El libro de la selva

Rudyard Kipling

Edición Digital

Lectorum / LD Books


El libro de la selva

© Rudyard Kipling

© Lectorum

D. R. © Editorial Lectorum, S. A. de C.V., 2016

Batalla de Casa Blanca, Manzana 147 A, Lote 1621

Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección

C.P. 09310, Ciudad de México

www.lectorum.com.mx

ventas@lectorum.com.mx

Primera edición: septiembre 2016

ISBN: 978—1539802740

D.R. © Portada: Esperanza Tenorio Piedra

D. R. © Interiores: Laura Romo González

Características tipográficas aseguradas conforme a la ley.

Prohibida la reproducción parcial o total sin autorización escrita del editor.


Índice

I. Los hermanos de Mowgli

II. Las máximas de Baloo

III. La muerte de Shere Khan

IV. La foca blanca

V. Rikki-Tikki-Tavi

VI. Toomai el de los elefantes

VII. Los servidores de su majestad


I

Los hermanos de Mowgli

Mang, ese ciego con alas, suelta las bridas de la noche.

Rann es su amigo, en él cabalga.

Duermen las vacas sueños torpes.

Los corderos tiemblan, balan, y tras la puerta se esconden.

Somos dueños hasta el alba.

Queremos siempre ser libres, fuerza, pasión desatada.

Que abunde siempre la caza. Será así, si en la Ley vives.

Las colinas de Seeonee parecían un horno. Padre Lobo, que había pasado todo el día durmiendo, se despertó. Se rascó, bostezó y fue estirando una tras otra las patas. Quería des—prenderse de todo el sopor y la rigidez que se había acumulado en ellas. Madre Loba estaba echada. Su cabeza gris reposaba, en señal de cariño y protección, sobre los lobatos, cuatro animalitos indefensos y chillones. La Luna brillaba en todo su esplendor nocturno fuera de la cueva.

—¡Ahuugr! —sentenció Padre Lobo—. Es hora de salir de caza —y ya estaba a punto de lanzarse pendiente abajo, cuando se presentó a la entrada de la cueva una sombra menuda y furtiva; era bien visible su cola esponjosa. Empezó en tono lastimero:

—Buena suerte, jefe de los lobos. Y que la misma buena suerte sea siempre con tus hijos. Que puedan estar eternamente orgullosos de sus fuertes colmillos. Y que jamás les falte el apetito.

Era el chacal —Tabaqui el lameplatos— el que así habló. En la India los lobos desprecian a Tabaqui por ser un chismoso. Siempre anda con cuentos e historias de un lado para otro. También lo desprecian por su dieta: despojos y todo lo que haya mínimamente aprovechable en cualquier basurero.

Despreciable, sí, pero temible. Mas que cualquier otro animal, cuando a Tabaqui le entra la locura, se olvida de su miedo y muerde todo lo que le sale al paso: cosas y animales. Son los momentos en los que hasta el tigre no se atreve a vagar libremente por la Selva. Les preocupa hasta el solo pensamiento de poder verse reducidos ellos mismos a una situación tan deplorable. Porque, en la Selva, la locura es considerada como una deshonra, la mayor de todas. Nosotros sabemos que se trata de la hidrofobia. Pero ellos le dan simplemente el nombre de locura.

—De acuerdo. Pasa y busca —dijo Padre Lobo—, pero quiero que sepas de antemano que no hay comida.

—A buen seguro que no la hay para un lobo —contestó Tabaqui—, pero para un animal como yo, hasta un hueso mondo es un excelente banquete. Nosotros, el Pueblo de los Chacales, no tenemos elección a la hora de comer.

Se dirigió sin dilación hacia el fondo de la cueva. Encontró un hueso de gamo. Todavía tenía algo de carne adherida. Empezó a triturarlo con fruición.

—Gracias por tan excelente comida —dijo relamiéndose—. ¡Qué hijos tan hermosos tienes! ¡Cómo se adivina en ellos la nobleza! Tienen unos ojos enormes. Y qué maravilla de juventud la suya. Aunque nada de esto me debería extrañar. Los hijos de los reyes son hombres desde que nacen.

Tabaqui sabía de sobra que no ayuda a la buena crianza alabar a los lobatos estando ellos presentes. El descontento se reflejaba en la actitud de Madre Loba y de su pareja.

Tabaqui guardó silencio un momento como recreándose en el mal que había hecho. Luego, añadió escupiendo sus palabras:

—El Gran Shere Khan ha cambiado su territorio de caza. Estas colinas serán su cazadero durante las próximas semanas, hasta que cambie la Luna.

Shere Khan era el tigre que ahora merodeaba cerca del río Waingunga, a pocos kilómetros de distancia.

—¿Por qué lo ha hecho? No le asiste ningún derecho —dijo furioso Padre Lobo—. De acuerdo con la Ley de la Selva, nadie puede cambiar de territorio de caza sin previo aviso. Espantará la caza en kilómetros a la redonda. Y entonces tendré que trabajar el doble para encontrar el alimento de mi familia.

—No olvidemos que su madre siempre lo llamó Lungri, el Cojo. Por algo sería —dijo Madre Loba quedamente—. Es cojo de nacimiento. Jamás ha sido capaz de matar otra cosa que animales domésticos. Por eso, al sentirse perseguido por los campesinos ribereños del Waingunga, se ha venido hasta aquí para causarnos mil problemas. Por su culpa no dejarán de revolver hasta el último rincón de la Selva, en su intento de encontrarlo y de matarlo. Pero él se marchará. Y nosotros tendremos que irnos lejos con nuestros cachorros. Sabemos que estas fiestas terminan siempre con el incendio de la maleza. Eso se lo tendremos que agradecer a Shere Khan.

—Si quieren, como muestra de agradecimiento, le puedo transmitir sus deseos —dijo Tabaqui.

—Largo de aquí, miserable —gritó enfadado Padre Lobo—. Largo de aquí y vete a cazar a la sombra de tu amo. Ya has hecho tu mala acción de la noche.

—Tranquilo, ya me voy —dijo en tono insidioso Tabaqui—. Aunque realmente me podría haber ahorrado traerles la no—ticia. Ustedes mismos pueden oír desde aquí a Shere Khan rugiendo en la espesura.

Padre Lobo escuchó atentamente. En el fondo del valle se oía esa especie de lamento seco, rabioso y chirriante que emite el tigre cuando está ayuno de presa. Y le tiene sin cuidado que se entere de su fracaso toda la Selva.

—¡Qué estúpido! Habrá pensado que aquí los gamos son como los pesados bueyes en el Waingunga.

—Cuidado. No es precisamente bueyes lo que está buscando. Busca al hombre. Le ha vuelto rabioso el olor de hombre y lo busca —dijo Madre Loba.

El lamento se había convertido en un ronquido que parecía surgir de las entrañas de la tierra llenando el universo entero. Era esa clase de ruido infernal que asusta a los leñadores, obligados a dormir al raso, y a los vagabundos. En ocasiones les hace enloquecer de tal modo que, sin darse cuenta, se arrojan a las fauces mismas de la fiera.

—El hombre —dijo Padre Lobo abriendo sus mandíbulas y enseñando las formidables filas de dientes—. ¡Qué asco! Habrá agotado ya los escarabajos de nuestros campos y las ranas de nuestros estanques para que, de repente, se le haya ocurrido que quiere carne humana. Y, además, en nuestro propio territorio.

La Ley de la Selva prohíbe a toda fiera comer carne humana. Hay una sola excepción: matar para enseñar a los cachorros a hacerlo. Pero entonces es también preceptivo que se haga fuera del territorio de caza de la manada. Y hay una razón muy poderosa para ello: matar a un hombre trae como consecuencia segura que, tarde o temprano, hombres blancos invadan la Selva armados de fusiles, acompañados por hombres de color equipados con todos los instrumentos capaces de producir el mayor ruido. En la Selva todo es entonces dolor y sufrimiento.

Las fieras saben que el hombre es el animal más indefenso de la naturaleza. No es una presa digna de un cazador que se precie de serlo. Y añaden que es cierto que los que se acostumbran a comer carne humana son atacados por la sarna y pierden pronto los dientes.

El feroz ronquido se fue haciendo de una gran intensidad. Terminó con ese rugido inconfundible del tigre en el momento del ataque.

Casi enseguida Shere Khan aulló de una forma absolutamente impropia de un tigre.

—Ha fallado su golpe —comentó Madre Loba—. ¿Qué pasa?

Padre Lobo avanzó unos pasos fuera de la caverna. En la maleza estaba Shere Khan gruñendo furiosamente, mientras se revolcaba despechado.

—¡No puede ser mas estúpido! Se le ha ocurrido la idea genial de saltar la barrera de fuego preparada por unos leñadores. Se ha quemado las patas —dijo Padre Lobo malhumorado—. Y, claro, allí está Tabaqui con él.

—Hay algo que sube por la colina —dijo Madre Loba orientando en aquella dirección los pabellones de sus orejas—. Debemos estar preparados.

Muy cerca crujieron los matorrales. Padre Lobo se agachó y se apoyó en los cuartos traseros, presto a saltar. Lo que sucedió a continuación fue algo extraordinario: el lobo saltó, lanzándose al ataque contra algo desconocido. Y cuando estaba en pleno salto, intentó detenerse. El impulso lo levantó, pero vino a caer casi en el mismo sitio.

—Un hombre —dijo disgustado—. Una cría humana. Mira.

Se encontró frente a él. Estaba apoyado ligeramente en una rama baja. Era un niño moreno. Apenas podía andar. Era precioso, apretado de carnes, fino, desnudo, una criatura perfecta. Jamás se había presentado algo semejante ante la cueva de un lobo. El niño lo miró y se rió tranquilamente, sin miedo alguno.

—¿Es eso un chachorro de hombre? —dijo Madre Loba—. Es la primera vez que veo uno. Tráemelo.

Un lobo está acostumbrado a mover a sus pequeños. Los lleva de un lado a otro. Hasta puede transportar un huevo en la boca sin romperlo. Las dos mandíbulas se cerraron sobre la espalda del niño, que no sufrió el mínimo rasguño. Estaba perfectamente cuando fue colocado entre los lobatos.

—Pequeño, desnudo y atrevido —dijo con dulzura Madre Loba. Mientras tanto, el niño empujaba como un cachorro más para acercarse y sentir el calor de la piel de Madre Loba—. Mira, se alimenta con los demás. Así que esta es una cría de hombre. He aquí una loba que va a vanagloriarse durante toda su vida de haber tenido una cría humana entre sus hijos.

—Sé que en la historia ha habido casos semejantes. Pero nunca ha sucedido algo parecido en nuestra manada. Al menos, nadie lo recuerda —dijo Padre Lobo—. No tiene pelo. Y está tan indefenso que si lo golpeara ligeramente con una pata, lo mataría. Y, sin embargo, nos mira sin miedo.

La luz de la Luna iluminaba débilmente el interior de la cueva. De repente todo quedó a oscuras. Shere Khan metió su cabezota y parte de su cuerpo en la entrada. Tabaqui le chillaba la noticia por detrás:

—Señor, estoy seguro, se ha metido aquí.

—Nos sentimos honrados con tu visita, Shere Khan —dijo Padre Lobo, aunque sus ojos expresaban a gritos lo contrario—. ¿Qué deseas, Shere Khan?

—Mi presa, sólo eso. Perseguía yo a sus padres. Pero han huido abandonando a su cachorro. Te lo exijo.

Todavía brillaba en los ojos de Shere Khan la furia de su fracaso y de sus quemaduras al saltar por encima de la hoguera de los leñadores. Dentro de la cueva se estaba seguro. Padre Lobo lo sabía muy bien. Nunca lograría Shere Khan pasar su corpachón a través de la boca de entrada. También sabía que, si tenía que pelear, no lo haría cómodamente. Tendría que hacerlo encogido. Sería lo mismo que si dos hombres intentaran pelear metidos en un mismo barril.

—Te recuerdo que los lobos son un Pueblo Libre —le gritó Padre Lobo—. Sólo obedecen las órdenes del jefe de su manada. Nunca las de un payaso desfigurado a brochazos, un cazador, como tú, de animales mansos. La cría de hombre es nuestra. Y si queremos, la mataremos. Lo haremos nosotros, no tú.

—¡Si queremos! ¿Qué lenguaje es ése en el que alardeas de su capacidad de elección? ¡Por el toro que maté!, estoy harto de seguir oliendo tu asquerosa guarida. Reclamo la justicia y mi derecho. ¿No se dan cuenta de que les está hablando Shere Khan?

El tigre rugió. Su malestar llenó los rincones más oscuros de la cueva. Madre Loba se separó de sus lobatos. Se acercó a Shere Khan. Sus ojos brillaban como dos enormes y amenazantes lunas verdes.

—Ahora soy yo, Raksha, el demonio, quien te contesta. La cría humana es mía, Lungri, totalmente mía. Nadie la matará. Y tú la verás corriendo con nuestra manada, entregada, como los demás, al riesgo de la caza. Y tengo que advertir a su señoría, fiero cazador de desnudos cachorrillos, devorador de ranas, matador de peces, que al final será esta cría humana quien le cace a usted. Ahora, apártese o por el maravilloso y rapidísimo gamo que maté —yo no como ganado hambriento como hacen otros—, le aseguro, señor fiero y chamuscado, que le voy a hacer volver al regazo de su madre más cojo aún de lo que vino al mundo. ¡Fuera de aquí!

Padre Lobo miró con aire de asombro. Recordó de pronto algo que tenía casi olvidado: el día en que ganó en una apuesta de caza a Madre Loba y a otros cinco lobos. Cuando la llamó demonio, sabía lo que se decía. No lo hizo por galantería. El mismo Shere Khan se dio cuenta de que sería capaz de luchar con Padre Lobo. Pero tenía todas las de perder si luchaba con Madre Loba. Ella había escogido una posición maravillosa y Shere Khan sabía que pagaría con su vida una lucha con Madre Loba. Ella estaba dispuesta a llegar hasta el final. Se retiró con enorme disgusto de la boca de la caverna. Al verse libre gritó:

—¡Cada gallo canta en el palo más alto de su gallinero! Tengo curiosidad por ver lo que dice la manada sobre este asunto. ¡Criar cachorros humanos! Verán cómo al final el cachorro será mío, miserables ladrones.

Jadeante, Madre Loba se tumbó entre sus lobatos. Padre Lobo le dijo con aire preocupado:

—Aunque procedan de un enemigo, hay mucho de verdad en las palabras que nos ha arrojado a la cara Shere Khan. La manada tiene que estar enterada de todo. Hay que enseñarles este cachorro humano.

¿Sigues con la firme decisión de quedarte con él? —¿Quedarme con él? —contestó como en un suspiro—. Nos llegó desnudo y de noche, abandonado y hambriento. Y te diste cuenta de que, a pesar de todo, no tenía miedo. Mira cómo manda en sus hermanos. Ha echado a un lado a uno de mis hijos. Y ese miserable carnicero cojo quería matarlo y huir luego al Waingunga. Después, en justa venganza, vendrían los campesinos a sacarnos de nuestros cubiles. Por supuesto que me quedaré con el. Y tú, renacuajo, estate quieto.

Llegará un tiempo, Mowgli —ése será tu nombre en adelante, gran personaje—, en que no solamente no te dejarás cazar por Shere Khan, sino que lo cazarás tú a él.

La Ley de la Selva es clara: cualquier lobo, cuando se casa, puede dejar su manada. Pero en cuanto nacen los cachorros y pueden sostenerse en pie, el padre debe llevarlos al Consejo. Así, los demás lobos podrán identificarlos. Después, los lobatos pueden corretear por donde quieran. Y no hay causa alguna que exima de culpabilidad al lobo que, antes de que los cachorros hayan sido capaces de matar un gamo, de muerte a alguno de ellos. Se le buscará hasta el fin del mundo y se le impondrá la pena capital. Es evidentemente justo.

Padre Lobo esperó a que los cachorros fueran capaces de corretear. Entonces, la noche en que se reunía toda la manada, los cogió, junto con Mowgli y Madre Loba, y se los llevó a la Roca del Consejo. Era una cima rocosa, llena de guijarros. El espacio era tan amplio que se podían reunir, bien guarecidos, hasta cien lobos. Allí estaba Akela, el Lobo Gris, enorme y solitario, echado sobre su piedra de presidente. Su fuerza y su habilidad le habían llevado a jefe de la manada. Debajo de él había hasta cuarenta lobos de toda edad y pelaje: los fuertes, que lo habían demostrado cazando en solitario un gamo, y los que sólo podían presumir de sus futuras hazañas. El Lobo Solitario era el guía de todos ellos desde hacía un año. Ya era leyenda el que había caído, siendo joven, por dos veces en una trampa. Y que en otra ocasión había sido apaleado hasta ser dado por muerto. Así pues, tenía sobrados motivos para conocer lo que eran los hombres. Poco se habló en aquella reunión. Los lobatos armaban un jaleo enorme. De cuando en cuando, uno de los lobos viejos se acercaba a un cachorro, lo miraba con la mayor atención y se volvía a su sitio. Y todo ello se hacía en perfecto silencio. Luego, la madre acercaba su lobato al círculo para que, a la luz de la Luna, todos los lobos pudieran ver perfectamente a su cachorro. Akela, desde su roca, gritaba:

—Ya sabéis lo que dice la Ley. Lobos, miren bien.

Y las madres, nerviosas y preocupadas, insistían en lo que Akela había dicho:

—Lobos, miren bien, miren bien.

Al final —momento en que Madre Loba sintió un escalofrío—, Padre Lobo empujó hacia el centro del claro a Mowgli, la Rana. El cachorro humano se sentó y sonrió al mismo tiempo que jugaba despreocupado con algunos guijarros que brillaban a la luz de la Luna.

Akela, sin prestar demasiada atención ni levantar la cabeza, continuó su cantinela: Miren bien. Se oyó un rugido detrás de las rocas. Era Shere Khan que gritaba:

—El cachorro humano es mío. Dénmelo. Nada tiene que ver con el Pueblo Libre de los lobos. Akela no hizo un solo movimiento y continuó gritando:

—Miren bien, lobos. ¿Tiene algo que ver el Pueblo Libre con lo que venga de alguien ajeno a el? Mírenlo bien.

Se oyó claramente un coro de gruñidos. Un lobo de unos cuatro años se hizo eco de la pregunta de Shere Khan y se dirigió a Akela:

—¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con una cría humana?

Hay una Ley de la Selva que dice que cuando aparezcan dudas sobre el ingreso de un lobo en la manada, su derecho tiene que ser defendido al menos por dos congéneres que no sean sus padres.

—¿Quién defiende los derechos de este cachorro? —preguntó Akela—. ¿Quién entre los miembros del Pueblo Libre habla en su favor?

Hay un animal de otra especie, el único, que puede tomar parte en el Consejo de la manada. El oso, siempre soñoliento. Es el encargado de enseñar a los lobatos la Ley de la Selva. Baloo, con muchos años a sus espaldas, puede ir por todas partes. A nadie estorba. Sólo come nueces, raíces y miel. Se levantó sobre sus patas traseras y dijo:

—¿El cachorro humano? Quiero hablar en su favor. ¿Qué mal puede hacernos? No soy un brillante orador, pero pienso que debe ser integrado totalmente en la manada. Yo me encargaré de enseñarle.

—Es preciso que ahora hable otro —dijo Akela—.Ya ha hablado Baloo, el maestro de nuestros lobatos. ¿Quién sigue en el uso de la palabra?

En aquellos momentos se deslizó hacia el centro del círculo una sombra. Era Bagheera, la pantera negra, de un negro de tinta desde la cabeza a la cola. La luz hacía aguas en su brillante piel. Todo el mundo la conocía. Y era temida y respetada. Reunía en sí la astucia de Tabaqui, la insolencia de un búfalo salvaje y la fiereza de un elefante herido. Pero su voz era dulce como la miel y su piel más suave que el plumón.

Akela —dijo como en un susurro—, y también todos ustedes que pertenecen al Pueblo Libre. Sé que no tengo ni voz ni voto en sus asambleas. Pero vengo a recordarles que hay una Ley en la Selva que otorga la posibilidad de comprar un cachorro por un precio justo, salvo en el caso de que el cachorro se haya hecho merecedor de la pena de muerte. Y nada dice la Ley sobre quién puede ofertar para que la compra se haga efectiva. ¿Estoy o no en la verdad al interpretar la Ley?

—Está bien —dijeron los lobos jóvenes, siempre hambrientos—. Que hable Bagheera. Está claro que se puede poner un precio al cachorro. Es lo que dice la Ley.

—Habla —gritaron a la vez un montón de voces.

—Pienso que es una vergüenza matar a un cachorro desnudo. Creo que les puede ser muy útil para la caza. Baloo ha hablado ya en su defensa. A lo que él ha dicho, añado yo ahora la oferta de un toro, un animal enorme que acabo de matar y que está cerca de aquí. El toro por la cría de hombre, según la Ley. ¿Están de acuerdo?

Siguió un confuso clamor que decía:

—No es un problema. De todos modos, se va a morir en cuanto lleguen las lluvias. Y si logra pasar el invierno, lo abrasarán los rayos del sol. Una Rana como ésta no puede perjudicar a la manada. Que sea uno más entre nosotros. Bagheera, ¿dónde está el toro? Aceptamos tu propuesta.

Entonces volvió a oírse el ladrido penetrante de Akela, que apremiaba:

—¡Mírenlo bien! ¡Mírenlo bien!, lobos de la manada. Mowgli estaba tan entretenido en sus juegos que no prestó atención cuando uno a uno se le fueron acercando los lobos. Se alejaron todos en busca del toro muerto. Se quedaron solos Akela, Bagheera, Baloo y la familia de Mowgli.

La noche repetía los rugidos de Shere Khan. Estaba rabioso. Otra vez se le había negado la presa.

—Amigo, ruge cuanto quieras —le dijo insolentemente Bagheera—. Y acuérdese su señoría de lo que en estos momentos le digo: llegará un día en que esa cosa que tiene ahí delante desnuda le hará rugir, pero de una manera bien distinta.

—Hemos obrado sabiamente —dijo Akela—. Con el tiempo los hombres se hacen muy prudentes. Nos puede ser de gran utilidad para la caza.

—Sí —ratificó Bagheera—. Puede sernos de gran utilidad. Nadie es jefe de la manada para siempre.

Akela pensó profundamente en un hecho que con el tiempo debía producirse: le empezarían a faltar las fuerzas. Sería considerado un elemento inútil y le condenarían a muerte. Otro le sucedería; y así se continuaría el ciclo indefinidamente.

—Llévatelo —le dijo a Padre Lobo—. Enséñale todo lo que debe saber de nuestra raza.

Y ésta es la historia de cómo Mowgli entró a formar parte de la manada de los lobos Seeonee. Su rescate fue un toro y su gran defensor, Baloo.

Ahora tenemos que saltar diez u once años. Pueden adivinar lo feliz que sería la vida de Mowgli con los lobos. No tenemos posibilidad de describirla. Ocuparía demasiados libros.

Creció junto a los lobatos, aunque ciertamente el ritmo del crecimiento fue muy distinto: los lobatos eran ya adultos cuando él todavía estaba en la primera infancia. Padre Lobo, con infinita paciencia, le enseñó el significado de todo lo que le rodeaba en la Selva: un mínimo crujido bajo la hierba, un soplo de aire en la tibieza de la noche, el ulular del búho sobre su cabeza, los distintos ruidos que hacen los murciélagos cuando se detienen en un tronco a descansar, arañando fuertemente, el menudo chapoteo de un pez cuando salta en una balsa. Todo encerraba para él un significado, como otras realidades tienen sentido para el hombre de negocios sentado en su oficina. Dedicaba al descanso placentero al sol los momentos en que no tenía que aprender algo. Dormía, comía y volvía a dormir. Si le molestaba el calor o su cuerpo le pedía limpieza, se iba a nadar en las lagunas próximas. Si le apetecía comer miel —había aprendido de Baloo que lo más exquisito del mundo, tanto como la carne cruda, son las nueces con miel—, trepaba a los árboles para buscarla. Bagheera había sido su gran maestra en el aprendizaje de la trepa. La pantera, como jugando, se tendía sobre una rama y le llamaba:

—Ven aquí, amiguito.

Mowgli se agarraba fuerte y torpemente a las ramas, como los perezosos. Pero enseguida empezó a volar de una rama a otra, como los monos grises.

También ocupó su puesto en el Consejo de la Roca. En esas reuniones se dio cuenta del extraño poder de su mirada: si miraba fijamente a un lobo, le obligaba a bajar la vista.

Al principio lo hacía a menudo porque le parecía divertido. Otras veces se entretenía arrancando de la piel de sus amigos largas espinas que les causaban un dolor terrible. Es una de las causas fundamentales del sufrimiento de los lobos. También les quitaba las plantas de la pelambrera.

Por la noche descendía en loca carrera por la ladera de la colina y se acercaba a los campos de cultivo. Siempre le producía enorme curiosidad ver a los campesinos descansando en sus chozas, aunque no se fiaba demasiado de ellos. Bagheera le había enseñado una caja cuadrada con una especie de ventana que se hundía en cuanto alguien se colocaba encima. Debajo había un enorme agujero. Estaba tan bien disimulada en la maleza que estuvo a punto de caer dentro alguna vez. Le encantaba ir con la pantera al corazón del bosque. Dormía durante todo el día. Luego, por la noche, sentía un gran placer viendo cómo cazaba la pantera. Mataba de acuerdo con su apetito. Mowgli asimiló esta enseñanza. Lo primero que le dijo Bagheera es que nunca debía matar animales mansos al servicio de los hombres. Un animal de ésos había sido su rescate. Por eso estaba obligado a respetarlos.

—Todo lo que hay en la Selva es tuyo —le dijo Bagheera—. Puedes matar todo lo que esté al alcance de tus fuerzas y necesidad. Pero jamás toques una res mansa, ni siquiera para participar en el banquete que otros se estén dando. Eso es lo que manda la Ley de la Selva.

Mowgli aprendió rápidamente, como lo hace cualquier niño que no necesita ir a ningún aula para aprender lo más elemental, y cuya única preocupación es buscar qué comer.

Madre Loba le advirtió muy seriamente que debía tener mucho cuidado con Shere Khan. Así lo habría hecho de haber sido realmente un lobato. Aunque él tenía conciencia de serlo. Y habría respondido afirmativamente si alguien le hubiera preguntado si era un lobo.

Con demasiada frecuencia, Shere Khan se le hacía el encontradizo. Akela envejecía, le abandonaban las fuerzas. El tigre había hecho gran amistad con los lobos más jóvenes, que le seguían esperando para recoger sus sobras, siempre excelentes. Akela nunca lo hubiera tolerado, pero no se atrevía a imponer su autoridad con la fuerza con que lo hacía antes.

Maliciosamente, Shere Khan se dedicaba a halagar a sus jóvenes amigos. Les decía que no comprendía cómo unos jóvenes fuertes como ellos se dejaban guiar mansamente por un viejo decrépito y un cachorro humano.

—Me han asegurado —les decía taimadamente Shere Khan— que no son capaces de aguantar su mirada cuando se reunen en los Consejos.

Los lobos se sentían humillados, molestos. Respondían gruñendo, con el pelo erizado.

Bagheera, que parecía enterarse de todo y estar en todas partes al mismo tiempo, oyó eso y le repitió a Mowgli con frecuencia que Shere Khan quería matarlo. Pero Mowgli respondía riéndose:

—Estoy seguro contigo y con la manada. Incluso Baloo despertaría de su pereza y golpearía fieramente para salir en mi defensa. No tengo motivo alguno de inquietud.

Un día de enorme calor Bagheera tuvo una idea. Tal vez se la sugirió una noticia que le dio Ikki, el puerco espín.

Le dijo a Mowgli cuando estaban en lo más intrincado de la Selva, en el momento en que el chico había tomado por almohada su piel:

—¿Cuántas veces te he dicho, hermano, que Shere Khan es tu enemigo personal?

—Yo creo que tantas como frutos cuelgan de esa palmera —Mowgli no sabía contar—. De todas formas, ¿qué pasa? Me estoy durmiendo. A Shere Khan le sobran palabras y cola. Se parece a Mao, el pavo real.

—No busques el sueño como excusa. No es hora de dormir. En la Selva lo sabe todo el mundo: Baloo, la manada, hasta los ciervos. Y tú mismo, puesto que te lo ha dicho Tabaqui.

—¡Ah, sí! —respondió Mowgli—. El otro día me vino con que yo no era más que una desnuda cría de hombre y que no valía ni para desenterrar raíces. Pero se llevó su merecido: lo cogí por la cola y le di un par de golpes contra una palmera. Y de paso le enseñé a ser más educado.

—Hiciste una tontería. Es cierto que Tabaqui es un chismoso, todo el mundo lo sabe. Pero conoce muchas cosas. Probablemente te hubiera dicho algo interesante. Shere Khan no se atreve a matarte en la Selva. Ves con toda claridad que Akela se está haciendo muy viejo. Pronto será incapaz de matar él solo a un gamo. En ese momento dejará de ser jefe. Los lobos que te admitieron en la manada son ya viejos. Y a los jóvenes Shere Khan les ha metido en la cabeza que no tienes derecho a pertenecer a la manada. Enseguida te vas a hacer un hombre.

—¿Pues qué tiene de especial el hombre para que no pueda vivir con sus hermanos? —dijo Mowgli—. Nací en la Selva; he acatado sumisamente su Ley. A todos los lobos de la manada les he arrancado alguna espina. ¿Por qué dudar de que son mis hermanos?

Bagheera se tendió completamente y le dijo: —Toca aquí, bajo mi quijada.

Mowgli acercó la mano y notó un paquete de músculos y una zona sin pelo, como si hubiera estado despellejada durante algún tiempo.

—La Selva desconoce que yo tengo esta marca. Es la que deja el collar. Porque yo, amigo, nací entre los hombres. Y entre los hombres murió mi madre, cautiva en las jaulas del Palacio Real, en Oodeypore. Por eso pagué por ti el precio de tu rescate. ¡Te vi tan desnudo y desamparado! Ya ves, también yo nací entre los hombres. Desconocía la Selva. Me alimentaban en grandes cuencos de hierro tras los barrotes de una jaula. Un día se despertó en mí la conciencia de lo que realmente era: Bagheera, la pantera. No era un juguete. Rompí de un zarpazo la cerradura y me escapé. Mi larga experiencia entre los hombres me hizo terrible en la Selva, mucho más que Shere Khan. ¿No es así?

—Sí —dijo Mowgli—. En la Selva todos te tienen miedo menos yo.

—¡Oh! Tú eres un cachorro de hombre —dijo la pantera con enorme ternura—.Yo he vuelto a mi mundo, la Selva.Y tú tienes que volver al tuyo, los hombres, tus hermanos. Y ojalá puedas realizarlo. Quizá pidan tu muerte en el Consejo.

—Pero ¿por qué? ¿Quién va a tener interés en mi muerte? —dijo Mowgli.

—Mírame —le contestó Bagheera. Mowgli la miró a los ojos sin pestañear. La pantera volvió la cabeza muy pronto—. Por eso —dijo cambiando su posición y acomodándose mejor en un lecho de hojas—. Ni siquiera yo puedo mirarte a los ojos, y eso que conozco bien a los humanos. Y, además, te quiero, hermano. Los demás tienen motivos para odiarte: no pueden resistir tu mirada, eres sabio, has arrancado espinas de sus patas y, en definitiva, eres un hombre.

—Desconocía todo eso —dijo Mowgli con el ceño fruncido.

—¿Sabes una ley de la Selva? Primero se pega y luego se avisa. Tienes tal confianza en ti mismo que andas absolutamente descuidado. Una prueba más de que perteneces a la raza humana. Tienes que ser prudente. Es seguro que en cuanto a Akela se le escape un gamo—cosa que resultará más fácil cada día— se enfrentará a él toda la manada. Y tú también caerás en desgracia. Se convocará un Consejo de la Selva en la Roca. Y entonces... Tengo una idea —dijo Bagheera levantándose como impulsada por un resorte—. Vete a donde habitan los hombres. Coge una parte de la Flor Roja que ellos cultivan. Será para ti un apoyo mucho más firme que el mío. O que el de Baloo o el de tus fieles de la manada. Vete a buscar enseguida la Flor Roja.

Lo que Bagheera quería decir al hablar de la Flor Roja era el fuego. En la Selva nadie lo llama por su nombre. Tanto lo temen que no se atreven ni a nombrarlo.