros

El cubo

Enredos habaneros

¡Elíjanme!

Una mujer sin importancia

Otra vez Luis Catorce

 

Prólogo

Julio Travieso Serrano

La presente selección de cuentos de Virgilio Piñera (1912-1979) recoge relatos suyos escritos desde l942 hasta poco antes de su muerte, publicados en los libros Cuentos fríos (1956), El que vino a salvarme (1970), Un fogonazo ( 1987) y Muecas para escribientes (1987). Se incluyen además algunos cuentos que permanecieron inéditos hasta hace poco.

En los últimos tiempos, mucho se ha escrito sobre Piñera. Sus amigos que le conocieron bien han escrito excelentes páginas sobre él y los críticos cubanos se han ocupado de su obra. Sin embargo, aún está por escribirse lo que sería una muy interesante biografía suya. Fuera de Cuba, se le comienza a conocer y reconocer apenas. En realidad, debió haber sido reconocido mucho antes, cuando estaba vivo, al igual que lo fueron, mientras vivieron, Jorge Luis Borges, Juan José Arreola, Alejo Carpentier y otros grandes escritores latinoamericanos. Las causas del desconocimiento de su obra pudieron haber sido muchas, desde la época y lugar en los cuales le tocó vivir, su propia literatura, escrita en momentos en que las corrientes literarias en boga no marchaban por sus rumbos, y su propia personalidad. Y cuando digo personalidad, estoy pensando en un escritor, como él, no muy preocupado, al menos aparentemente, de que su obra se publicara y se pro-mocionara. Lamentablemente, en nuestro mundo actual, autor y obra que no tienen promoción no serán conocidos de inmediato por los lectores. A largo plazo sí, pero de inmediato no.

Decía Borges que todo gran escritor ha amonedado su leyenda. El ejemplo clásico sería Hemingway, cuyas cacerías, aventuras y batallas son, a veces, tan conocidas como su obra. Escritores con etiqueta de aventureros los hay, desde Herman Melville hasta André Malraux, pasando por Joseph Conrad y Jack London. Otros crearon o ayudaron a crear sus imágenes, pero tejidas en torno a sus vidas intelectuales. Así, Marcel Proust, de hombre enfermizo, culto y mundano; Jean Paul Sartre de filósofo y hombre reflexivo. La imagen y leyenda del propio Borges es la del erudito, encerrado en una biblioteca, que devora y devora libros y más libros.

Me pregunto cuál será la leyenda y la imagen de Virgilio Piñera, este escritor cubano, alto, delgado, encorvado, de nariz afilada y grandes ojos miopes, casi siempre pobre, mal vestido, peor alimentado, de lengua aguzada, como el más afilado estilete, que acostumbraba salir a la calle en compañía de un paraguas, aunque no lloviera.

¿Quién fue Virgilio Piñera en realidad? Pregunta ambiciosa que puede tener múltiples respuestas. Un gran amigo y compañero suyo, el escritor Antón Arrufat, le ha llamado marginal. También se le puede calificar de incomprendido, estrafalario, inadaptado, desconocido. Creo que todos esos calificativos le son válidos, aunque, quizá, inadaptado e incomprendido serían los adjetivos que mejor le describirían. Un inadaptado que nunca logró o quiso integrarse al mundo que le rodeaba. Un incomprendido cuya literatura nunca fue verdaderamente entendida en vida.

Por supuesto que inadaptados e incomprendidos ha habido decenas en la historia de la literatura. Recordemos a Paul Verlaine, pobre, triste e incomprendido; y a Kafka, agobiado por el mundo que le rodeaba.

La vida de Piñera es su mejor muestra. En l941, con treinta y un años de edad, publica su primer poemario, Las furias, al que sigue, en l943, La isla en peso, y al siguiente año Poesía y prosa. Nada sucede, no recibe grandes elogios. En esos años funda la revista Poeta, de la cual sólo logra editar dos números. Se relaciona con José Lezama Lima, comienza a colaborar con él, a escribir en la revista Orígenes, pero terminan disgustados. Mientras tanto, vive muy pobremente. Este es otro compañero de Piñera, la pobreza. A pesar de tener un título universitario (doctor en filosofía y letras), se niega a trabajar como profesor o periodista, tareas que, para él, eran impropias de un literato. Quizá hacía suyas las palabras de Jules Renard, ese gran autor francés, apenas leído hoy: "Seamos artistas. No nos ocupemos ni de ganar dinero, ni ser concejales, ni miembros de honor del Comité de una sección de la Liga de los Derechos del Hombre.” En l946 se embarca hacia Buenos Aires en busca de mejores horizontes económicos y culturales. En la capital de Argentina tampoco triunfa, aunque logra publicar la novela La carne de René y la colección de relatos Cuentos fríos.

A fines de l958, Piñera regresa a Cuba. Hasta ese momento ha escrito poesías, una novela, cuentos y varias obras de teatro. Para muchos es, sobre todo, un autor de teatro. En l959 se inicia la Revolución cubana y su vida dará un cambio radical. De escritor pobre, desempleado y apartado, comienza a colaborar en un importante suplemento cultural (Lunes de Revolución) que cada semana hace una tirada de quinientos mil ejemplares. Además, se le encarga la dirección de una nueva e importante editorial. Son buenos tiempos para él. De ser conocido por unos cuantos iniciados, pasa a ser alguien que el gran público cubano identifica. Entonces llega una época espléndida de su producción. Se publica su Teatro completo, como narrador nos entrega la novela Pequeñas maniobras y sus cuentos anteriores, con algunos otros, inéditos, son recogidos en un volumen bajo el título de Cuentos. Por supuesto, su situación económica también mejora.

No dura mucho aquella bonanza. Pronto se cierra el suplemento cultural, Piñera deja de ser director de la editorial, pero ya no es un desconocido. En l967 publicará su segunda novela, Presiones y diamantes, en l968 la obra teatral Dos viejos pánicos, en l969, una recopilación de sus poemas, La vida entera, y en l970 los cuentos El que vino a salvarme. A partir de ahí y hasta su muerte, en l979, no podrá editar nada más, aunque eso no quiera decir que haya dejado de escribir, todo lo contrario, escribe y mucho. Ahora trabaja como modesto traductor. Son años difíciles para él, durante los cuales la política estatal cubana, luego del caso Padilla y por varias otras razones, muy conocidas y contadas, arremete contra muchos intelectuales, entre ellos Piñera. Recordemos que estos son también algunos de los peores años de la vida de Reinaldo Arenas, un escritor de vida dura y difícil, que, finalmente, abandonó su país. Piñera lo abandona, pero a través de la puerta de la muerte, sorprendido, a los 67 años, por un infarto masivo, acaso previsible si se tienen más de sesenta años y un corazón que ha soportado innumerables vicisitudes. Luego y cuando se hallaba en el "más allá”, se produjo, en el " más acá” de Cuba, su "descongelamiento”, como si tal cosa fuera posible.

A partir de la segunda mitad de los años ochenta, volvieron a editar a Piñera en Cuba. También comenzó el interés por él en otras partes del mundo. Desde entonces, poco a poco, ha comenzado a ser valorado internacionalmente como se merece.

Un hombre de una vida como la de Virgilio Piñera produjo una obra compleja y variada con la cual transitó por casi todos los caminos de la literatura, poesía, novela, teatro, cuento.

Tres grandes elementos caracterizan las narraciones recogidas en este volumen: la ironía, el humor y el absurdo, a los que se les puede unir el antiheroísmo, la cotidianidad y el antiintelectualismo.

Es sabido que la ironía, la sátira, a veces devenida en burla, es antiquísima en la literatura. Desde Aristófanes, la encontramos en autores como Francois Rabelais, Jonathan Swift, Nikolai Gogol, Mijail Bulgákov. En Piñera la hallamos a cada paso, en especial en el cuento "El muñeco” (del libro Cuentos fríos), una de las pocas narraciones largas de Piñera, que, por momentos, se convierte en burla política y nos hace recordar otro extraordinario relato, "De balística”, de Juan José Arreola. Dos cuentos más, "El Señor Ministro” y "La gran escalera del Palacio legislativo”, bordean, asimismo, la sátira política, cosa rara en las narraciones de Piñera, en las cuales no hay, ni para bien ni para mal, muchos temas relacionados con la política.

Pero además de la ironía, donde la narrativa de Piñera alcanza cotos muy altos, aparece el absurdo. Ese es el maravilloso absurdo de un cuento escrito, tempranamente, en l944, como "La carne”, presente, magistralmente, en "El filántropo”, un largo relato que por su calidad pudiera ser incluido entre los mejores del género. Este es un absurdo que yo llamaría intrascendente. Si en Kafka el absurdo tiene que ver con el sentimiento, el castigo, la enajenación, en estos cuentos de Piñera no hay nada de eso. En "La carne” nos topamos con un grupo de pueblerinos que, al no tener suficiente carne animal para consumir, comienza a comer la carne de sus cuerpos. Al final, nada de tragedia ni remordimientos. Simplemente, presenciamos una población feliz de tener asegurada su subsistencia con su propia carne. Lo mismo sucede con el ya mencionado "El filántropo”, "El árbol” y otros cuentos similares, donde lo absurdo se halla unido a lo risible, a lo burlesco, como algo muy típico de Piñera que al parecer quisiera burlarse de todos.

Al absurdo y la ironía piñerianas hay que añadir el antiheroismo y lo cotidiano de estos relatos. En ellos pueden suceder cosas terribles, como a los generalísimos del cuento "La batalla”, que se enfrentan en singular combate, conduciendo sus tanques, pero eso no posee la más mínima importancia, no tiene consecuencias; al final, un soldado se rasura, un perro mordisquea la mano muerta de su general y la batalla se pospone. Lo mismo sucede en el cuento "Unos cuantos niños”, donde un macabro asesino se dedica a comer niños, y luego de devorar a uno le cuenta con toda tranquilidad a su mujer la extraña aventura que tuvo durante el secuestro de la criatura. Asombrosamente, hecho tan terrible y hombre tan miserable no se le hacen aborrecibles al lector. Aquí todo es extraño, pero aparentemente normal, y en ningún momento encontramos a los héroes tan caros a la narrativa de la tierra y a lo real maravilloso. Todo transcurre como si los hechos más asombrosos fueran parte de nuestra vida diaria y tan normales como que un hombre, al despertar, se vea convertido en un insecto. En este transcurrir cotidiano, el entorno y los marcos de referencia pueden ser los de cualquier lugar, los de cualquier ciudad y no necesariamente de La Habana. Cierto que en algunos cuentos, como, por ejemplo, "El caramelo” y ese otro delicioso relato que es "Unjesuita de la literatura”, las referencias a la capital de Cuba son constantes y claras, pero no sucede así en el resto de los cuentos de Piñera. Con esto, se aparta de la literatura cubana de su época, en la cual la presencia de la urbe es una constante.

Como parte de esa literatura de lo cotidiano-asombroso y como buen iconoclasta que era, Piñera también se aleja de una literatura de corte intelectual, muy extendida y repetida, como la de Borges. Nada de citas eruditas y de cultas referencias a otras obras. En Piñera, la vida es como es: sencilla, corriente, sólo que vista a través de un espejo que la distorsiona, como en esas casas de los espejos en los cuales la figura humana, sin dejar de ser tal, se desfigura. Piñera conocía bien la literatura de Borges, a quien había tratado durante su estancia en Buenos Aires, pero escapa a su influencia y a su estilo, tan extendido y seguido (con toda razón) después por muchos, al igual que escapa a un barroquismo del lenguaje también muy extendido en su época. Pero no sólo escapa del autor de Ficciones, tampoco se deja atrapar por una influencia, poderosísima y aún más cercana para él, como la del José Lezama Lima de Paradiso. Nada de barroquismo en Piñera, ni tampoco nada de las complejidades estructurales de un Julio Cortázar o un Mario Vargas Llosa.

Piñera sigue su navegación, sin importarle las otras naves que cruzan por su lado y, quizá, se le adelantan. A la larga, no se quedará a la zaga. Él tiene su rumbo y quiere descubrir sus propias tierras. Como parte de ese viaje se adentra en algo que le es muy característico, el cuento corto, y nos entregará piezas brevísimas, dignas de figurar en las mejores antologías del género, como "El insomnio”, "El infierno”, escritos ambos en l946, "La montaña”, "Grafomanía”...

Tan extensa navegación lleva a Piñera a las tierras del relato policiaco. A esas mismas tierras arribó Borges, pero en Piñera, a diferencia del autor de El Aleph y de tantos otros cultivadores de este fascinante género, no hay crimen por descubrir, el criminal se declara culpable, nadie le cree y debe demostrar su culpabilidad, en especial, al detective del caso que le considera inocente. Delicioso este cuento de Piñera, "El caso Baldomero”, que, en especial, recomiendo a los lectores.

Con una literatura de tales características es comprensible que la narrativa de Piñera no fuera valorada debidamente en vida del autor. En los años cuarenta y aun en los inicios de los cincuenta, dominaban las narraciones regionalistas con su énfasis en lo nacional; luego, en los sesenta y los setenta, el realismo mágico y lo real maravilloso. En el caso muy concreto y especial de la Cuba revolucionaria, Piñera también debió competir contra el realismo socialista, de producción magra y no muy brillante, pero con gran respaldo estatal.

En tales terrenos no había cabido para los relatos de Piñera, que debió contentarse con un pequeño nicho al lado de autores igualmente desconocidos o ignorados en su momento, como Macedonio Fernández y Filisberto Hernández, cuyas vidas literarias me recuerdan, en cierta medida, la propia del cubano.

Esa vida de Virgilio Piñera me gustaría definirla como la de un iconoclasta. Éstos, como es sabido, pagan cara su herejía, para al final, después de muertos, convertirse a su vez en ídolos. Por el bien de Piñera, en este y en el otro mundo, esperemos que no lo transformen en un ídolo como han hecho con algunos otros narradores, sino que lo sigan recordando y leyendo como el gran escritor que fue y es, que se burló de todo y de él, en primer lugar.

 

La caída

Habíamos escalado ya la montaña de tres mil pies de altura. No para enterrar en su cima la botella ni tampoco para plantar la bandera de los alpinistas denodados. Pasados unos minutos comenzamos el descenso. Como es costumbre en estos casos, mi compañero me seguía atado a la misma cuerda que rodeaba mi cintura. Yo había contado exactamente treinta metros de descenso cuando mi compañero, pegando con su zapato armado de púas metálicas un rebote a una piedra, perdió el equilibrio y, dando una voltereta, vino a quedar situado delante de mí. De modo que la cuerda enredada entre mis dos piernas tiraba con bastante violencia obligándome, a fin de no rodar al abismo, a encorvar las espaldas. Él, a su vez, tomó impulso y movió su cuerpo en dirección al terreno que yo, a mi vez, dejaba a mis espaldas. Su resolución no era descabellada o absurda; antes bien, respondía a un profundo conocimiento de esas situaciones que todavía no están anotadas en los manuales. El ardor puesto en el movimiento fue causa de una ligera alteración: de pronto advertí que mi compañero pasaba como un bólido por entre mis dos piernas y que, acto seguido, el tirón dado por la cuerda amarrada como he dicho a su espalda, me volvía de espaldas a mi primitiva posición de descenso.

Por su parte, él, obedeciendo sin duda a iguales leyes físicas que yo, una vez recorrida la distancia que la cuerda le permitía, fue vuelto de espaldas a la dirección seguida por su cuerpo, lo que, lógicamente, nos hizo encontrarnos frente a frente. No nos dijimos palabra, pero sabíamos que el despeñamiento sería inevitable. En efecto, pasado un tiempo indefinible, comenzamos a rodar. Como mi única preocupación era no perder los ojos, puse todo mi empeño en preservarlos de los terribles efectos de la caída. En cuanto a mi compañero, su única angustia era que su hermosa barba, de un gris admirable de vitral gótico, no llegase a la llanura ni siquiera ligeramente empolvada. Entonces yo puse todo mi empeño en cubrir con mis manos aquella parte de su cara cubierta por su barba; y él, a su vez, aplicó las suyas a mis ojos. La velocidad crecía por momentos, como es obligado en estos casos de los cuerpos que caen en el vacío. De pronto miré a través del ligerísimo intersticio que dejaban los dedos de mi compañero y advertí que en ese momento un afilado picacho le llevaba la cabeza, pero de pronto hube de volver la mía para comprobar que mis piernas quedaban separadas de mi tronco a causa de una roca, de origen posiblemente calcáreo, cuya forma dentada cercenaba lo que se ponía a su alcance con la misma perfección de una sierra para planchas de transatlánticos. Con algún esfuerzojusto es reconocerlo, íbamos salvando, mi compañero su hermosa barba, y yo, mis ojos. Es verdad que a trechos, que yo liberalmente calculo de unos cincuenta pies, una parte de nuestro cuerpo se separaba de nosotros; por ejemplo, en cinco trechos perdimos: mi compañero, la oreja izquierda, el codo derecho, una pierna (no recuerdo cuál), los testículos y la nariz; yo, por mi parte, la parte superior del tórax, la columna vertebral, la ceja izquierda, la oreja izquierda y la yugular. Pero no es nada en comparación con lo que vino después.

Calculo que a mil pies de la llanura, ya sólo nos quedaba, respectivamente, lo que sigue: a mi compañero, las dos manos (pero sólo hasta su carpo) y su hermosa barba gris; a mí, las dos manos (igualmente sólo hasta su carpo) y los ojos. Una ligera angustia comenzó a poseernos. ¿Y si nuestras manos eran arrancadas por algún pedrusco? Seguimos descendiendo. Aproximadamente a unos diez pies de la llanura la pértiga abandonada de un labrador enganchó graciosamente las manos de mi compañero, pero yo, viendo a mis ojos huérfanos de todo amparo, debo confesar que para eterna, memorable vergüenza mía, retiré mis manos de su hermosa barba gris a fin de protegerlos de todo impacto. No pude cubrirlos, pues otra pértiga colocada en sentido contrario a la ya mencionada, enganchó igualmente mis dos manos, razón por la cual quedamos por primera vez alejados uno del otro en todo el descenso. Pero no pude hacer lamentaciones, pues ya mis ojos llegaban sanos y salvos al césped de la llanura y podían ver, un poco más allá, la hermosa barba gris de mi compañero que resplandecía en toda su gloria.

1944

 

La carne

Sucedió con gran sencillez, sin afectación. Por motivos que no son del caso exponer, la población sufría de falta de carne. Todo el mundo se alarmó y se hicieron comentarios más o menos amargos y hasta se esbozaron ciertos propósitos de venganza. Pero, como siempre sucede, las protestas no pasaron de meras amenazas y pronto se vio a aquel afligido pueblo engullendo los más variados vegetales.

Sólo que el señor Ansaldo no siguió la orden general. Con gran tranquilidad se puso a afilar un enorme cuchillo de cocina y, acto seguido, bajándose los pantalones hasta las rodillas, cortó de su nalga izquierda un hermoso filete. Tras haberlo limpiado lo adobó con sal y vinagre, lo pasó —como se dice— por la parrilla, para finalmente freírlo en la gran sartén de las tortillas del domingo. Sentóse a la mesa y comenzó a saborear su hermoso filete. Entonces llamaron a la puerta; era el vecino que venía a desahogarse... Pero Ansaldo, con elegante ademán, le hizo ver el hermoso filete. El vecino preguntó y Ansaldo se limitó a mostrar su nalga izquierda. Todo quedaba explicado. A su vez el vecino, deslumbrado y conmovido, salió sin decir palabra para volver al poco rato con el Alcalde del pueblo. Éste expresó a Ansaldo su vivo deseo de que su amado pueblo se alimentara, como lo hacía Ansaldo, de sus propias reservas, es decir, de su propia carne, de la respectiva carne de cada uno. Pronto quedó acordada la cosa y después de las efusiones propias de gente bien educada, Ansaldo se trasladó a la plaza principal del pueblo para ofrecer, según su frase característica, "una demostración práctica a las masas”.

Una vez allí hizo saber que cada persona cortaría de su nalga izquierda dos filetes, en todo iguales a una muestra en yeso encarnado que colgaba de un reluciente alambre. Y declaraba que dos filetes y no uno, pues si él había cortado de su propia nalga izquierda un hermoso filete, justo era que la cosa marchase a compás, esto es, que nadie engullera un filete menos. Una vez fijados estos puntos, diose cada uno a rebanar dos filetes de su respectiva nalga izquierda. Era un glorioso espectáculo, pero se ruega no enviar descripciones. Se hicieron cálculos acerca de cuánto tiempo gozaría el pueblo de los beneficios de la carne. Un distinguido anatómico predijo que sobre un peso de cien libras y descontando visceras y demás órganos no ingestibles, un individuo podía comer carne durante ciento cuarenta días a razón de media libra por día. Por lo demás, era un cálculo ilusorio. Y lo que importaba era que cada uno pudiese ingerir su hermoso filete.

Pronto se vio a señoras que hablaban de las ventajas que reportaba la idea del señor Ansaldo. Por ejemplo, las que ya habían devorado sus senos no se veían obligadas a cubrir de telas su caja torácica, y sus vestidos concluían poco más arriba del ombligo. Y algunas, no todas, no hablaban ya, pues habían engullido su lengua, que, dicho sea de paso, es un manjar de monarcas. En la calle tenían lugar las más deliciosas escenas: así, dos señoras que hacía muchísimo tiempo que no se veían no pudieron besarse; habían usado sus labios en la confección de unas frituras de gran éxito. Y el Alcaide del penal no pudo firmar la sentencia de muerte de un condenado porque se había comido las yemas de los dedos, que, según los buenos gourmets (y el Alcaide lo era) ha dado origen a esa frase tan llevada y traída de "chuparse la yema de los dedos”.

Hubo hasta pequeñas sublevaciones. El sindicato de obreros de ajustadores femeninos elevó su más formal protesta ante la autoridad correspondiente, y ésta contestó que no era posible slogan alguno para animar a las señoras a usarlos de nuevo. Pero eran sublevaciones inocentes que no interrumpían de ningún modo la consumición, por parte del pueblo, de su propia carne.

Uno de los sucesos más pintorescos de aquella agradablejornada fue la disección del último pedazo de carne del bailarín del pueblo. Éste, por respeto a su arte, había dejado para lo último los bellos dedos de sus pies. Sus convecinos advirtieron que desde hacía varios días se mostraba vivamente inquieto. Ya sólo le quedaba la parte carnosa del dedo gordo. Entonces invitó a sus amigos a presenciar la operación. En medio de un sanguinolento silencio cortó su porción postrera, y sin pasarla por el fuego la dejó caer en el hueco de lo que había sido en otro tiempo su hermosa boca. Entonces todos los presentes se pusieron repentinamente serios.

Pero se iba viviendo, y era lo importante. ¿Y si acaso...? ¿Sería por eso que las zapatillas del bailarín se encontraban ahora en una de las salas del Museo de los Recuerdos Ilustres? Sólo se sabe que uno de los hombres más obesos del pueblo (pesaba doscientos kilos) gastó toda su reserva de carne disponible en el breve espacio de quince días (era extremadamente goloso, y, por otra parte, su organismo exigía grandes cantidades). Después ya nadie pudo verlojamás. Evidentemente, se ocultaba... Pero no sólo se ocultaba él, sino que otros muchos comenzaban a adoptar idéntico comportamiento. De esta suerte, una mañana, la señora Orfila, al preguntar a su hijo —que se devoraba el lóbulo izquierdo de la oreja— dónde había guardado no sé qué cosa, no obtuvo respuesta alguna. Y no valieron súplicas ni amenazas. Llamado el perito en desaparecidos sólo pudo dar con un breve montón de excrementos en el sitio donde la señora Orfilajuraba y perjuraba que su amado hijo se encontraba en el momento de ser interrogado por ella. Pero estas ligeras alteraciones no minaban en absoluto la alegría de aquellos habitantes. ¿De qué podría quejarse un pueblo que tenía asegurada su subsistencia? El grave problema de orden publico creado por la falta de carne, ¿no había quedado definitivamente zanjado? Que la población fuera ocultándose progresivamente nada tenía que ver con el aspecto central de la cosa, y sólo era un colofón que no alteraba en modo alguno la firme voluntad de aquella gente de procurarse el precioso alimento. ¿Era, por ventura, dicho colofón el precio que exigía la carne de cada uno? Pero sería miserable hacer más preguntas inoportunas, y aquel prudente pueblo estaba muy bien alimentado.

1944

 

El caso Acteón

El señor del sombrero amarillo se me acercó para decirme: "¿Quema usted, acaso, formar parte de la cadena...?” —Y sin transición alguna añadió—: "Sabe, de la cadena Acteón...” "¿Es posible...?” —le respondí—. ¿Existe, pues, una cadena Acteón?” "Sí —me contestó fríamente—, pero importa mucho precisar las razones, las dos razones del caso Acteón.” Sin poderme contener, abrí los dos primeros botones de su camisa y observé atentamente su pecho. "Sí —dijo él—, las dos razones del caso Acteón. La primera (a su vez extendió su mano derecha y entreabrió mi camisa), la primera es que el mito de Acteón puede darse en cualquier parte.” Yo hundí ligeramente mis uñas del pulgar y del meñique en su carne. "Se ha hablado mucho de Grecia en el caso Acteón —continuó—, pero créame (y aquí hundió también él ligeramente sus uñas del pulgar y el meñique en mi carne del pecho), también aquí en Cuba misma o en el Cuzco, o en cualquier otra parte, puede darse con toda propiedad el caso Acteón.” Acentuando un poco más la presión de mis uñas le respondí: "Entonces, su cadena va a tener una importancia enorme.” "Claro —me contestó—, claro que va a tenerla; todo depende de la capacidad del aspirante a la cadena Acteón” (y al decir esto acentuó un tanto más la presión de sus uñas). En seguida añadió, como poseído por un desgarramiento: "Pero creo que usted posee las condiciones requeridas...” Debí lanzar un quejido, levísimo, pero su oído lo había recogido, pues casi gritando me dijo: "La segunda razón (yo miré sus uñas en mi pecho, pero ya no se veían, circunstancia a la que achaqué más tarde el extraordinario aumento en el volumen de su voz), la segunda razón es que no se sabe, que no se podría marcar, delimitar, señalar, indicar, precisar (y todos estos verbos parecían los poderosos pitazos de una locomotora) dónde termina Acteón y dónde comienzan sus perros.” "Pero —le dije débilmente— Acteón, entonces, ¿no es una víctima?” "En modo alguno, caballero; en modo alguno.” Lanzaba grandes chorros de saliva sobre mi cara, sobre mi chaqueta. "Tanto podrían los perros ser las víctimas como los victimarios; y en este caso, ya sabe usted lo que también podría ser Acteón.” Entusiasmado por aquella estupenda revelación no pude contenerme y abrí los restantes botones de su camisa y llevé mi otra mano a su pecho. "¡Oh —grité yo ahora—, de qué peso me libra usted! ¡Qué peso quita usted de este pecho!” Y miraba hacia mi pecho, donde, a su vez, él había introducido su mano libre y, acompañando la palabra a la acción, me decía: "Claro, si es tan fácil, si después de comprenderlo es tan sencillo...” Se escuchaba el ruido característico de las manos cuando escarban la tierra. "Es tan sencillo —decía él (y su voz ahora parecía un melisma)—, imagínese la escena: los perros descubren a Acteón...; sí, lo descubren como yo lo he descubierto a usted; Acteón, al verlos, se llena de salvaje alegría; los perros empiezan a entristecerse; Acteón puede escapar, más aún, los perros desean ardientemente que Acteón escape; los perros creen que Acteón despedazado llevará la mejor parte; y ¿sabe usted...? (aquí se llenó de un profundo desaliento, pero yo lo reanimé muy pronto hundiendo mis dos manos en su pecho hasta la altura de mis carpos); ¡gracias, gracias! —me dijo con su hilo de voz—, los perros saben muy precisamente que quedarían en una situación de inferioridad respecto de Acteón; sí (y yo le infundí confianza hundiendo más y más mis uñas en su pecho), sí, en una situación muy desairada y hasta ridícula, si se quiere.” "Perdone —dije yo—, perdone que le interrumpa (y mi voz recordaba ahora aquellos pitazos por él emitidos), pero viva usted convencido (todo esto lo decía cubriéndole de una abundante lluvia de saliva) de que los perros no pasarán por esa afrenta, por esa ominosa condición que es toda victoria. ¡No, no, en modo alguno, caballero —vociferaba yo—, no quedarán, viva usted tranquilo, viva convencido de ello; se lo aseguro, podría suscribirlo; esos perros serán devorados también... por Acteón!” En este punto no sabría decir quién pronunció la última frase, pues, como quiera que acompañábamos la acción a la palabra, nuestras manos iban penetrando regiones más profundas de nuestros pechos respectivos, y como acompañábamos igualmente la palabra a la acción (hubiera sido imposible distinguir entre una y otra voz: mi voz correspondía a su acción; su acción a mi voz) sucedía que nos hacíamos una sola masa, un solo montículo, una sola elevación, una sola cadena sin término.

1944

 

Las partes

Al abrir la puerta de mi cuarto vi que mi vecino estaba de pie en la puerta del suyo. Como el corredor que separaba nuestras habitaciones respectivas era de grandes proporciones, no pude precisar a la primera ojeada en qué consistía el objeto que le cubría, desde los hombros, todo el cuerpo. Una indagación más minuciosa me hizo ver una larga capa de magníficos pliegues. Pero lo que me chocó fue precisamente esa parte de su cuerpo que correspondía a su brazo izquierdo: en aquella región, la tela de la capa se hundía visiblemente y establecía una ostensible diferencia con la otra, es decir, con la región de su brazo derecho, aunque debo confesar que la causa no era como para pedirle explicaciones. Tampoco hubiera podido hacerlo, pues mi vecino ya trasponía la puerta de su habitación imprimiendo un elegante movimiento a los últimos pliegues de la cola de su capa. Por mi parte, empecé a cavilar sobre aquella hendidura en la región del hombro izquierdo, pero no pude avanzar gran cosa en mis pensamientos; otra vez salía mi vecino envuelto en su gran capa. Miré rápidamente su hombro izquierdo, y en seguida, como es natural, el derecho. También ahora se hundía allí visiblemente la tela.

Esta vez mi vecino no me concedió el lujo de sorprenderme: un portazo me advirtió que de nuevo había desaparecido. O, mejor dicho, que aparecía otra vez; de pie, como siempre, pero un tanto envarado en la parte donde la pierna derecha se articula a la cadera; también allí la tela de la capa formaba un profundo seno. Un nuevo portazo me anunció una nueva salida: en efecto, iniciaba la cuarta. La única diferencia con la anterior venía a radicar en el punto de elasticidad, es decir, que la capa, de las caderas hacia arriba, descontando aquellas pronunciadas hendiduras de los brazos, contorneaba asombrosamente toda la anatomía de mi vecino; pero, en cambio, de las caderas hacia abajo la tela de la capa se arremolinaba, formaba caprichosos pliegues como si debajo de ella no continuase su anatomía. Yo esperaba que un nuevo portazo me traería alguna explicación; pero si el portazo se cumplió fue para dejarme ver que ahora la tela encontraba nuevas regiones en donde arremolinarse. O sea, que toda la región que abarca la caja torácica parecía de una elasticidad tan extremada que la tela de la caja podía adoptar los pliegues más insospechados. Quedaba la cabeza, pero la capa comenzaba a caerjustamente desde los hombros, o más precisamente desde la base del cuello, y, en verdad, no llovía en aquel instante, había un hermoso sol, y por otra parte, ¿no se estaba bajo un seguro techo? Sin contar que mi vecino iniciaba la séptima vuelta a su habitación, y allí era de todo punto imposible la más remota inclemencia del tiempo. En lo que a mí toca, pensé lógicamente en una octava salida, pero lo cierto es que transcurrió un tiempo más largo que el empleado en todas las anteriores, y no se oía el portazo anunciador. Entonces me lancé furiosamente a la puerta, le di un terrible empujón. Clavados con enormes pernos a la pared se veían las siguientes partes de un cuerpo humano: dos brazos (derecho e izquierdo), dos piernas (derecha e izquierda), la región sacrocoxígea, la región torácica, todo imitando graciosamente a un hombre que está de pie como aguardando una noticia. No pude mirar mucho tiempo, pues se escuchaba la voz de mi vecino que me suplicaba colocar su cabeza en la parte vacía de aquella composición. Complaciéndolo de todo corazón, tomé con delicadeza aquella cabeza por su cuello y la fijé en la pared con uno de esos pernos enormes, justamente encima de la región de los hombros. Y como ya la capa no le sería de ninguna utilidad, me cubrí con ella para salir como un rey por la puerta.

1944

 

El cambio

El amigo esperaba a las dos parejas. Iban por fin los amantes a reunirse en su carne, y justo es confesar que el amigo había preparado las cosas con tacto exquisito. Pero exigió, a cambio de la dicha inmensa que les proporcionaba, que todo fuese consumado en la más absoluta tiniebla y en el silencio más estricto. Así, llegados a su presencia los amantes, les hizo saber que la última cámara iluminada que contemplarían en el transcurso de su memorable noche carnal era esta que ahora los alumbraba a todos. Entonces, tras las consiguientes protestas de cortesía y las frases de estilo, se pusieron en marcha por una pequeña galería que desemboca frente a lo que el amigo decía eran las inmensas puertas de dos cámaras nupciales.

Ya el trayecto por dicha galería había sido consumado en la más definitiva oscuridad. El amigo, que no tenía necesidad del poder de la luz, les hizo saber que estaban a la entrada del paraíso humano, y que a una señal suya las puertas se abrirían para dejar paso a los eternos amantes hasta ahora separados por las asechanzas del destino.

De pronto, un movimiento de terror hubo de producirse: parece que un golpe de viento levantó rudamente la túnica de las damas, las cuales, aterrorizadas, se apartaron de sus amantes y fueron a estrecharse enloquecidas contra el pecho del amigo, que estaba en el centro de aquel extraño grupo. El amigo, sonriendo levemente, y sin romper la consigna dada, las tomó por las muñecas y, obligándolas a un breve giro, las cambió, de tal suerte, que cada una de ellas fue a quedar en brazos del amante que no le correspondía. Estos, como caballos bien amaestrados, aguardaban, silenciosos y tensos. Pronto el orden quedó restablecido y a una señal del amigo se abrieron las puertas y entraron por ellas los amantes trocados.

Allí, en la cámara carnal, se prodigaron las caricias más refinadas e inauditas. Guardando una gratitud y un respeto amoroso aljuramento empeñado, no pronunciaron ni siquiera el comienzo de una letra, pero se cumplieron en el amor hasta agotar, como se dice, "la copa del placer”.

Entre tanto, el amigo, en su cámara iluminada, se retorcía de angustia. Pronto saldrían de las otras cámaras los amantes y comprobarían el horrible cambio y su amor quedaría anulado por el hecho insólito que es haberlo realizado con objetos que les eran absolutamente indiferentes.

El amigo se dio a pensar en varios proyectos de restitución; de inmediato desechó el que consistiría en llevar a las damas a una cámara común para de allí restituirlas, ya trocadas rectamente, a sus respectivos amantes. Solución parcial: por ejemplo, cualquiera de las damas podía caer en sospecha de que algo anormal ocurría en virtud de ese paseo de una cámara oscura a una cámara iluminada. De pronto, sonrió el amigo. Dio una palmada y llegaron al instante dos servidores. Deslizó algunas palabras en sus oídos y éstos desaparecieron volviendo poco después armados de un diminuto punzón de oro y unas enormes tijeras de plata. El amigo examinó los instrumentos y acto seguido indicó a los servidores las puertas nupciales. Entraron éstos y, tanteando en las tinieblas, se apoderaron de las mujeres y rápidamente les cercenaron la lengua y les sacaron los ojos, haciendo cosa igual con los hombres. Una vez desposeídos de sus lenguas y de sus ojos fueron conducidos a presencia del amigo, quien los esperaba en su cámara iluminada.

Allí les hizo saber que, deseando prolongar para ellos aquella memorable noche carnal, había ordenado que dos de sus criados, armados de punzones y tijeras, les vaciaran los ojos y les cercenaran la lengua. Al oír tal declaración, los amantes recobraron inmediatamente su expresión de inenarrable felicidad y por gestos dieron a entender al amigo la profunda gratitud que los embargaba.

Así vivieron largos años en una dicha ininterrumpida. Por fin les llegó la hora de la muerte, y, como perfectos amantes que eran, les tocó la misma mortal dolencia y el mismo minuto para morir. Visto lo cual, el amigo sonrió levemente y decidió sepultarlos, restituyendo a cada amante su amada, y, por consiguiente, a cada amada su amante. Así lo hizo, pero como ellos ya nada podían saber, continuaron dichosamente su memorable noche carnal.

1944

 

La cena

Como siempre sucede, la miseria nos había reunido y arrojado en el reducido espacio de los consabidos dos metros cuadrados. Allí vivíamos. Sabía que no comería esa noche, pero el alegre recuerdo del copioso almuerzo de la mañana impedía briosamente toda angustia intestinal. Tenía que hacer un largo camino, pues del Auxilio Nocturno —a donde había ido al filo de las siete a solicitar en vano la comida de esa noche— a nuestro cuarto mediaban más de cinco kilómetros. Pero confieso que los recorrí alegremente. Aunque ya nada tenía en el estómago del famoso almuerzo, me acometían a ratos los más deliciosos eructos que cabe imaginar. Verdad que se iban haciendo cada vez menos intensos, pero, con todo, me ayudarían a salvar aquella abominable distancia...

Por fin llegaba, y entré a tientas a causa de la oscuridad. Me creí solo, pero un ruido, que mezclaba a cierta música la sequedad propia de una descarga, me hizo retroceder. Comencé a alarmarme, pues no podía identificar aquel ruido, no tuve tiempo de ordenar mi oído: de los tres camastros alinea-dosjunto a la ventana surgieron otros tres espantosos. Uno era como el aire que se escapa de los tubos de un órgano cuando el que lo toca abre todas las llaves del mismo; el otro se parecía a ese chillido seco y prolongado que emite una mujer frente a una rata, y el tercero podía identificarse al cornetín que toca la diana en los campamentos. Hubo una pausa, y en seguida, un murmullo se elevó en el cuarto. No entendí bien en un principio, pero pronto escuché distintamente estas expresiones: "¡Carne con papas!”, "¡arroz con camarones!”, "¡rabanitos!”, al mismo tiempo que percibía ese aletear característico de narices que aspiraban un olor próximo a desvanecerse.

En efecto, eran las narices de mis compañeros de cuarto, que tendidos boca arriba en sus respectivos camastros aspiraban el delicioso olor de esos platos nacionales. Mis ojos, ya acostumbrados a la oscuridad, podían distinguir claramente el óvalo de sus caras donde se destacaba cada nariz un punto más hacia adelante, como el general que marcha al frente de sus tropas. En verdad aquel olor excitaba el apetito provocándome atenderme en mi yacija, pero todavía me detuve un instante para observar aquellas caras de una beatitud hace mucho tiempo desaparecida.

Un nuevo ruido me sacó de mi contemplación y corrí a mi camastro a fin de no perder el "plato” de turno. Esta vez no se escuchó ningún sonido pero algo flotó en el ambiente, anunciándolo. No pude contener mi alegría y grité, ahogándome: "¡Empanadillas, empanadillas...!” Aquello era un festín romano: las bocas, cerradas fuertemente, semejaban ostras que hubiesen plegado sus valvas mientras cada nariz, dilatada hasta lo increíble, devoraba ávidamente empanadilla tras empanadilla. Pensé que no estábamos dejados, como se dice, de la mano de Dios, al ver cómo el cuerno de la abundancia se derramaba sobre nosotros. Pero no había tiempo que perder en reflexiones, pues a medida que el entusiasmo crecía los platos se iban multiplicando. Eran tantos, que casi resultaba imposible devorarlos cabalmente a todos. No bien habíamos puesto la nariz en una costilla clásicamente dorada cuando la aparición de un tamal en cazuela nos exigía que lo probásemos. Aquel banquete invisible tenía sus derechos. Y, además, hacía tanto tiempo que la abundancia no nos visitaba... Pero nuestras narices, manejadas sabiamente, atendían cumplidamente a cada visitante. Y el banquete no amenazaba concluir. Por el contrario, ahora eran tantos los ruidos que se escuchaban en nuestra humilde morada, que habrían tapado los de una orquesta con todos sus profesores. Por otra parte, cada nariz, creciendo gradualmente, prometía llegar al mismísimo techo. Pero no se reparaba en estas menudencias, y los platos eran devorados sin que nadie manifestase signos de hartura. Pronto la habitación fue nada más que un ruido y un olor que diez patéticas narices aspiraban acompasadamente. No importaban tales excesos; aquella noche, al menos, no pereceríamos de hambre.

1944

 

Proyecto para un sueño

En el sueño recordé que debía llevar a mi compañero unas cartas que éste había recibido dirigidas a mi nombre. Eran aproximadamente las seis de la tarde. Al cruzar por una de las esquinas que forman la parte vieja de la ciudad, di de manos a boca con él, que también, por su parte, iniciaba su largo recorrido hasta el conservatorio de música. Lo saludé, pero casi no me contestó. Caminaba con un vigor increíble; yo lo seguí con muchísimo trabajo, y, como es de presumir, la lluvia nos mojaba bastante. Mientras corríamos, me dijo que antes debía comer algo. Le indiqué un sitio próximo, pero no me hizo caso y tomó por una dirección opuesta. Lo seguí con inmenso esfuerzo. A fin de detenerlo, le dije que estaba seguro de que las cartas eran de suma importancia. Me contestó diciendo que tanto le daba, que ya las leería un día de éstos. Pero yo no cesaba de insistir en la importancia de las cartas, que sólo eran un pretexto de mi parte (no las cartas, sino su importancia; en realidad, eran pura propaganda comercial), pues todo radicaba en que yo quería interesarlo en algo, en merecer su agradecimiento, y obtener así que me pagase el café con leche con tostadas.

Dábamos las vueltas más increíbles; pasábamos por calles que la lluvia hacía casi irreconocibles. Creo que habíamos transitado todas las de aquella parte de la ciudad vieja cuando comenzamos a introducirnos en las casas: igual por una puerta, que por un muro, que por una ventana. Entramos, así, en una casa con una galería complicadísima: dicha galería venía a ser como un entresuelo y su piso estaba formado por pequeños trozos movibles de madera —lo que en seguida nos trajo el recuerdo de esos puentes colgantes que los salvajes tienden entre dos riberas. Pero he de advertir que la galería estaba dividida en su justa mitad por una gran verja de hierro. Entonces, de la verja hacia el lado opuesto, a donde nos encontrábamos en el momento de entrar en la casa, los pequeños trozos movibles de madera estaban en su mayor parte arrancados de su sitio o partidos en varios fragmentos, lo que hacía muy difícil el tránsito. Una gran turba de niños de entre cinco y diez años se entretenía en saltar, uno tras otro, sobre los pocos trozos de madera que, como dejo dicho, quedaban en esa segunda sección de la galería.

Ya nosotros habíamos salvado más de la mitad de la sección primera, cuando le confesé a mi compañero que dicha galería me era familiar; pero él no me hacía ningún caso, pues ya tocaba con la punta de sus dedos los barrotes de la gran verja. Ésta no tenía cerrojo, y desistimos de abrirla, ya que nada íbamos a resolver con ello: ¿no nos aguardaba, acaso, la segunda sección de la galería con otros tantos trozos movibles de madera, todos destrozados, y también las inevitables burlas y maldades de aquella turba de chiquillos? Por los huecos formados entre trozo y trozo echamos una rápida mirada y comprobamos que debajo existía un enorme pozo o aljibe desecado al que no se le veía término alguno. (Pero no era el caso sorprendernos, pues, o la vista tiene un poder limitado de alcance, o estos aljibes pueden ser ahondados increíblemente.) Vi muy bien que retroceder no entraba en los cálculos de mi compañero, y como yo estaba decidido a que me pagase el café con leche con tostadas, lo miré con gran complicidad, a fin de animarlo a encontrar una salida. Mejor dicho, ya la encontraba yo mismo. Anexa a la galería se veía otra galería de iguales proporciones que la anterior, pero se diferenciaba de aquélla en que carecía por completo de piso, es decir, que se podía pensar que aquel espacio estaba hecho para caminar, transitar, deambular, ir y venir, pero que en realidad no se podía ir ni venir, deambular, transitar o caminar. Pronto hube de comprobar que el arquitecto no había cometido un error de construcción, ni se había permitido esas desagradables libertades de desperdiciar el espacio, sino que la galería era funcional, como el resto de la casa.

Lo era, en efecto. Yo había metido mi cabeza por uno de los ojos de buey practicados en la pared lateral izquierda de la galería primera (la pared lateral derecha estaba formada por una pesadísima cortina de plomo imposible de levantar o descorrer) y pude observar que como a unos tres metros se veía un reluciente piso de mármol a losas negras y amarillas, que con toda seguridad deformaban el piso de la galería segunda. Mi compañero y yo hicimos pasar nuestros cuerpos por los ojos de buey (es decir, un ojo de buey para cada cuerpo) y vinimos a quedar de pie sobre un pequeño reborde de tres pulgadas. Saltar hubiera sido imposible; tres metros son suficientes para que un hombre cualquiera al caer sobre un piso duro —como lo era con toda seguridad ese de mármol— se rompiese la columna vertebral o quedara reventado, no advirtiéndolo sino días después en un baile o en el momento de recoger el pañuelo de una dama. Pero hubimos de comprobar que en el espacio entre el ya citado reborde que nos servía de sustentáculo y el piso de mármol a losas negras y amarillas se advertían unos como a manera de escalones rudimentarios, sin ánimo alguno de carácter ornamental. Al menos, nos iba a servir, nos estaba sirviendo ya para bajar hasta el piso de mármol a losas negras y amarillas. Claro que la bajada era difícil a causa de la molestísima posición que el cuerpo debía adoptar, esto es, que la espalda, necesariamente, debía apoyarse contra los escalones y sólo se podía hacer presión sobre los mismos con los talones; mientras que los brazos, o bien se llevaban hacia adelante, o bien se pegaban como ventosas a esos mismos escalones según lo exigiera el particular equilibrio del descenso.